El idiota
El Idiota
Por
Fyodor Dostoyevsky
PRIMERA PARTE
I
A las nueve de la mañana de un día de finales de noviembre, el tren de
Varsovia se acercaba a toda marcha a San Petersburgo. El tiempo era de
deshielo, y tan húmedo y brumoso que desde las ventanillas del carruaje
resultaba imposible percibir nada a izquierda ni a derecha de la vía férrea.
Entre los viajeros los había que tornaban del extranjero; pero los
departamentos más llenos eran los de tercera clase, donde se apiñaban gentes
de clase humilde procedentes de lugares más cercanos. Todos estaban
fatigados, transidos de frío, con los ojos cargados por una noche de insomnio y
los semblantes lívidos y amarillentos bajo la niebla.
En uno de los coches de tercera clase iban sentados, desde la madrugada,
dos viajeros que ocupaban los asientos opuestos correspondientes a la misma
ventanilla. Ambos eran jóvenes, ambos vestían sin elegancia, ambos poseían
escaso equipaje, ambos tenían rostros poco comunes y ambos, en fin, deseaban
hablarse mutuamente. Si cualquiera de ellos hubiese sabido lo que la vida del
otro ofrecía de particularmente curioso en aquel momento, habríase
sorprendido, sin duda, de la extraña casualidad que les situaba a los dos frente
a frente en aquel departamento de tercera clase del tren de Varsovia. Uno de
los viajeros era un hombre bajo, de veintisiete años poco más o menos, con
cabellos rizados y casi negros, y ojos pequeños, grises y ardientes. Tenía la
nariz chata, los pómulos huesudos y pronunciados, los labios finos y
continuamente contraídos en una sonrisa burlona, insolente y hasta maligna.
Pero la frente, amplia y bien modelada, corregía la expresión innoble de la
parte inferior de su rostro. Lo que más sorprendía en aquel semblante era su
palidez, casi mortal. Aunque el joven era de constitución vigorosa, aquella
palidez daba al conjunto de su fisonomía una expresión de agotamiento, y a la
vez de pasión, una pasión incluso doliente, que no armonizaba con la
insolencia de su sonrisa ni con la dureza y el desdén de sus ojos. Envolvíase en
un cómodo sobretodo de piel de cordero que le había defendido muy bien del
frío de la noche, en tanto que su vecino de departamento, evidentemente mal
preparado para arrostrar el frío y la humedad nocturna del noviembre ruso,
tiritaba dentro de un grueso capote sin mangas y con un gran capuchón, tal
como lo usan los turistas que visitan en invierno Suiza o el norte de Italia, sin
soñar, desde luego, en hacer el viaje de Endtkuhnen a San Petersburgo. Lo que
hubiese sido práctico y conveniente en Italia resultaba desde luego insuficiente
en Rusia. El poseedor de este capote representaba también veintiséis o
veintisiete años, era de estatura algo superior a la media, peinaba rubios y abundantes cabellos, tenía las mejillas muy demacradas y una fina barba en
punta, casi blanca en fuerza de rubia. Sus ojos azules, grandes y extáticos,
mostraban esa mirada dulce, pero en cierto modo pesada y mortecina, que
revela a determinados observadores un individuo sujeto a ataques de epilepsia.
Sus facciones eran finas, delicadas, atrayentes y palidísimas, aunque ahora
estaban amoratadas por el frío. Un viejo pañuelo de seda, anudado, contenía
probablemente todo su equipaje. Usaba, al modo extranjero, polainas y
zapatos de suelas gruesas. El hombre del sobretodo de piel de cordero y de la
cabellera negra examinó este conjunto, quizá por no tener mejor cosa en qué
ocuparse, y, dibujando en sus labios esa indelicada sonrisa con la que las
personas de mala educación expresan el contento que les producen los
infortunios de sus semejantes, se decidió al fin a hablar al desconocido.
—¿Tiene usted frío? —preguntó, acompañando su frase con un
encogimiento de hombros.
—Mucho —contestó en seguida su vecino—. Y eso que no estamos más
que en tiempo de deshielo. ¿Qué sería si helase? No creí que hiciese tanto frío
en nuestra tierra. No estoy acostumbrado a este clima.
—Viene usted del extranjero, ¿verdad?
—Sí, de Suiza.
—¡Fííí! —silbó el hombre de la cabellera negra, riendo.
Se entabló la conversación. El joven rubio respondía con naturalidad
asombrosa a todas las preguntas de su interlocutor, sin parecer reparar en la
inoportunidad e impertinencia de algunas. Así, hízole saber que durante
mucho tiempo, más de cuatro años, había residido fuera de Rusia. Habíanle
enviado al extranjero por hallarse enfermo de una singular dolencia nerviosa
caracterizada por temblores y convulsiones: algo semejante a la epilepsia o al
baile de San Vito. El hombre de cabellos negros sonrió varias veces mientras
le escuchaba y rio sobre todo cuando, preguntándole: —¿Y qué? ¿Le han
curado?—, su compañero de viaje repuso:
—No, no me han curado.
—¡Claro! Le habrán hecho gastar una buena suma de dinero en balde… ¡Y
nosotros, necios, tenemos fe en esa gente! —dijo, acremente, el hombre del
sobretodo de piel de cordero.
—¡Ésa es la pura verdad! —intervino un señor mal al vestido, de figura
achaparrada, que se sentaba a su lado. Era un hombre cuarentón, robusto, de
roja nariz y rostro lleno de granos, con aire de empleado subalterno de
ministerio—. ¡Es la pura verdad! Esa gente no hace más que llevarse toda la
riqueza de Rusia sin darnos nada en cambio. —En lo que personalmente me respecta se engañan ustedes —dijo, con
acento suave y conciliador, el cliente de los doctores suizos—. Desde luego,
no puedo negar en términos generales lo que ustedes dicen, porque no estoy
bien informado al propósito; pero me consta que mi médico ha invertido hasta
su último céntimo a fin de proporcionarme los medios de volver a Rusia,
después de mantenerme dos años a sus expensas.
—¡Cómo! —exclamó el viajero de cabellos negros—. ¿No había nadie que
pagase por usted?
—No. El señor Pavlichev, que era quien atendía a mis gastos en Suiza,
murió hace dos años. Escribí entonces a la generala Epanchina, una lejana
parienta mía, pero no recibí contestación. Y entonces he vuelto a Rusia.
—¿Dónde va usted a instalarse?
—¿Quiere decir que dónde cuento hospedarme? Aún no lo sé; según como
se me pongan las cosas. En cualquier sitio…
—¿De modo que aún no sabe dónde?
Y el hombre del cabello negro comenzó a reír, secundado por el tercero de
los interlocutores.
—Me temo —agregó el primero— que todo su equipaje está contenido en
este pañuelo…
—Yo lo aseguraría —manifestó el otro, con aspecto de extrema
satisfacción—. Estoy cierto de que todo el equipaje de este señor es ése,
¿verdad? Pero la pobreza no es vicio, desde luego.
La suposición de aquellos dos caballeros resultó ajustada a la realidad,
como el joven rubio no titubeó en confesarlo.
—Su equipaje, sin embargo, no deja de tener cierta importancia —
prosiguió el empleado, después de que él y el joven de la cabellera negra
hubieron reído con toda su alma, siendo de notar que aquel que era objeto de
su hilaridad había terminado también por reír viéndoles reír a ellos, con lo que
hizo subir de punto sus carcajadas—; pues, aunque pueda darse por hecho que
en él brillan por su ausencia las monedas de oro francés, holandés o alemán, el
hecho de que tenga usted una parienta como la Epanchina modifica en mucho
la trascendencia de su equipaje. Esto, claro, en el caso de que la Epanchina sea
efectivamente parienta suya y no se trate de una distracción…, lo que no tiene
nada de particular en un hombre, cuando es muy imaginativo…
—Ha adivinado usted —contestó el joven—. Realmente, casi me he
equivocado, porque sólo quise decir que la generala es medio parienta mía,
hasta el extremo de que su silencio no me ha sorprendido. Lo esperaba. —Ha gastado usted inútilmente en sellos de correo. ¡Hum! Usted, al
menos, es ingenuo y sincero, lo cual merece alabanzas. ¡Hum! Yo conozco al
general Epanchin… como todos le conocen. Al difunto señor Pavlichev, el que
pagaba sus gastos en Suiza, también le conocía, si es que se refiere a Nicolás
Andrevich Pavlichev, porque hay dos primos hermanos del mismo apellido. El
otro habita en Crimea. El difunto Nicolás Andrevich era hombre muy
respetado, con muy buenas relaciones y propietario, en sus tiempos, de cuatro
mil almas…
—Sí; se trataba de Nicolás Andrevich Pavlichiev —contestó el joven,
mirando con atención a aquel desconocido que tan bien informado estaba de
todas las cosas.
Esta clase de caballeros que lo saben todo suelen encontrarse con bastante
frecuencia en cierta capa social. No hay nada que ignoren: toda su curiosidad
espiritual, todas sus facultades de investigación se dirigen sin cesar en igual
sentido, sin duda por carencia de ideas e intereses vitales más importantes,
como diría un pensador moderno. Añadamos que esa omnisciencia que poseen
está circunscrita a un campo harto restringido: les consta en qué departamento
sirve Fulano, qué amistades tiene, qué fortuna posee, de dónde ha sido
gobernador, con quién está casado, qué dote le aportó su mujer, quiénes son
sus primos en primero y segundo grado, y otras cosas por el estilo. Por regla
general, estos caballeros que lo saben todo llevan los codos rotos y ganan
diecisiete rublos al mes. Las personas de quienes conocen tantos detalles se
quedarían muy confusas si lograran saber cómo y por qué estos señores
omniscientes están tan bien informados de sus existencias. Sin duda los
interesados encuentran algún consuelo positivo en poseer semejantes
conocimientos, que consideran una completa ciencia de la que derivan una alta
estima de sí mismos y una elevada satisfacción espiritual. Y es, en efecto, una
ciencia subyugadora. Yo he conocido literatos, intelectuales, poetas y
políticos, que parecían hallar en semejante disciplina científica su mayor
deleite y su meta final habiendo hecho, además, su carrera gracias a ella.
Durante aquella parte de la conversación, el joven de negros cabellos
miraba distraídamente por la ventanilla, bostezando y aguardando con
impaciencia el fin del viaje. Parecía preocupado, muy preocupado, casi
inquieto. Su actitud resultaba extraña: a veces miraba sin ver, escuchaba sin
oír, reía sin saber él mismo el motivo.
—Permítame: ¿a quién tengo el honor de…? —preguntó de improviso el
señor de los granos al propietario del paquetito del pañuelo de seda.
—Al príncipe León Nicolaievich Michkin —contestó el interpelado
inmediatamente sin la menor vacilación.
—¿El príncipe León Nicolaievich Michkin? No le conozco. Jamás lo he oído mencionar —dijo el empleado, reflexionando—. No me refiero al
nombre, que es histórico y se puede encontrar en la historia de Karamzin, sino
a la persona, ya que ahora no se encuentran en ningún sitio príncipes Michkin
y no se oye jamás hablar de ellos.
—No lo dudo —replicó el joven—. En este momento no existe más
príncipe Michkin que yo, que creo ser el último de la familia. En cuanto a mis
antepasados, hace ya varias generaciones que vivían como simples
propietarios rurales. Mi padre fue subteniente del ejército. La generala
Epanchina pertenece, aunque no sé bien en virtud de qué parentesco, a la
familia de los Michkin, y es también, como mujer, la última de su raza…
—¡Ja, ja, ja! —rio el empleado—. ¡Mujer, y la última de su raza! ¡Qué
chiste tan bien buscado!
El señor de los cabellos negros sonrió igualmente. Michkin quedó muy
sorprendido al ver que le atribuían un chiste, bastante malo además.
—Lo he dicho sin darme cuenta —aseguró al fin, repuesto de su sorpresa.
—¡Por supuesto, por supuesto! —repuso jovialmente el empleado.
—Y en Suiza, príncipe —preguntó de pronto el otro viajero—, ¿estudiaba
usted, tenía algún profesor?
—Sí; lo tenía…
—Yo, en cambio, no he aprendido nada nunca.
—Tampoco yo —dijo el príncipe, como excusándose— he aprendido nada
apenas. Mi mala salud no me ha permitido seguir estudios sistemáticos.
—¿No ha oído usted hablar de los Rogochin? —interrogó con viveza el
joven de los cabellos negros.
—No; no conozco a casi nadie en Rusia. ¿Se llama usted Rogochin?
—Sí; Parfen Semenovich Rogochin.
—¿Parfen Semenovich? ¿No será usted uno de esos Rogochin que…? —
preguntó el empleado con súbita gravedad.
—Sí; uno de esos —interrumpió impacientemente el joven moreno quien,
desde el principio, no se había dirigido al hombre granujiento ni una sola vez,
limitándose a hablar únicamente con Michkin.
El empleado, estupefacto, abrió mucho los ojos y todo su semblante
adquirió una expresión de respeto servil, casi temeroso.
—¡Cómo! —prosiguió—. ¿Es posible que sea usted hijo de Semen
Parfenovich Rogochin, burgués notable por derecho de herencia y que murió hace un mes dejando un capital de dos millones y medio de rublos?
—¿Y cómo puedes tú saber que ha dejado dos millones y medio? —
preguntó rudamente el hombre moreno sin dignarse mirar al empleado. Luego
añadió, haciendo un guiño a Michkin para referirse al otro—: Mírele: apenas
se ha enterado de quién soy, ya empieza a hacerme la rosca. Pero ha dicho la
verdad. Mi padre ha muerto y yo, después de pasar un mes en Pskov, vuelvo a
casa como un pordiosero. Ni mi madre ni el bribón de mi hermano me han
avisado ni me han enviado dinero. ¡Cómo si fuera un perro! Durante todo el
mes he estado enfermo de fiebres en Pskov y…
—¡Pero ahora va usted a recibir un rico milloncejo, si no más! ¡Oh, Dios
mío! —exclamó el señor granujiento alzando las manos al cielo.
—Dígame, príncipe —exclamó Rogochin, irritado, señalando al
funcionario con un movimiento de cabeza—, ¿qué podrá importarle eso?
Porque no voy a darte ni un kopec aunque bailes de coronilla delante de mí.
¿Oyes?
—Lo haré, lo haré.
—¿Qué le parece? Bien: pues no te daré ni un kopec aunque bailes de
coronilla delante de mí una semana seguida.
—No me des nada. ¿Por qué habías de dármelo? Pero bailará de coronilla
ante ti. Dejaré plantados a mi mujer y a mis hijos e iré a bailar de cabeza ante
ti. Necesito rendirte homenaje. ¡Lo necesito!
—¡Puaf! —exclamó Rogochin, escupiendo. Y se dirigió al príncipe—: Yo
no tenía más equipaje que el que usted lleva cuando, hace cinco semanas, hui
de la casa paterna y me fui a la de mi tía, en Pskov. Allí caí enfermo. Y entre
tanto murió mi padre de un ataque de apoplejía. Gloria eterna a su memoria,
sí; pero la verdad es que faltó poco para que me matase a golpes. ¿Lo creería
usted, príncipe? Pues es verdad: si yo no hubiese huido, me habría matado.
—¿Qué hizo usted para irritarle tanto? —preguntó el príncipe, que miraba
con curiosidad a aquel millonario de tan modesta apariencia bajo su piel de
cordero.
Aparte el millón que iba a heredar, había en el joven moreno algo que
intrigaba e interesaba a Michkin. Y en cuanto a Rogochin, fuese por lo que
fuera, se complacía en hablar con el príncipe, quizás más que en virtud de una
ingenua necesidad de expansionarse, por hallar un derivativo a su agitación.
Dijérase que la fiebre le atormentaba aún. En cuanto al empleado, pendiente
de la boca de Rogochin, recogía cada una de sus palabras como si esperase
hallar entre ellas un diamante.
—Mi padre estaba, desde luego, enojado conmigo, y acaso con razón — respondió Rogochin—; pero quien más le predisponía contra mí era mi
hermano. No quiero decir nada de mi madre: es una mujer de edad, lee el
Santoral, pasa su tiempo en hablar con viejas y no ve más que por los ojos de
mi hermano Semka. Pero, ¿no es cierto que éste debió avisarme con
oportunidad? ¡Bien sé por qué no lo hizo! Cierto que yo estaba entonces sin
conocimiento… Cierto también que me expidieron un telegrama… Pero
desgraciadamente lo recibió mi tía, viuda desde hace treinta años y que no
trata, de la mañana a la noche, sino con hombres de Dios y gente por el
estilo… No es monja, pero peor que si lo fuera. El telegrama la asustó, así que
lo llevó al puesto de policía, donde aún continúa. Sólo me he informado de lo
sucedido por una carta de Basilio Vasilievich Koniev, quien me lo cuenta todo,
incluso que por la noche, mi hermano cortó un paño mortuorio de brocado de
trencillas de oro, que adornaba el ataúd de mi padre, diciendo: «Esto vale su
dinero». ¡Si quiero, me basta con eso para enviarle a Siberia, porque es un
robo sacrílego! ¿Qué opinas tú, espantapájaros? —añadió, dirigiéndose al
funcionario—. ¿Cómo califica la ley ese acto? ¿De robo sacrílego?
—Sí: de robo sacrílego —confirmó el empleado.
—¿Y se envía a Siberia a los culpables de ese crimen?
—¡A Siberia, sí! ¡A Siberia inmediatamente!
—En casa me creen enfermo aún —prosiguió Rogochin dirigiéndose al
príncipe otra vez—. Pero yo he tomado el tren sin decir nada a nadie y, aunque
mal de salud todavía, dentro de un rato estaré en San Petersburgo. ¡Cuánto se
sorprenderá mi hermano Semen Semenovich al verme llegar! ¡El que, como
bien sé, fue quien indispuso a mi padre contra mí! Aunque, a decir verdad,
éste ya estaba irritado conmigo por lo de Nastasia Filipovna. En ese caso,
desde luego, la culpa fue mía.
—¿Nastasia Filipovna? —preguntó el empleado, con aire servil y, al
parecer, reflexionando intensamente.
—¡Si no la conoces! —exclamó Rogochin, con impaciencia.
—¡Si! ¡La conozco! —exclamó, con aire triunfante, el señor granujiento.
—¡Claro! ¡Hay tantas Nastasias Filipovnas en el mundo! Eres un solemne
animal, permíteme que te lo diga. ¡Ya sabía yo que este bestia acabaría
queriendo pegarse a mí! —añadió Rogochin, hablando a Michkin.
—¡Bien puede ser que la conozca! —replicó el empleado—. ¡Lebediev
sabe muchas cosas! Podrá usted injuriarme cuanto quiera, excelencia, pero ¿y
si le pruebo que digo la verdad? Esa Nastasia Filipovna por cuya culpa le ha
golpeado su padre, se apellida Barachkov, y es una señora distinguida y hasta,
en su estilo, una verdadera princesa. Mantiene íntimas relaciones con Atanasio Ivanovich Totzky y no tiene otro amante que él. Totzky es un poderoso
capitalista, con mucho dinero y muchas propiedades, accionista de varias
compañías y empresas y por esta razón muy amigo del general Epanchin.
—¡Diablo! ¡La conoce de verdad! —exclamó Rogochin, realmente
sorprendido—. ¿Cómo puedes conocerla?
—¡Lebediev lo sabe todo! ¡Lebediev no ignora nada! He andado mucho
con Alejandro Lichachevich cuando éste acababa de perder a su padre. ¡No
sabía dar un paso sin mí! Ahora está preso por deudas; mas yo en aquel tiempo
conocí a todas aquellas mujeres: Arrancia y Coralia, y la princesa Patzky, y
Nastasia Filipovna, y muchas otras.
—¿Es posible que Lichachevich y Nastasia Filipovna…? —preguntó
Rogochin lanzando una mirada de cólera al empleado. Y sus labios se
convulsionaron y palidecieron.
—¡No, no, nada! —se apresuró a contestar Lebediev—. Él le ofrecía
sumas enormes, pero no pudo conseguir absolutamente nada… No es como
Amancia. Su único amigo íntimo es Totzky. Por las noches puede vérsela
siempre en su palco en el Gran Teatro o en el Teatro Francés. Y la gente
hablará de ella lo que quiera, pero nadie puede probarle nada. Se la señala y se
dice: «Mirad a Nastasia Filipovna»; pero nada más, porque nada hay que decir.
—Así es, en efecto —convino Rogochin, con aire sombrío—; eso
concuerda con lo que me contó hace tiempo Zaliochev. Un día, príncipe, yo
cruzaba la Perspectiva Nevsky vestido con un gabán viejo que mi padre había
retirado hacía tres temporadas. Ella salía de un comercio y subió al coche. En
el acto sentí que me atravesaba el alma un dardo de fuego. A poco encontré a
Zaliochev. No vestía como yo, sino con elegancia, y llevaba un monóculo
aplicado al ojo. En cambio yo, en casa de mi padre, usaba botas enceradas y
comía potaje de vigilia. «Esa no es de tu clase —me dijo mi amigo—: es una
princesa. Se llama Nastasia Filipovna Barachkov y vive con Totzky. Él ahora,
quisiera desembarazarse de ella a toda costa, porque, a pesar de sus cincuenta
y cinco años, tiene entre ceja y ceja el propósito de casarse con la beldad más
célebre de San Petersburgo». Zaliochev añadió que si yo iba aquella noche a
los bailes del Gran Teatro podría ver en un palco a Nastasia Filipovna. Entre
nosotros, le diré que ir a ver una sesión de baile significaba para mí correr el
riesgo de ser molido a golpes por mi padre. No obstante, burlando su
vigilancia, pasé una hora en el teatro, volví a ver a Nastasia Filipovna y no
pude dormir en toda la noche. Por la mañana, mi difunto padre me entregó dos
títulos al cinco por ciento de cinco mil rublos cada uno. «Vete a venderlos —
dijo—, pasa por casa de los Andreiev, liquídales una cuenta de siete mil
quinientos rublos que tengo con ellos y tráeme el resto del dinero. No te
entretengas en el camino, que te aguardo». Negocié los títulos, pero en vez de ir a casa de Andreiev entré en el Bazar Inglés y compré unos pendientes de
diamantes, cada uno casi tan grueso como ruta avellana. Como el precio
excedía en cuatrocientos rublos el dinero que yo llevaba, di mi nombre y el
comerciante me abrió, crédito por la diferencia. Tras esto, fui a ver a
Zaliochev. «Acompáñame a casa de Nastasia Filipovna», le dije. Y fuimos. No
sé, ni recuerdo, lo que había ante mí, ni a mi lado, ni bajo mis pies. Entrarnos
en una sala y ella salió a recibirnos. Yo no di mi nombre: fue Zaliochev quien
tomó la palabra. «Sírvase aceptarlos en nombre de Parfen Rogochin, en
recuerdo del encuentro de ayer tarde», dijo. Ella abrió el estuche, miró los
pendientes y sonrió: «Agradezca a su amigo Rogochin su amable atención»,
repuso. Y, haciéndonos una reverencia, se apartó. ¿Por qué no caería yo
muerto en aquel instante? Si me había decidido a hacer la visita, era porque, en
verdad, no esperaba volver vivo de ella. Lo que más me mortificaba de todo
era ver que aquel animal de Zaliochev se había arreglado para atribuirse el
mérito a sí mismo, en cierto modo. Yo, bajo de estatura como soy y mal
vestido como iba, guardaba un silencio lleno de turbación, y me limitaba a
contemplar a aquella mujer abriendo mucho los ojos, mientras él, ataviado con
elegancia, los cabellos rizados y llenos de cosmético, muy sonrosada la cara,
el lazo de la corbata impecable, mostraba una desenvoltura de hombre de
mundo, y todo se volvía inclinaciones y gracias. ¡Estoy seguro de que ella le
tomó por mí! Cuando salimos le dije: «Ahora no vaya a ocurrírsete cualquier
insolencia respecto a Nastasia Filipovna. ¿Comprendes?». El, riendo, repuso:
«¿Cómo te las compondrás para arreglar tus cuentas con Semen
Parfenovich?». Yo sentía tanto deseo de volver a casa como de tirarme al agua,
pero me dije: «Sea lo que quiera. ¿Qué me importa?». Y regresé a casa como
un alma en pena.
—¡Oh! —exclamó el empleado, estremeciéndose con positivo espanto—.
¿No sabe —añadió, dirigiéndose al príncipe— que el difunto Semen
Parfenovich era capaz de matar a un hombre por diez rublos? ¡Figúrese de lo
que sería capaz por diez mil!
Michkin miraba con curiosidad a Rogochin, que parecía haber palidecido
en aquel momento más aún.
—¿Matar a un hombre? —dijo Rogochin—. ¡Qué sabes tú de eso! ¡Peor
aún! —Y, volviéndose a Michkin, continuó—: Mi padre no tardó en averiguar
lo ocurrido, ya que Zaliochev lo iba contando a todos. El viejo me hizo subir
al piso alto de casa. Allí se encerró conmigo y me golpeó durante una hora
seguida. «Esto es sólo el prólogo —me aseguró—. Antes de acostarme volveré
a darte las buenas noches». ¿Y sabe lo que hizo luego? Pues aquel hombre de
cabellos blancos visitó a Nastasia Filipovna y se inclinó hasta el suelo delante
de ella, suplicándole y llorando. Al fin ella buscó el estuche y se lo tiró a la
cara. «Toma, viejo barbudo —le dijo—. Ahí van tus pendientes, pero ahora que sé lo que Parfen Semenovich hizo para regalármelos, tienen diez veces
más valor a mis ojos. Saluda a tu hijo y dale las gracias en mi nombre».
Entretanto, yo, con permiso de mi madre, pedí veinte rublos prestados a Sergio
Protuchin y me fui a Pskov. Llegué tiritando de fiebre. Allí, las viejas de casa
de mi tía comenzaron a leerme el Santoral. Cansado, me dediqué a gastar en
bebida los restos de mi dinero. Invertí hasta mi último groch en una taberna, y
al salir mortalmente borracho caí al suelo y allí pasé la noche. Por la mañana
amanecí delirando, y costó mucho trabajo volverme a la razón. Pasé unos días
muy malos, se lo aseguro.
—Vamos, vamos —dijo jovialmente el funcionario, frotándose las manos
—, ahora ya verá cómo Nastasia Filipovna canta otra canción. ¿Qué importan
aquellos pendientes? ¡Ya le regalaremos otros!
—¡Si vuelves a mencionar a Nastasia Filipovna, te daré de latigazos por
muy amigo que seas de Alejandro Lichachevich! —gritó Rogochin, asiendo
con violencia el brazo de Lebediev.
—Si me das de latigazos, eso quiere decir que no me rechazas. ¡Anda,
dame de latigazos! ¡No lo tomo a mal! Cuando se azota a alguien, se pone el
sello a… ¡Ea, al fin ya llegamos!
El tren, en efecto, entraba en la estación. Aunque Rogochin había hablado
de una marcha en secreto, varios individuos le esperaban. Al verle,
comenzaron a gritar y a agitar sus gorros en el aire.
—¡También está con ellos Zaliochev! —exclamó Rogochin, mirándoles
con sonrisa entre maligna y orgullosa. Luego se dirigió repentinamente a
Michkin—: Te he tomado afecto no sé cómo, príncipe. Quizá por haberte
encontrado en este momento. Sin embargo, también he encontrado a ése —
agregó, indicando a Lebediev—, y no me ha despertado simpatía alguna. Ven
a verme, príncipe. Te quitaré esas polainas y te regalaré una pelliza de marta
de primera calidad. Además mandaré que te hagan un magnífico frac, con
chaleco blanco o del color que te guste. Luego te llenaré los bolsillos de
dinero… e iremos a ver a Nastasia Filipovna. ¿Vendrás?
—Atiéndale, príncipe León Nicolaievich —dijo el empleado, con
solemnidad—. ¡No deje escapar tan buena ocasión!
El príncipe Michkin se incorporó, tendió cortésmente la mano a Rogochin
y le dijo con la mayor cordialidad:
—Iré a verle con el mayor placer y aprecio mucho la amistad que me
testimonia. Quizá vaya a visitarle hoy mismo. Me ha simpatizado mucho,
sobre todo cuando nos ha contado esa historia de los pendientes. Pero ya me
agradaba usted antes, a pesar de su aspecto sombrío. Le agradezco la pelliza y
los vestidos que me ofrece, porque pronto, en efecto, lo necesitaré todo. En este momento apenas poseo un kopec.
—Ven, ven y tendrás dinero esta misma tarde.
—Lo tendrá —repitió el empleado, como un eco—. ¡Lo tendrá esta misma
tarde!
—Dime, príncipe; ¿te gustan las mujeres? ¡Dímelo en seguida!
—No… Yo, ¿comprende?… En fin, quizá usted lo ignore, pero el caso es
que yo, como consecuencia de mi enfermedad congénita, no puedo tratar
íntimamente a las mujeres.
—En ese caso —exclamó Rogochin— eres un verdadero hombre de Dios.
Dios ama a los seres así.
—Sí: el Señor Dios los ama —aseguró el empleado a su vez.
—Anda, moscón, acompáñame —dijo Rogochin a Lebediev.
Todos descendieron del carruaje. Lebediev había conseguido al fin su
propósito. El ruidoso grupo partió en dirección a la Perspectiva Voznesensky.
Michkin debía dirigirse a la Litinaya. El tiempo era húmedo. El príncipe
preguntó a los transeúntes el camino a seguir y cuando supo que debía recorrer
tres verstas, resolvió tomar un coche de alquiler.
II
El general Epanchin vivía en una casa propia cerca de la Litinaya, junto a
la Transfiguración. Además de ser dueño de aquel magnífico edificio, cuyas
cinco sextas partes alquilaba, el general obtenía una buena renta de otra casa,
muy vasta también, que poseía en la Sadowaya. Era igualmente propietario de
una fábrica en el distrito de San Petersburgo y de una finca que producía
considerables ingresos, situada a poca distancia de la capital. Como todos
sabían, el general, antes, había estado interesado en los arrendamientos
públicos y a la sazón era un fuerte e influyente accionista en varias poderosas
sociedades comanditarias. Gozaba reputación de hombre muy rico, muy
ocupado y muy bien relacionado. Tenía el arte de saber hacerse necesario en
donde le convenía, como, por ejemplo, en su departamento gubernamental.
Nadie, sin embargo, ignoraba que Iván Federovich Epanchin no había recibido
educación alguna, ya que su padre fue mero soldado raso. Sin duda este último
hecho no podía sino honrarle, comparándolo con la posición social alcanzada,
pero el general, aunque hombre inteligente, no se eximía de ciertas
debilidades, y le disgustaba, en consecuencia, que se aludiese a sus orígenes.
En todo caso, era talentoso y capaz. Se atenía, verbigracia, al principio de no hacerse evidente nunca allí donde convenía difumarse y, a los ojos de mucha
gente, uno de sus principales méritos consistía en su falta de pretensiones y en
saber no salirse de su lugar. ¿Qué hubieran dicho los que le juzgaban así de
haber leído sus sentimientos reales en el fondo de su alma? El hecho era que,
uniendo a una gran experiencia de la vida varias notabilísimas facultades, Iván
Fedorovich fingía obrar, más que en virtud de sus inspiraciones personales,
como ejecutor del pensamiento de los demás, a fin de parecer un hombre
«desinteresadamente consagrado al servicio» y de ganar fama, de acuerdo con
el sentir de la época, de ser un auténtico ruso. Cierto que circulaban al
propósito algunas anécdotas divertidas, pero el general no se desconcertaba
nunca por semejante causa. Además, era afortunado en todo, incluso en el
juego. Arriesgaba gruesas sumas en el tapete verde y lejos de ocultar lo que él
llamaba su «pequeña debilidad», procuraba hacer ostentación de ella. Trataba
círculos muy mezclados, sí, pero, por supuesto, de gente influyente y bien
situada. Por mucho que tuviese que hacer, siempre encontraba tiempo para
todo, y todo era diligenciado por él a su debido tiempo. También en punto a
edad el general se hallaba en eso que se llama «la flor de la vida», ya que
contaba cincuenta y seis años, momento en que, como todos saben, es cuando
se empieza a vivir de veras. Su buena salud, su rostro optimista, su figura
recia, sus dientes sólidos aunque ennegrecidos, el aire de preocupación con
que trabajaba por la mañana en su despacho y el aspecto de buen humor que
exhibía por la noche ante la mesa de juego o en casa de Su Gracia, todo
contribuía a su éxito presente y futuro y contribuía a cubrir de rosas su
sendero.
El general tenía varias deliciosas hijas. En aquel sentido, no todo eran
rosas, aunque sí motivo de que Epanchin albergase esperanzas profundamente
acariciadas. ¿Hay, después de todo, planes más graves y respetables que los de
un padre? ¿Qué debe preocupar a un hombre más que su familia?
La del general consistía en su esposa y tres hijas, ya mujeres. Epanchin
habíase casado muchos años atrás, siendo sólo teniente, con una muchacha de
su edad aproximada que no sobresalía por su belleza ni su cultura, ni le llevó
como dote más que cincuenta almas, dote, sin embargo, que constituyó el
primer peldaño de la fortuna del general. Éste nunca deploró aquel matrimonio
contraído en su obscura juventud, nunca lo consideró como un error, y
respetaba y hasta, a veces, temía tanto a su mujer, que ello era casi para él un
equivalente del amor. Su esposa pertenecía a la familia principesca de los
Michkin, de nobleza antigua aunque no brillante, y tenía una alta opinión de sí
misma en razón a su nacimiento. Una persona influyente, uno de esos
protectores amigos de proteger sin que les cueste nada, se había interesado por
el porvenir del esposo de la joven princesa cuando ambos estaban recién
casados. Abrió, en efecto, camino, al joven oficial, tendiéndole, como suele
decirse, una mano, aunque en realidad nunca hizo falta mano alguna, sino una simple mirada para que ambos se comprendieran. Con pocas excepciones,
marido y mujer pasaron toda su existencia en buena armonía. La Epanchina,
desde su edad juvenil, gracias a ser princesa por nacimiento —la última de su
familia— y acaso también a causa de sus cualidades personales, había
encontrado amistades de peso en los círculos más altos.
En los últimos años, gracias a la riqueza de su esposo y al grado de éste en
el servicio, acabó sintiéndose como en su casa en aquellas elevadas regiones.
En el curso de los años, las tres hijas del general —Alejandra, Adelaida y
Aglaya— se habían convertido en mujeres muy atractivas. Eran, cierto, meras
Epanchinas, pero por parte de su madre descendían de cuna ilustre, poseían
considerables dotes, se esperaba que su padre, más pronto o más tarde, llegase
a ocupar una posición muy alta y, lo que resultaba también importante, las tres
tenían una notable belleza, sin exceptuar a la mayor, que ya había rebasado los
veinticinco años. La segunda contaba veintitrés y Aglaya, la más joven,
acababa de cumplir los veinte. Aglaya, auténtica hermosura, comenzaba a
atraer la atención en sociedad. Por ende, las tres eran también muy
distinguidas en materia de educación, inteligencia y talento. Todas se querían
mucho y se apoyaban mutuamente. Incluso la gente hablaba de ciertos
sacrificios hechos por las dos mayores en beneficio de la tercera, que era el
ídolo de la familia. No les gustaba exhibirse mucho en sociedad y procedían
siempre con extraordinario recato. Nadie podía reprocharles altanería o
desdén, aunque todos las supiesen orgullosas y conscientes de su propia valía.
La mayor de todas tocaba admirablemente, y la segunda pintaba muy bien,
aunque ello no se había sabido hasta hacía pocos años. En resumen, se las
elogiaba mucho. Cierto que tampoco faltaban comentarios hostiles. La gente
hablaba con horror del número de libros que las tres muchachas habían leído.
No mostraban prisa en casarse y no aparecían sino muy moderadamente en el
círculo social al que pertenecían. Esto resultaba lo más notable de todo, siendo
notorios, como lo eran, los propósitos, inclinaciones, carácter y deseos de su
padre.
Serían cosa de las once cuando el príncipe pulsó el timbre de la puerta del
general. Éste habitaba, en el primer piso de su casa, un departamento
relativamente modesto para su posición en el mundo. Un lacayo de librea
abrió la puerta y el príncipe hubo de entrar en largas explicaciones con aquel
hombre, quien desde el primer momento miróles a él y su paquete con clara
desconfianza. Al fin, en vista de la reiterada y concreta aserción del visitante
de que era realmente el príncipe Michkin y que deseaba ver al general acerca
de un asunto urgente y de importancia, el asombrado servidor le pasó a una
reducida antecámara que precedía al salón contiguo al despacho, confiándose
allí a otro criado cuyo deber consistía en recibir a los visitantes en la antesala y
anunciarlos al general. Este segundo sirviente, que vestía de frac, era un hombre como de cuarenta años, con el aspecto inquisitivo propio de quien
conoce bien la importancia de sus funciones, que en su caso, según dijimos,
consistían en anunciar a los visitantes y pasarlos al despacho.
—Entre en el salón y deje aquí su paquete —dijo el lacayo, sentándose en
su butaca con mesurada gravedad y examinando a la vez, con ojo sorprendido
y severo, al príncipe, quien, sin abandonar su modesto equipaje, se había
instalado junto a él en una silla.
—Si me lo permite —indicó Michkin— esperaré en su compañía. ¿Qué
voy a hacer yo solo ahí dentro?
—Puesto que viene usted de visita, no puede quedarse en la antesala.
¿Quiere usted ver al general en persona?
—Sí; tengo un asunto que… —principió el príncipe.
—No le pregunto sobre su asunto. Mi deber es sólo el de anunciarle. Pero,
como ya le he dicho, sin permiso del secretario no puedo hacerlo.
El lacayo se sentía cada vez más inclinado a la desconfianza. El aspecto
del príncipe difería mucho del de los visitantes ordinarios. Si bien a ciertas
horas, e incluso todos los días, el general solía recibir personas de las más
diversas calidades, especialmente en materia de negocios, el criado, pese a la
amplitud de sus instrucciones, experimentaba en este caso gran titubeo y por
ello consideró imprescindible consultar al secretario.
—¿Viene usted en realidad del extranjero? —preguntó, involuntariamente,
sintiéndose muy turbado apenas concluyó de hablar.
En rigor había estado a punto de preguntar: «¿Es usted en realidad el
príncipe Michkin?».
—Sí: llego ahora mismo de la estación. Creo que quería usted preguntarme
si soy verdaderamente el príncipe Michkin; pero la cortesía le ha impedido
hacerlo así.
—¡Hum! —rezongó el sirviente, sorprendido.
—Le aseguro que no miento y que no incurrirá usted en responsabilidad
alguna por culpa mía. Si me presento vestido de este modo y llevando este
paquete, ello no debe extrañarle. Mi situación actual no es muy desahogada.
—Es que… Mire; mi deber es sólo anunciarle, y el secretario le verá, a
menos que usted… Precisamente la dificultad está en que… En fin: ¿puedo
preguntarle si se propone solicitar del general una ayuda pecuniaria?
—¡Oh, no! Tranquilícese; no es ése el asunto que me trae aquí.
—Dispénseme, pero yo, viendo su traje… Espere al secretario. Ahora el general está ocupado con un coronel… y luego tiene que venir el secretario de
la compañía…
—Si he de esperar mucho, le ruego que me permita fumar en algún sitio
Tengo pipa y tabaco…
—¡Fumar! —exclamó el lacayo mirándole con despectiva extrañeza, como
si no pudiera creer a sus oídos—. ¡Fumar! No, no puede usted fumar aquí y no
debía ocurrírsele ni preguntármelo. ¡Je, je! ¡Vaya una ocurrencia!
—No se trata de fumar en esta habitación. Ya me hago cargo de que eso no
debe estar permitido. Sólo quería referirme a que me indicara un lugar donde
poder encender una pipa, porque tengo ese vicio y hace tres horas que no he
fumado. Pero, en fin, como le parezca… Ya lo dice el refrán: «Do quiera que
estuvieres, haz lo que vieres…»
El lacayo no pudo contenerse y exclamó:
—¿Cómo voy a anunciar a un hombre así? En primer lugar, su sitio como
visitante no es éste, sino el salón, y me expone usted a recibir reproches. ¿No
pensará usted quedarse a vivir en la casa? —añadió, mirando de soslayo el
paquetito, que evidentemente le preocupaba.
—No, no me lo propongo. Incluso si me invitaran no me quedaría. El
único objeto de mi visita es conocer a los dueños de la casa… y nada más.
Esta respuesta pareció muy equívoca al desconfiado sirviente.
—¿Conocerlos? —dijo con sorpresa—. ¡Pero si me aseguró usted al
principio que venía por un asunto!
—Quizá haya exagerado yo al hablar de un asunto. No obstante, puedo
decir que me trae un asunto, en el sentido de que tengo que pedir un consejo…
Pero sobre todo deseo presentarme a los Epanchin, porque la generala
pertenece a la familia de los Michkin, como yo, y los dos somos los últimos
descendientes de nuestra raza.
Las últimas palabras del príncipe llevaron al colmo la inquietud del lacayo.
—¿Así que es usted un pariente?
—Apenas un pariente. El parentesco existe, en realidad, pero tan lejano
que se puede considerar como nulo. Desde el extranjero escribí una vez a la
generala y no me contestó. Sin embargo, al volver a Rusia, he creído deber
mío venir a visitarla. Entro en tantas explicaciones para disipar sus dudas, ya
que le veo muy sorprendido. Anuncie al príncipe Michkin y este nombre será
suficiente razón de mi visita. Se me recibirá o no: en el primer caso, bien; en el
segundo tal vez mejor aún. Pero creo que no pueden dejar de recibirme,
porque la generala querrá ver al último miembro actual de su familia, ya que, según me han dicho, da mucha importancia a su nacimiento.
Cuanto más se esforzaba el príncipe en hacer natural su conversación, más
aquella naturalidad hacía entrar en sospechas al experto sirviente, quien,
reconociendo la charla muy lógica de hombre a hombre, no podía considerarla
de igual modo de visitante a lacayo. Y como los criados son mucho menos
torpes de lo que sus señores imaginan, sólo dos ideas surgían en la mente del
lacayo: o el visitante era un impostor que acudía a pedir dinero al general, o
era sencillamente un idiota sin un ápice de dignidad, porque un príncipe en sus
sentidos cabales y suficientemente digno no se habría quedado en la antesala
ni contado sus intimidades a un sirviente. En cualquiera de ambos casos, el
anunciar tal visita podía originarle complicaciones.
—En todo caso, debe usted pasar al salón —dijo lo más apremiantemente
que supo.
—Si hubiese pasado, no habría podido darle estas explicaciones —contestó
el príncipe con sonrisa jovial— y usted estaría inquieto aún acerca de mi
capote y de mi paquete. Ahora, quizá juzgue usted inútil esperar al secretario y
me anuncie sin más.
—No puedo anunciar a un visitante como usted sin contar con el
secretario. Además, Su Excelencia tiene dadas órdenes de que no se le moleste
cuando está con el coronel… Sólo Gabriel Ardalionovich puede pasar en estas
ocasiones sin ser anunciado.
—¿Es un empleado?
—¿Quién? ¿Gabriel Ardalionovich? No. Está al servicio de la compañía.
Deje usted el paquete aquí.
—Sí, ya pensaba hacerlo si me lo permitía. Y el capote también. ¿Le
parece?
—Sí: no puede usted conservarlo puesto cuando pase a ver a Su
Excelencia.
El príncipe, levantándose, quitóse ágilmente el capote. Llevaba debajo un
traje bastante elegante y bien cortado, aunque algo raído. Sobre su chaleco
serpenteaba una cadena de acero. El reloj, de fabricación ginebrina, era de
plata.
Aunque el lacayo tuviese a aquel hombre por un imbécil —y la convicción
de que lo era había arraigado vigorosamente ya en su cerebro— no dejaba de
comprender lo inusitado de que él, un sirviente, conversase así con un
visitante. Además, sentía cierta simpatía por Michkin, siempre, por supuesto,
desde un punto de vista distinto a aquel que le produjera tan violenta
indignación. —Y ¿a qué horas recibe la señora Epanchina? —preguntó Michkin
después de volver a sentarse donde anteriormente.
—Eso ya no es cosa mía. Sus horas de recepción varían según las personas.
Para la modista, la señora está visible desde las once. Gabriel Ardalionovich
puede pasar también antes que los demás, incluso durante el desayuno.
—En invierno, la temperatura de las casas es mejor aquí que en el
extranjero —comentó Michkin—, aunque en la calle el aire allá es menos frío
que aquí. Un ruso no acostumbrado a las casas extranjeras las encuentra
inhabitables en el invierno.
—¿No tienen calefacción?
—Sí; pero se construye de diferente modo, con otro sistema de calefacción
y de ventanas.
—Ya. ¿Ha estado usted mucho tiempo en el extranjero?
—Cuatro años. Claro que siempre he habitado en el mismo lugar, en el
campo.
—Se encontrará usted extraño entre nosotros, ¿no?
—Es verdad. Puede creerme que me ha sorprendido observar que no se me
había olvidado el idioma ruso. Ahora, ¿ve?, mientras conversamos, pienso:
«¡Pues si hablo bien!». Tal vez por eso charle tanto. Desde ayer, en realidad,
experimento una necesidad continua de hablar en ruso.
—¡Sí; claro! ¿Vivía usted en San Petersburgo? —preguntó el lacayo, que,
pese a sus esfuerzos, no podía lograr librarse de una conversación tan afable y
cortés.
—¿En San Petersburgo? Sólo he estado de paso. Pero entonces yo no
conocía nada de Rusia y ahora, según dicen, ha habido tantos cambios que
hasta los que la conocían han tenido que estudiarla de nuevo. Se habla mucho
de las nuevas instituciones judiciales…
—Sí, claro; las instituciones judiciales… ¿Y qué? ¿Es mejor la justicia
extranjera que la nuestra?
—No lo sé. He oído decir muchas veces que la nuestra es buena. Entre
nosotros, por ejemplo, la pena de muerte no existe.
—¿Y en el extranjero sí?
—Sí. Yo he visto una ejecución en Lyon, en Francia. El doctor Schneider
me llevó a presenciarla.
—¿Cómo hacen? ¿Ahorcan a los delincuentes? —No. En Francia les cortan la cabeza.
—¿Y gritan?
—¿Cómo van a gritar? Es cosa de un instante. Se coloca al hombre sobre
una plancha y en seguida cae la cuchilla, movida por una potente máquina
llamada guillotina. La cabeza queda cortada antes de tener tiempo de
parpadear. Los preparativos son horrorosos. Sí; lo más terrible es cuando leen
la sentencia al condenado, cuando le visten, cuando le maniatan, cuando le
conducen al cadalso… Acude una multitud a verlo, incluso mujeres, aunque
allí se opina que las mujeres no deben ver una ejecución.
—¡Cómo que no es cosa para ellas!
—Desde luego que no… Recuerdo que el criminal era un hombre
inteligente, maduro, fuerte y resuelto, llamado Legros. Pero le aseguro a usted,
aunque no me crea, que cuando subió al cadalso iba llorando y blanco como el
papel. ¿No le parece increíble y tremendo? ¿Cómo cabe que haya quien llore
de miedo? Yo no creía que el terror pudiese arrancar lágrimas a un adulto, a un
hombre de cuarenta y cinco años que no había llorado jamás. ¿Qué pasa, pues,
en el alma en este momento? ¿Qué terrores la dominan?
El príncipe se animaba a hablar. Un ligero matiz rosado coloreaba su
pálido rostro. Sin embargo, no elevaba la voz más que de costumbre. El criado
le escuchaba con vivo interés.
—Al menos, con ese género de suplicio no se sufre mucho —comentó.
—Lo que acaba usted de decir es precisamente lo que todo el mundo dice
—contestó Michkin, excitándose— y para eso se inventó la guillotina. Pero
yo, mientras asistía a la ejecución, me decía: «¿Quién sabe si la rapidez de la
muerte no la hace más cruel aún?».
Mientras el príncipe seguía hablando sobre el mismo tema, el lacayo,
aunque no supiese expresar sus ideas como Michkin, delataba en su rostro la
emoción que le poseía. La dureza de su semblante se suavizó.
—Si tiene muchas ganas de fumar —dijo—, hágalo pero dese prisa para
estar aquí cuando Su Excelencia le mande pasar. ¿Ve esa puerta bajo la
escalerilla? Pues abriéndola encontrará un cuartito donde podrá fumar, aunque
debe abrir la ventana, porque esto va contra las instrucciones que se nos han
dado.
Mas el príncipe no tuvo ya tiempo de fumar. En la antecámara entró de
pronto un joven que llevaba unos papeles en la mano. El lacayo se apresuró a
quitarle la pelliza. El joven dirigió al príncipe una rápida ojeada.
—Gabriel Ardalionovich —principió el lacayo en tono confidencial y casi
familiar—, este caballero se ha presentado bajo el nombre de príncipe Michkin y dice que es pariente de la señora. Acaba de llegar del extranjero, y trae un
paquetito en la mano…
El príncipe no oyó más, porque el lacayo continuó el resto de sus palabras
en voz baja. Gabriel Ardalionovich escuchaba atentamente, mirando al
príncipe con redoblada curiosidad. Al fin cesó de atender y se aproximó
vivamente al visitante.
—¿Es usted el príncipe Michkin? —preguntó con cortesía y afabilidad
extremas.
Gabriel Ardalionovich era un hombre de veintiocho años, de buena
apariencia, bien formado, de mediana estatura, con un rostro inteligente y
agradable, cabello rubio y una pequeña perilla a lo Napoleón III. Pero la
amabilidad de su sonrisa parecía fingida y, aunque afectaba buen humor y
cordialidad, su mirada era fija y escudriñadora.
«Cuando esté solo debe de tener otro aspecto. Acaso nunca se ría», pensó
el príncipe.
Y se apresuró a suministrar todos los informes que pudo sobre su
personalidad, repitiendo poco más o menos lo que dijera al criado y antes a
Rogochin. Gabriel Ardalionovich pareció recordar algo.
—¿No escribió usted, hace un año o quizá menos, una carta desde Suiza a
Lisaveta Prokofievna? —preguntó.
—Sí.
—En ese caso ya se le conoce aquí y se le recuerda. ¿Desea ver a Su
Excelencia? Voy a anunciarle… El general, dentro de un instante, estará libre.
Pero vale más que espere usted en el salón. ¿Por qué está aquí el señor? —
añadió severamente, dirigiéndose al criado.
—Ya le he dicho, Gabriel Ardalionovich, que porque así lo ha querido.
En aquel momento abrióse bruscamente la puerta del despacho y salió de
él un militar que sostenía en la mano una cartera y hablaba en voz alta.
—¿Estás ahí, Gania? —preguntó alguien desde el interior—. Entra, entra.
Gabriel Ardalionovich se inclinó ligeramente ante Michkin y penetró en el
aposento desde el que le llamaban.
Al cabo de dos minutos se abrió la puerta de nuevo y se oyó la voz sonora,
afable y musical, del secretario:
—Príncipe, sírvase pasar.
III
El general Iván Fedorovich Epanchin, de pie en medio del despacho,
miraba con gran curiosidad al joven que entraba en él. Incluso adelantó dos
pasos hacia Michkin. Éste se aproximó al general y se presentó.
—Muy bien —dijo el general—. ¿En qué puedo servirle?
—No me trae ningún asunto urgente. Sólo deseaba conocerle a usted. No
quisiera molestarle, pero como no conozco sus días ni horas de visita… En
cuanto a mí, llego ahora de la estación. Vengo de Suiza.
El general iba a sonreír, pero reflexionó y reprimióse. Permaneció un
momento pensativo, guiñó los ojos y examinó de nuevo a su visitante de pies a
cabeza. Luego, con rápido ademán, le señaló una silla, y acomodóse junto a él,
un poco de lado, en impaciente espera. Gania, de pie en un ángulo del
despacho, examinaba papeles sobre una mesa.
—En principio y como regla —dijo Iván Fedorovich— no tengo tiempo
para entablar nuevos conocimientos, pero como usted, al decidirse a
visitarnos, persigue sin duda algún fin, yo…
—Yo esperaba precisamente —interrumpió Michkin— que usted no dejara
de atribuir a mi visita algún fin particular. Pero le aseguro que, aparte el placer
de conocerle, no me guía ningún otro interés concreto.
—El placer no es menor para mí; mas, como usted sabe, no siempre puede
uno entregarse a lo que le agrada. Hay que trabajar también… Además, hasta
el momento, yo no he descubierto nada de común entre nosotros, algo que, por
decirlo así…
—No hay nada, con certeza, que justifique nuestro trato, y sin duda existe
muy poco de común entre los dos. Porque si bien yo soy el príncipe Michkin y
la esposa de usted procede de mi familia, esto, evidentemente, no es razón, y
yo lo comprendo muy bien, para entablar relaciones. Pero no tengo otro
motivo para visitarle. Acabo de pasar cuatro años en el extranjero… ¡y no sabe
usted en qué estado me hallaba cuando, abandoné Rusia! Estaba casi loco. Y si
entonces no conocía a nadie, ahora menos aún. Necesito, pues, conocer y tratar
personas amables… Incluso tengo que pedir consejo sobre cierto asunto y no
sé a quién recurrir. Por eso, estando en Berlín, me dije: «Los Epanchin son
casi parientes. Me dirigiré primero a ellos: quizá podarnos sernos mutuamente
útiles, si son buena gente». He oído decir que usted lo es.
—Gracias —repuso el general, sorprendido—. Permítame preguntarle
dónde se hospeda.
—Hasta ahora en ningún sitio. —¿Así que ha venido directamente desde el tren a casa?… ¿Y con… con
sus equipajes?
—No traigo más equipaje que un paquetito con ropa blanca, que suelo
llevar a mano. Pero de aquí a la noche me queda tiempo de encontrar donde
alojarme.
—¿Tiene usted, pues, la intención de buscar dónde hospedarse?
—¡Oh, sí, desde luego!
—Juzgando por sus palabras, creí que contaba usted instalarse en nuestra
casa.
—Para eso habría hecho falta ante todo que usted me lo propusiera y debo
confesarle que aun en ese caso no hubiera accedido. No por razón alguna,
sino, sencillamente… porque soy así.
—Entonces he acertado no invitándole, y no le invitaré. Permítame,
príncipe, llegar a una conclusión definitiva: hemos convenido los dos en que
no cabe hablar de relaciones de parentesco entre ambos, por muy halagador
que ello fuese para mí. Por tanto, no queda nada sino…
—Sino marcharme, ¿verdad? —acabó el visitante, levantándose y
sonriendo jovialmente, pese a la notoria dificultad de su situación—. En
realidad, general, aunque mi inexperiencia de la vida petersburguesa es
absoluta, ya presentía que nuestra entrevista no podría terminar de otro modo.
Bien: quizá valga más así. Ya antes no contestaron ustedes a mi carta… Ea,
adiós, y dispense que le haya molestado…
La faz de Michkin expresaba en aquel momento tal cordialidad, su sonrisa
carecía tan en absoluto de la menor sombra de oculta malevolencia o rencor,
que el general interrumpió en el acto el curso de sus palabras, y comenzó a
mirar al visitante de manera totalmente distinta. Aquel cambio se produjo en
menos de un minuto.
—Vamos, príncipe —dijo con voz que difería mucho de la de unos
momentos atrás—, yo no le conocía, es verdad; pero Lisaveta Prokofievna,
tendrá probablemente interés en ver a una persona que lleva su apellido.
Sírvase esperar un poco, si no tiene mucha prisa.
—¡Oh, yo soy dueño absoluto de mi tiempo! —dijo Michkin, colocando
otra vez sobre la mesa su sombrero flexible de alas redondas—. Reconozco
que esperaba que acaso Lisaveta Prokofievna se acordase de haber recibido
una carta mía. Antes, mientras yo aguardaba en la antecámara, su criado ha
creído recibir a un pedigüeño en demanda de dinero, y he comprendido bien
que tiene usted dadas al respecto instrucciones precisas y rigurosas. Pero le
aseguro que ha existido un equívoco sobre el objeto de mi visita. Mi solo fin al venir ha sido conocerle. Por desgracia, temo haberle importunado.
—Escuche, príncipe —dijo el general con jovial sonrisa—; si es usted lo
que parece ser, celebraré estrechar mi relación con usted. Sólo que —ya se
hará usted cargo—, soy un hombre muy ocupado. Ahora mismo tengo todavía
que leer y firmar algunos documentos; luego debo visitar a Su Gracia y
después acudir a mi despacho oficial. Así que, por muy agradable que me sea
tratar a la gente…, a la gente distinguida, claro… Por otra parte, veo que es
usted un hombre de excelente educación y… ¿qué edad tiene usted, príncipe?
—Veintiséis años.
—¡Yo le suponía mucho más joven!
—Todos dicen que no represento mi edad. Esté seguro de que procuraré no
estorbarle; no me gusta molestar a la gente. Imagino, además, que los dos
somos caracteres bastante distintos y, a través de diversos detalles sospecho
que no debemos tener muchos puntos de contacto. Sin embargo, esto no acabo
de creerlo, porque a menudo sucede que cuando entre dos personas se supone
que no hay punto alguno común, existen muchos en realidad. Es la indolencia
humana la que hace que la gente tienda a clasificarse en virtud de las
apariencias y no encuentre nada común entre sí… Pero temo empezar a
cansarle. Me parece notar que…
—Dos palabras: ¿tiene usted algún recurso? ¿O se propone buscar
ocupación? Perdone mi pregunta, pero…
—No hay nada que perdonar. Me hago cargo de su pregunta y la encuentro
justificada. Por el momento no tengo recurso alguno ni ocupación, y me haría
falta al menos tener lo último. Hasta ahora sólo personas extrañas se han
ocupado en mantenerme. Cuando he salido de Suiza, Schneider, el médico que
me atendía, me dio el dinero justo para el viaje, y en consecuencia sólo me
quedan unos kopecs. Tengo entre manos, es cierto, un asunto sobre el que
necesitaría consejo; pero…
—Dígame —interrumpió el general—: ¿de qué cuenta vivir entre tanto y
cuáles son sus proyectos?
—Quisiera trabajar en lo que fuese.
—¡Oh, es usted un filósofo! Pero ¿tiene usted aptitudes o habilidades
concretas? Quiero decir, de aquellas que sirven para ganar el pan de cada
día… Le ruego, una vez más, que me perdone…
—No hay de qué. No, no creo tener aptitudes ni habilidades determinadas.
Más bien al contrario, dado que, en consecuencia de mi mal estado de salud,
mi instrucción ha sido muy incompleta. Pero, para ganarme simplemente el
pan, me figuro… Otra vez el general le interrumpió y comenzó a preguntarle. El príncipe
tornó a relatar su vida. Resultó que Iván Fedorovich había oído hablar de
Pavlichev y hasta le había conocido personalmente. Michkin no podía decir
por qué aquel hombre resolvió encargarse de su educación, aunque
probablemente se debía a haber sido amigo de su padre. Al quedar huérfano en
edad muy temprana, el príncipe fue enviado al campo, ya que el aire puro era
esencial para su salud. Pavlichev le puso a cargo de unas ancianas parientas
suyas, propietarias en provincias, y buscó para el niño, primero, una institutriz
y después un ayo. Michkin agregó que aunque recordaba toda su vida pasada,
existían muchas cosas en ella que no podía explicar, ya que nunca había
logrado comprenderlas bien. Los frecuentes ataques de su enfermedad habían
acabado volviéndole casi idiota (tal fue la palabra que el mismo empleó). Dijo
luego que Pavlichev le había enviado a Berlín y desde allí siguió el viaje a
casa del doctor Schneider, un médico suizo, especialista en enfermedades
mentales, que tenía una clínica psiquiátrica en el cantón suizo de Valais. En
aquel sanatorio, los enfermos, dementes o idiotas, eran sometidos a un
tratamiento personal del doctor a base de hidroterapia y gimnasia, educando y
desarrollando a la vez su actividad mental. Pavlichev le había confiado a aquel
doctor suizo unos cinco años antes y al morir, dos años atrás, no dejó nada
dispuesto respecto a su protegido. Schneider, sin embargo, retuvo consigo a
éste, sometiéndolo a tratamiento dos años más, y logrando que mejorase
mucho, aunque sin curarlo del todo. Finalmente, por su propio deseo y en
virtud de cierta novedad que se produjo en su vida, Michkin tornó a Rusia.
El general quedó muy sorprendido.
—¿Y no tiene usted en Rusia a nadie, absolutamente a nadie que le ayude?
—preguntó.
—De momento, no; pero espero… He recibido una carta que…
—Al menos —interrumpió Iván Fedorovich sin atender las últimas
palabras del príncipe—, ¿le han enseñado a hacer algo? ¿Le impediría su
enfermedad desempeñar algún empleo fácil?
—No, no me lo impediría. E incluso deseo vivamente tener un empleo para
ver lo que puedo dar de mí. Durante los cuatro años en Suiza he estudiado sin
cesar, aunque de modo poco sistemático, según el método personal de
Schneider. Además, he leído muchos libros rusos.
—¡Libros rusos! Entonces ¿lee y escribe usted correctamente?
—Sí; con toda perfección.
—Está bien. ¿Y cómo anda de caligrafía?
—Mi caligrafía es excelente. En ese sentido poseo verdadera habilidad. Puedo jactarme de ser un calígrafo. Deme recado de escribir y se lo probaré en
el acto —dijo el príncipe con vehemencia.
—Celebraré que lo haga. Lo considero esencial. Me agrada su interés en
demostrármelo, príncipe. Es usted muy amable.
—Tiene usted un magnífico material de escritorio. ¡Cuántas plumas y
cuántos lápices y qué admirable papel, grueso y resistente! También su
despacho es muy hermoso. Veo un cuadro que conozco: un paisaje suizo.
Desde luego, tomado del natural. Estoy seguro de haber visto ese panorama en
el cantón de Uri.
—Muy posible, aunque el lienzo haya sido comprado en Rusia. Da papel al
príncipe, Gania. Ea, torne plumas y papel, y siéntese, si gusta, a esta mesita.
¿Qué es eso? —preguntó el general volviéndose a Gania, que acababa de sacar
de su carpeta una fotografía de gran tamaño—. ¡Ah, Nastasia Filipovna! ¿Ha
sido ella quien te la ha enviado? ¿Ella misma? —preguntó con viva
curiosidad.
—Me la dio hace poco, cuando fui a felicitarla. Hace tiempo que se la
había pedido. No sé —agregó Gania con desagradable sonrisa— si me la
habrá dado como para insinuarme que me he presentado en su casa, en un día
como hoy, llevando las manos vacías.
—¡No! —replicó el general, con convicción—. ¡Qué modo tienes de sacar
las cosas de quicio! ¡Una insinuación de ese género en una mujer tan poco
interesada! Además, ¿qué regalo ibas a hacerle? ¡Cómo no le dieras tu propio
retrato! Y, a propósito, ¿no te lo ha pedido nunca?
—No, no me lo ha pedido, ni quizá me lo pida jamás. ¿Recuerda usted la
reunión de hoy, Ivan Federovich? Es usted uno de los especialmente invitados.
—Me acuerdo, me acuerdo e iré con toda certeza. ¡Ya lo creo! ¡Un
cumpleaños! Porque cumple los veinticinco… Hum… Voy a revelarte un
secreto, Gania. Prepárate… Nastasia Filipovna nos ha prometido a Atanasio
Ivanovich y a mí decir esta noche la última palabra: ser o no ser.
¿Comprendes?
Gania repentinamente se estremeció y se puso pálido.
—¿Lo ha dicho así de verdad? —preguntó con voz temblorosa.
—Nos ha hecho esa promesa anteayer, impelida por nuestras comunes
instancias. Pero nos pidió que por el momento no te lo dijéramos.
El general clavaba los ojos en Gania, cuya turbación le causaba notorio
disgusto.
—Recuerde, Iván Fedorovich —dijo el joven agitado— que Nastasia Filipovna me ha dejado en libertad de decidir hasta después de que ella haya
decidido, y que aun entonces sigo siendo yo quien debe resolver.
—Así, pues, tú… tú… —balbució el general, súbitamente alarmado.
—Yo no digo nada.
—Pero, vamos a ver: ¿qué posición adoptas?
—No es que rehúse… No he querido decir eso…
—¡No faltaría más que rehusaras! —exclamó el general dando libre curso
a su descontento—. Aquí, amigo mío, no se trata de que «no rehúses», sino de
que aceptes la resolución de Nastasia Filipovna con entusiasmo, con alegría,
sintiéndote dichoso… Dime: ¿qué sucede en tu casa?
—Eso no importa. En casa, todo depende de mi voluntad. Mi padre, como
de costumbre, sigue haciendo disparates. ¡Ya sabe usted a qué punto ha
llegado! Yo no le dirijo la palabra, pero le refreno y, de no ser por mi madre, le
habría echado de casa. Mi madre, naturalmente, se pasa el día llorando y mi
hermana disgustadísima, desde que les he declarado francamente que sólo yo
tengo derecho a decidir de mi futuro, que el amo en casa soy yo y que deseo
ser obedecido. Todo eso se lo dije a mi hermana delante de mi madre.
—Pues yo, amigo mío, continúo sin comprender nada —manifestó Iván
Fedorovich encogiéndose de hombros y haciendo un movimiento con las
manos—. Nina Alejandrovna estaba desolada, y lloraba y sollozaba de un
modo tremendo cuando vino el otro día, ¿recuerdas? Le pregunté qué le
pasaba y supe por su contestación que considera tu enlace como un deshonor
para la familia. ¿Qué deshonor puede haber en eso, si me permite
preguntárselo? —dije yo—. ¿Quién puede reprochar nada a Nastasia Filipovna
ni afear su conducta? ¿Qué ha tenido intimidad con Totzky? Hablar de ello es
absurdo, sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias». «¡Pero usted no
toleraría que tratase con sus hijas!», dijo ella. ¡Figúrate! Verdaderamente esta
Nina Alejandrovna no sabe comprender, no sabe hacerse cargo de…
—¿De su posición? —insinuó Gania, concluyendo la frase del general—.
No se disguste contra ella: la comprende muy bien. Además, ya le he dicho lo
que convenía para que aprenda a no intervenir en los asuntos de los demás. Sin
embargo, si en casa las cosas no se han puesto peor es porque no se ha dicho
aún la última palabra; pero la tempestad se cierne en el aire. Si hoy se dice la
última palabra, en casa se desencadenará la tormenta.
El príncipe oyó toda aquella conversación desde el rincón en que se
entregaba a su trabajo caligráfico. Cuando lo hubo terminado se aproximó a la
mesa para entregarlo al general.
—¿Así que ésta es Nastasia Filipovna? —preguntó, examinando el retrato con curiosidad—. ¡Es maravillosamente bella! —añadió fervorosamente.
El retrato era, como Michkin decía, el de una mujer maravillosamente
bella, ataviada, sin afectación alguna, con un vestido de seda negro cuya
elegante hechura no excluía la sencillez. Los cabellos que, al parecer, debían
de ser castaños, iban peinados con casera simplicidad; la frente era pensativa;
los ojos negros y profundos; la expresión apasionada y un tanto desdeñosa, el
rostro delgado y probablemente pálido.
Gania e Iván Fedorovich miraron, sorprendidos, a Michkin.
—¿Qué dice de Nastasia Filipovna? ¿Es que la conoce también? —
preguntó el general.
—Sí; aunque sólo llevo veinticuatro horas en Rusia, ya conozco a esta
bella mujer —repuso el príncipe, sonriendo.
Y relató su encuentro con Rogochin y cuanto este último le contara.
—¡He aquí una cosa que no sabíamos! —exclamó el general, inquieto.
Había escuchado con atención el relato del príncipe y ahora sus ojos
parecían querer sondear el alma de Gania.
—Probablemente todo se reduce a una necedad de ese Rogochin —
murmuró el secretario, un tanto turbado, como el general, por lo que acababa
de oír—. He oído hablar de él. Es hijo de un mercader, y además un
libertino…
—También yo he oído mencionarle —dijo el general— con motivo de lo
de los pendientes de diamantes. Nastasia Filipovna nos contó el episodio. Pero
ahora es otra cosa. Aquí hay de por medio un millón tal vez y… una pasión…
Pongamos que esa pasión sea la de un libertino: eso no implica que haya de
ser menos violenta. Ya se sabe de lo que son capaces gentes así cuando están
bebidas… En fin… ¡Con tal que no surjan complicaciones! —concluyó el
general, preocupado.
—¿Teme usted el millón? —sonrió Gania.
—¿Acaso no lo temes tú?
Gania se volvió súbitamente a Michkin.
—¿Qué le parece ese Rogochin, príncipe? ¿Un hombre serio o un necio?
¿Cuál es su opinión personal?
Mientras Gania hacía esta pregunta, se producía algo nuevo en su interior.
Una idea inédita inflamaba su cerebro y hacía relampaguear sus ojos. En
cuanto al general, cuya inquietud era muy real, miró también al príncipe, pero
sin confiar mucho, al parecer, en tal fuente de informes. —No sé qué decirle —respondió Michkin—. Rogochin me ha parecido
muy enamorado, e incluso con una pasión morbosa. Por otra parte, le
encuentro muy delicado de salud. No sería extraño que recayera en breve,
sobre todo si no se cuida.
—¿Cree usted…? —preguntó Iván Fedorovich asiéndose a aquella idea.
—Sí.
Gania, sonriendo, se dirigió al general.
—Poco importa que recaiga de aquí a unos días.
No hace falta mucho tiempo para que dé un escándalo de la clase del que
usted teme. Puede darlo hoy mismo…
—Claro, sin duda… Sí, eso es posible… Todo depende del estado de
ánimo de Nastasia Filipovna —repuso el general.
—Y ya sabe usted lo que ella es a veces…
—¿Qué quieres decir? —exclamó, muy desconcertado, Iván Fedorovich—.
Escucha, Gania: procura no contradecirla hoy; te lo ruego… Esfuérzate en ser
con ella lo más amable que puedas… ¿Por qué haces esa mueca? óyeme,
Gabriel Ardalionovich: ¿qué es lo que nos proponemos? Si no lo decimos
ahora no lo diremos nunca. Respecto a mi interés personal en este asunto, bien
sabes que no tengo por qué inquietarme: resuélvase como se resuelva la
situación, siempre será en ventaja mía. Nada hará desistir a Totzky de la
decisión tomada, y por tanto yo no corro riesgo alguno. De modo que si algo
me propongo, es únicamente tu bien. Piénsalo… ¿No tienes suficiente
confianza en mí? Además, tú eres un hombre que… En una palabra, eres un
hombre inteligente y yo me fundaba en tu inteligencia en este caso porque…,
porque…
Gania acudió en auxilio del titubeante general:
—Porque ella constituye lo principal en este asunto —acabó.
Y una sonrisa maligna plegó sus labios. Ni siquiera se esforzó en
disimularla. Sus ojos centelleantes miraban fijamente a Epanchin como
queriendo leer en sus ojos cuanto albergaba su mente. El general se ruborizó y
se enfureció a la vez.
—Sí: es lo principal —asintió, mirando agriamente a Gania—. Pero tú eres
un hombre muy extraño, Gabriel Ardalionovich. Se diría que te agrada la
llegada de ese hijo de comerciante, que ves en él una salida. Pero es ahora
precisamente cuando tendrías que proceder desde el principio con inteligencia,
ahora cuando es necesario hacerse cargo de la situación y obrar honradamente
por ambas partes, ahora cuando hay que demostrar franqueza. De lo contrario, más vale prevenirse con antelación para no comprometer a los demás, con
tanto mayor motivo cuanto que nos ha sobrado tiempo para ello. ¡E incluso en
este momento no es tarde todavía, aunque sólo falten algunas horas! —y el
general arqueó las cejas con aire significativo—. ¿Comprendes? ¿Te haces
cargo? En resumen: ¿quieres aceptar o no quieres? Si no quieres, dilo y
acabemos. Nadie te obliga, Gabriel Ardalionovich, nadie te arrastra a la fuerza
para hacer caer en un lazo, si tal te parece.
—Quiero —declaró Gania a media voz, pero en tono firme.
Y en seguida bajó la vista y guardó silencio.
Su respuesta satisfizo al general. Se había excitado un tanto y se le notaba
pesaroso de no haber sabido contenerse. Volvióse hacia el visitante y la idea de
que éste había oído la conversación precedente hizo asomar al rostro de Iván
Fedorovich una expresión de inquietud. Pero aquella expresión se desvaneció
en un instante: le bastó dirigir una sola mirada a Michkin.
—¡Oh! —exclamó examinando la muestra caligráfica que el príncipe
acababa de presentarle—. ¡Esto es un modelo de escritura! ¡Y un modelo muy
poco corriente! Mira qué destreza caligráfica tiene el príncipe, Gania.
Michkin había escrito sobre una gruesa hoja de papel vitela la siguiente
frase, trazada en caracteres rusos de la Edad Media:
«El humilde igúmeno Pafnutí ha puesto aquí su firma».
—Esto —explicó Michkin con alegre animación— es la propia firma del
igúmeno Pafnutí, tornada de un manuscrito del siglo catorce. Todos esos
igúmenos y metropolitanos de antaño firmaban perfectamente y a veces con
mucho gusto, con un minucioso esmero… ¿No posee usted, general, la
colección de Pogodin? Luego he reproducido otro tipo de escritura: la letra
grande y redonda usada por los franceses el siglo pasado. Algunas letras no
tienen siquiera la forma de las de hoy. Ésta era la letra habitual de los hombres
de negocios y de los escribanos. El modelo que me ha servido de muestra
procede de uno de ellos. Y usted convendrá que no carece de cierto mérito.
Mire qué a y qué d tan redondas. He trasladado los caracteres franceses a los
tipos rusos, lo que es bastante difícil. Pero he logrado hacerlo. Observe esta
otra y original escritura: la frase que dice «la perseverancia todo lo vence». Es
la escritura rusa normal, la de los escribanos profesionales y de los
funcionarios militares. Así se escriben los documentos oficiales que han de
dirigirse a personajes de importancia. Las letras son redondas también y el
trazo grueso, pero de un gusto notable. Un calígrafo rechazaría estos adornos,
o mejor dicho, estas insinuaciones de adornos. ¿Ve usted esas a modo de colas
inacabadas? El conjunto tiene cierto sello propio, que delata el carácter del
escribiente; quisiera dar rienda suelta a su fantasía, obedecer a las inspiraciones de su talento; pero un militar no conoce más que su consigna, y
la pluma, esclava de la disciplina, se detiene a medio camino. ¡Es delicioso!
Cuando, recientemente, pude ver un trozo de esa escritura, quedé admirado.
¿Y sabe dónde la casualidad hizo que la encontrase? ¡En Suiza! Ésta es la letra
inglesa normal. Aquí la elegancia no puede ir más lejos: todo es exquisito,
encantador, perfecto. Vea una variante: una escritura mixta cuyo modelo me
procuró un viajante francés. En el fondo es la misma letra inglesa, pero los
trazos gruesos aparecen un tanto más acusados y los óvalos, compruébelo,
sugieren cierta modificación: tienden a ser más redondos. Esta escritura
admite los floreos, que son lo más peligroso de la caligrafía. El floreo exige un
gusto extraordinario, pero si se consigue se obtiene una letra que desafía toda
comparación y que le enamora literalmente a uno.
—¡Cuánto ha profundizado usted el tema! —dijo el general, riendo—.
Verdaderamente, amigo mío, no es usted un mero calígrafo: es un artista. ¿Qué
opinas, Gania?
—¡Maravilloso! —dijo el joven. Y añadió, con sonrisa burlona—:
Además, el príncipe se siente consciente de la gran importancia de su trabajo.
—Ríe si gustas. No por eso deja de ofrecérsele un porvenir gracias a su
pluma —repuso Iván Fedorovich—. Seguramente no acertaría usted, príncipe,
a qué personaje van a ser dirigidos los escritos que salgan de su mano. Puede
usted contar con un sueldo inicial de treinta y cinco rublos al mes. Pero ya son
las doce y media —continuó mirando su reloj— y el tiempo me apremia.
Hablemos, pues, de negocios, príncipe, porque acaso no tengamos ocasión de
volver a vernos hoy. Siéntese un momento. Ya le he dicho que no podré
recibirle muy a menudo, pero deseo sinceramente ayudarle un poco…
Entendámonos: muy poco; sólo lo preciso para subvenir a sus necesidades más
urgentes. Luego, una vez colocado, le dejaré abrirse camino por sí solo. Voy a
buscarle un empleíto en algún departamento en donde no tendrá usted exceso
de trabajo, pero donde habrá de ser muy puntual. Y respecto a lo demás,
escúcheme. Mi joven amigo Gabriel Ardalionovich Ivolguin, aquí presente, y
con quien deseo verle en buenas relaciones, vive con su familia, es decir, con
su madre y su hermana. Estas señoras tienen dos o tres habitaciones
debidamente amuebladas, que alquilan, incluyendo mesa y servicio, a personas
de buenas referencias. Estoy seguro de que Nina Alejandrovna atenderá mi
recomendación respecto a usted.
Esa casa, príncipe, creo que será magnífica para usted sobre todo porque
en lugar de vivir solo estará, por así decirlo, en el seno de la familia; y, a juicio
mío, no debe usted vivir solo en una ciudad como San Petersburgo. Nina
Alejandrovna y Bárbara Ardalionovna, madre y hermana, respectivamente, de
Gabriel Ardalionovich, son señoras por quienes tengo la mayor estima. La
primera es esposa de un antiguo compañero mío, el general Ardalion Alejandrovich, hoy retirado y a quien (aunque me haya visto obligado a
romper mis relaciones con él en virtud de determinadas circunstancias) sigo
profesando aprecio en cierto sentido. Le digo todo esto, príncipe, para hacerle
comprender que lo recomiendo en esa casa personalmente, si vale la palabra, y
que, por lo tanto, respondo de usted en algunos aspectos. El precio de la
pensión es moderado y espero que en breve su sueldo le permitirá atender a
ese gasto. Claro que un hombre necesita dinero de bolsillo para sus gastos, por
poco que sea; pero no se moleste, príncipe, si le digo que, en mi opinión, le
conviene no llevar dinero de bolsillo y hasta no llevar en el bolsillo dinero
alguno. Hablo así en virtud del juicio que he formado sobre usted. Pero como
en este momento su bolsa está completamente vacía, permítame ofrecerle
estos veinticinco rublos para sus primeros gastos. Haremos cuentas más tarde,
naturalmente, y si es usted un hombre tan recto y leal como lo hacen suponer
sus palabras, no tendremos dificultades por ese lado. Si me intereso tanto por
usted, se debe a que tengo sobre su persona determinadas miras que algún día
conocerá. Como ve, le soy muy franco. No tendrás nada que objetar a que el
príncipe se aloje en vuestra casa, ¿verdad, Gania?
—Muy al contrario. Y mamá se sentirá encantada —respondió cortésmente
el joven.
—Creo que ya tenéis otro huésped. ¿Cómo se llama? ¿Fert…? ¿Ferd…?
—Ferdychenko.
—¡Ah, sí! Ese Ferdychenko no me gusta nada; es un bufón de muy mal
gusto. No comprendo por qué Nastasia Filipovna le alienta tanto. ¿Es cierto
que tiene algún parentesco con ella?
—¡No! Eso es pura broma. Entre ambos no media el menor vínculo de
familia.
—¡Entonces que se vaya al diablo! Diga, príncipe: ¿está usted satisfecho?
—Le doy las gracias, general. Ha mostrado usted una bondad
extraordinaria conmigo, bondad tanto mayor cuando yo no le pedía nada. Y no
es que lo hiciera así por orgullo… En verdad, no sabía dónde dormir esta
noche. Cierto que Rogochin me invitó a visitarle…
—¿Rogochin? ¡Oh, no! Yo le daría, príncipe, el consejo paternal o, si lo
prefiere, amistoso de no visitar a Rogochin, de olvidarle incluso. En general, a
mi juicio, haría usted bien limitando sus amistades a la familia con la que va a
vivir.
—Ya que es usted tan amable —empezó el príncipe—, quisiera consultarle
sobre un asunto… He recibido aviso de que…
—Perdóneme ahora —interrumpió el general—, porque no me queda ni un minuto. Voy a anunciarle a Lisaveta Prokofievna. Si ella consiente en recibirle
(y ya me arreglaré para presentarle de un modo que consienta), le aconsejo que
aproveche la ocasión y procure agradarla, porque Lisaveta Prokofievna puede
serle muy útil. Además, lleva usted su mismo apellido… Si no quiere recibirle
hoy, no insistiremos: otra vez será. Echa una ojeada a esas cuentas, Gania…
Ivan Fedorovich salió y el visitante no pudo exponerle el asunto que por
tres veces ya había insinuado. Gania encendió un cigarrillo y ofreció otro a
Michkin, quien lo aceptó, y después, sin hablar por temor a importunar el
secretario, comenzó a examinar la estancia. Pero Gania apenas si miró el papel
lleno de números sobre el que el general llamara su atención. Parecía
distraído; su sonrisa, su mirada, su aire de preocupación sorprendieron aún
más a Michkin cuando ambos jóvenes quedaron solos. De pronto Gania se
aproximó al príncipe, que en aquel momento examinaba el retrato de Nastasia
Filipovna.
—¿Le gusta esa mujer, príncipe? —le interrogó a quemarropa, mirándole
inquisitivamente.
Dijérase que tras aquella pregunta se ocultaba alguna intención peculiar.
—Tiene un rostro maravilloso —repuso el príncipe—. Y estoy seguro de
que no ha vivido una existencia vulgar. Aunque su fisonomía es alegre, esta
mujer ha debido de atravesar grandes sufrimientos, ¿no? Los ojos lo dicen, y
lo dicen sus pómulos, y lo dicen esas ojeras… Tiene un rostro orgulloso,
altanero… No sé si será o no una mujer de buen corazón. ¡Si fuera buena, todo
lo demás podría pasar!
—¿Se casaría usted con una mujer así? —preguntó Gania, mirando
fijamente a Michkin con ojos ardientes.
—Yo no puedo casarme con mujer alguna, porque estoy enfermo —
respondió el príncipe.
—¿Y Rogochin se casaría con ella? ¿Qué opina usted?
—¡Casarse con ella! Hoy mejor que mañana, si pudiera. Aunque tal vez
dentro de una semana la asesinase…
Al oír esta contestación Gania se estremeció tan violentamente que el
príncipe hubo de contenerse para no lanzar un grito.
—¿Qué le pasa? —dijo tomando el brazo del secretario.
El criado apareció en la puerta.
—Excelencia, Su Excelencia le ruega que pase a ver a Su Excelencia.
Michkin siguió al lacayo.
IV
Las tres hijas del general Epanchin eran unas jóvenes robustas, saludables,
altas, desarrolladas, con magníficos hombros, ancho pecho y brazos fuertes,
casi masculinos. De acuerdo con esta sana y vigorosa constitución necesitaban
comer bien y no disimulaban el hecho. A veces su madre se mostraba
escandalizada de semejante apetito y de la naturalidad con que lo satisfacían,
pero aunque sus hijas la escuchaban respetuosamente, algunas de sus
opiniones habían dejado de tener la indiscutida autoridad que poseyeran años
antes, tanto más cuanto que las tres muchachas, obrando siempre de concierto,
formaban un conjunto demasiado fuerte para su madre, y ésta, por salvar su
dignidad, había de prescindir de su oposición. Cierto que su carácter le
impedía a veces el seguir los dictados del sentido común, porque Lisaveta
Prokofievna tenía cada año que pasaba más impaciencia y más caprichos.
Incluso cabe decir que se mostraba extravagante. Por fortuna disponía siempre
a mano de un marido tolerante y sumiso, sobre quien descargaba sus enojos,
con lo que la paz doméstica se restablecía y las cosas tornaban a marchar tan
bien como antes.
De otra parte, la señora Epanchin no carecía tampoco de apetito. Por regla
general se reunía con sus hijas a las doce y media para participar en un
substancioso almuerzo casi equivalente a una comida. Las jóvenes bebían
siempre una taza de café en sus lechos, a las diez en punto, cuando
despertaban. Les placía esta costumbre y la habían adoptado como definitiva.
A las doce y media la mesa estaba servida en un comedorcito próximo a las
habitaciones de su madre y a veces el general, cuando tenía tiempo,
participaba en el almuerzo de su familia. Además de té, café, queso, miel y
manteca, veíanse en la mesa ciertas frituras muy apreciadas por la dueña de la
casa, chuletas y sopa espesa y caliente.
La mañana en que empieza nuestra historia, toda la familia, reunida en el
comedor, esperaba al general, que había prometido acudir a las doce y media.
De haberse retardado un solo instante se le habría enviado a buscar; pero se
presentó personalmente. Al acercarse a su mujer para darle los buenos días y
besarle la mano notó en su rostro una expresión especial. Ya la noche antes
había tenido el presentimiento de que iban a surgir ciertas complicaciones
debidas a un determinado «incidente» (tal era su palabra favorita) y en el lecho
se había preocupado mucho al propósito. A la sazón se sintió alarmado de
nuevo. Las jóvenes acudieron a besar a su padre, y aun cuando no
evidenciaran aspereza alguna, él notó también en ellas un algo especial, como
en su madre. Desde luego, el general últimamente se sentía en extremo
susceptible respecto a las cuestiones familiares. Pero como era un padre y un esposo experimentado y hábil, se había apresurado a tomar las oportunas
medidas.
Aun a costa de perjudicar el orden de nuestro relato, creemos conveniente
aclararlo mediante algunas explicaciones concretas acerca de la situación de la
familia Epanchin al comenzar nuestra historia. Acabarnos de decir que aunque
el general no fuese hombre de mucha educación, sino, como él decía, un
autodidacta, era esposo y padre experto y hábil. Mientras la mayoría de los
hombres a quienes el cielo ha concedido una numerosa descendencia femenina
sólo piensan en casarla lo antes posibles, Ivan Fedorovich, al contrario,
profesaba el sistema de no apremiar a sus hijas para que se casasen. Incluso
supo inculcar a su mujer el mismo principio, aunque ello resultara difícil,
porque el modo habitual de ser de padres y madres parece acomodarse mal a
semejante sistema. Pero los razonamientos del general eran sólidos y se
apoyaban en hechos palpables. Dejadas a su libre decisión e iniciativa, las
jóvenes se sentirían inevitablemente inclinadas a comprometerse en el
momento oportuno y entonces todo resultaría más fácil, porque ellas mismas
procurarían allanar las cosas prescindiendo de excesivas caprichos y
pretensiones. El papel de los padres se limitaría, así, a ejercer una suave y en
lo posible poco notoria vigilancia para evitar una elección desastrosa o un
afecto inconveniente, y a intervenir en el momento adecuado con todo su
apoyo e influjo a fin de llevar a cabo las cosas. Y, además, el mero hecho de
que la fortuna paterna, y en consecuencia la posición social de la familia,
crecían de año en año en progresión geométrica, hacía que el valor de las
muchachas aumentase cada vez más en el mercado matrimonial.
Pero todos estos argumentos indiscutibles fueron contrarrestados de
improviso por otro. La hija mayor, Alejandra, alcanzó, súbita e
inesperadamente, como siempre ocurre, su vigésimo quinto año de edad. Casi
al mismo tiempo, Atanasio Ivanovich Totzky, persona de la mejor sociedad, de
elevadísimas relaciones y extraordinariamente rico, tornó a sentir un deseo
acariciado mucho tiempo atrás: el de casarse. Totzky era un hombre de
cincuenta y cinco años, de temperamento artístico y gran refinamiento.
Deseaba hacer un buen matrimonio y era muy admirador de la belleza
femenina. Como mantenía estrecha amistad con Ivan Fedorovich,
especialmente desde que ambos estaban asociados en varias empresas
financieras, hablóle en solicitud de su amistoso consejo y orientación. ¿Podría
ser estudiada con interés una propuesta de matrimonio de Totzky con una de
las hijas de su amigo? Esto representaba, o podía representar, una inminente
alteración en el curso, hasta entonces plácido y feliz, de la vida de la familia
del general.
Ya dijimos que la beldad de la casa era incuestionablemente Aglaya, la
más joven de las tres hijas. Pero Totzky, aunque hombre de ilimitado egoísmo, juzgó inútil dirigirse en aquel sentido, comprendiendo que Aglaya no sería
para él. Acaso el ciego amor y el extraordinario afecto de las hermanas
exagerase la nota; mas el caso era que, de un modo u otro, habían convenido
entre sí que el destino de Aglaya no sería un destino vulgar y que había de
alcanzar uno excepcionalmente brillante, el más alto ideal posible de la
felicidad terrena. El futuro esposo de Aglaya debía ser un dechado de
perfecciones además de poseer una vasta riqueza. Las dos hermanas mayores
habían convenido, casi sin palabras, que en caso necesario harían por Aglaya
todos los sacrificios posibles. De este modo, la dote de la menor sería colosal,
inaudita. Los padres conocían este pacto de las hermanas mayores y, por lo
tanto, cuando Totzky pidió consejo, creyeron poder obtener con certeza el
asenso de Alejandra o de Adelaida, tanto más cuanto que el opulento Atanasio
Ivanovich no sería muy exigente en materia de dote. El general, dado su
profundo conocimiento de la vida, concedió desde el primer instante todo su
valor a las proposiciones de su amigo. Como éste, en virtud de ciertas
circunstancias especiales, había aventurado su indicación con suma cautela,
limitándose, por decirlo así, a explorar el terreno, los Epanchin no hablaron
del asunto a sus hijas sino en el sentido de una posibilidad remota. Recibieron
como respuesta una satisfactoria aunque algo vaga seguridad de que
Alejandra, llegado el caso, no se negaría al enlace. La mayor era una
muchacha de buen carácter y fácil de convencer, sin que ello significase que
no tuviera voluntad propia. Era de creer que estuviese dispuesta a casarse con
Totzky, y que, si daba su palabra, la mantuviera fielmente. No le gustaba la
vida ostentosa, y así, en vez de perturbar y trastornar la vida de su marido,
llevaría a ella dulzura y paz. Alejandra era muy hermosa, aunque no
absolutamente deslumbrante. ¿Qué más podía pedir Totzky?
Y, sin embargo, el proyecto permanecía aún en grado de tentativa. Totzky y
el general habían convenido, mutua y amistosamente, que de momento no se
daría paso ni habría arreglo alguno de carácter irrevocable. Los padres no
habían comenzado aún a hablar abiertamente del asunto a sus hijas, ya que
existían signos de discordia entre ambos. Lisaveta Prokofievna, la madre,
sentíase descontenta por algún motivo —y un motivo, por cierto, muy
importante Mediaba un serio obstáculo, un complicado y molesto factor que
podía echar a perder todo el asunto.
Este complicado y molesto «factor», como el propio Totzky solía decir,
había comenzado su existencia dieciocho años antes.
Atanasio Ivanovich poseía entonces una de las más ricas propiedades de
cierta provincia del centro de Rusia. Su más cercano vecino, dueño de una
pequeña y pobre finca, se distinguía por su notoria y continua mala fortuna.
Era un oficial retirado, de buena familia —mejor, en realidad, que la del
propio Totzky— y se llamaba Felipe Alejandrovich Barachkov. Agobiado de deudas e hipotecas, logró, tras trabajar rudamente casi como un labriego,
poner sus fincas un poco en orden. El más pequeño éxito le infundía inmensa
confianza. Radiante de entusiasmo se dirigió, pues, a la pequeña población
cabeza de distrito para intentar un arreglo con uno de sus principales
acreedores. Llevaba dos días en la población cuando el estarosta de su aldea
llegó a rienda suelta, con la barba abrasada y el rostro lleno de quemaduras, y
le informó de que el lugar había ardido la víspera a mediodía y que «la barina
había tenido el honor de perecer, pero las niñas estaban sanas y salvas». El
golpe fue excesivo para Barachkov, por acostumbrado que se hallase a los
embates de la mala suerte. Volvióse loco y murió un mes más tarde en pleno
delirio. Su arruinada propiedad, con sus andrajosos campesinos, fueron
vendidos para pagar sus deudas. En cuanto a sus hijas —dos niñas de seis y
siete años respectivamente— fueron atendidas gracias al generoso corazón de
Atanasio Ivanovich, quien las hizo educar en compañía de las de su
mayordomo, un alemán, antiguo empleado público y padre de numerosa
familia. La niña menor murió de tos ferina y sólo quedó con vida la pequeña
Nastasia. Totzky vivía entonces en el extranjero y no tardó en olvidar hasta la
existencia de la pequeña. Pero cinco años después ocurriósele ir a inspeccionar
sus propiedades y vio en casa de su mayordomo una encantadora muchachita
de doce años, inteligente, retozona, dulce y prometedora de una gran belleza.
En tal sentido, Atanasio Ivanovich era un gran conocedor. Aunque sólo pasó
unos días en la finca, adoptó disposiciones tendentes a producir un gran
cambio en la educación de la niña, que fue confiada a una respetable y culta
institutriz suiza, de bastante edad, muy experta en su profesión y que durante
los cuatro años que dedicó a su alumna, le enseñó, francés y las diversas cosas
necesarias a una señorita.
La suiza instalóse en la casa de campo de Totzky y la pequeña Nastasia
comenzó a recibir una amplia educación. A los cuatro años, ésta se dio por
concluida y otra mujer vino de otra finca de Totzky, situada en una remota
provincia, para hacerse cargo de la joven, quien se acomodó en dicha finca, en
una casita de madera recientemente construida, muy elegantemente amueblada
y provista, y que se llamaba, con nombre apropiado, «La Placentera». La
encargada de Nastasia llevó a la joven allí y, como era una viuda sin hijos y
residía habitualmente a poco más de una versta de distancia, se fue a vivir con
ella en la casita. Como servidumbre, Nastasia dispuso de una anciana ama de
llaves y de una joven y diligente doncella. En la casa encontró instrumentos
musicales, una escogida biblioteca de libros adecuados a su edad y sexo,
lienzos, grabados, lápices, pinceles, pintura y un perrillo faldero… Y quince
días después apareció Atanasio Ivanovich… Desde entonces pareció volverse
particularmente amante de aquella remota propiedad perdida en las estepas y
pasaba allí dos o tres meses todos los veranos. Así transcurrieron cuatro años,
tranquilos y felices, en un ambiente lleno de elegancia y buen gusto. Cierta vez, a principios de invierno, cuatro meses después de una de las
visitas estivales de Totzky, que en esta ocasión sólo se detuvo quince días,
llegó hasta Nastasia Filipovna el rumor de que Atanasio Ivanovich iba a
casarse en San Petersburgo con una bella heredera de buena familia. Tratábase
de un enlace brillante y conveniente. El rumor no era cierto en todos sus
detalles, ya que el casamiento que se daba por hecho no pasaba de ser un
proyecto vago; pero supuso un cambio radical en la vida de Nastasia
Filipovna. La joven mostró entonces gran determinación y una inesperada
fuerza de voluntad. Sin vacilar, abandonó en seguida su casita de madera y se
presentó, sola, en San Petersburgo, dirigiéndose inmediatamente a la
residencia de Totzky. Él, muy confuso, tan pronto como principió a hablarle,
comprendió que debía prescindir de todo lenguaje, entonación y lógica de las
agradables y refinadas conversaciones que con tanto éxito desplegara antes.
Todo era inútil. La que veía sentada ante él era una mujer completamente
distinta a la que en julio anterior había dejado en su casita provinciana.
Ante todo, esta nueva mujer mostraba saber y entender muchas cosas,
tantas, que él se preguntaba, asombrado, dónde podía haber adquirido tal
conocimiento y llegado a tan definidas ideas. Seguramente no en su biblioteca
de muchacha. Además, ella enfocaba también las cosas desde el punto de vista
legal y mostraba, si no conocimiento del mundo, sí de cómo ciertas cosas se
hacen en el mundo. Tampoco su carácter era el mismo de antes. No quedaba
nada de su timidez, de su inseguridad de colegiala, de esos sentimientos tan
fascinadores en su original naturalidad, de sus melancolías y sus sueños, de
sus asombros, sus desconfianzas, sus lágrimas, sus inquietudes…
Sí: era una nueva y desconcertante criatura la que Totzky veía ante sí
riéndose de él en su cara y abrumándole con malignos sarcasmos mientras le
aseveraba rotundamente no haber albergado jamás por él otro sentimiento que
el del asco y desprecio más profundos, desprecio y asco que la habían
invadido tan pronto como pasó el momento de la primera sorpresa. Esta nueva
mujer anunció en seguida que la tenía completamente sin cuidado que Totzky
se casase cuando y con quien quisiera, pero que había venido para impedirle
aquel matrimonio, no por maldad, sino simplemente porque se le antojaba
hacerlo así, y así lo haría. «Tengo ganas —dijo— de reírme de ti a mi vez, y
me ha llegado la hora».
Tal era al menos lo que decía, aunque bien pudiera ser que pensase de otro
modo. Mientras la nueva Nastasia Filipovna reía y se expresaba así, Atanasio
Ivanovich reflexionaba procurando poner en orden sus trastornadas ideas. Tal
meditación le llevó tiempo, ya que pasó quince días ponderando las cosas. Al
fin de la quincena, llegó a una decisión.
Atanasio Ivanovich, hombre entonces de cincuenta años, tenía un carácter
concreto y unas costumbres formadas. Su posición en el mundo y en la sociedad estaba asentada desde hacía largo tiempo sobre cimientos seguros.
No amaba ni apreciaba otra cosa que su propia persona, su paz y su
comodidad por encima de todo en el mundo, como corresponde a un hombre
de alta educación. Ningún elemento destructivo ni dudoso podía ser admitido
en aquel espléndido edificio de su vida. Por otra parte, su experiencia y
perspicacia le hicieron ver en seguida claramente que tenía que vérselas con
una persona fuera de lo ordinario, una persona que no sólo amenazaría, sino
que obraría, sin que nada la detuviera, en virtud de que nada amaba en la vida
ni nada la tentaba. Evidentemente hallábanse en ella síntomas de una febril
agitación mental y espiritual, una especie de indignación romántica —¡Dios
sabía por qué y contra quién!—, un insaciable y exagerado sentimiento de
desprecio que rebasaba toda medida. Algo, en resumen, muy ridículo e
inadmisible entre la buena sociedad y bastante para incomodar gravemente a
un hombre bien educado. Desde luego, la riqueza e influencia de Totzky le
permitían desembarazarse de aquel estorbo mediante cualquier perdonable
maniobra un tanto pícara. En otro sentido, el legal, por ejemplo, era palmario
que Nastasia Filipovna no podía causarle apenas perjuicio. Ni aun le podría
dar un escándalo de bulto, puesto que sería fácil ahogarlo. Mas todo esto era
aplicable al caso de que Nastasia Filipovna se comportara como suelen
comportarse en tales casos las demás personas, sin salirse gran cosa del cauce
habitual. Y esta consideración no podía tranquilizar a un espíritu tan sagaz
como el de Atanasio Ivanovich, quien había podido ver muy bien en los ojos
relampagueantes de la joven que ella se daba buena cuenta de su impotencia
en el terreno jurídico y acariciaba en su mente un proyecto diverso. Como no
concedía importancia a nada, y a sí misma menos que a nada (y había falta
mucha inteligencia y perspicacia para que un cínico mundano como Totzky
hubiese adivinado entonces que ella no se cuidaba de sí misma, y además para
creer en la sinceridad de tal sentimiento), Nastasia Filipovna, con tal de
satisfacer su odio, con tal de humillar al hombre por quien sentía tan
extraordinaria aversión, era capaz de afrontar la ruina de su vida, la prisión y
el destierro en Siberia. Totzky no solía ocultar el hecho de que era cobarde, o
más bien de que poseía en grado extremo el instinto conservador. Si hubiese
sabido que se iba a atentar, por ejemplo, contra su vida en medio de la
ceremonia nupcial, o a golpearle en público, o cosa por el estilo, igualmente
inaudita, ridícula e intolerable en sociedad, se habría sentido alarmado, sin
duda, pero no tanto de resultar muerto, afrentado o herido, como de la forma
vulgar e ilógica de la ofensa. Y con una cosa así era con lo que Nastasia
Filipovna amenazaba, aunque no lo dijese. Totzky comprendió que ella le
había estudiado, que conocía su carácter y que sabía cuál era el mejor modo de
herirle. Y como el matrimonio de que se hablaba era un mero proyecto,
Atanasio Ivanovich desistió de él.
Otra circunstancia influyó en su determinación. Hacíase difícil imaginar cuán poco se parecía físicamente esta Nastasia Filipovna a la que él conociera.
Antes era sólo una muchacha bonita, pero ahora… Totzky se reprochaba no
haber sabido durante cuatro años leer en su rostro. Mucho de su aspecto de
ahora se debía sí, a su cambio; mas él, por otra parte, recordaba que ya en
ciertos momentos habíanle asaltado extrañas ideas mirando los ojos de la
joven. Aparecía en ellos, en cierto modo, una oscuridad profunda y misteriosa,
como la proposición de un enigma. Durante los dos años últimos le había
extrañado a menudo el cambio que se operaba en el rostro de Nastasia
Filipovna, el cual se volvía poco a poco más pálido, y, por extraño que
pareciera, más bello en su palidez. Totzky, como todos los vividores,
consideraba hasta entonces con desprecio lo barato que le había costado el
conseguir aquella alma virginal; pero últimamente este sentimiento perdía
firmeza. La primavera anterior había pensado en que acaso conviniese dar una
buena dote a Nastasia Filipovna a fin de casarla con algún sujeto inteligente y
correcto que sirviese en alguna otra provincia. (¡Oh, qué horrible y
maliciosamente la nueva Nastasia Filipovna se burlaba ahora de la idea!). Pero
al presente, Atanasio Ivanovich, fascinado por la novedad de aquella mujer,
pensaba que podía serle útil aún. Decidió, pues, instalarla en San Petersburgo
y rodearla de lujos y comodidades. Con ella aun podía satisfacer su vanidad y
ganar cierta reputación —que Atanasio Ivanovich estimaba mucho— en
determinados círculos.
Desde entonces pasaron cinco años y en su curso se aclararon muchas
cosas. La situación de Totzky no era envidiable. Habiéndose dejado intimidar
una vez, no lograba recuperar la confianza en sí mismo. Temía no sabía qué,
aunque en realidad sólo temía a Nastasia Filipovna. Durante los dos primeros
años supuso que ella deseaba casarse con él y que, a causa de su extraordinario
orgullo, nada decía, esperando que él se lo ofreciese. La idea podía parecer
extraña; pero Totzky se había vuelto muy suspicaz. Su rostro ensombrecíase a
menudo y su mente se entregaba a penosas meditaciones. Grande y
desagradable (el corazón humano es así) fue la sorpresa que experimentó
cuando tuvo la convicción de que incluso si él hiciese una oferta de
matrimonio a su protegida, no le sería aceptada. Pasó largo tiempo antes de
que pudiese comprender el motivo. Sólo cabía una explicación: la de que
aquella mujer, «ofendida y fantástica» hubiese extremado su orgullo hasta el
punto de expresarle su desprecio definitivo negándose a casarse con él,
prefiriendo esta venganza al hecho de asegurar su futura posición y elevarse a
casi inaccesibles alturas de grandeza. Para colmo, Nastasia Filipovna
mostrábase superior a él de un modo muy molesto. No influían en ella
consideraciones venales, por importantes que fuesen, y, aunque aceptando el
lujo que él la ofrecía, vivía muy modestamente y apenas se preocupó de
guardar dinero en aquellos cinco años. Totzky inició sutiles tácticas para
romper sus cadenas, procurando tentar a la joven con los más idealísticos métodos de tentación. Pero los ideales en forma de príncipes, húsares,
secretarios de embajada, novelistas, poetas y hasta socialistas no ejercieron la
menor influencia sobre Nastasia Filipovna. Dijérase que escondía una piedra
en lugar de corazón y que todos sus sentimientos se habían agotado. Llevaba
una existencia retirada, leía, estudiaba y le gustaba la música. Tenía pocas
amistades: tratábase con pobres y grotescas mujeres de empleados, con dos
actrices y con varias ancianas. También la unía muy buena amistad con la
numerosa familia de un respetable profesor, todos los miembros de la cual la
querían mucho y la recibían calurosamente en su casa. A menudo la visitaban
durante las veladas cinco o seis amigos. Totzky iba a verla asidua y
regularmente. El general Epanchin, tras algunas dificultades, había logrado
conocimiento con ella desde algún tiempo atrás. Y a la vez un joven empleado
público llamado Ferdychenko, hombre mal educado y beodo, con pretensiones
de gracioso, pero un bufón en realidad, había conseguido sin trabajo alguno
ser admitido en la casa. Otro miembro del círculo de Nastasia Filipovna era un
extraño joven llamado Ptitzin, modesto, correcto, de corteses maneras, que,
elevándose desde la pobreza, se había convertido en prestamista. Finalmente,
Gabriel Ardalionovich fue presentado a la joven… Nastasia Filipovna acabó
granjeándose una curiosa reputación. Todos hablaban de su belleza y nada
más. Ninguno podía jactarse de haber conseguido sus favores, ninguno podía
decir nada contra ella.
Esta fama, la buena educación y el talento y elegancia de modales de la
joven, acabaron confirmando a Totzky en el plan que ya bosquejaba. Por
entonces el general Epanchin comenzó a tomar parte activa en el asunto.
Cuando Totzky, discretamente, se confió a él pidiéndole un consejo de
amigo respecto a declararse a una de sus hijas, le hizo una noble y sincera
confesión general. Declaróle que estaba dispuesto a no retroceder ante medio
alguno para recuperar su libertad; que no se sentiría tranquilo ni aun si
Nastasia Filipovna le ofreciese dejarle tranquilo en el porvenir, y que, como
las palabras significaban poco, él deseaba garantías positivas. Hablaron
largamente y determinaron obrar de concierto. Se resolvió primero apelar a las
buenas y tocar, por así decirlo, «las cuerdas más nobles del corazón» de
Nastasia Filipovna. Fueron juntos a verla y Totzky le expuso la miseria moral
de su situación. Achacóse todas las culpas y añadió que no podía arrepentirse
de lo hecho porque era un desenfrenado epicúreo y no sabía dominarse; pero
que ahora, deseando contraer un matrimonio honroso, todo dependía de ella y
en ella ponía todas sus esperanzas. El general Epanchin, en su calidad de padre
de la futura desposada, comenzó a hablar y habló razonablemente, evitando
todo sentimentalismo, y limitándose a decir que reconocía el derecho de
Nastasia Filipovna a resolver sobre el porvenir de Totzky. Luego, adoptando
inteligentemente un aire de humildad, declaró que la suerte de una de sus
hijas, y acaso la de las otras dos, dependía de la resolución de NastasiaFilipovna.
Ésta les preguntó qué deseaban de ella y Totzky respondió con la
franqueza que mostrara desde el principio de la conversación. Nastasia
Filipovna habíale asustado de modo tal cinco años antes, que ahora nunca se
sentiría completamente seguro de su actitud mientras ella no se casase.
Apresuróse a añadir que semejante propuesta sería absurda de su parte a no
tener algún fundamento en que apoyarla. Pero había observado y le constaba
que un joven bien nacido y de distinguida familia, Gabriel Ardalionovich
Ivolguin, a quien ella acogía con gusto en su casa, la amaba apasionadamente
y daría con gusto la mitad de su vida sólo por la esperanza de conseguir su
afecto. Gabriel Ardalionovich le había confiado su amor a él largo tiempo
atrás, en el secreto de la amistad y con toda la sencillez de su puro corazón
juvenil, e Ivan Fedorovich, protector del joven, conocía ese amor también.
Finalmente, Totzky añadió que si él no estaba equivocado, Nastasia Filipovna
debía, desde tiempo atrás, haber reparado en la pasión del joven y hasta no
parecía mirarle con malos ojos. Desde luego, agregó Totzky, hablar de
semejante cosa le era muy duro, más que a nadie; pero si Nastasia Filipovna
creía que él albergaba al menos algún buen deseo hacia ella, además de pensar
en su propio y egoísta interés, debía comprender que no la veía sin disgusto
llevar una existencia solitaria, únicamente debida a su indefinible depresión y
a su creencia de que no le era posible comenzar una nueva vida que podía
hacerla conocer las nuevas satisfacciones del amor conyugal. Destruir
sistemáticamente capacidades que acaso fuesen de las más brillantes, a cambio
de entregarse a un sombrío pensar en la ofensa sufrida, constituía, en verdad,
una especie de sentimentalismo indigno del buen sentido y el noble corazón de
Nastasia Filipovna. Siempre repitiendo que le era más duro que a nadie hablar
de aquel tema, acabó declarando su confianza en que ella no le contestase con
el desprecio si, con el sincero deseo de asegurar su porvenir, le ofrecía una
suma de setenta y cinco mil rublos. Añadió, como explicación, que, de todos
modos, tal suma le estaba ya asignada a la joven en su testamento y que no se
trataba de compensación alguna… Aunque, después de todo, ¿por qué no
reconocer y admitir y perdonar en él un muy humano deseo de tranquilizar
algo su conciencia? Y así continuó discurriendo, y alegando cuanto se suele en
análogas circunstancias. Atanasio Ivanovich habló mucho y con elocuencia.
De paso deslizó la interesante noticia de que nadie, ni aun Ivan Fedorovich,
allí presente, conocía lo de los setenta y cinco mil rublos.
La contestación de Nastasia Filipovna sorprendió a los dos amigos. No
mostró ni trazas de su anterior ironía, hostilidad y aversión, ni de aquella risa
cuyo solo recuerdo hacía estremecerse a Totzky. Por el contrario, la joven
parecía contenta de poder hablar al fin amistosa y francamente con alguien.
Reconoció que durante largo tiempo había estado deseando un consejo leal,
aunque su orgullo le impidiera pedirlo; pero roto el hielo, ella se alegraba de poder escucharles. Con sonrisa triste al principio y que al cabo se trocó en risa
abierta y alegre, afirmó que no volvería a producirse una tempestad como
antaño, que desde hacía algún tiempo miraba las cosas de otro modo y que, si
bien su corazón no había cambiado en nada, creía conveniente aceptar ciertas
cosas como hechos consumados. Lo hecho, hecho estaba; lo pasado, pasado.
No comprendía, pues, la continua inquietud de Atanasio Ivanovich. Luego,
volviéndose con deferencia a Ivan Fedorovich, díjole que hacía tiempo
conocía de oídas a sus hijas y albergaba por ellas estima sincera y profunda.
Se sentía, pues, orgullosa y feliz en poder serles útil en algo. También era
verdad que se notaba deprimida y triste: Atanasio Ivanovich había adivinado
en esto, como también en que ella hubiese querido renacer, ya que no en el
amor, al menos en el cariño de los hijos y la vida del hogar. Respecto a Gabriel
Ardalionovich, apenas podía decir nada. Juzgaba, en efecto, que él la quería y
parecíale que, de creer en la verdad de su afecto, ella podría corresponderle;
pero, aun de ser Gabriel Ardalionovich sincero, ella vacilaba por verle tan
joven. Lo que más le agradaba en él era saber que trabajaba y sostenía a su
familia sin auxilio de nadie. Había oído comentar que era hombre enérgico,
altivo, resuelto a abrirse camino y hacer carrera. Constábale que su madre,
Nina Alejandrovna, era mujer excelente y respetada, así como Bárbara
Ardalionovna, su hermana, era muchacha notable por su recio carácter. Ptitzin
le había hablado mucho de la última. Conocía que toda la familia Ivolguin
soportaba su mala fortuna con entereza y con gusto hubiese estrechado sus
relaciones con ellos; pero faltaba saber si la acogerían o no. En resumen,
Nastasia Filipovna no objetaba contra aquella propuesta de matrimonio; si
bien quería reflexionar y que no la apremiasen. Respecto a los setenta y cinco
mil rublos, Atanasio Ivanovich no necesitaba esforzarse en convencerla de que
los aceptara. Ella sabía apreciar el valor del dinero y por tanto los tomaría.
Agradecía a Totzky su delicadeza al no hablar de ello al general ni a Gabriel
Ardalionovich, pero ¿por qué no informar al joven sobre el asunto? Ella no
tendría de qué avergonzarse recibiendo aquel dinero al entrar en la familia. En
cualquier caso, se proponía no excusarse de nada ante nadie, y deseaba que
ello fuese conocido de todos. No se casaría con Gabriel Ardalionovich sino
después de estar segura de que ni él ni su familia abrigaban reticencia alguna
hacia ella. En todo caso, por lo que la atañía, no tenía nada de qué culparse y
desde luego valía más que Gabriel Ardalionovich supiera en qué condiciones
económicas y morales se hallaba ella con Totzky. En fin, si aceptaba el dinero,
no era como pago de su honor perdido, sino en compensación de su existencia
destrozada.
Se animó tanto al hablar así (y ello no era sino muy natural) que el general
Epanchin, satisfechísimo, dio el asunto por arreglado. Pero Totzky, recordando
su anterior conflicto, no juzgó igual y temió que bajo las mieles se ocultase
alguna hiel. Mas de todos modos se había parlamentado y los dos amigos veían que el punto en que hacían descansar el conjunto de su plan —la posible
inclinación de Nastasia Filipovna por Gania— convertíase cada vez más claro
y definido. El propio Totzky, a veces, creía en la posibilidad del éxito. Entre
tanto Nastasia Filipovna se explicó con Gania, si bien sin hablar a fondo,
porque el asunto resultaba penoso para su delicadeza femenina. Ella aceptaba
el amor del joven, mas exigía no ser apremiada en sentido alguno y se
reservaba hasta el momento del matrimonio, si éste se producía, el derecho a
decir no, dejando en la misma libertad a Gania. A poco, una afortunada
casualidad hizo saber al joven que Nastasia Filipovna estaba perfectamente al
tanto de la oposición que aquel proyecto de casamiento suscitaba en casa de
los Ivolguin, así como que no ignoraba las escenas de hostilidad contra la
futura esposa a que tal oposición daba lugar. Ella, sin embargo, no le había
hablado del asunto, aunque Gania lo esperaba de un momento a otro.
Podría decirse mucho más sobre las habladurías y enredos levantados en
torno al proyectado enlace y a las negociaciones pertinentes; pero, aparte que
ya hemos anticipado algo sobre ellas, muchas no pasaban de vagos rumores.
Decíase, por ejemplo, que Totzky había descubierto una indefinida y secreta
inteligencia entre Nastasia Filipovna y las hijas del general, historia que
probablemente tenía todos los caracteres de una disparatada inverosimilitud.
Pero existía otro rumor que inquietaba mucho más a Atanasio Ivanovich,
persiguiéndole corno una pesadilla, y era que, según se le aseguraba, Nastasia
Filipovna estaba muy al corriente de que Gania sólo se casaba con ella por el
dinero; de que el joven tenía un alma venal, ávida, perversa y codiciosa; de
que su grotesca vanidad rebasaba todos los límites; y, en fin, de que, si bien él
había deseado apasionadamente conquistar a Nastasia Filipovna, desde que
aquellos dos hombres maduros resolvieron explotar su pasión en su propio
beneficio, entregándole a la mujer anhelada como esposa legal, Gania había
principiado a odiarla como a una siniestra sombra de delirio. El odio y la
pasión mezclábanse, violentos, en su alma y aunque después de una dolorosa
incertidumbre consintió en desposar a semejante «despreciable mujerzuela»,
habíase prometido en su interior «hacérselo pagar caro», como, según se
rumoreaba, dijera Gania literalmente.
Afirmábase también que Nastasia Filipovna conocía al dedillo todo esto y
que maquinaba algún plan a su vez. Totzky entonces sintió tal terror que ni
siquiera osó confiarse al general Epanchin. Pero a ratos, como si fuese un
hombre débil de carácter, renacían sus esperanzas y lo veía todo a través de un
prisma optimista. Así, por ejemplo, sintióse muy aliviado cuando Nastasia
Filipovna prometió a los dos amigos adoptar la resolución definitiva la noche
de su cumpleaños.
Por otra parte, el más extraño e inverosímil de los rumores, el que
concernía a persona tan honorable como el propio Ivan Fedorovich aparentaba ser, adquiría —¡ay!— cada vez más fundamento a medida que el tiempo
transcurría.
Sin embargo, a primera vista tal rumor parecía perfectamente absurdo.
Resultaba duro de creer que Iván Fedorovich, en sus ya maduros y graves
años, con su excelente comprensión y su conocimiento práctico del mundo, y
con todas las demás cosas similares que en estos casos pueden decirse, hubiese
acabado cayendo bajo el influjo de Nastasia Filipovna y sintiendo por ella un
capricho rayano en pasión. Difícil sería preciar qué esperanzas albergaba en
semejante sentido: acaso esperase la ayuda complaciente del propio Gania.
Totzky sospechaba algo de esta clase y, en tal sentido, suponía una especie de
tácito convenio entre el general y Gania, un acuerdo propio de gentes que se
comprenden bien. Es notorio que un hombre cegado por la pasión, sobre todo
si está entrado en años, se torna ciego y encuentra firmes cimientos para sus
esperanzas donde no hay ninguno; y, lo que es peor, pierde el juicio y obra
como un niño sin sentido, por poderosa que sea su inteligencia.
Sabíase, así, que con ocasión del cumpleaños de Nastasia Filipovna el
general había acordado regalarle unas magníficas perlas, por valor de una
inmensa suma, y que confiaba mucho en la eficacia de su presente, aunque le
constase que Nastasia Filipovna no era una mujer venal. Todo el día anterior al
del cumpleaños, Epanchin lo pasó en un estado febril, si bien supo ocultar a
los demás su emoción.
La generala había oído hablar de aquellas perlas. Lisaveta Prokofievna
estaba acostumbrada hacía años a las infidelidades de su esposo; pero esta vez
estimó imposible pasar por alto el incidente. El rumor relativo a las perlas la
impresionaba mucho. El general lo notó a través de algunas palabras
escuchadas el día antes, y preveía y temía el momento de la explicación.
De aquí que pensase con vivo desagrado en el almuerzo en el seno de la
familia la mañana en que comienza esta historia. Ya antes de aparecer
Michkin, el general había decidido esquivarse pretextando asuntos urgentes. A
menudo, «esquivarse» significaba, en el caso de Epanchin, huir. Lo esencial
era lograr pasar aquel día, y sobre todo aquella noche, sin turbaciones ni
conflictos. Y el príncipe había llegado con oportunidad. «El cielo me lo
envía», meditaba el general mientras iba al encuentro de su mujer.
V
Lisaveta Prokofievna estaba muy orgullosa de su noble cuna. ¿Cómo
reaccionaría cuando supiese a quemarropa, sin la menor preparación, que el último representante de su raza, aquel príncipe Michkin de quien oyera hablar
alguna vez, no era más que un pobre idiota, un pordiosero necesitado de la
caridad ajena? El general, temiendo un interrogatorio sobre las perlas, había
premeditado este efecto teatral que dirigiría la atención de su mujer en otro
sentido.
Cuando sucedía algo extraordinario, Lisaveta Prokofievna abría mucho los
ojos, recostábase en su asiento y miraba vagamente en torno suyo. Era una
mujer alta y ancha de formas, pero delgada, de la misma edad que su marido,
con una cabellera negra que empezaba a encanecer, aunque fuese abundante
todavía. Tenía la nariz algo aquilina, mejillas hundidas y macilentas y
delgados labios plegados hacia dentro. Su frente era alta, si bien estrecha, y
sus grandes ojos pardos mostraban a veces las más inesperadas expresiones.
Antaño había tenido la creencia de que sus ojos eran subyugadores y desde
entonces nada había podido disipar su convicción.
—¿Recibirle? ¿Recibirle ahora?
Y abriendo mucho los ojos miraba a su marido, que paseaba de un lado a
otro de la habitación.
—No tienes por qué enojarte en lo más mínimo, querida —se apresuró a
declarar Ivan Fedorovich—. No lo recibas a no ser que verdaderamente te
complazca verle. Es realmente un niño, y un niño que da lástima. Padece
accesos de cierta enfermedad y en este momento llega de Suiza. Ha venido a
casa en seguida de apearse del tren. Va vestido un poco extravagantemente,
algo a la usanza alemana. Y lo principal es que no tiene un kopec. ¡No creas
que exagero! Poco le falta para que se le salten las lágrimas. Le he dado
veinticinco rublos y quiero buscarle un empleo de escribiente en nuestro
ministerio. Os ruego, mesdames, que le invitéis a almorzar, porque sospecho
que debe de estar hambriento…
—Me asombras —contestó la generala, sin cambiar de tono—.
¡Hambriento y sufriendo accesos! ¿Qué clase de accesos?
—¡Bah! No son frecuentes y además, lo repito, es como un niño, y está
bien educado. Os agradeceré, mesdames, que le sometáis a un examen —
añadió el general volviendo a dirigirse a sus hijas—. Conviene conocer sus
aptitudes.
—¿Someterle a un examen? —murmuró su mujer, pronunciando
lentamente cada sílaba y dirigiendo alternativamente la mirada a sus hijas y a
su marido—. Querida, no lo tomes a mal… En fin, haz lo que quieras. Yo me
proponía tratarle con benevolencia, introducirlo en casa… Casi sería una
buena acción. —¿Introducirlo en casa?… ¿Y dices que acaba de llegar de
Suiza? —Eso no es obstáculo… Pero repito que como quieras. Se me ha ocurrido
la idea porque lleva tu mismo apellido y acaso sea tu pariente, y además
porque no tiene ni donde reposar la cabeza. He juzgado también que, como
miembro de nuestra familia, despertaría en ti algún interés.
—Por supuesto… Maman, no hay que enojarse con él —dijo Alejandra—.
Además llega de viaje y está hambriento. ¿Por qué no darle de comer si no
tiene adónde ir?
—Además, es un niño completo. Hasta se puede jugar con él al
escondite…
—¿Jugar al escondite? ¿Qué quieres decir?
—¡Oh, maman, deja ya de ponerte interesante! —interrumpió Aglaya,
molesta.
Adelaida, la hija segunda, que era de carácter alegre, no pudo contenerse y
rompió a reír.
—Hazle llamar, papá. Maman lo permite —decidió Aglaya.
El general llamó y ordenó al criado que introdujese al príncipe.
—Pero a condición de que se le anude una servilleta al cuello cuando se
siente a la mesa —declaró la generala—. Y habrá que decir a Mafra y a Fedor
que estén detrás de él mientras come, sin quitarle la vista de encima. ¿Es
tranquilo, por lo menos, en sus ataques? ¿No hace ademanes desordenados?
—Está por el contrario, muy bien educado y tiene muy buenas maneras.
Acaso sea un poco simple… Ea, aquí le tenéis. Te presento al último de los
príncipes Michkin, que lleva tu mismo nombre y acaso sea tu pariente,
Lisaveta. Tratadle bien y sed amables con él… Príncipe, el almuerzo está
servido; háganos el honor. Dispense que no me quede, pero es muy tarde ya y
tengo mucha prisa.
—¿Podemos saber adónde te lleva esa prisa? —preguntó, con acento
significativo, Lisaveta Prokofievna.
—Tengo que irme, querida; dispongo de muy poco tiempo… Si dais al
príncipe vuestro álbum, mesdames, y le pedís que os ponga algún autógrafo,
comprobaréis el talento caligráfico que tiene. ¡Es un calígrafo consumado!
Hace un momento me ha reproducido una muestra de la escritura medieval:
«El igúmeno Pafnutí ha puesto aquí su firma» … Bueno, hasta luego…
—¿Pafnutí? ¿El igúmeno? ¡Espera, espera un poco! ¿Adónde vas y quién
es ese Pafnutí? —exclamó la generala, colérica y casi inquieta mientras su
esposo alcanzaba la puerta rápidamente.
—Si, sí, querida: es un igúmeno antiguo… Voy a casa del conde, que me espera hace rato. El mismo me citó. Hasta la vista, príncipe…
Y el general salió a toda prisa.
—¡Bien sé a la casa de qué conde va! —dijo con áspero acento Lisaveta
Prokofievna dirigiendo los ojos al príncipe con expresión de descontento. Y
luego, procurando coordinar sus recuerdos, gruñó—: ¿Qué decíamos? ¡Ah, sí,
hablábamos del igúmeno!
—Maman… —comenzó Alejandra.
Aglaya golpeó el suelo con el pie.
—Déjame hablar, Alejandra Ivanovna —interrumpió secamente la madre
—. También yo deseo enterarme de eso. Siéntese en esta butaca, príncipe. No,
aquí, frente a mí. Más al sol y de modo que le dé bien la luz para que yo pueda
verle. ¿Qué igúmeno era ése?
—El igúmeno Pafnutí —respondió el príncipe con gravedad.
—¿Pafnutí? ¡Muy interesante! ¿Y qué hizo?
Lisaveta Prokofievna preguntaba con voz brusca e impaciente, fijando los
ojos en el príncipe. Cuando éste le contestó, ella de vez en cuando asentía con
la cabeza.
—El igúmeno Pafnutí vivía en el siglo catorce —comenzó Michkin—. Su
monasterio estaba situado a orillas del Volga, en la región ahora conocida
como provincia de Gostroma. Fue célebre por la santidad de su vida. Le
enviaron a la Horda para arreglar ciertos asuntos con los tártaros y puso su
firma al pie de un documento. Como el general quería ver si yo tenía
suficiente buena letra para ser empleado en algún sitio, he escrito varias frases,
cada una con un tipo de letra diferente. Entre otras frases se encontraba ésa:
«El humilde igúmeno Pafnutí ha puesto aquí su firma». Ello agradó mucho al
general y por eso lo ha mencionado hace poco.
—Aglaya —dijo la generala—, acuérdate de lo que dice el príncipe. O, si
no, anótalo, porque de lo contrario lo olvidaré. Pero yo creía que se trataba de
algo más interesante. ¿Dónde está esa firma?
—Creo que ha quedado en el despacho del general, sobre la mesa.
—Que vayan a buscarla en seguida.
—No vale la pena. Puedo volver a escribirla, si usted lo desea.
—Opino, maman —dijo Alejandra—, que por el momento sería mejor
almorzar. Nosotras tenemos apetito…
—Está bien —resolvió la generala—. Venga, príncipe. Debe usted de sentir
apetito. —Sí: comeré con gusto y les quedaré muy reconocido.
—Me alegro de ver que es usted cortés y no tan…, tan original como me
habían dicho. Ea, siéntese así, frente a mí —dijo la generala cuando entraron
en el comedor, señalando un asiento al príncipe—. Quiero verle bien.
Alejandra, Adelaida, ocupaos del príncipe. ¿No es cierto que dista mucho de
estar tan… enfermo? Tal vez no sea necesario ponerle la servilleta al cuello…
Diga, príncipe: ¿le ponen una servilleta bajo la barbilla cuando se sienta a
comer?
—Creo que se hacía así cuando yo tenía siete años; pero ahora, cuando
como, despliego la servilleta sobre las rodillas.
—Como debe ser. ¿Y los ataques?
—¿Los ataques? —repitió Michkin con cierta sorpresa—. Actualmente
sólo los sufro rara vez. Pero en adelante no sé. Me han dicho que este clima
me sentaría peor.
Lisaveta Prokofievna continuaba inclinando la cabeza después de cada
palabra del visitante.
—Habla bien —hizo notar a sus hijas—. Estoy sorprendida. Así que todo
eran necedades y mentiras, como siempre… Coma, príncipe, y relátenos su
vida. ¿Dónde nació usted? ¿Dónde le educaron? Quiero saberlo todo: me
interesa usted mucho.
Michkin le dio las gracias y mientras comía con excelente apetito
recomenzó la narración hecha ya varias veces durante aquella mañana. La
generala estaba cada vez más satisfecha. Las muchachas escuchaban con
bastante atención. Se trató de averiguar qué parentesco existía entre ellos. El
príncipe conocía bastante bien la serie de sus antepasados, pero del cotejo de
los respectivos árboles genealógicos resultó que el parentesco entre él y la
generala era casi nulo. Sus respectivos abuelos y abuelas hubieran podido
considerarse primos lejanos a lo sumo. Esta árida conversación agradó mucho
a Lisaveta Prokofievna, a quien le placía hablar de sus antepasados sin que
casi nunca se le presentara ocasión de hacerlo. En consecuencia estaba de muy
buen humor cuando se levantó de la mesa.
—Venga a nuestro saloncito —dijo— y nos llevarán el café allí. Tenemos
una habitación común —explicó al príncipe mientras salían del comedor—: mi
saloncito, en el que todas nos reunimos y nos ocupamos en nuestros
quehaceres cuando estamos solas. Alejandra, mi hija mayor, toca el piano,
cose o lee; Adelaida pinta paisajes y retratos (y nunca concluye ninguno) y
Aglaya no hace nada. Yo tampoco hago casi nada: nunca termino ninguna
labor. Ya hemos llegado, príncipe. Ahora siéntese junto al fuego y cuéntenos
algo. Deseo ver en qué forma sabe relatar. Quiero convencerme de sus aptitudes y, así, cuando vea a la anciana princesa Bielokonsky le hablaré de
usted. Me propongo que todos se interesen en su favor. Vamos, cuente.
—¿No comprendes que es muy original contar una historia así, maman? —
observó Adelaida preparando su caballete y tomando sus pinceles y su paleta
para trabajar en un cuadro comenzado largo tiempo atrás.
Alejandra y Aglaya se sentaron en un mismo divancito y, cruzándose de
brazos, se dispusieron a escuchar la conversación. El príncipe notó que era
objeto de la atención general.
—Si se me pidiese de ese modo, yo no contaría nada —dijo Aglaya.
—¿Por qué no? ¿Qué hay de extraño en ello? ¿Por qué no había el príncipe
de contarnos algo? ¡Para eso tiene lengua! Quiero saber cómo habla. Vaya,
díganos alguna cosa. Explíquenos qué le ha parecido Suiza, cuál fue su
primera impresión… Veréis qué pronto empieza y cómo se explica bien.
—La impresión que sentí fue muy fuerte… —comenzó Michkin.
—¿Veis, veis? ¡Ha empezado! —exclamó la generala dirigiéndose a sus
hijas.
—Al menos déjale hablar, maman —repuso Alejandra—. Este príncipe
podrá ser un gran socarrón, pero no un idiota —añadió, en un cuchicheo, al
oído de Aglaya.
—Hace rato que me lo parece así —contestó Aglaya—. Y es muy
desagradable verle desempeñar esta comedia. ¿Qué interés le moverá?
—La primera impresión fue muy fuerte —repitió Michkin—. Cuando me
condujeron al extranjero, mientras atravesábamos las diferentes ciudades de
Alemania, yo me limitaba a mirarlo todo en silencio. Recuerdo que no hacía
pregunta alguna. Acababa de sufrir una serie de ataques muy violentos y cada
uno más que sufría, cada recrudecimiento de mi enfermedad, tenía la virtud de
sumirme en una atonía completa. Entonces perdía la memoria en absoluto, y
aunque mi espíritu permanecía despierto, el desarrollo lógico de mi
pensamiento quedaba interrumpido, si vale la expresión. No me era posible
unir entre sí más de dos o tres ideas. Cuando los accesos pasaban, me sentía
tan bien y tan fuerte como ustedes me ven ahora. Recuerdo que sentía una
tristeza insoportable, que tenía ganas de llorar, que estaba siempre inquieto y,
en cierto modo, como asombrado. Me encontraba extraño a cuanto veía. Sí,
extraño de un modo que me anonadaba. Y me acuerdo de que ese marasmo se
disipó del todo al llegar a Basilea, en Suiza. La circunstancia que lo eliminó
fue el hecho de escuchar el rebuzno de un asno que se hallaba tendido en el
suelo, en la plaza del mercado. El asno me impresionó extremadamente; su
vista me causó, no sé por qué, un placer extraordinario… Y mi cerebro recobró en el acto su lucidez.
—¿Un asno? ¡Qué raro! —observó la generala. Pero luego, mirando con
irritación a sus hijas, que habían comenzado a reír, añadió—: Aunque, después
de todo, no tiene nada de raro. Muchas personas sienten cariño hacia los asnos.
Eso se veía ya en los tiempos mitológicos. Diga, príncipe.
—Desde entonces siento gran afecto por los jumentos, casi simpatía.
Comencé a informarme sobre ellos, ya que antes no los conocía en absoluto.
No tardé en comprobar que son animales muy útiles, laboriosos, robustos,
pacientes y económicos. En resumen, aquel asno me hizo tomar cariño a toda
Suiza y mi tristeza desapareció como por encanto.
—Todo eso es bastante extraño… Pero dejemos el pollino y pasemos a
otro tema. ¿Por qué te ríes, Aglaya? ¿Y tú, Adelaida? El príncipe ha hablado
del pollino con mucha elocuencia. Lo ha visto personalmente. Y tú, en
cambio, ¿qué has visto en tu vida? ¿Acaso has estado siquiera en el
extranjero?
—Yo también he visto asnos, maman —dijo Adelaida.
—Y yo he oído a uno —añadió Aglaya.
Hubo nuevas risas, a las que el príncipe se sumó.
—Esta actitud está muy mal en vosotras —dijo la generala—. Perdónelas,
príncipe. Aunque se ríen, son buenas muchachas. Siempre estoy discutiendo
con ellas, pero las quiero mucho. Son frívolas, atolondradas, locas…
—Yo hubiera hecho lo mismo en su lugar —aseguró Michkin, risueño—.
Pero, eso aparte, el jumento es un ser bueno y útil.
—Y usted, príncipe, ¿es bueno también? —interrogó la generala—. Sólo se
lo pregunto por curiosidad…
Aquella interrogación produjo un nuevo estallido de carcajadas.
—¡Otra vez se acuerdan de ese maldito asno! —exclamó Lisaveta
Prokofievna—. ¡Y yo que no pensaba en él para nada! Crea, príncipe, que no
he tratado de hacer ninguna…
—¿Alusión? ¡Oh, lo creo!
Y el príncipe rio de todo corazón.
—Hace bien en reírse. Ya veo que es usted un buen muchacho —dijo la
generala.
—No tan bueno a veces —denegó Michkin.
—Yo soy buena también —aseveró inopinadamente la Epanchina— y, si quiere creerme, incluso le diré que soy buena siempre. Es mi único defecto,
porque no se debe ser buena en todas las ocasiones. Me disgusto a veces con
mis hijas y con mi marido; pero lo más lamentable es que nunca soy más
buena que cuando estoy enfadada. Así, antes de entrar usted, yo me había
irritado y adoptado el aire de no comprender ni poder comprender nada. Eso
me pasa a veces: soy como una niña. Aglaya me dio una lección. Te la
agradezco, Aglaya. En fin, todo esto no tiene importancia. Yo no soy tan necia
como pudiera creerse y como mis hijas quisieran dar a entender. No me falta
carácter y no soy vergonzosa. Lo digo sin mala intención. Ven aquí y dame un
beso, Aglaya. Basta, basta —dijo a Aglaya que le besaba con sincero cariño el
rostro y las manos—. Continúe, príncipe. ¿Se acuerda de algo más interesante
que lo del pollino?
—Vuelvo a decir —observó Adelaida— que no creo posible contar nada
cuando le apremian así a uno. Yo no sabría qué relatar.
—Pero el príncipe sí sabrá, porque el príncipe es muy inteligente, lo menos
diez veces más que tú, y acaso doce. ¿Te enteras? Pruébeselo continuando,
príncipe. Desde luego, podernos prescindir del asno. ¿Qué vio usted en el
extranjero aparte ese animal?
—Lo que el príncipe dijo del asno demuestra ya su inteligencia —intervino
Alejandra—. Nos ha descrito de un modo muy interesante su estado de salud y
cómo reaccionó a consecuencia de una impresión exterior. Siempre he sentido
la curiosidad de saber cómo pierde la gente la razón y cómo la recobra. Sobre
todo cuando el cambio sucede bruscamente.
—¿Veis? —dijo vivamente la generala—. Ya sé que tú también a veces
eres inteligente. ¡Vamos, acabad de reír! Creo, príncipe, que iba usted a hablar
del paisaje suizo. Diga, diga…
Michkin siguió su relato:
—Llegamos a Lucerna y me llevaron a dar un paseo por el lago. Admiré la
belleza de lo que me rodeaba, pero no sin sentir a la vez un peso en el corazón.
—¿Por qué? —preguntó Alejandra.
—No lo sé. Siempre me siento oprimido e inquieto cuando veo por primera
vez un paisaje así. Me agrada y me turba a la vez. Además entonces yo estaba
enfermo aún.
—Pues yo tengo muchas ganas de ver esos paisajes —dijo Adelaida—. No
sé por qué no vamos al extranjero. Hace dos años que estoy buscando con
interés una naturaleza que copiar, porque, como sabe, «el Oriente y el Sur se
han pintado ya mucho…» Encuéntreme un paisaje que pintar, príncipe.
—No sabría hacerlo. Yo he creído siempre que bastaba mirar y pintar loque se ve.
—Yo no sé mirar.
—¿A qué viene ese lenguaje enigmático? —interrumpió bruscamente la
generala—. Yo no saco nada en limpio: «No sé mirar…» ¿Qué significa eso?
Tú tienes ojos, así que te basta abrirlos. Si no sabes mirar aquí, no será en el
extranjero donde aprendas. Más vale que nos cuente usted cómo miraba,
príncipe.
—Sí, vale más —convino la joven artista—. Sin duda en el extranjero el
príncipe habrá aprendido a mirar.
—No sé; ignoro si he aprendido; sólo sé que he restablecido mi salud. Y
además que he sido dichoso casi constantemente.
—¿Dichoso? ¿Sabe usted ser dichoso? —preguntó Aglaya—. ¿Y cómo
dice entonces que no ha aprendido a ver las cosas? Instrúyanos, príncipe.
—Sí, instrúyanos —rio Adelaida.
—Nada les puedo enseñar —repuso Michkin, riendo también—. Durante
mi estancia en el extranjero apenas salí de la aldea suiza a que me llevaron, y
casi nunca me alejé de sus contornos. ¿Qué podía aprender allí? Primero me
limité a dejar de aburrirme; luego recobré la salud, y más tarde empecé a
estimar cada día y cada día adquirió, a medida que iba pasando el tiempo, un
valor más grande a mis ojos. Me acostaba siempre contento y me levantaba
más contento aún. Cuál fuera el motivo de ello, es cosa que no sé decir.
—¿Y no sentía deseos —preguntó Alejandra— de ir a otro lugar? ¿No
experimentaba necesidad de trasladarse?
—Al principio sí, sentía cierta tendencia inquieta y vagabunda. Pensaba
siempre en mi existencia futura, quería adivinar mi destino y en algunos
momentos el descanso me resultaba incluso penoso. Ya saben ustedes cuando
pasa eso: cuando está uno a solas. En nuestra aldea había una cascada, o,
mejor dicho, un delgado hilo de agua que caía de una montaña casi
perpendicular: un agua blanca, espumeante, tumultuosa. Hallábase como a
media versta de nuestra casa y a mí me parecía verla a cincuenta pasos. Por la
noche me agradaba oírla caer, pero en ciertas ocasiones se apoderaba de mí
una gran agitación… De vez en cuando ocurríame estar solo en los montes en
medio del día: en torno mío se erguían grandes pinos seculares, olorosos a
resina. En lo alto de una roca se divisaban las ruinas de un antiguo castillo
feudal; la aldehuela, perdida en el valle, apenas se divisaba; el sol era vivo; el
cielo azul; reinaba en torno un imponente silencio. Pues bien, en aquellos
momentos me invadía el ansia de viajar y me figuraba que caminando siempre
en derechura hasta franquear la línea donde se confunden cielo y tierra, encontraría más allá la clave de los misterios, hallaríame en el centro de una
vida nueva mil veces más animada que la nuestra. Y soñaba en una gran
ciudad como por ejemplo Nápoles, llena de palacios, de agitación, de ruido, de
vida… Sí, yo tenía no sé qué aspiraciones… Pero a poco me pareció que en
cualquier sitio, en una prisión incluso, se podía encontrar un tesoro de vida.
—A los doce años leí ese mismo loable pensamiento en mi «Manual de
Enseñanzas Útiles» —declaró Aglaya.
—¡Siempre filosofía! —exclamó Adelaida—. Usted es un filósofo y viene
a instruirnos.
—Quizá tenga usted razón —repuso Michkin, sonriendo—. Soy filósofo,
en efecto, y hasta acaso me impela la idea de instruir… Sí, es posible…
—Su filosofía —manifestó Aglaya— es la misma de Eulampia
Nicolaievna, la viuda de un funcionario, que nos visita en calidad de parásito.
Para ella, todo el problema de la vida se reduce a comprar barato, y, así, no se
aplica más que a gastar lo menos posible. Nunca habla sino de kopecs. Y le
advierto que tiene dinero; sólo que lo disimula. Esto se parece al enorme
tesoro de vida que usted encontraría en una prisión, y acaso a su felicidad de
cuatro años en una aldea, felicidad por la que ha cambiado su soñado Nápoles,
y aun parece que con ganancia, siquiera ésta no pase de un kopec.
—Respecto a la vida en una prisión —contestó Michkin— puede existir
diversidad de criterio. He conocido a un hombre que había pasado doce años
en una cárcel y a la sazón era uno de los pacientes del doctor. Sufría ataques; a
veces se agitaba, rompía a llorar, y en una ocasión incluso quiso suicidarse. Su
vida en la cárcel había sido triste, se lo aseguro; pero, con todo, valía más de
un kopec. Todas sus relaciones de prisionero se reducían a una araña y un
arbusto que cuidaba al pie de su ventana… Pero prefiero hablarles de otro
hombre a quien he conocido el año último. En su caso hay una circunstancia
rara, en el sentido de que pocas veces se produce. Este hombre había sido
conducido al cadalso y se le había leído la sentencia que le condenaba a ser
fusilado por un crimen político. Veinte minutos después llegó el indulto. Pero
entre la lectura de la sentencia de muerte y la noticia de que le había sido
conmutada la pena por la inferior, pasaron veinte minutos, o, al menos, un
cuarto de hora durante el cual aquel desgraciado vivió en la convicción de que
iba a morir al cabo de unos instantes. Yo deseaba saber cuáles habían sido sus
impresiones y le pregunté sobre ellas. Lo recordaba todo con extraordinaria
claridad y decía que nada de lo sucedido en aquellos minutos se borraría jamás
de su memoria. Y pensaba: «¡Si no muriese! ¡Si me perdonaran la vida! ¡Qué
eternidad! ¡Y toda mía! Entonces cada minuto sería para mí como una
existencia entera, no perdería uno sólo y vigilaría cada instante para no
malgastarlo» … Tras hablar algunos instantes más sobre el mismo tema, el príncipe calló de
repente. Su auditorio creía que iba a continuar.
—¿Ha terminado usted? —preguntó Aglaya.
—¿Cómo? ¡Ah, sí! —respondió Michkin, saliendo de una especie de
ensueño en que parecía sumido.
—¿Y por qué nos ha contado eso?
—Por nada… Porque me ha acudido a la memoria… Una cosa llama a la
otra y…
—Su relato carece de desenlace —dijo Alejandra—. Usted, príncipe, nos
ha querido probar que no hay instante que no valga más de un kopec y que a
veces cinco minutos pueden valer más que un tesoro. Todo ello está muy bien;
pero permítame preguntarle una cosa. Ese amigo que le contó sus sensaciones
y que, al parecer, consideraba una eternidad la vida si se la devolvían, ¿qué
uso hizo de esa «vida eterna» cuando le conmutaron la pena? ¿Cómo
aprovechó tal tesoro? ¿Vivió cada minuto sin perderlo y aprovechándolo como
esperaba?
—¡Oh, no! Le pregunté si había llevado a la práctica sus propósitos de
aprovechar y no perder cada minuto de vida, y me confesó que había
dilapidado después muchísimos minutos.
—La experiencia es decisiva y demuestra que no se puede vivir
aprovechando cada instante. Es imposible.
—Es imposible, en efecto —dijo Michkin—. Lo reconozco. Y, sin
embargo, no puedo dejar de creer…
—En otras palabras: ¿piensa usted que vive más inteligentemente que los
demás? —precisó Aglaya.
—Sí: a veces se me ha ocurrido esa idea.
—¿Y la sostiene aún?
—Sí, aún —afirmó Michkin.
Hasta entonces había contemplado a la joven con una sonrisa dulce e
incluso tímida; pero después de pronunciar aquellas palabras rompió a reír y la
miró alegremente.
—¡Verdaderamente no es usted muy modesto! —repuso ella, algo enojada.
—Son ustedes valientes —dijo él—. Ustedes ríen, y en cambio a mí el
relato de aquel hombre me impresionó tanto que hasta lo soñé. Sí: vi en sueños
aquellos cinco minutos de espera afanosa… —y de pronto, preguntó, con
cierta turbación, aunque sin dejar de mirar fijamente a las tres muchachas—: ¿No están ustedes ofendidas contra mí?
—¿Por qué? —exclamaron ellas, sorprendidas.
—Porque parece, en efecto, como si estuviese instruyéndolas…
Todas coincidieron en una carcajada.
—Si se han molestado, dejen de sentirse molestas —continuó Michkin—.
Sé bien que conozco la vida menos que los demás porque he vivido menos que
cualquier otro. Pero a veces se me ocurre decir cosas extrañas…
Y al terminar estas frases pareció muy confuso.
—Puesto que usted asegura haber sido feliz, no puede haber vivido menos,
sino más que el resto de sus semejantes. Por lo tanto, ¿a qué vienen esas
excusas? —dijo Aglaya con acritud—. No asuma una actitud de triunfador
modesto, porque aquí usted no ha triunfado de nada. Dado el quietismo que
profesa, podría vivir feliz de cualquier modo durante cien años. Sea que se le
muestre una ejecución capital o que se le muestre mi dedo meñique, usted
extraerá de ambas cosas un pensamiento igualmente loable y se quedará tan
satisfecho. Así, la vida es sencilla.
—¿Por qué te irritas de ese modo? No lo comprendo —intervino la
generala, que desde hacía largo rato escuchaba la discusión observando los
semblantes de los interlocutores—. Además no sé de qué habláis, ¿A qué viene
aquí ese dedo meñique? ¿Qué quieres decir con eso? El príncipe habla bien,
sólo que no dice cosas alegres. ¿Por qué te empeñas en abrumarle así? Cuando
comenzó su relato, reía y ahora parece estar preocupado.
—Déjale, maman. Es lástima, príncipe, que no haya visto usted una
ejecución capital, porque de haberla presenciado, quizá le pediría una cosa…
—He visto una ejecución —repuso Michkin.
—¿Ha visto una ejecución? —exclamó Aglaya—. ¡No lo hubiera creído
jamás! ¡Eso era lo que le faltaba!
—Desde luego, ello no concuerda nada con su quietismo —murmuró
Alejandra, como hablando consigo misma.
—Ahora —dijo Adelaida, desviando la conversación—, cuéntenos sus
amores.
El príncipe la miró con sorpresa.
—Escuche —continuó la joven con cierta precipitación—: tengo interés en
oír la historia de sus amores. No niegue que alguna vez ha estado enamorado.
¡Ah, a propósito! Le advierto que en cuanto empieza usted a contar una cosa
cualquiera desaparece toda su filosofía. —Y en cuanto termina de relatar algo, parece avergonzarse usted de
haberlo hecho —observó bruscamente Aglaya—. ¿Por qué?
—¡Qué estupidez! —exclamó la generala, mirando con indignación a su
hija menor.
—Realmente, esa salida no es muy espiritual, Aglaya —contestó
Alejandra.
—No le haga caso, príncipe —dijo Lisaveta Prokofievna a Michkin.
Aglaya habla así adrede, por testarudez. No piense que está tan mal educada
como finge. No vaya a juzgarlas mal viendo cómo le embroman. Quieren
divertirse un poco, pero le aprecian. Se lo conozco en la cara.
—Yo también se lo conozco en la cara —dijo Michkin con acento
significativo.
—¿Cómo es eso? —preguntó Adelaida, intrigada.
—¿Qué sabe usted de la expresión de nuestros rostros? —preguntaron las
otras dos.
El príncipe calló y asumió un aire de gravedad. Las tres jóvenes esperaban
su respuesta.
—Se lo diré después —prometió en voz baja y con tono solemne.
—Se propone excitar nuestra curiosidad —dijo Aglaya—. ¡Y qué serio nos
mira!
—Todo eso está bien —insistió Adelaida—; pero aunque sea un buen
fisonomista no por ello ha dejado de estar enamorado. Por tanto, he dado en el
clavo. Cuéntenos, cuéntenos…
—No he estado enamorado —dijo el príncipe—. He sido feliz… de otro
modo…
—¿Cómo? ¿Y de qué manera?
Y su rostro había adquirido una expresión profundamente meditabunda.
—Ea, se lo diré —decidiese Michkin.
VI
—En este momento —comenzó Michkin— me miran ustedes con una
curiosidad que me inquieta porque, si no la satisfago, se incomodarán
conmigo. Pero, no, esto es una broma —se apresuró a añadir, sonriendo—.Paso, pues, a contar…
En aquel pueblo había muchos niños y yo estaba siempre con ellos, solo
con ellos. Eran los niños de la aldea, toda una bandada de colegiales. No
pretenderé haberlos instruido yo. No; para eso estaba Julio Thibaut, el maestro
de escuela. Si se quiere, admito que les enseñaba algo; pero lo que hacía sobre
todo era convivir con ellos.
Y así han transcurrido mis cuatro años en Suiza. No me hacía falta otra
cosa. Les hablaba de todo, sin ocultarles nada. Esto acabó atrayéndome el
descontento de sus familias, porque los niños terminaron no pudiendo
prescindir de mí. Me rodeaban sin cesar, al punto de que el maestro de escuela
llegó a convertirse en mi mayor enemigo. Otras muchas personas de la aldea
me cobraron antipatía, todas a causa de los niños. El mismo doctor Schneider
me hizo reproches sobre ello. Pero, ¿qué temían de mí? A un niño se le puede
decir todo, absolutamente todo. Siempre me ha sorprendido la falsa idea que
los adultos se forman sobre los niños. Éstos no son comprendidos jamás, ni
siquiera por sus padres… ¡Y qué bien se dan cuenta los niños de que su
familia los toma por pequeñuelos incapaces de comprender nada cuando lo
comprenden tan bien todo! Las personas mayores ignoran que, incluso en
asuntos difíciles, los niños pueden dar consejos de la mayor importancia.
¿Cómo no sentir vergüenza de engañar a esos lindos pajaritos que fijan en
vosotros sus miradas confiadas y felices?
Les llamo pajaritos porque los pájaros son lo mejor que existe en el
mundo… Pero medió una circunstancia que excitó los ánimos contra mí más
que cualquier otra… El odio de Thibaut era mera envidia. Al principio movía
la cabeza y se asombraba viendo lo bien que los niños comprendían lo que les
contaba yo, mientras él no lograba jamás hacerse entender de ellos. Más tarde
se burló de mí cuando supo que les decía que ni él ni yo les enseñábamos
nada, sino que aprendíamos de ellos. No sé cómo pudo injuriarme y
calumniarme como lo hacía viviendo él mismo entre niños, porque el trato de
éstos purifica el alma…
Entre los enfermos que curaba Schneider había un hombre
extremadamente desgraciado. No sé si podría existir desgracia comparable a la
suya. Había sido llevado al establecimiento achacándole enajenación mental;
pero en mi opinión no estaba loco, sino que había sufrido horrorosamente y
ésa era toda su dolencia. ¡Si ustedes supiesen lo que aquellos niños llegaron a
ser para él!
Pero de ese enfermo les hablaré luego. Ahora voy a decirles cómo empezó
todo. Al principio los niños no me querían. Yo era tan mayor, tan tímido, tan
feo además… Y finalmente tenía en contra mía mi calidad de extranjero…
Los niños inicialmente se burlaban de mí y desde que me sorprendieron besando a María comenzaron a tirarme piedras.
No la besé más que una vez… No se rían —apresuróse a añadir el príncipe
replicando a las sonrisas de su auditorio—: el amor no intervino en eso para
nada. Si ustedes hubiesen conocido a aquella infeliz criatura la habrían
compadecido tanto como yo. Era una joven de la aldea, que habitaba con su
anciana madre una cabaña con sólo dos ventanitas, en una de las cuales la
vieja, con permiso de las autoridades locales, vendía cintas, hilas, hilos, tabaco
y jabón, comercio que le producía el poco dinero preciso para su vida. Estaba
enferma y tenía las piernas hinchadas, lo que la obligaba a permanecer
siempre en un asiento. María contaba veinte años y era delgada y de débil
constitución. Hacía largo tiempo que se encontraba tuberculosa, pero aun así
iba a asistir a las casas, donde realizaba trabajos muy pesados: fregar el suelo,
lavar la ropa, limpiar los platos, dar el pienso a las bestias…
Un viajante francés la sedujo y se la llevó consigo; mas al cabo de una
semana la dejó plantada. Abandonada en una carretera, María volvió a su casa
pidiendo limosna por el camino.
Llegó sucia, andrajosa, con los zapatos terriblemente desgarrados. Había
andado durante ocho días durmiendo al raso y sufriendo mucho frío. Tenía
ensangrentados los pies y las manos hinchadas y ulceradas. Antes tampoco era
hermosa: sólo tenía unos ojos muy dulces, llenos de inocencia y de bondad. Su
taciturnidad era extraordinaria. Una vez, poco antes del incidente de que he
hablado, comenzó de pronto a cantar mientras trabajaba y el hecho causó
general asombro. «¡María ha cantado! ¡Hay que ver! ¡María ha cantado!», se
decían riendo. Ella, oyendo a la gente, quedó muy confusa y desde entonces se
encerró en un mutismo obstinado.
En aquel tiempo trabajaba aún y la miraban con benevolencia; pero cuando
volvió enferma y con los miembros ensangrentados nadie le testimonió la
menor piedad. ¡Qué dura es la gente en casos así! ¡Con qué severidad juzga las
cosas!
La vieja fue la primera en recibir a su hija con ira y desprecio. «¡Me has
deshonrado!», le dijo. Y fue la primera también en abandonarla a su
vergüenza. En cuanto se supo en la aldea la vuelta de María, todos, viejos,
niños, mujeres, jóvenes, todos, repito, acudieron a verla. Los habitantes de la
aldea casi en pleno invadieron la cabaña de la anciana.
María, hambrienta y haraposa, yacía en tierra a los pies de su madre y
lloraba. Mientras los visitantes afluían, ella se tapaba el rostro con los
revueltos cabellos e inclinaba los ojos al suelo para rehuir la curiosidad de la
gente. Todos hacían círculo en su torno, mirándola como a un reptil. Los
viejos la censuraban implacablemente; las mujeres la colmaban de injurias y
ofensas, contemplándola con repugnancia, como si viesen un bicho asqueroso. La madre, sentada en su habitación, lejos de oponerse a aquella actitud, les
alentaba con la voz y el ademán.
La anciana estaba muy enferma, casi moribunda, al extremo de que a los
dos meses falleció; pero aun sintiendo aproximarse su fin se negó a
reconciliarse con su hija. No le hablaba jamás, la hacía acostarse en el zaguán
y apenas le daba de comer. Necesitaba mojarse frecuentemente las piernas
hinchadas con agua caliente, y a pesar de que María se las lavaba y le
prodigaba afectuosos cuidados, la vieja los aceptaba sin compensarle con una
sola palabra cariñosa. La joven lo sufría todo con resignación. Más adelante,
cuando entablé conocimiento con ella, observé que aprobaba aquella actitud,
considerándose a sí misma como la más vil de las criaturas.
La anciana hubo de guardar cama definitivamente, y las comadres de la
aldea acudieron a cuidarla por turno, según la costumbre de la región. Y
entonces se dejó en absoluto de dar de comer a María. Todos la rechazaban de
su puerta y nadie le proporcionaba trabajo como antes. Puede decirse que le
escupían encima literalmente. Los hombres no la consideraban ya como una
mujer y le dirigían las palabras más soeces. A veces, los domingos, cuando
estaban embriagados, le arrojaban alguna moneda de a sueldo por irrisión.
María las recogía en silencio.
Por aquella época comenzaba a escupir sangre. Acabó teniendo los
vestidos tan andrajosos que no osaba presentarse en la aldea. Y desde su
regreso andaba descalza. Los niños de la escuela, que pasaban de cuarenta, se
regocijaban especialmente en molestarla y arrojarle inmundicias. Habiéndose
dirigido a un propietario de vacas para que le diera trabajo, el hombre la puso
en la puerta. Mas María, por iniciativa propia, comenzó a cuidar del ganado y
pasó el día en aquella ocupación. El hombre, observando que le prestaba
buenos servicios, dejó de arrojarla de allí, y hasta le daba a veces los restos de
su comida que solían consistir en pan y queso. Y consideraba esto como una
gran bondad que hacía a la joven.
Cuando murió la madre de María, el Pastor llegó a vilipendiar a la
desgraciada públicamente. Ella, vestida con sus miserables harapos, habíase
arrodillado, llorando, junto al ataúd. La curiosidad había atraído a mucha gente
a la ceremonia fúnebre. Queríase ver si la joven sollozaba y con qué aspecto
caminaría tras el cadáver de su madre.
El Pastor, hombre joven aún y cuya ambición consistía en llegar a ser un
gran predicador, habló a la multitud señalando a María. «He ahí —dijo— la
que ha causado la muerte de esta respetable anciana (lo cual no era verdad
porque la vieja estaba enferma hacía muchos años). Ahí está, ante todos, sin
atreverse a levantar la vista porque sabe que ha sido marcada por el dedo de
Dios. Vedla, descalza, andrajosa… ¡Buen ejemplo para las que se sintieran a punto de caer en la tentación! ¿Y quién es esa mujer? ¡La hija de la difunta!».
Y continuó hablando por el mismo estilo, corno suelen los Pastores
protestantes.
Aunque parezca increíble, esta cobardía agradó a casi todos. Pero entonces
sobrevino una novedad. Los niños, que en aquella época ya estaban todos de
mi parte y comenzaban a querer a María, tomaron la defensa de la
desgraciada. Vean cómo comenzó la cosa. Yo, antes ya, deseaba favorecer en
algo a la pobre joven. Ella padecía gran necesidad de dinero, mas yo durante
mi estancia en Suiza no dispuse de un solo kopec. Pero sí tenía un alfiler de
diamantes y lo vendí a un buhonero que andaba de pueblo en pueblo
vendiendo ropas usadas. El hombre me dio ocho francos por mi alfiler, que
valía lo menos cuarenta. Largo tiempo transcurrió antes de que yo pudiese
hablar a solas con María. Al fin nos encontramos fuera del poblado, en un
sendero montañoso, tras un árbol.
Le entregué los ocho francos y le recomendé que los administrara bien,
porque en adelante no podría volver a ayudarla. Y luego la besé diciéndole que
no lo tomase en mal sentido y que si la besaba no era porque estuviese
enamorado de ella, sino porque me inspiraba profunda piedad, y porque nunca,
desde el principio, la había considerado culpable, sino desgraciada.
Yo sentía verdadero deseo de consolarla, de persuadirla que hacía mal en
considerarse tan por debajo de las otras mujeres, pero no tardé en observar que
no comprendía mis palabras. Lo noté en su actitud. Permanecía en pie ante mí,
silenciosa, con los ojos bajos, como abrumada por la vergüenza.
Cuando hube terminado me besó la mano. Yo tomé la suya y quise besarla
también, pero la retiró en seguida. De pronto los niños nos descubrieron. Toda
la banda se hallaba ante nosotros. Supe después que llevaban largo rato
espiándonos.
Comenzaron a reír, a silbar, a dar palmadas y María se puso en fuga
rápidamente. Traté de hablarles, pero comenzaron a lanzarme piedras. Aquel
mismo día la aldea conocía toda la historia. La maledicencia pública se
encarnizó más que nunca con María. Incluso oí decir que se hablaba de que las
autoridades le infligiesen un castigo, pero, gracias a Dios, la iniciativa no se
llevó adelante. En cambio los niños no dejaban un instante de reposo a su
víctima. La perseguían sin cesar y le arrojaban todo género de porquerías.
La pobre enferma, cuando les veía llegar, corría con todas las fuerzas de
sus débiles piernas, tosiendo y jadeando. Ellos la seguían vociferando injurias.
Una vez tuve literalmente que entablar una lucha con ellos. Más adelante
traté de hacerles entrar en razón, o al menos intenté realizarlo. A veces me
escuchaban, pero no por eso dejaban de hostigar a María. Al fin acerté a explicarles lo desgraciada que era y entonces no tardaron en
dejar de injuriarla y empezaron a pasar de largo ante ella sin decirle cosa
alguna. Poco a poco los niños y yo fuimos teniendo charlas más prolongadas.
Yo les contaba todo, no les ocultaba nada. Ellos me escuchaban con curiosidad
y principiaron a sentir lástima de la pobre joven. Algunos cuando la
encontraban, le dirigían ya un afable «buenos días».
María, según imagino, debió de sorprenderse mucho de semejante cambio.
Una vez, dos chiquillas que tenían algunas vituallas para merendar fueron a
llevárselas a la joven y vinieron a decírmelo. Añadieron que María se había
puesto a llorar y que ahora ellas la querían mucho.
En breve todos los niños llegaron a amarla y a experimentar a la vez un
repentino afecto por mí. Acudían a menudo en mi busca y siempre me pedían
que les contase algo. Creo que yo debía relatar bien, porque se mostraban
ávidos de mis narraciones.
Entreguéme al estudio y a la lectura para poder comunicarles lo que
aprendía en los libros, y esto continuó así durante los tres años siguientes.
Cuando Schneider o los demás me reprochaban el no ocultar nada a los
chiquillos y el hablarles como si fuesen personas mayores, yo contestaba que
era vergonzoso mentirles. «Además —añadía—, a pesar de todas las
precauciones, ellos llegarán siempre a saber lo que uno se empeñe en
ocultarles, con la diferencia de que lo sabrán de un modo que excite su
imaginación, mientras que conmigo ese peligro no existe. Si lo dudan,
evoquen las memorias de su propia infancia». Pero este razonamiento no
convencía a nadie.
Fue quince días antes de la muerte de su madre cuando yo besé a María. Al
pronunciar el Pastor su sermón, todos los niños estaban ya de mi parte. Les
manifesté la ocurrencia que el eclesiástico se había permitido y la califiqué
como creí justo. Los niños se indignaron y algunos de ellos, en su ira,
rompieron a pedradas los vidrios del Pastor. Yo les hice comprender que
habían obrado mal; pero no por eso dejó de esparcirse en la aldea el rumor de
que yo soliviantaba a los colegiales. Luego, todo el mundo observó que los
niños querían a María, lo que provocó una inquietud extrema. Pero la joven
vivía feliz. Los padres podían prohibir a sus hijos que la tratasen, mas no por
eso dejaban los niños de ir a buscarla, a escondidas, al lugar en que apacentaba
las vacas, y que estaba como a media versta de la aldea.
Le llevaban regalos y algunos se acercaban hasta ella sólo para estrecharla
contra su corazón, besarla y decirle: «Te quiero mucho, María». Y tras esto,
volvían a sus casas con toda la velocidad de sus piernas.
Poco faltó para que una dicha tan inesperada no hiciese perder la cabeza a María. Jamás había imaginado cosa semejante, ni aun en sueños, y
experimentaba, por tanto, una mezcla de confusión y de júbilo. Los niños, y
sobre todo las niñas, la iban a ver con frecuencia únicamente para decirle que
yo la quería y que les hablaba mucho de ella. «Nos ha contado toda tu historia
—le explicaban— y ahora te queremos, sentimos lo que te pasa, y siempre lo
sentiremos y te querremos igual».
Luego tornaban a mi lado y con el rostro alegre y aire de traer una noticia
importante, me informaban de que habían estado hablando a María y de que
ella me enviaba sus saludos.
Por la tarde yo iba a la cascada. Había allí un retirado rincón, sombreado
de álamos y no visible desde el pueblo. Era en aquel lugar donde yo recibía
por las tardes la visita de los niños, algunos de los cuales acudían a escondidas
de sus padres.
Creo que les producía un placer extremo mi supuesto amor por María. Y
éste fue el único punto sobre el que les engañé durante mi permanencia en
aquella aldea. Les dejaba creer que estaba enamorado de María, aunque sólo
experimentaba piedad por ella, porque, viendo que me atribuían otro
sentimiento y que éste les era agradable, me libraba bien de desengañarles y
fingía que habían sabido adivinar mis sentimientos. ¡Qué delicada bondad
albergaban aquellos corazones! Citaré un solo ejemplo: parecíales inadmisible
que, amando tanto María a su querido León, ella fuese tan mal vestida y
careciese de calzado. ¡Y figúrense que le proporcionaron zapatos, medias, ropa
blanca y hasta algunos vestidos! Cómo y por qué prodigios de ingenio
lograron procurarse todo aquello, es cosa que no comprendo. El caso fue que
toda la escuela puso manos a la obra. Cuando les interrogaba sobre el
particular, una risa alegre era su única respuesta. Y las niñas batían palmas y
me besaban.
Yo, a veces, iba a ver a María, procurando que nadie lo supiese. Por
entonces enfermó gravemente. Ya sólo podía andar a duras penas. Finalmente
dejó de trabajar en la finca donde servía, pero, con todo, cada mañana llevaba
el ganado a pacer. Sentábase apoyada en una roca perpendicular al suelo y
permanecía casi inmóvil hasta el momento de llevar otra vez las vacas al
establo.
Agotada por la tuberculosis, respirando difícilmente, pasaba el día en un
estado de casi somnolencia, con los ojos cerrados y la cabeza recostada contra
la roca. Tenía el rostro descarnado como un esqueleto y el sudor bañaba su
frente y sus sienes.
Así la encontraba yo siempre. Sólo me detenía con ella un momento,
porque no quería que nos viesen juntos. En cuanto yo aparecía, María
temblaba, abría los ojos y se apresuraba a besarme las manos. Yo se lo permitía sabiendo que aquello constituía una dicha para la joven. Mientras
estábamos juntos, ella no dejaba de temblar y de verter lágrimas. A veces, es
cierto, intentaba hablar, pero era difícil comprender sus palabras. Tan
emocionada y exaltada se volvía, que dijérase loca.
A veces los niños me acompañaban. Por regla general, en aquel caso, se
quedaban a distancia haciendo centinela para que nadie me sorprendiese
hablando con María. Y este papel de vigilantes les agradaba infinitamente.
Cuando nos íbamos, María, al quedar sola, permanecía inmóvil de nuevo,
con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la roca. Acaso soñase en no sé
qué…
Una mañana le fue imposible salir para apacentar el ganado como de
costumbre, y quedó sola, en su casita vacía. Los niños lo supieron muy pronto
y casi todos fueron a visitarla varias veces en el día. Ella estaba en el lecho
desprovista de toda asistencia.
Durante dos días los niños fueron los únicos que la atendieron, relevándose
en el cargo de enfermero. Pero luego, cuando se supo en la aldea que María
estaba moribunda, varias ancianas acudieron a la cabecera de su lecho. Parece
que en el pueblo comenzaban a tener piedad de la joven. Al menos se dejaba a
los niños visitarla y no se la injuriaba como antes.
La enferma había entrado en período comatoso, tenía un sueño agitado y
tosía horriblemente. Las viejas impedían a los niños penetrar en la casa; pero
aun así ellos corrían a la ventana, asomábanse a ella a veces sólo por un
momento y decían: Bonjour, notre bonne Marie.
Cuando ella les veía u oía sus voces, se reanimaba y, sin atender las
advertencias de quienes la asistían, alzábase penosamente sobre el lecho, hacía
un signo de cabeza a sus amiguitos y les daba las gracias. Seguían llevándole
regalos, pero ya no comía nada.
Les aseguro que gracias a los niños murió casi dichosa. Merced a ellos
olvidó su desgracia, y de ellos recibió en cierto modo el perdón, ya que hasta
su último momento se consideró culpable.
Semejantes a ligeros pajarillos, cada mañana batían con el ala su ventana
repitiéndole: Nous t'aimons, Marie. Ella murió muy pronto. Yo esperaba que
viviese más tiempo. La víspera de su muerte, antes de ponerse el Sol, fui a
visitarla.
Pareció reconocerme. Le estreché la mano —¡y qué mano tan descarnada
era aquélla!— por última vez. A la mañana siguiente fueron a decirme que
María había muerto.
Esta vez, sin que nadie pudiera contenerles, los niños entraron en la cabaña, cubrieron de flores el ataúd de la difunta y engalanaron su cabeza con
una guirnalda. Y el Pastor no pronunció ninguna palabra contra la muerta
cuando el cuerpo fue llevado al templo. La asistencia se redujo a unos pocos
curiosos.
Al ir a ser levantado el ataúd, todos los niños disputaban entre sí por
llevarlo al cementerio. Como no eran lo bastante fuertes para hacerlo, no se les
pudo atender. Y entonces, después de ayudar a levantarlo, siguieron el séquito
deshechos en lágrimas.
A partir de ese momento, los niños han cuidado la tumba de María,
plantando rosales en torno y adornándola con flores todos los años.
A partir del entierro se desencadenaron las iras contra mí más que nunca, a
causa de mis relaciones con los escolares. Los principales urdidores de la
intriga fueron el maestro de escuela y el Pastor protestante.
Llegóse a prohibirme que me entrevistase con los niños y Schneider
prometió evitarlo. A pesar de ello nos veíamos y hablábamos desde lejos por
señas. Ellos me enviaban cartitas.
Cuando más adelante cambiaron las cosas, todo resultó admirable, porque
la persecución había contribuido a estrechar mi amistad con los pequeños.
Durante el último año casi me reconcilié con Thibaut y con el Pastor; pero
entre Schneider y yo se provocaban frecuentes discusiones. El me reprochaba
lo que definía de sistema «pernicioso para los niños». ¡Cómo si yo tuviese un
sistema!
Finalmente, la misma víspera de mi marcha el doctor me confió una
extraña opinión que había formado sobre mí.
«He adquirido la absoluta convicción —me dijo— de que usted mismo es
un verdadero niño. Quiero decir un niño en todo el sentido de la palabra. Tiene
usted el rostro y la estatura de un adulto; pero nada más. Respecto al
desarrollo moral, al alma, al carácter, acaso a la inteligencia, usted no es un
hombre maduro, y así quedará aunque viva sesenta años».
Aquello me hizo reír mucho. Indudablemente se engaña. ¿Acaso tengo el
aspecto de un niño? Sin embargo, una cosa hay verdadera y es que no me
agrada tratar con los hombres, con los adultos, con las personas mayores, y —
he hecho tal observación mucho tiempo atrás— no me agrada porque no soy
como ellos.
Díganme lo que me digan, testimónienme la bondad que me testimonien,
me es penoso tratarlos y en cambio me siento a mis anchas cuando puedo
reunirme con mis camaradas. Y éstos han sido siempre los niños, no porque yo
mismo sea un niño, sino porque me siento atraído por la infancia. Al principio de mi residencia en Suiza, cuando errando solo y triste por las
montañas, los veía salir de pronto de la escuela, a mediodía sobre todo, llenos
de entusiasmo, cargados con sus carteras y sus pizarras, jugando, gritando y
riendo, mi alma se sentía inmediatamente atraída hacia ellos. No puedo
explicar esto, pero el caso era que sentía una impresión de extraordinaria
felicidad cada vez que los encontraba. Deteníame y reía, dichoso,
considerando aquellos piececitos, que corrían tan de prisa, aquellos niños y
niñas que salían en tropel, sus risas y sus lágrimas (por que muchos de ellos,
camino de casa desde la escuela, tenían tiempo para pelearse, llorar,
reconciliarse y empezar a jugar de nuevo). Aquel espectáculo hacíame olvidar
mi melancolía. Después, en los tres años siguientes, nunca he podido
comprender cómo y por qué pueden entristecerse los hombres.
Toda mi vida se concentraba en los niños. No contaba con abandonar la
aldea jamás, ni se me ocurría que alguna vez hubiera de volver a Rusia.
Imaginaba que permanecería siempre allí, hasta que al fin me di cuenta de que
Schneider no podría tenerme perpetuamente en las mismas condiciones.
Además sobrevino una circunstancia tan importante, que el mismo doctor me
exhortó a partir. Tengo que examinar el asunto que me trae a Rusia y
aconsejarme con alguien. Acaso mi suerte cambie en absoluto; pero eso es lo
de menos.
Lo principal es que se ha producido ya un gran cambio en mi vida. He
dejado en Suiza muchas cosas, quizá demasiadas. Todo ha desaparecido. En el
tren he venido pensando: «He aquí que vuelvo a vivir entre las gentes
normales. Acaso yo no sepa nada de nada, mas el caso es que una nueva vida
ha comenzado para mí». Y he decidido ser honrado y firme en el
cumplimiento de las tareas que emprenda. Quizá el trato humano me reserve
muchas complicaciones y contrariedades. Pero he tomado la resolución de ser
cortés y atento con todos y no puede pedírseme más. Tal vez aquí, como en
Suiza, me consideren un niño… Me es igual.
Todos me toman también por un idiota. Antaño he estado, en efecto, tan
enfermo, que parecía realmente un idiota. Pero, ¿puedo ser un idiota ahora que
me doy cuenta de que los demás me juzgan así? Pienso en ello y me digo:
«Veo que los demás me toman por un idiota, mas, sin embargo, estoy cuerdo,
y la gente no lo comprende…» Este pensamiento se me ocurre a menudo.
Al recibir en Berlín algunas cartas que me enviaban los niños comprendí
cuánto los quería en realidad. La primera carta que se lee en casos así produce
una impresión dolorosa. ¡Qué tristes estaban los niños viéndome marchar! Se
hallaban preparados para mi partida desde un mes antes, y constantemente
decían: Léon s'en va, Léon s'en va pour toujours! Seguíamos reuniéndonos
todas las tardes junto a la cascada y no hablábamos más que de nuestra
próxima separación. A veces ellos recuperaban su antigua alegría, pero al llegar el momento de volverse a sus casas me abrazaban apretadamente, lo que
no hacían antes.
Cuando fui a tomar el tren todos me acompañaron hasta la estación, que
está situada como a una versta de la aldea. Procuraban dominar su emoción y
su llanto, pero por mucho que se esforzasen en no llorar, todos, en especial las
niñas, tenían lágrimas en la voz. Íbamos con prisa, pero, sin embargo, a veces
el grupo tenía que detenerse, para esperar a alguno que se empeñaba en
echarme los brazos al cuello y besarme. Subí al coche y el tren se puso en
marcha. Al fin todos lanzaron un «¡Hurra!» y permanecieron en el andén hasta
que el convoy se perdió de vista. Yo les miraba también.
Cuando he entrado antes aquí, visto los lindos rostros de ustedes y oído sus
palabras, me he sentido aliviado por primera vez desde que abandoné Suiza.
He llegado a pensar en ese momento que acaso sea yo un hombre
verdaderamente afortunado. Sé que no es frecuente encontrar personas con
quienes se simpatice a primera vista, y he aquí que yo las encuentro a ustedes
nada más que al salir, como quien dice, de la estación.
No ignoro que en general todos nos avergonzamos de hablar a los demás
de nuestros sentimientos, pero yo no me avergüenzo revelándoles los míos.
Soy muy poco sociable y bien puede ser que tarde mucho tiempo en volver por
esta casa. Pero no lo consideren como un desprecio. No lo haré, ni lo anuncio,
porque desprecie la amistad de ustedes; no me consideren tampoco ofendido
por nada.
Me han preguntado antes lo que juzgaba de la expresión de sus rostros y
ahora se lo voy a decir.
Usted, Adelaida Ivanovna, tiene un semblante feliz y el más simpático de
los tres. Además de que es usted muy bella, se piensa en cuanto se la mira:
«Esta mujer tiene aspecto de ser una buena hermana». Trata usted a la gente de
modo natural y atractivo y sabe leer con prontitud en los corazones. Tal es lo
que deduzco de la expresión de su rostro.
En cuanto a usted, Alejandra, Ivanovna, su semblante es encantador pero
acaso se esconda bajo él un secreto pesar. Seguramente su alma es muy
bondadosa; mas usted no se siente alegre. Su fisonomía me recuerda la de la
Madonna de Holbein que se admira en Dresde. Tal es la opinión que he
formado mirando su rostro. A usted corresponde decir si estoy en lo justo.
En lo que a usted respecta, Lisaveta Prokofievna —añadió el príncipe,
volviéndose bruscamente a la generala—, su semblante me induce a creer, o
más bien me prueba que, a pesar de su edad, es usted una verdadera niña, con
todas las cualidades y los defectos que implica la palabra. ¿No se molesta
porque se lo diga? Usted sabe cómo considero a los niños… Y no crean que es por ingenuidad por lo que me explicado tan francamente respecto a la
expresión de sus rostros. No, nada de eso. Acaso tenga un motivo para
expresarme así.
VII
Cuando Michkin dejó de hablar todas las que le oían le miraron
jovialmente, incluso Aglaya; pero la que más satisfecha se mostró fue Lisaveta
Prokofievna.
—¡Ea, ya le hemos examinado! —exclamó—. Vosotras, hijas, os
proponíais protegerle en calidad de pariente pobre, y he aquí que él apenas se
digna aceptar vuestra protección, y aun esto con la advertencia previa de que
os visitará poco a menudo. De modo que hemos quedado burladas, e Ivan
Fedorovich más que nosotras aún. ¡Me alegro mucho! ¡Bravo, príncipe! Se
nos había encargado hacerle un examen… Lo que ha dicho usted de mi cara es
la pura verdad: yo soy una niña y lo sé. Lo sabía antes de que usted lo dijera y
usted ha definido mi pensamiento en una palabra. Creo que su carácter es
absolutamente semejante al mío y que nos parecemos como una gota de agua a
otra, lo que me satisface mucho. La única diferencia consiste en que usted es
hombre y yo mujer; que usted ha estado en Suiza y yo no.
—No te precipites, maman —dijo Aglaya—. El príncipe ha declarado que
tenía sus motivos para hablar con esa franqueza y que no lo hacía por
ingenuidad.
—¡Sí, sí! —apoyaron, riendo, las otras dos jóvenes.
—No riais, hijas. Puede que el príncipe sea más astuto que las tres juntas.
¡Ya veréis como sí! Pero no ha dicho usted nada de Aglaya. Ella espera sus
palabras y yo también.
—No puedo decir nada por ahora. Ya hablaré más adelante.
—¿Por qué? No creo tan difícil estudiarla.
—No, no lo es. Mas Aglaya Ivanovna resulta una beldad tan extraordinaria
que se siente temor de mirarla aunque sólo se trate de intentar conocerla.
—Bien; pero ¿y su carácter? —insistió la generala.
—Juzgar la belleza es difícil. Aún no me siento con fuerzas para hacerlo.
La belleza es un enigma.
—Eso es proponer el enigma a Aglaya —dijo Adelaida—. Anda, Aglaya,
descífralo. ¿Así que le parece guapa, príncipe? —¡Extraordinariamente guapa! —repuso él, considerando con fascinados
ojos a la interesada—. Casi tanto como Nastasia Filipovna, aunque con un
semblante muy diferente.
La generala y sus hijas se miraron profundamente asombradas.
—¿Quieeeén? —preguntó la generala ¿Nastasia Filipovna? ¿De qué
conoce usted a Nastasia Filipovna? ¿A qué Nastasia Filipovna se refiere?
—A una cuyo retrato ha mostrado hace poco Gabriel Ardalionovich, y éste
ha mostrado al general.
—¿Dónde está el retrato? —dijo vivamente la generala—. ¡Quiero verlo!
Si ella se lo ha dado, Gabriel Ardalionovich debe tenerlo aún. Y Gabriel
Ardalionovich está sin duda en el despacho de mi marido. Viene a trabajar
todos los miércoles y nunca se marcha antes de las cuatro. ¡Qué venga en
seguida! Pero no: no siento tanto interés por verle. Haga el favor, querido
príncipe, de ir a pedirle ese retrato y traérnoslo. Dígale que queremos verle.
Háganos este servicio.
—Es simpático, pero demasiado ingenuo —comentó Adelaida cuando
Michkin salió.
—Tan ingenuo —confirmó Alejandra— que casi toca en ridículo,
hablando francamente.
Las dos jóvenes parecían ocultar parte de su pensamiento.
—Hablando de nuestras caras —dijo Aglaya— ha sabido salir muy bien
del apuro. Nos ha adulado a todas, incluso a mamá.
—¡Déjate de indirectas, te lo ruego! —replicó la generala. No es que me
haya adulado; es que yo he encontrado lisonjeras sus palabras.
—¿Crees que ha obrado con malicia? —preguntó Adelaida.
—Creo que dista de ser tan tonto como parece.
—Bueno, basta —dijo con vehemencia la generala—. A mí vosotras me
parecéis más absurdas que él. El príncipe es ingenuo, sí, pero sabe lo que se
dice y es un socarrón, en el sentido más noble de la palabra. Es exactamente lo
mismo que yo.
Michkin, entre tanto, camino del despacho, reflexionaba, sintiendo algún
remordimiento de conciencia.
«He cometido una indiscreción hablando del retrato. Pero acaso haya
convenido…»
Gabriel Ardalionovich, aún en el despacho del general, estaba abstraído
ante sus papelotes. Era evidente que la compañía no le pagaba su sueldo por holgar. Cuando el príncipe le pidió el retrato y le explicó que las señoras
deseaban verlo, se sintió tremendamente desconcertado.
—¿Eh? ¿Y qué necesidad tenía de haber hablado de tal cosa? ¡De una cosa
de la que usted no está enterado para nada! —exclamó, presa de violento
enojo. Y añadió para sí—: ¡Idiota!
—Perdone, lo he mencionado sin darme cuenta en el curso de la
conversación. Sin querer, declaré que Aglaya era casi tan bella como Nastasia
Filipovna.
Gania le pidió que le relatase con exactitud todo lo ocurrido. Michkin lo
hizo y el secretario le miró sarcásticamente.
—Veo que tiene usted a Nastasia Filipovna dentro del cerebro —murmuró.
Y se tomó pensativo. Notándole absorto, Michkin le recordó el retrato.
—Escuche, príncipe —dijo Gania de pronto, como si le acudiese de súbito
una idea a la mente—: tengo que pedirle un inmenso favor. Pero en verdad no
sé si…
Interrumpióse, turbado. En su interior parecía librarse una violenta lucha.
Michkin esperaba en silencio. Gania volvió a mirarle con ojos penetrantes e
inquisitivos.
—Príncipe —continuó—, las señoras en este momento deben de estar
disgustadas conmigo a causa de una circunstancia extraña y absurda de la que
no tengo culpa ciertamente… Es inútil entrar en detalles… El caso, repito, es
que las señoras están, a lo que parece, algo molestas conmigo de algún tiempo
a esta parte y por eso evito en lo posible pasar a sus habitaciones. Y yo tengo
ahora gran necesidad de hablar con Aglaya Ivanovna. Le he escrito unas líneas
—y mostraba un papelito cuidadosamente plegado que tenía entre los dedos—
y no sé cómo hacérselas llegar. ¿Quisiera, príncipe, encargarse de llevárselas a
Aglaya Ivanovna? Mas habría que entregárselas en propia mano y a
escondidas de todos. ¿Comprende? No es un secreto grave ni cosa parecida,
pero… ¿Puede hacerme este favor?
—Confieso que el encargo no me agrada —contestó Michkin.
—¡Oh, príncipe! —suplicó Gania—. ¡Si supiera cuánto interés encierra
esto para mí! Ella acaso contestará y… Créame que se trata de algo urgente,
muy urgente, para que me atreva a pedirle… ¿Por quién enviaría yo esto? ¡Y
es tan importante, tan importante!
Gania, temerosísimo de que el príncipe persistiera en su negativa, le
miraba con expresión de acendrado ruego.
—Bien; lo entregaré. —¿Pero sin que nadie lo note? —insistió Gania, jubiloso—. ¿Cuento con
su palabra de honor príncipe?
—No lo enseñaré a nadie —dijo Michkin—. El pliego no está cerrado,
pero…
Y el secretario se interrumpió, turbado por la inconveniencia que acababa
de deslizar sin querer.
—No lo leeré, no tema —aseguró el príncipe, sin parecer molesto en lo
más mínimo.
Y tomando el retrato salió de la estancia.
Al quedar solo Gania se llevó las manos a la cabeza.
—¡Una palabra de ella —exclamó— y… y acaso rompa con todo!
Y, en la impaciencia de aguardar contestación a su nota, Comenzó a pasear
de un lado a otro del despacho, incapaz de reanudar su tarea.
Entre tanto, Michkin, preocupado, pensaba en el encargo que recibiera. La
misión aceptada le impresionaba desagradablemente y el que Gania escribiera
a Aglaya no le desagradaba menos. Antes de llegar a las dos habitaciones que
precedían al salón, se detuvo de pronto como si acabase de surgir alguna idea
en su mente y luego, lanzando una mirada en torno, se acercó a la ventana y
comenzó a examinar el retrato de Nastasia Filipovna.
Dijérase que quisiera descifrar el no se sabía qué de misterioso que antes le
afectara tanto al mirar la faz de aquella mujer. Su impresión entonces había
sido muy viva y ahora quería someterla a nueva prueba. Contemplando otra
vez aquel rostro, que tenía de notable, no sólo su belleza, sino algo más,
imposible de definir, el príncipe tornó a recibir una sensación muy fuerte, más
fuerte todavía que la primera. El orgullo y el desprecio, por no decir el odio, se
acusaban en aquel semblante femenino con intensidad extraordinaria: pero a la
vez se desprendía de él una sorprendente expresión de ingenuidad y confianza,
contraste que producía un sentimiento casi compasivo. La deslumbrante
hermosura de Nastasia Filipovna tenía un carácter extraño: el rostro era pálido,
las mejillas poco menos que hundidas, los ojos ardorosos. ¡Extraña belleza
aquélla! El príncipe examinó fijamente el retrato por un momento y luego,
después de asegurarse de que nadie le observaba, aproximó a sus labios el
rostro de la joven y lo besó con precipitación. Cuando un minuto después
entró en el saloncito, su rostro estaba tranquilo en absoluto.
Pero al ir a entrar en el comedor, que estaba separado del salón por otra
estancia, casi tropezó con Aglaya, que salía, sola.
—Gabriel Ardalionovich me ha rogado que le entregue esta nota —dijo
Michkin, presentándosela. Aglaya se detuvo, tomó el papel y miró de un modo extraño al príncipe. En
la fisonomía de la joven no se delataba la menor confusión. Su extrañeza
parecía limitada al curioso papel que Michkin desempeñaba en aquel encargo.
La mirada altiva y serena de Aglaya parecía preguntar al príncipe por qué
motivo se encontraba mezclado en aquel asunto con Gabriel Ardalionovich.
Durante un par de segundos ambos permanecieron mirándose, en pie uno
frente al otro.
Al fin, una expresión un tanto burlona se pintó en el rostro de Aglaya.
Sonriendo levemente, la joven se retiró.
La generala miró en silencio por unos instantes el retrato de Nastasia
Filipovna, afectando mantenerlo a mucha distancia de los ojos y con aire
levemente desdeñoso.
—Sí, es bella e incluso muy bella —declaró al fin—. La he visto dos
veces, pero de lejos. ¿Así que le gusta esa clase de belleza? —preguntó
bruscamente a Michkin.
—Sí, me gusta —repuso él, no sin cierto esfuerzo.
—Pero ¿esta clase de belleza precisamente?
—Ésta precisamente.
—¿Por qué?
—Porque en ese rostro… hay una expresión de intenso sufrimiento —
articuló casi involuntariamente el príncipe, más bien hablando consigo mismo
que a su interlocutora.
—Creo que no sabe usted lo que dice —declaró la generala.
Y con altanero ademán arrojó el retrato sobre la mesa.
—¡Oh, cuánta energía! —exclamó Adelaida, que, por encima del hombro
de su hermana, contemplaba el retrato con vivo interés.
—¿A qué energía te refieres? —preguntó ásperamente su madre.
—A la de esta belleza —dijo Adelaida, con calor—. Una belleza así es una
verdadera fuerza que puede revolucionar el mundo.
Y tornó, pensativa, a su caballete. Aglaya, después de dirigir una rápida
mirada al retrato, guiñó los ojos, adelantó el labio inferior y, sentándose en un
diván aparte de los demás, como ausente, cruzó las manos sobre la falda.
La generala tocó la campanilla.
—Diga a Gabriel Ardalionovich que venga. Está en el despacho —ordenó
al sirviente. —¡Maman…! —exclamó Alejandra, con tono significativo.
La generala, cuyo mal humor era notorio, no hizo caso alguno de la
insinuación de su hija.
—¡Basta! —contestó, perentoria—. Quiero decirle dos palabras. ¿Sabe,
príncipe? En esta casa no hay más que secretos. ¡Siempre secretos! Toda la
vida lo mismo: dijérase que el secreto es aquí una especie de protocolo. ¡Qué
necedad! ¡Y esto en un asunto que exige más que ninguno claridad, honradez
y franqueza! Se trata de arreglar unos casamientos… que no me satisfacen en
lo más mínimo…
Alejandra volvió a intentar hacer que callase.
—¿Por qué dices eso, maman?
—Vamos, querida… ¿Acaso te agradan a ti? ¿Importa algo que el príncipe
nos oiga? ¿No somos amigos? Yo, al menos, soy su amiga. Dios ama a los
hombres, sí, pero a los buenos, no a los malvados ni tornadizos. Menos que a
ninguno a los tornadizos, que hoy deciden una cosa y mañana otra.
¿Comprendes, Alejandra Ivanovna? Mis hijas, príncipe, aseguran que soy una
original; pero yo contesto que hay que saber apreciar y distinguir a las gentes.
Lo que importa en una persona es su corazón y lo demás no significa nada.
También la sensatez es precisa, claro… Y hasta puede que sea lo más
esencial… No sonrías, Aglaya: mis palabras no se contradicen. Una tonta con
corazón y sin sentido común es tan desgraciada como la que tiene sentido
común y no corazón. Esta verdad es muy antigua. Yo soy una tonta con
corazón y sin inteligencia; tú una tonta con inteligencia y sin corazón. Así, las
dos somos igualmente desgraciadas y tanto sufrimos una como otra.
—¿Y qué es lo que te hace tan desgraciada, maman? —preguntó Adelaida.
Parecía ser la única entre todos que conservaba el buen humor.
—En primer término me hacen desgraciada mis sabias hijas —respondió la
generala—. Y como con eso basta, sobra extenderse sobre lo demás. Ya se ha
hablado bastante. Veremos cómo vosotras (no hablo ya de Aglaya) salís del
asunto con toda vuestra facundia y vuestra inteligencia. Ya veremos si tú,
admirable Alejandra Ivanovna, serás feliz con tu noble adorador… ¡Ah! —
añadió, viendo entrar a Gania—. ¡Otro que se dispone al matrimonio! Buenos
días —dijo en respuesta a la inclinación del joven y sin invitarle a sentarse—.
¿Así que se prepara usted a la boda?
—¿A la boda? ¿Qué boda? —balbució Gania, atónito, perdiendo toda su
presencia de ánimo.
—Quiero decir si va usted a casarse, si es que prefiere esa expresión.
—No… no… Yo…, no —tartamudeó Gabriel Ardalionovich, rojo devergüenza.
Lanzó una mirada a Aglaya, sentada aparte, y luego se apresuró a separar
la vista. Aglaya le contemplaba fríamente, observando la confusión de Gania.
—¿No? ¿Ha dicho usted que no? —prosiguió la implacable generala—.
Conste que recordaré que hoy por la mañana, usted, contestando a mi
pregunta, me ha dicho: «No». ¿Qué día es hoy? ¿Miércoles?
—Creo que sí, maman —contestó Adelaida.
—¡Nunca se acuerdan de los días! ¿Y qué fecha del mes?
—Veintisiete —repuso Gania.
—¿Veintisiete? Bueno es saberlo. Adiós. Creo que tiene usted muchas
ocupaciones y además es hora de que yo me vista para salir. Tome su retrato.
¡Y salude de mi parte a la desgraciada Nina Alejandrovna! ¡Hasta la vista,
querido príncipe! Ven siempre que puedas. Yo iré adrede a ver a la vieja
Bielokonsky para hablarle de ti. Y oye esto querido: creo que Dios te ha hecho
venir desde Suiza a San Petersburgo para mi bien. Quizá te traigan también
otros asuntos, pero Dios te envía sobre todo por mí. Sin duda eso entraba
precisamente en sus designios. Hasta la vista, queridas. Acompáñame,
Alejandra.
La generala salió. Gania, abrumado, irritado, confuso, cogió el retrato de
sobre la mesa y se dirigió a Michkin tratando de sonreír.
—Me voy a casa, príncipe. Si no ha cambiado usted de intenciones y se
propone instalarse con nosotros, yo le llevaré, puesto que no conoce usted
nuestra dirección.
—Espere, príncipe —dijo Aglaya, levantándose de pronto—. Quiero que
escriba alguna cosa en mi álbum. Papá dice que es usted un gran calígrafo…
Voy a buscarlo…
Y desapareció.
—Hasta la vista, príncipe; yo me voy también —se despidió Adelaida.
Estrechó cordialmente la mano de Michkin, le sonrió con afabilidad y se
fue sin mirar siquiera a Gania. Éste, que no esperaba más que la salida de las
mujeres para dar libre curso a su irritación, se lanzó hacia el príncipe y, con los
ojos centelleantes y el rostro inflamado por la ira, le interpeló con violencia, si
bien en voz baja:
—¡Ha sido usted, usted quien les ha hablado de mi matrimonio! —profirió,
rechinando los dientes—. ¡Es usted un descarado charlatán!
—Le aseguro que se engaña —repuso Michkin con tranquila cortesía—. Ni siquiera sabía que iba usted a casarse.
—¡Ha oído usted antes decir a Ivan Fedorovich que todo se resolvería esta
noche y lo ha repetido aquí! ¡Así que miente usted! ¿Cómo iban a saberlo ellas
si no? ¡El diablo me lleve si hay otro que pudiera habérselo contado! ¿Acaso
no me ha dirigido la vieja alusiones suficientemente claras?
—Si cree usted hallar alusiones en las palabras de la generala, mejor podrá
saber a través de quién tiene informes. Yo no le he dicho una sola palabra.
—¿Ha entregado usted mi nota? ¿Y la contestación? —preguntó Gania,
ardiendo de impaciencia.
En aquel momento entró Aglaya y Michkin no tuvo tiempo de responder.
—Tenga, príncipe —dijo la joven, poniendo el álbum sobre una mesita—;
escoja la página que desee y escriba algo en ella. Tome una pluma. ¡Y nueva
además! ¿No le importa que sea de acero? He oído decir que a los calígrafos
no les gusta usarlas…
Aglaya hablaba con el príncipe sin parecer notar la presencia de Gania.
Mientras Michkin se preparaba a escribir, el secretario se acercó a la joven,
que permanecía en pie junto a la chimenea, a la izquierda del príncipe, y con
temblorosa y entrecortada voz la dijo casi al oído:
—Una palabra, una sola palabra, y me salvo…
Michkin se volvió rápidamente y miró a los dos. En el rostro de Gania se
pintó una verdadera desesperación. Era notorio que había hablado de aquel
modo sin reflexionar, casi sin saber lo que decía. Aglaya le miró durante unos
segundos con el secreto asombro que el príncipe notara poco antes en ella
cuando la había encontrado en el comedor. Era indudable que en aquel
momento el más violento desprecio hubiese herido menos a Gania que el aire
fríamente sorprendido de aquella mujer que parecía no comprender su ruego.
—¿Qué quiere que escriba? —preguntó Michkin a Aglaya.
—Voy a dictarle —repuso la joven, volviéndose a él—. Ponga esto: «No
acepto esa clase de tratos». Y debajo la fecha. ¿A ver?
El príncipe le ofreció el álbum.
—¡Perfecto! ¡Admirablemente escrito! ¡Tiene usted una letra soberbia!
Muchas gracias, príncipe, y hasta la vista… Espere —añadió, como
recordando algo—. Venga: quiero darle un recuerdo.
Michkin la siguió. Aglaya se detuvo en el comedor.
—Lea esto —dijo, tendiéndole la nota de Gania. El príncipe, cogiendo el
papel, miró a la joven con indecisión. —Estoy segura de que no lo ha leído y que usted no puede ser el
confidente de ese hombre. Léalo, quiero que lo lea…
La nota, apresuradamente escrita, rezaba así:
Hoy se decide mi suerte, usted sabe cómo. Hoy tengo que dar una palabra
irrevocable. No poseo derecho alguno a su interés, no me atrevo a albergar
esperanza alguna; pero en cierta ocasión usted pronunció una palabra, una sola
palabra, que desde entonces ha iluminado la noche de mi existencia, y sido un
faro para mí. Dígame ahora una palabra semejante y me salvará usted de la
ruina. Diga sólo: «Rómpalo todo» y lo romperé todo hoy mismo. ¿Qué trabajo
le cuesta decirlo? Al solicitar esas palabras sólo imploro de usted una muestra
de interés y compasión y nada más, nada… No oso concebir esperanza alguna,
porque reconozco que soy indigno de ello. Pero si usted pronuncia esa frase yo
aceptaré la pobreza de nuevo y soportaré con alegría mi situación —¡tan sin
esperanza!— en el mundo, afrontando la lucha que me aguarda con
satisfacción y renovado esfuerzo.
Envíeme esa frase de piedad (sólo de piedad; se lo juro). No se enoje
contra un desesperado, contra un hombre que se ahoga y hace el postrer
intento para salvarse de la perdición.
G. A. I.
Cuando el príncipe concluyó la lectura, Aglaya dijo secamente:
—Ese hombre me asegura que la expresión «rómpalo todo» no me
comprometería, no me obligaría a nada, y él mismo da con esa nota la garantía
escrita de lo que ofrece. Repare en su cándido e intenso deseo de subrayar
ciertas palabras y con qué brutal claridad evidencia sus pensamientos ocultos.
Él sabe, aparte esto, que si lo rompiese en efecto todo, pero por sí mismo, sin
esperar una palabra mía, sin incluso hablarme de ello, en fin, sin fundar en mí
ninguna esperanza; él sabe, repito, que en ese caso mis sentimientos respecto a
él cambiarían y hasta tal vez consintiese en ser amiga suya. Él lo sabe
positivamente. Pero su alma es vil. Y por eso, aun no ignorando lo que digo,
no se decide a obrar, exige garantías previas, no se resuelve a actuar con fe. A
cambio de renunciar a cien mil rublos, quiere que yo le autorice a esperar mi
mano. En cuanto a la palabra de antaño a que se refiere, y que según dice ha
iluminado su vida, al mencionarla comete una desvergonzada mentira. En
cierta ocasión me limité a testimoniarle piedad. Pero como es un insolente
desvergonzado ha fundado sobre mi piedad sus esperanzas. Lo comprendí en
seguida. Desde entonces no ha cesado de tenderme lazos, como ahora. Tome
su nota y devuélvasela cuando salga con él. No aquí, por supuesto.
—¿Y qué le contesto de parte suya?
—Nada. Es la mejor contestación. ¿Va usted a vivir en su casa? —Ivan Fedorovich me ha comprometido a hacerlo —dijo el príncipe.
—Pues guárdese de ese hombre. No le perdonará el devolverle su nota.
Aglaya estrechó ligeramente la mano del príncipe y se fue. Su rostro
aparecía grave y ceñudo. Ni siquiera sonrió al inclinarse ante Michkin.
—Soy con usted. Permítame antes recoger mi paquete —dijo el príncipe a
Gania.
Éste golpeó el suelo con el pie. Estaba impaciente, congestionado de ira.
Al fin los dos jóvenes salieron de la casa. Michkin llevaba en la mano su
modesto equipaje.
—¡La respuesta, la respuesta! —exclamó violentamente Gania—. ¿Qué le
ha dicho Aglaya? ¿Le entregó usted mi nota?
El príncipe, en silencio, le devolvió el papel. Gania quedó estupefacto.
—¡Cómo! ¡Si es mi nota! —exclamó—. ¡No la ha entregado! ¡Ya debí yo
haberlo supuesto! ¡Oooh, maldición! ¡Claro: no es extraño que ella no me
comprendiera hace un momento! Pero, ¿cómo ha podido usted, cómo ha
podido usted no entregarla? ¡Oooh, maldi…!
—Perdóneme. No es lo que usted piensa. Tuve ocasión de entregar la nota
un momento después de dármela usted y la di tal como me lo había rogado. Si
ahora se encontraba en mis manos se debía a que Aglaya Ivanovna acababa de
dámela para que se la devolviera.
—¿Cuándo se la dio? ¿Cuándo?
—Al terminar de escribir en su álbum me pidió que la acompañase. ¿No lo
oyó usted? Pasamos al comedor, me ofreció el escrito, me lo hizo leer y me
ordenó devolvérselo a usted.
—¿Qué se lo ha hecho leer? —gritó Gania—. ¡Qué se lo ha hecho leer! ¿Y
lo ha leído?
En su estupefacción permanecía como clavado en el suelo, abierta la boca
en medio de la acera.
—Sí, lo he leído hace un momento.
—¿Y ella misma se lo ha dado a leer? ¿Ella misma? —Ella misma. Tenga
la seguridad de que no siendo así no me habría permitido semejante cosa.
Gania calló por un minuto, haciendo penosos esfuerzos para ordenar sus
ideas; pero al fin exclamó de pronto:
—¡Es imposible! ¡Ella no puede habérselo hecho leer! ¡Miente usted! ¡Lo
ha leído por propia iniciativa! —Digo la verdad —repuso el príncipe, sin perder la calma—. Y crea que
lamento el disgusto que esto le produce.
—Pero, desgraciado, ¡al menos le habrá dicho alguna cosa más! ¿No le ha
dado otra contestación?
—Sí.
—¡Pues dígala, demonio! ¡Hable!
Y Gania golpeó el suelo con el pie dos veces seguidas.
—Cuando hube leído su nota, Aglaya Ivanovna me dijo que usted le tendía
un lazo, que su intención era comprometerla, y que antes de renunciar a cien
mil rublos usted quería que ella le compensase de ese sacrificio permitiéndole
esperar su mano. Añadió que si usted lo hubiera hecho sin querer entrar en
tratos sobre su sacrificio, si lo hubiese roto todo sin pedir garantías previas,
ella quizá habría accedido a ser amiga suya. Creo que esto es todo. ¡Ah, no:
una cosa más! Cuando le pregunté, después de coger la nota, si debía dar a
usted alguna respuesta, me dijo que el silencio sería la mejor contestación.
Creo que se ha expresado así. Dispense si no recuerdo las palabras con
exactitud; pero desde luego le reproduzco el sentido, tal como he creído
entenderlo.
Una cólera infinita se adueñó de Gania haciéndole perder todo dominio de
sí mismo.
—¡Con que eso es! —vociferó, rechinando los dientes—. ¡Conque así se
tiran mis cartas por la ventana! ¡Con que se niega a esos tratos! ¡Conque le
proponía cotizar mi sacrificio! ¡Pero ya lo veremos! Todavía quedan teclas que
tocar. ¡Ya veremos! ¡Yo seré quien diga al fin la última palabra!
Su rostro estaba pálido y convulso, sus labios blanqueaban de espuma, su
puño se agitaba, amenazador en el aire. Los dos jóvenes caminaron así, uno al
lado del otro, durante varios minutos. Sin inquietarse ni un ápice por la
presencia del príncipe, con el que no contaba para nada, Gania daba curso a su
exasperación tan libremente como si hubiese estado a solas en su habitación.
Pero de improviso una idea acudió a su mente.
—¿Cómo puede ser —preguntó a Michkin con brusquedad— que Aglaya
le testimoniara de pronto semejante confianza…? ¡A usted, a quien sólo
conoce hace dos horas! —Y añadió aparte—: Y que es un idiota, además… —
Luego insistió—: ¿Cómo es posible?
Para que su desgracia fuese completa, sólo le faltaba a Gania estar celoso,
y he aquí que ahora los celos le punzaban el corazón.
—No puedo decírselo —respondió el príncipe—. No lo sé. Gania le miró con rencor.
—¿Así que le ha conducido al comedor para otorgarle su confianza? Al
rogarle que la siguiera, ¿no le dijo que quería darle algo?
—Eso fue lo que me pareció entender.
—Pero, ¡el diablo me lleve!, ¿por qué? ¿Qué hizo usted allí? ¿Cómo puede
haberle agradado y tan pronto? Escuche —prosiguió Gania, que no lograba
coordinar sus pensamientos a causa de la terrible confusión de su mente—:
¿No puede usted recordar de lo que han hablado durante su visita? ¿Ha notado
algo de particular? ¿No recuerda nada?
—Me acuerdo muy bien de todo —dijo Michkin—. Al principio de entrar
y de ser presentado a las señoras empezamos a hablar de Suiza.
—Siga… ¡Al diablo con Suiza!
—Después, de la pena de muerte…
—¿De la pena de muerte?
—Sí: de una cosa a otra la conversación recayó sobre ese tema. Luego les
hablé de mi vida en Suiza durante tres años y les relaté la historia de una pobre
aldeana…
—Siga, siga. ¡Al diablo con la pobre aldeana! ¿Qué más? —exclamó
Gania, impaciente.
—A continuación les expliqué la opinión del doctor Schneider sobre mi
carácter y cómo me instó vivamente a…
—¡Qué ahorquen a Schneider y sus opiniones sobre usted! ¿Qué más?
—Más tarde el curso de la conversación nos llevó a hablar de la expresión
de los semblantes, e hice observar que Aglaya Ivanovna era casi tan bella
como Nastasia Filipovna… Entonces fue cuando tuve esa malhadada
ocurrencia sobre el retrato…
—Pero, ¿no contaría usted lo que nos oyó hablar antes en el despacho?
¿No, no?
—Le repito que no.
—Pero, entonces, ¿cómo demonio…? ¿Enseñó Aglaya la nota a la vieja?
—Puedo asegurarle formalmente que no. He estado allí todo el tiempo, y si
ella hubiera mostrado la carta a su madre, yo habría reparado en ello.
—Quizá no… ¡Oh, maldito idiota! —exclamó Gania, fuera de sí—. ¡Ni
siquiera sabe contar las cosas bien! Envalentonado por la paciencia de su interlocutor, como les suele suceder a
ciertas personas, Gania se entregaba cada vez más a la violencia de su carácter.
Tan furioso estaba que, de soportar Michkin nuevas ofensas, quizá su
compañero hubiese concluido golpeándole. El furor le cegaba. De no ser así
habría notado ya hacía tiempo que aquel a quien llamaba «un idiota» sabía a
veces comprender las cosas con tanta prontitud como sagacidad y relacionarlas
entre sí de modo satisfactorio. Por eso lo que sucedió entonces fue inesperado
para Gania.
—Debo hacerle observar, Gabriel Ardalionovich —dijo de pronto el
príncipe—, que si antaño, en efecto, mi enfermedad me condujo a una especie
de idiotismo, hace tiempo que estoy curado y en consecuencia hoy me es algo
desagradable oírme tratar abiertamente de idiota. Sin duda eso es perdonable
en consideración al disgusto que en este momento padece usted; pero el caso
es que, en su exaltación, me ha injuriado usted dos veces. Ello me molesta,
especialmente cuando apenas nos conocemos, como es nuestro caso. De
manera que, como ahora llegamos a una bocacalle, lo mejor es que nos
separemos. Usted puede torcer a la derecha para seguir su camino y yo tomaré
por la izquierda. Tengo veinticinco rublos y no me será difícil encontrar
habitación en una casa de huéspedes.
Gania había creído hasta entonces entendérselas con un imbécil. Por ello
su confusión fue mucho mayor. Reconociendo su error se ruborizó de
vergüenza y su tono insolente dejó el puesto a una excesiva amabilidad.
—Perdóneme, príncipe —dijo con voz suplicante—. ¡Perdóneme, por
amor de Dios! ¡Ya ve usted lo desgraciado que soy! Usted no sabe apenas
nada, pero de estar informado de todo comprendería mi situación y tendría, sin
duda, alguna indulgencia para conmigo, aunque no la merezca…
—No son necesarias tantas excusas —se apresuró a interrumpir Michkin
—. Comprendo que está usted muy contrariado y me explico por ello sus
palabras hirientes. Ea, vamos a su casa. Le acompañaré con mucho gusto.
«Era imposible dejarle marcharse así —pensaba Gania mientras
caminando, contemplaba a Michkin con enojados ojos—. ¡El muy socarrón
me ha hecho soltarlo todo y luego se ha quitado la careta! Es una circunstancia
que no debo olvidar. Ya veremos… Todo va a decidirse, todo… ¡Y hoy
mismo!».
En aquel momento llegaban a su casa.
VIII
Una escalera amplia, clara y limpia conducía a la morada de Gania, situada
en el tercer piso y que comprendía seis o siete piezas, entre pequeñas y
grandes. El piso, sin tener nada de extraordinario, parecía superar las
posibilidades de un funcionario cualquiera, aun admitiéndole un ingreso de
dos mil rublos al año. Pero Gania y su familia sólo llevaban allí dos meses y lo
habían alquilado con miras a tomar huéspedes a pensión.
Este acuerdo fue adoptado con gran disgusto de Gania, quien hubo, no
obstante, de ceder a las instancias de su madre y hermana, deseosas de
aumentar a toda costa los ingresos familiares y de ser útiles también. Gania
consideraba denigrante aceptar huéspedes, porque creía que ello le
avergonzaba ante la sociedad en que estaba hecho a brillar como un joven a
quien se le abría un espléndido porvenir. Tales concesiones a lo inevitable y
las demás ingratas condiciones de su existencia causábanle heridas morales
cada vez más profundas. Durante cierto tiempo, después de acceder mostróse
extremada y desmesuradamente irritable sobre cualquier nadería. De todos
modos, sólo aceptó a título provisional y transitorio, ya que estaba resuelto a
modificar la situación en un inmediato futuro. Pero este cambio total, este
camino de escape que se hallaba resuelto a seguir, ofrecía una dificultad, una
formidable dificultad cuya solución amenazaba ser más difícil y complicada
que todas las precedentes.
Un pasillo que comenzaba en el recibidor dividía en dos zonas del
departamento. A un lado estaban las tres habitaciones destinadas a huéspedes
«especialmente recomendados». Además, en el mismo lado, había al final del
corredor, junto a la cocina, una cuarta pieza, más pequeña que las restantes, en
la que se alojaba el general Ivolguin, es decir, el cabeza de familia, quien
dormía allí sobre un amplio diván y estaba obligado a entrar y salir por la
cocina, usando para ir a la calle la escalera de servicio. El mismo cuarto servía
de estancia a Kolia, hermano menor de Gania y colegial de trece años a la
sazón, quien allí hacía sus trabajos escolares y allí dormía sobre un diván
pequeño y estrecho, entre rasgadas sábanas. Además, el muchacho tenía la
misión de esperar a su padre y de vigilarle, lo que se iba haciendo más
necesario cada vez.
A Michkin le dieron el cuarto central de los tres de huéspedes. El primero
de todos a la derecha de la puerta del príncipe, lo ocupaba Ferdychenko y el
tercero estaba desalquilado aún. Al entrar, Gania introdujo a Michkin en la
parte del piso que la familia se había reservado. Aquella zona se componía de
tres aposentos: un comedor; un salón que sólo era salón por la mañana,
transformándose, entrando el día, en despacho y dormitorio de Gania; y un
tercer cuarto, muy pequeño y siempre cerrado, donde dormían las dos mujeres.
En resumen, todos se hallaban muy apretados en el piso. Gania se limitaba a
rechinar los dientes en silencio. Aunque era y deseaba ser respetuoso con su madre, se notaba desde el primer momento que se consideraba el gran déspota
de la familia.
Nina Alejandrovna no estaba sola en el salón, sino con su hija. Ambas
mujeres hacían calcetas mientras hablaban con un visitante: Iván Petrovich
Ptitzin.
Nina Alejandrovna representaba unos cincuenta años. Tenía la faz delgada
y consumida, con profundas y obscuras ojeras. Aunque melancólica y de
aspecto enfermizo, su fisonomía y mirada resultaban agradables. En cuanto se
la oía hablar comprendíase que era mujer de genuina dignidad y que poseía
firmeza e incluso resolución. Vestía muy modestamente, como una vieja, un
traje de color oscuro de antigua hechura; pero su apariencia, su conversación,
el conjunto de sus modales denotaban que había frecuentado la mejor
sociedad.
Bárbara Ardalionovna, muchacha de veintitrés años, bastante delgada y de
mediana estatura, poseía uno de esos semblantes que, sin ser hermosos, tienen,
sin embargo, el don de atraer y aun de fascinar casi tanto como la propia
belleza. Era muy parecida a su madre, incluso en el atavío, ya que no
albergaba pretensiones de elegancia. Sus ojos pardos, aunque a veces muy
alegres y muy afables, de ordinario aparecían serios y pensativos. Sobre todo
desde poco tiempo a aquella parte la mirada de la joven delataba una intensa
preocupación. En su rostro leíanse energía y firmeza como en el de su madre,
pero la hija delataba un carácter aún más vigoroso y decidido. Bárbara
Ardalionovna tenía el genio vivo y hasta su propio hermano la temía. También
el visitante que se hallaba a la sazón en la sala, Iván Petrovich Ptitzin, la temía
un poco. Ptitzin era un joven de treinta años escasos, vestido con elegante
sencillez y de modales agradables, aunque un poco solemnes. Usaba barba
castaña, lo cual indicaba que no servía en los departamentos ministeriales.
Sabía hablar bien y con inteligencia, pero en general solía permanecer
silencioso. En conjunto producía una impresión favorable. Era obvio que
Bárbara Ardalionovna le atraía y no se esforzaba en disimularlo. Por su parte
la joven le trataba como a un amigo, si bien prescindiendo de contestar a
ciertas insinuaciones. No obstante, Ptitzin no se había desanimado. Nina
Alejandrovna le acogía con mucha amabilidad y desde hacía tiempo le
testimoniaba gran confianza. Todos sabían que Ptitzin había logrado amasar
una fortuna prestando dinero a elevado interés sobre garantías más o menos
sólidas. Era muy buen amigo de Gania.
Éste saludó secamente a su madre, sin decir palabra a su hermana, y tras
presentar a Michkin y dar explícitos detalles sobre él, salió en seguida del
salón con Ptitzin. Nina Alejandrovna recibió al príncipe con afabilidad y
viendo que Kolia entreabría la puerta le ordenó que llevase a su estancia al
nuevo huésped. Kolia era un mozo de rostro sonriente y bastante atractivo y de modales francos e ingenuos.
—¿Dónde está su equipaje? —preguntó, introduciendo a Michkin en la
habitación.
—Traigo un paquetito que he dejado en el pasillo.
—Voy a buscarlo. No tenemos más servidumbre que la cocinera y
Matrena, de modo que yo me ocupo también en el servicio. Varia nos vigila a
todos y está rezongando siempre. ¿Ha llegado usted de Suiza hoy? Lo he oído
decir a Gania.
—Sí.
—¿Y es bonito ese país?
—Mucho.
—¿Montañoso?
—Sí.
—Bien. Ahora mismo le traigo sus paquetes. Bárbara Ardalionovna entró
en aquel momento. —Matrena va a poner en su cama las ropas necesarias.
¿Trae usted maleta?
—No. Sólo un paquetito. Su hermano ha ido a buscarlo. Lo dejé en el
recibidor.
—No hay equipaje alguno, aparte ese paquete —dijo Kolia, tornando—.
¿Dónde ha puesto usted sus equipajes?
—No tengo más que eso —dijo Michkin, cogiendo su paquetito.
—¡Ah! Ya estaba yo temiendo que Ferdychenko se los hubiera llevado.
—No digas necedades —ordenó, Varia con sequedad. Incluso para hablar
al nuevo huésped, la joven empleaba un acento seco y no muy cortés.
—Podías tratarme más amablemente, chére Babette. Yo no soy Ptitzin,
¿oyes?
—Eres tan tonto, Kolia, que aún necesitarías de vez en cuando unos
buenos azotes. Usted, príncipe, diríjase a Matrena para cuanto desee. La
comida es a las cuatro y media. Puede usted comer con nosotros o hacerse
servir en su habitación. A su gusto. Vamos, Kolia; no molestes más.
—Voy, voy… ¡Qué genio!
Al retirarse se cruzaron con Gania.
—¿Está papá en casa? —preguntó a Kolia.
El muchacho respondió afirmativamente y su hermano le habló unaspalabras al oído.
Kolia asintió con la cabeza y siguió a Varia. Gania habló:
—Dos palabras, príncipe… Con todo este… asunto, había olvidado pedirle
una cosa. Y es que, si ello no le resulta muy desagradable, se abstenga de
hablar aquí de lo sucedido entre Aglaya y yo, y procure no mencionar allá lo
que vea aquí, porque, ¡maldita sea!, verá sin duda cosas harto enfadosas… Al
menos le ruego que calle por hoy.
—Le aseguro que he hablado mucho menos de lo que usted piensa —dijo
Michkin, algo resentido por los reproches de Gania.
Las relaciones entre ambos, lejos de mejorar, tomaban cada vez peor cariz.
—Sí; pero el caso es que ya he tenido bastantes contratiempos hoy a causa
de usted. Lo que le digo ahora es un ruego que le dirijo.
—Permítame indicarle, Gabriel Ardalionovich, que antes yo no me había
comprometido a guardar silencio sobre nada. ¿Por qué no había, pues, de
mencionar el retrato? Usted no me pidió que guardase reserva sobre él.
—¡Qué cuarto tan horrible! —exclamó Gania, mirando en torno—. ¡Sin
luz apenas y con las ventanas a un patio! Verdaderamente, viene usted con
inoportunidad en todos los sentidos… En fin: esto no es cosa mía. No soy yo
quien me ocupo en instalar a los huéspedes.
Ptitzin llegó y llamó a Gania. Éste abandonó en seguida a Michkin. Había
querido, sin duda, decirle algo más, pero una especie de vergüenza le retuvo y
por ello se desahogó en imprecaciones contra la alcoba.
Apenas acababa Michkin de lavarse y arreglarse un poco, se abrió la puerta
y dio paso a un nuevo personaje. Era éste un hombre de unos treinta años, alto
y corpulento, con el cabello rojo y rizado. Tenía el rostro purpúreo y carnoso,
nariz grande y chata y unos ojos pequeños y burlones que, perdidos en la
gordura de aquel semblante, parecían estar haciendo guiños constantemente.
Presentaba, en suma, una fisonomía descarada y vestía bastante mal.
El recién llegado comenzó entreabriendo la puerta e introduciendo la
cabeza por la abertura. Luego, alargando el cuello, miró la estancia durante
cinco segundos. Después la puerta se abrió lentamente del todo y el visitante
apareció en pie en el umbral. Pero no entró en el acto, sino que continuó por
unos instantes mirando a Michkin y guiñando los ojos. Al fin cerró la puerta
tras sí, se acercó, tomó asiento y, cogiendo con fuerza el brazo del príncipe, le
forzó a instalarse en el diván.
—Soy Ferdychenko —dijo mirando a Michkin atenta e inquisitivamente.
—¿Y qué? —repuso el interpelado, casi a punto de reír. —Un huésped —continuó Ferdychenko mirándole como antes.
—¿Y desea usted conocerme?
—¡Pst! Sí —dijo el recién llegado, suspirando y pasándose la mano por el
cabello, con lo que lo desordenó. Y tras examinar un rato el rincón opuesto del
dormitorio, dirigió otra vez la vista al príncipe y añadió—: ¿Tiene usted
dinero?
—Algo…
—¿Cuánto?
—Veinticinco rublos.
—Enséñemelos.
El príncipe sacó del bolsillo de su chaleco el billete de veinticinco rublos y
lo exhibió a Ferdychenko. Éste lo tomó, desplególo, lo contempló por ambos
lados y luego lo miró al trasluz.
Es extraño —dijo con aire pensativo—. Siempre me he preguntado por qué
estos billetes se oscurecerán tanto. Hay billetes de veinticinco rublos que se
oscurecen, mientras otros pierden el color. Tome.
Michkin recuperó su billete y Ferdychenko se levantó.
—He venido, en primer lugar, para advertirle que no me preste dinero, ya
que yo no dejaré de pedírselo.
—Muy bien.
—¿Piensa usted pagar su hospedaje?
—Sí.
—Yo no. Gracias. Mi puerta es la primera a la derecha. ¿La ha visto?
Procure no ir a mi habitación con mucha frecuencia. Ya procuraré yo, en
cambio, venir a la suya; no se preocupe… ¿Ha visto usted ya al general?
—No.
—¿Ni le ha oído?
—Tampoco.
—Ya le verá y oirá. ¡Con decirle que hasta a mí me pide dinero prestado!
Avis au lecteur… Adiós. Y diga: ¿cree usted que es posible andar por el
mundo llamándose Ferdychenko?
—¿Por qué no?
—Adiós. Y se dirigió a la puerta. Michkin supo más tarde que aquel hombre
consideraba un deber el asombrar a todos con su originalidad y gracia, si bien
infortunadamente, no lo conseguía nunca. En ciertas personas producía incluso
una impresión desagradable, lo que le disgustaba mucho, pero sin renunciar
por eso a perseverar en su extraña tarea.
La casualidad procuró una pequeña satisfacción a Ferdychenko al ir a salir.
En la puerta tropezó con otro hombre a quien Michkin no conocía.
Ferdychenko se hizo a un lado para dejar paso al que llegaba y, mientras éste
se introducía en la habitación, él guiñó los ojos a espaldas suyas
repetidamente, como guisa de aviso al príncipe, tras lo cual se retiró,
satisfecho.
El nuevo caballero era un hombre alto y corpulento, de unos cincuenta y
cinco años o acaso más. Tenía los ojos grandes y algo a flor de piel, bigote y
espesas patillas grises encuadrando un rostro grueso y rojizo. A no ser por un
aire apoltronado, de fatiga y de descuido, que se notaba en su aspecto, aquel
hombre hubiera tenido una figura impresionante. Vestía una vieja levita con
los codos rotos y su ropa interior distaba mucho de estar limpia. Al acercarse,
trascendía de él cierto olor a vodka. En sus maneras, de una distinción un poco
afectada, traicionábase el ingenuo deseo de imponer a sus interlocutores por su
aire de dignidad.
El visitante avanzó lentamente hacia Michkin con la sonrisa en los labios,
tomóle la mano en silencio y la estrechó entre la suya, mientras examinaba el
rostro del príncipe con atención, como esforzándose en encontrar en él rasgos
conocidos.
—¡Es él, es él! —dijo, al fin, en tono solemne, sin alzar la voz—. ¡Me
parece verle vivo otra vez! He oído pronunciar hace unos momentos un
nombre conocido y amado y él me ha traído a la memoria un ayer desvanecido
para siempre… ¿Es usted el príncipe Michkin?
—Lo soy.
—Yo soy el general Ivolguin, retirado y muy desgraciado. ¿Puedo
preguntarle su nombre y el de su padre?
—Me llamo León Nicolaievich.
—¡Eso es, eso es! ¡El hijo de mi amigo, de mi camarada de infancia! ¡El
hijo de Nicolás Petrovich!
—Mi padre se llamaba Nicolás Lvovich.
—Lvovich, sí —rectificó el general, sin apresurarse y con una seguridad
absoluta, como un hombre cuya memoria no le falla y que sólo ha cometido
una secundaria equivocación verbal. Sentóse y cogiendo a Michkin por la muñeca le forzó a sentarse a su lado y
le dijo:
—Yo le he llevado a usted en mis brazos.
—¿Es posible? —preguntó Michkin—. Porque hace veinte años que mi
padre murió.
—Sí, veinte años y tres meses. Hicimos juntos nuestros estudios.
Inmediatamente de concluir mi educación entré en el servicio militar.
—Mi padre sirvió también en el ejército. Era subteniente en el regimiento
Vasilkovsky.
—No: Bielomirsky. Pasó a este regimiento casi en vísperas de su muerte.
Yo estaba allí y le rendí los últimos deberes. Su madre…
El general se detuvo como para dejar calmar la emoción que un triste
recuerdo despertaba en él.
—Sí: murió seis meses después, de un enfriamiento —dijo Michkin.
—No, de enfriamiento, no. Crea en la palabra de un viejo. Yo estaba allí y
yo la enterré también… No la mató un enfriamiento, sino el disgusto de perder
a su esposo. ¡Sí; me acuerdo mucho de la princesa! ¡Ay, juventud! Imagine
que su padre y yo, antiguos amigos de infancia, estuvimos a punto de
matarnos por la que había de ser la madre de usted…
Michkin principiaba a escuchar con cierto escepticismo.
—Yo estuve locamente enamorado de su madre antes de casarse, cuando
era la prometida de mi amigo. Éste lo notó y se enfureció contra mí. Llegó a
casa un día, antes de la siete de la mañana, y me despertó. ¡Figúrese! Ambos
callábamos. Yo me visto, preguntándome qué significaría aquello. El príncipe
saca dos pistolas del bolsillo. Lo comprendo todo. Resolvemos batirnos a
pistola, sólo separados por un pañuelo y sin testigos. ¿Para qué testigos cuando
cinco minutos después nos habremos enviado mutuamente a la eternidad?
Cargamos las armas, extendemos el pañuelo y cada uno de nosotros,
mirándonos a la cara, apoyamos la pistola en el pecho del adversario. De
pronto, gruesas lágrimas brotan de nuestros ojos… Nuestras manos
tiemblan… ¡Y ello nos sucedía a los dos a la vez, a los dos a la vez! Entonces,
naturalmente, nos lanzamos el uno en brazos del otro y se entabla un torneo de
generosidad. «¡Ella será para ti!», grita el príncipe. «¡No; para ti!», exclamo
por mi parte. En una palabra, en una palabra… En fin, ¿va usted a hospedarse
con nosotros?
—Sí, por algún tiempo acaso —repuso el príncipe, con voz un tanto
vacilante. Kolia se asomó a la puerta:
—Mamá le llama, príncipe.
Michkin se incorporó para salir, pero el general le puso una mano en el
hombro y le Obligó a sentarse con dulce violencia.
—En concepto de sincero amigo de su padre —prosiguió el viejo—, deseo
hacerle ciertas advertencias. Usted mismo puede ver que yo he sufrido mucho
a consecuencia de una trágica catástrofe. ¡Y sin formación de causa! ¡Sin
formación de causa! Nina Alejandrovna es una mujer rara. Bárbara
Ardalionovna, mi hija, es otra mujer rara. Las circunstancias nos obligan a
tomar huéspedes… ¡Es una caída terrible! ¡Cuándo yo estaba a punto de ser
nombrado gobernador general! Cierto que a un pupilo como usted nos
alegramos de recibirle… Pero, ¡oh!, hay una tragedia en mi casa…
El príncipe miró a su interlocutor con acentuada curiosidad.
—Aquí se prepara un casamiento y es un casamiento muy extraño el
enlace de una mujer equívoca con un joven que tendría derecho a ser
gentilhombre del zar. ¡Y esa mujer va a ser introducida en la casa en que
habitan mi hija y mi esposa! Pero mientras me quede un soplo de vida, no
entrará. Me tenderé a través de la puerta y habrá de pasar sobre mi cuerpo. Y
ya no hablo apenas a Gania y procuro eludir su presencia. Quería advertírselo,
príncipe. Usted mismo lo verá, puesto que se queda a vivir con nosotros. Pero
usted es hijo de un buen amigo y tengo derecho a esperar…
—Le ruego, príncipe, que pase un momento conmigo al salón —dijo Nina
Alejandrovna, apareciendo en la puerta del cuarto.
—¿Sabes, querida —exclamó el general—, que, según resulta, yo he
llevado al príncipe en mis brazos, de niño?
La dama contempló severamente a su marido y luego fijó en Michkin, una
mirada escrutadora. Pero no dijo nada. Michkin la siguió. Ambos se dirigieron
a la sala y, una vez sentados, Nina Alejandrovna se apresuró a entablar con su
huésped una conversación a media voz. Mas apenas había comenzado a
hablar, el general entró bruscamente en la estancia. Nina Alejandrovna guardó
silencio y, con visible desagrado, se inclinó sobre su labor. Quizá el general
notara el descontento de su mujer, pero no le afectó en lo más mínimo.
—¡Qué encuentro tan inesperado! —comentó dirigiéndose a Nina
Alejandrovna—. ¡El hijo de mi mejor amigo! Hacía mucho tiempo que yo
había dejado de creer posible verle jamás. ¿Es posible, querida, que no te
acuerdes del difunto Nicolás Lvovich? ¡Si le viste en… en Tver!
—No recuerdo a Nicolás Lvovich —dijo ella—. ¿Era su padre? —
preguntó a Michkin. —Sí; pero creo que no murió, en Tver, sino en Elisabethgrad —observó
tímidamente el príncipe—. Así me lo dijo Pavlichev…
—¡En Tver! —afirmó el general—. Había sido trasladado allí poco antes
de su muerte, cuando su enfermedad acababa de comenzar. Usted no puede
acordarse del viaje: ¡era tan pequeño! Pavlichev se engañó sin duda, aunque
era muy inteligente.
—¿También conocía usted a Pavlichev?
—Sí; y por cierto que le tenía por un hombre raro, pero muy buena
persona. Yo estaba presente cuando murió y le bendije en el lecho mortuorio.
—Mi padre falleció hallándose sumariado —dijo el príncipe—, aunque
nunca he sabido de qué le acusaban. Murió en el hospital.
—Fue por lo del soldado Kolpakov. Desde luego su padre habría sido
absuelto.
—¡Ah! ¿Conoce usted el caso? —preguntó el príncipe, cuyo interés se
había despertado vivamente ante las últimas palabras del general.
—¡Ya lo creo! —exclamó Ivolguin—. El consejo de guerra se disolvió sin
haber decidido nada. Fue un asunto muy extraño, puede decirse incluso que
misterioso. El segundo capitán Larionov, jefe de la compañía, había fallecido y
el príncipe Michkin hubo de substituirle transitoriamente. Bien. El soldado
Kolpakov robó las botas de un camarada, las vendió y se bebió el importe.
Bien. El príncipe —en presencia, téngalo en cuenta, de un sargento mayor y de
un cabo— reprendió duramente a Kolpakov y le amenazó con hacerle azotar.
Muy bien. Kolpakov se va al cuartel, se acuesta en su cama de campaña y al
cabo de un cuarto de hora muere. Perfectamente. El caso parece raro, casi
inverosímil. Pero es igual: se entierra a Kolpakov, se le borra de la lista y el
príncipe expide el oficio correspondiente. Inmejorable, ¿verdad? Pues, a los
seis meses justos, al hacerse una inspección de la brigada, el soldado
Kolpakov aparece tan vivo como antes en la tercera compañía del segundo
batallón del regimiento de infantería Novosemliansky, perteneciente a la
misma división y brigada.
—¿Es posible? —exclamó Michkin en el colmo del asombro.
—Es un error —se apresuró a decir Nina Alejandrovna mirándole con
cierta ansiedad—. Mon mari se trompe —añadió en francés.
—Se trompe, querida, es muy sencillo de decir; pero quisiera ver cómo
resolverías tú un caso semejante. Todos andaban medio locos. Yo sería
también el primero en decir «se trompe» de no haber figurado como testigo y
formado parte de la comisión investigadora. Todo demostró que el soldado
Kolpakov era el mismo que seis meses antes había sido enterrado según la ordenanza, al son del tambor. Cierto que el hecho parece raro, casi inverosímil.
Lo reconozco, pero…
—Papá: tienes servida la comida —anunció, compareciendo, Bárbara
Ardalionovna.
—¡Ah, bueno! Verdaderamente ya tenía apetito… Pues sí, el caso es
incluso psicológico, bien puede decirse…
—Se te va a enfriar la sopa —dijo Varia con impaciencia.
—En seguida voy, en seguida… —murmuró el general, saliendo de la sala
—. Y por mucho que se multiplicaran las investigaciones… —continuó, ya en
el pasillo.
—Si usted se queda a vivir con nosotros —dijo Nina Alejandrovna a
Michkin— habrá de perdonar muchas cosas a mi marido. Pero no le molestará
demasiado. Siempre come solo. Usted sabe que todos tenemos nuestros
defectos y nuestras… particularidades, y muchas veces aquellos a quienes se
les critican tienen menos que otros… Debo hacerle un ruego, y es que si mi
marido le pide el precio de la pensión le conteste usted que ya me lo ha
abonado. Por supuesto, lo mismo da que lo entregue a uno o a otro; pero se lo
agradeceré así para el buen orden de las cosas… ¿Qué hay, Varia?
Varia había entrado en la estancia y presentaba en silencio a su madre el
retrato de Nastasia Filipovna. Nina Alejandrovna se estremeció y mirólo por
unos instantes, primero como con temor, luego con una especie de rencorosa
amargura. Al fin dirigió la mirada a Varia, como pidiéndole explicaciones.
—Se lo ha regalado hoy —dijo la joven— y esta noche acordarán ya una
decisión.
—¡Esta noche! —repitió a media voz Nina Alejandrovna con desesperado
acento—. ¡Esta noche! Veo que ahora no queda duda ni tampoco esperanza. El
regalo de ese retrato es un detalle bastante elocuente. ¿Te lo ha enseñado él
mismo? —preguntó, con extrañeza.
—Ya sabes que hace meses que no nos hablamos apenas. Me he enterado
de todo por Ptitzin. El retrato se había caído de la mesa y yo lo he recogido en
el suelo.
—Príncipe —dijo de súbito Nina Alejandrovna quería hacerle una
pregunta. Por eso le rogué que viniese. Dígame: ¿hace mucho que conoce
usted a mi hijo? Porque me parece que Gania indicó que había llegado usted
hoy mismo del extranjero.
Michkin dio sobre su personalidad varias sucintas explicaciones de las que
ambas mujeres no perdieron una sola palabra. —Le ruego que me crea si le digo que al interrogarle no pretendo
inmiscuirme en los asuntos de mi hijo —prosiguió Nina Alejandrovna—. Si
hay cosas que él mismo no puede confesar, no seré yo quien trate de
averiguarlas por otros. Pero, ¿sabe?, cuando usted ha marchado a su cuarto,
Gania, después de lo que nos había dicho sobre su persona, ha agregado: «No
gastéis cumplidos con el príncipe: está enterado de todo». ¿Qué significa esto?
Me gustaría saber hasta qué punto…
En aquel momento entraron Gana y Ptitzin. Nina Alejandrovna se
interrumpió inmediatamente. Michkin permaneció sentado junto a ella, pero
Varia se apartó. El retrato de Nastasia Filipovna permanecía, en plena
evidencia, sobre la mesita de costura de Nina Alejandrovna, precisamente bajo
sus ojos. Gania, mirándolo, frunció el entrecejo, cogió la cartulina y la arrojó,
con ira, a su mesa de escritorio, que se hallaba al otro extremo de la
habitación.
—¿Es hoy, Gania? —preguntó bruscamente Nina Alejandrovna.
Él se estremeció.
—¿Hoy, qué?
Y de repente se volvió, airado, a Michkin.
—¡Comprendo! ¡Claro, está usted aquí! ¡Veo que eso debe ser una
enfermedad en usted! ¿Es que no sabe reprimir la lengua? Permítame decirle,
excelencia…
Ptitzin le interrumpió:
—La falta es mía, Gania, sólo mía.
Gabriel Ardalionovich le miró, sorprendido.
—Así es mejor, Gania; especialmente cuando la cosa está ya resuelta por
un lado —dijo Ptitzin entre clientes.
Y fue a sentarse ante una mesa apartada. Sacó del bolsillo un papel
cubierto de números y comenzó a examinarlos atentamente. Gania, sombrío,
esperando, al parecer, con inquietud una escena familiar, ni siquiera pensó en
excusarse ante el príncipe.
—Puesto que todo está arreglado, Iván Petrovich ha hecho bien en hablar
—dijo Nina Alejandrovna—. Te ruego, Gania, que no arrugues el entrecejo ni
te enfades. Prescindiré de toda pregunta sobre lo que no me quieras contestar.
Te aseguro que me resigno a todo. Tranquilízate, haz el favor.
Pronunció sus palabras sin interrumpir su labor y con acento sereno. Gania,
extrañado, calló, por prudencia y, con los ojos fijos en su madre, esperó que
ésta se explicase más claramente. Odiaba las disputas domésticas. Nina Alejandrovna, notando la circunspección de su hijo, añadió con
amarga sonrisa:
—Veo que no te calmas ni me crees. Pero desecha tu preocupación; no te
incomodaré con lágrimas ni súplicas como otras veces. Mi único deseo es que
seas feliz, como sabes bien. Me someto al destino… Mi corazón estará
siempre contigo, ora quedemos juntos, ora nos separemos. Naturalmente, yo
respondo de mí. De tu hermana no puedo decir lo mismo.
—¡Otra vez ella! —exclamó Gania, mirando a su hermana con rencor y
desdén—. Ya te he prometido, mamá, y vuelvo a repetírtelo, que nadie, sea
quien fuere, te faltará al respeto mientras yo viva. Sea quien fuere la persona
que franquee nuestra puerta, exigiré de ella el mayor respeto hacia ti…
Y Gania pareció serenarse tanto, que incluso miró a su madre con
expresión reconciliadora, casi tierna.
—No te disgustes por mí, Gania. Ya sabes que no es por mí por quien llevo
tanto tiempo sintiéndome inquieta y torturada. Se dice que hoy va a quedar
todo resuelto entre vosotros. ¿En qué consiste ese «todo»?
—Nastasia Filipovna ha ofrecido declarar esta noche si consiente en el
matrimonio o no —repuso Gania.
—Hace tres semanas que rehuíamos ese tema de conversación y nos iba
mejor… Pero ahora que todo está resuelto permíteme dirigirte una pregunta:
¿cómo es que ella te ha dado su consentimiento y su retrato, siendo así que no
la quieres? ¿Cómo una mujer tan, tan…?
—¿Tan experta, quieres decir?
—No es así como yo me hubiera expresado. Pero en fin… ¿Cómo puedes
haberla engañado de tal modo sobre tus sentimientos?
Aquellas palabras delataban una ira súbita y violenta. Tras un momento de
reflexión, Gania dijo con acento claramente irónico:
—Otra vez, mamá, no has sabido contenerte y has perdido la paciencia.
Así empiezan siempre nuestras disputas. Me habías prometido evitar toda
pregunta, todo reproche… ¡y ya has olvidado tu promesa! Vale más dejarlo.
Sí, mejor es no hablar. Al menos sé que tu intención es buena… Yo no te
abandonaré nunca por nada del mundo. Otro en mi lugar, huiría, eso sí, de una
hermana como la que tengo. ¡Observa cómo me mira! No hablemos más; no
sabes cuánto me alegrará que dejemos el tema… Por otra parte, ¿quién te dice
que yo engañe a Nastasia Filipovna? En cuanto a Varia, que haga y piense lo
que guste. Y ahora no hablemos más del asunto. ¡Basta!
Gabriel Ardalionovich se exaltaba a cada palabra que decía mientras
paseaba, inquieto, por la habitación. Siempre que aquel delicado tema aparecía sobre el tapete, las cosas tomaban un matiz muy agrio.
—He dicho que si esa mujer entra aquí, yo saldré de esta casa. Y cumpliré
mi palabra —declaró sombríamente Varia.
—¡Sí, por testarudez! —gritó Gania—. ¡Lo mismo que no te casas por
testarudez! Puedes mirarme por encima del hombro todo lo que quieras: ¡me
tiene sin cuidado, Bárbara Ardalionovna! Y si quieres, puedes hacer ahora
mismo lo que dices. ¡No quedaría yo poco descansado si cumplieses lo que
amenazas! ¿Cómo es eso, príncipe? ¿Se decide al fin a dejarnos solos? —
concluyó, viendo que Michkin se incorporaba.
En el tono de la voz de Gania se revelaba que la cólera del joven había
llegado a ese extremo en el que el hombre se complace en manifestarla, si
cabe la expresión, abandonándose a ella libremente sean cuales fueren sus
consecuencias. Michkin, ya junto a la puerta, se volvió para contestar; pero el
rostro descompuesto del que le increpaba hízole comprender que sólo faltaba
una gota para desbordar el vaso y juzgó prudente salir sin responder. Cuando
se hubo retirado, la discusión continuó, más enconada y ardiente que nunca.
Para llegar a su cuarto, el príncipe debía atravesar el comedor, la antesala y
el pasillo. En la antesala creyó notar que alguien hacía esfuerzos para agitar la
campanilla exterior, pero seguramente estaba estropeada, porque se movía sin
sonar. El príncipe descorrió el cerrojo, abrió la puerta y retrocedió. Ante él se
encontraba Nastasia Filipovna. La reconoció inmediatamente, evocando su
retrato. Al ver a Michkin, la cólera brilló en los ojos de la visitante. Entró
vivamente en el piso, empujando al príncipe con el hombro y dijo, con voz
irritada, mientras se quitaba el abrigo de piel:
—Ya que eres tan perezoso que no arreglas la campanilla, al menos
debieras estar aquí para cuando llaman. ¡Vamos! ¡Pues no ha dejado ahora
caer mi abrigo! ¡Qué mastuerzo!
En efecto, el abrigo de piel yacía en el pavimento. Nastasia Filipovna, en
vez de esperar que se lo quitasen, se había despojado de él por sí sola,
lanzándolo a Michkin, que no supo cogerlo al vuelo.
—¡Mereces que te echen a la calle! ¡Anúnciame!
El príncipe quiso hablar, pero en su turbación no acertó a proferir una
palabra y, llevando en la mano el abrigo que acababa de recoger, se dirigió al
salón. —Pero, ¡si se lleva mi abrigo! ¿Por qué te lo llevas? ¡Ja, ja, ja! Debes
haberte vuelto loco, ¿no?
El príncipe desanduvo lo andado y miró estupefacto a Nastasia Filipovna.
Viéndola reír, sonrió a su vez, pero su lengua parecía pegada al paladar. En el
momento de abrir la puerta a la joven, se había puesto muy pálido, ahora todasu sangre le afluía a la cara.
—¡Qué idiota! —exclamó Nastasia Filipovna, dando un golpe en el suelo
con el pie, en su indignación—. ¿Adónde vas? ¿A quién vas a anunciar?
—A Nastasia Filipovna —balbució el príncipe.
—¿Me conoces? —exclamó ella vivamente—. ¡Pero si no te he visto hasta
hoy! Ea, anúnciame… ¿Por qué gritan tanto ahí dentro?
—Están disputando —respondió Michkin.
Cuando entró en el salón, las cosas amenazaban adquirir mal sesgo. Nina
Alejandrovna parecía a punto de olvidar que se «sometía a todo» y defendía a
Varia con calor. Ptitzin se había guardado en el bolsillo su papel lleno de
números y tomaba partido por la joven. Ésta, que no tenía nada de tímida,
recibía sin pestañear las groserías, cada vez más brutales, con que su hermano
intentaba abrumarla. Varia sabía que en aquellos casos le bastaba callar y
mirar a Gania con persistente mofa para exasperarle.
En aquel momento Michkin penetró en la estancia y anunció:
—Nastasia Filipovna.
IX
Un silencio general siguió a aquellas palabras. Todos miraron a Michkin
como si no le comprendieran y desearan no comprenderle. El espanto había
paralizado a Gania. La visita de Nastasia Filipovna, y especialmente en tal
ocasión, constituía para todos el hecho más extraño, inesperado e inquietante
que cupiera suponer. Ante todo, era la primera vez que aquella mujer acudía a
casa de los Ivolguin. Hasta entonces habíase mostrado tan desdeñosa respecto
a ellos, que nunca, hablando con Gania, manifestaba el menor deseo de ser
presentada a la familia del joven. Y desde hacía cierto tiempo no hablaba más
de los Ivolguin que si no existieran. Por un lado, Gania celebraba que Nastasia
Filipovna prescindiese de un tema de conversación tan poco grato para él; pero
en el fondo de su corazón sentía un amargo rencor motivado por aquella
indiferencia despectiva. En todo caso, juzgaba a Nastasia Filipovna mucho
más capaz de mofarse de sus allegados que de hacerles objeto de una atención,
porque ella, como Gania sabía muy bien, desde que el joven pidiera su mano,
estaba perfectamente informada de cuanto sucedía en casa de los Ivolguin, y
se hallaba al corriente de cómo la consideraba la familia. Su visita, pues, en
este momento, es decir, después del regalo del retrato y algunas horas antes de
la velada en que ella decidiría sobre la pretensión de Gabriel Ardalionovich, parecía tener un significado casi equivalente ya a la decisión en sí.
La duda que se leía en todas las miradas, fijas aún en el príncipe, no duró
mucho. Nastasia Filipovna apareció en persona a la puerta del salón y penetró
en él, empujando al príncipe una vez más.
—¡Al fin he logrado pasar! ¡No sé para qué les vale la campanilla! —dijo
alegremente, tendiendo la mano a Gania, que se había precipitado hacia ella—.
¡Qué cara de asombro, amigo mío! Ea, presénteme a su familia, se lo ruego.
El joven, desconcertado, le presentó primero a Varia. Las dos mujeres
cambiaron extrañas miradas antes de estrecharse la mano. Nastasia Filipovna
reía, afectando satisfacción, pero Varia no se tomó la molestia de fingir. Por el
contrario, examinó largamente a la visitante con expresión sombría sin que en
su rostro asomase la menor traza de la sonrisa obligada en una circunstancia
como aquella. Gania se sintió desfallecer.
Pero no era momento de súplicas. Por lo tanto, dirigió a su hermana una
mirada amenazadora. La joven comprendió en el acto la trascendental
importancia que el instante presente tenía para su hermano. Resolvió, pues,
mostrarse más amable y sus labios esbozaron una especie de sonrisa en honor
de Nastasia Filipovna. Todos los miembros de la familia Ivolguin
conservaban, aun en momentos de tal tirantez, un vivo afecto mutuo.
Después de efectuar la presentación de Varia a Nastasia Filipovna, Gania
presentó ésta a su madre. En su turbación, el joven no se daba cuenta de lo que
hacía. Nina Alejandrovna se mostró razonable, mas apenas había empezado a
hablar del «mucho placer», etc., la visitante, sin escucharla, interpeló
repentinamente a Gania mientras se instalaba —aun cuando no se la había
invitado a tomar asiento— en un sofá de un rincón cercano a la ventana:
—¿Dónde tiene usted su despacho? Y… ¿y dónde están los huéspedes?
Porque creo que ustedes alquilan habitaciones, ¿no?
Gania, enrojeciendo, tartamudeó una respuesta ininteligible.
—Pero ¿disponen de sitio para ellos? ¿Y no tiene usted despacho? —
insistió Nastasia Filipovna—. ¿Qué? ¿Da buenas ganancias el negocio? —
preguntó súbitamente a Nina Alejandrovna.
—Desde el momento en que uno acepta los naturales inconvenientes, es en
espera de obtener algún beneficio —repuso la madre de Gania—. Pero
nosotros acabamos de…
Nastasia Filipovna, como resuelta a no atenderla, dirigió los ojos a Gania,
rompió a reír y dijo:
—¡Qué cara tiene usted! ¡Dios mío, qué aspecto presenta en este
momento! Su hilaridad duró algunos instantes. Y en rigor Gania no parecía el de
costumbre. Su estupefacción, su cómico abatimiento habían desaparecido de
repente, pero estaba espantosamente pálido y tenía los labios contraídos,
mientras fijaba, silencioso, los ojos en la visitante, que seguía riendo.
El príncipe, incapaz aún de sacudir la especie de catalepsia en que le
sumiera la llegada de Nastasia Filipovna, permanecía como petrificado en la
puerta del salón. Sin embargo, la palidez y la alteración del semblante de
Gania le impresionaron y, no pudiendo con tenerse, avanzó hacia él:
—Beba un poco de agua —le dijo en voz baja— y no mire de ese modo.
Era notorio que no había por qué buscar sobrentendidos ni segundas
intenciones en aquellas palabras, surgidas espontáneamente de la boca de
Michkin sin que él les atribuyese significado particular alguno; pero, aun así,
produjeron un efecto extraordinario. Fue como si toda la cólera de Gania se
volviese de repente contra Michkin. Asióle por los hombros, siempre en
silencio, tal que si fuese incapaz de proferir una palabra, y le fulminó con una
mirada llena de odio y rencor. Se produjo un movimiento general. Nina
Alejandrovna dejó escapar un grito. Ptitzin, inquieto, avanzó hacia los dos
hombres. Kolia y Ferdychenko que iban a entrar, se detuvieron estupefactos.
Sólo Varia conservó su impasibilidad. En pie, un poco apartada, cruzando los
brazos, la joven continuaba mirando la escena con el rabillo del ojo.
En un segundo Gania recobró el dominio de sí mismo. Su ira dejó lugar a
una risa nerviosa.
—¿Qué decía usted, príncipe? Que haría falta llamar a un médico, ¿no? —
exclamó con tanta jovialidad como pudo—. ¡Casi me ha dado miedo! Voy a
presentárselo, Nastasia Filipovna. Es un tipo extraordinario, como he podido
apreciar ya, aunque sólo le conozco desde esta mañana.
Nastasia Filipovna fijó, su mirada en Michkin con verdadera sorpresa.
—¿Príncipe? ¿Es príncipe? ¡Imaginen que hace un momento, en la entrada,
le he tomado por un lacayo y le he ordenado que me anunciase! ¡Ja, ja, ja!
—¡No importa, no importa! —dijo Ferdychenko, quien, viendo que ya se
comenzaba a reír, se apresuró a mezclarse a la reunión—. No importa: «se non
è vero…».
—Y, además, creo haberle tratado con violencia, príncipe. Le ruego que me
perdone. ¿Qué hace usted aquí a esta hora, Ferdychenko? Por lo menos yo no
contaba encontrarle. ¿Cómo dice que se llama este señor? ¿El príncipe
Michkin? —añadió la joven dirigiéndose a Gania que, sin soltar los hombros
de su huésped, ultimaba en aquel instante la presentación.
—Vive con nosotros —dijo Gania. Era evidente que se hacía desempeñar a Michkin el papel de un animal
extraordinario. Su presencia proporcionaba un medio de salir de lo falso de la
situación. Se le arrojaba, si cabía decirlo, como pasto a la curiosidad de
Nastasia Filipovna. Michkin oyó incluso murmurar a sus espaldas la palabra
«idiota», probablemente articulada por Ferdychenko para edificación de la
visitante.
—Dígame: ¿por qué no me sacó de mi error cuan do me equivoqué con
usted de ese modo? —preguntó Nastasia Filipovna mirando al príncipe de pies
a cabeza con una desenvoltura excepcional.
Y esperó la contestación con impaciencia, presumiendo que el interpelado
iba a escandalizar a todos con su falta de juicio.
—He quedado tan sorprendido al reconocerla de pronto… —balbució
Michkin.
—Pero, ¿cómo ha podido reconocerme? ¿Me había visto antes en algún
sitio? El caso es que también a mí me parece haberle encontrado no sé dónde.
Además, permítame preguntarle por qué sigue usted aún como clavado en el
suelo y mirándome. ¿Hay algo de asombroso en mi persona?
—¡Oh, oh, oh! —exclamó Ferdychenko, jovial—. ¡La de cosas que yo
contestaría si se me hiciese semejante pregunta! Vamos, hombre… Realmente,
príncipe, si no contestas bien ahora, eres tonto.
Michkin rio suavemente.
—También yo, en el lugar de usted, diría muchas cosas —repuso. Y
dirigiéndose a Nastasia Filipovna, continuó—: En primer lugar, su retrato me
había impresionado mucho. Luego hablé de usted con las Epanchinas… Y ya
por la mañana, en el tren que me traía a San Petersburgo, había conversado
largamente acerca de usted con Parfen Semenovich Rogochin. En el momento
que la abrí la puerta, pensaba precisamente en usted, y, viéndola aparecer tan
de repente…
—Pero, ¿cómo sabía usted quién era yo?
—Había visto su retrato, y además…
—Y además, ¿qué?
—Que usted responde del todo a la idea que yo me había hecho de cómo
era. También a mí me parece haberla visto en alguna parte.
—¿Dónde? ¿Dónde?
—No sé; en algún sitio… Pero no; es imposible; lo he dicho sin darme
cuenta. Nunca he habitado en San Petersburgo, y… Acaso la haya visto en
sueños. —¡Ajá, príncipe! —exclamó Ferdychenko—. Retiro mi «se non è vero…»
—Y exclamó, compasivo—: Por otro lado, dice todo eso sin malicia,
compréndalo.
Michkin había proferido sus palabras anteriores con acento inquieto y
entrecortado, como el de una persona a quien le falta la respiración. Todo él
denotaba una agitación extraordinaria. Nastasia Filipovna le examinaba con
curiosidad, pero no reía.
De pronto, tras el círculo que se había formado en torno al príncipe y a la
joven, oyóse una voz sonora. El grupo se separó para dejar paso al jefe de la
familia. Porque era el general Ivolguin en persona. Vestía de frac, su pechera
esplendía con brillo irreprochable y llevaba los bigotes teñidos.
La aparición de Ardalion Alejandrovich infirió un golpe terrible a Gania.
El vanidoso joven, cuyo amor propio alcanzaba extremos hipersensibles y
morbosos, había pasado los últimos dos meses esforzándose por todos los
medios en alcanzar un modo de vida mejor y más distinguido. Pero se
reconocía inexperto y casi admitía la verdad de que era erróneo el camino
elegido. En su casa, donde mandaba corno déspota, había asumido, en su
desesperación, la actitud de un cínico completo; pero no osaba mantener esta
posición ante Nastasia Filipovna, que le había sabido hacer permanecer en la
incertidumbre hasta el último momento. «El pordiosero impaciente», como
Nastasia Filipovna le llamara una vez, según le habían dicho, tenía jurado
hacer pagar muy caras aquellas palabras a quien las pronunció, tan pronto
como ella fuera su mujer. Al mismo tiempo soñaba puerilmente en la
posibilidad de conciliar todas aquellas incongruencias. Y he aquí que ahora
debía beber hasta las heces su amargo cáliz, sufriendo una nueva e imprevista
tortura —la más terrible de todas para un vanidoso—: la de avergonzarse de su
propia familia y en su propia casa.
Un pensamiento relampagueó en la mente de Gania: «¿Acaso la
recompensa equivale a este tormento?».
En aquel instante se producía lo que había sido su pesadilla durante dos
meses, lo que le había hecho estremecerse de horror y arder de vergüenza: el
encuentro entre su padre y Nastasia Filipovna. Se había, en ocasiones,
torturado con la idea de pensar en su padre asistiendo a la boda, pero tanto le
repugnaba semejante anticipado espectáculo, que inmediatamente lo alejaba
de su pensamiento. Acaso exagerase mucho su desgracia. Pero así les sucede
siempre a los vanidosos. Durante los dos meses pasados, y en el curso de sus
inquietas reflexiones, habíase propuesto hacer desaparecer momentáneamente
a su padre en aquella ocasión, costase lo que costara, incluso alejándole de San
Petersburgo con el consentimiento de su madre o sin él. Diez minutos antes, al
entrar Nastasia Filipovna, la turbación de Gania le había impedido pensar en la posibilidad de que Ardalion Alejandrovich apareciese en escena, y en
consecuencia no había tomado medidas para evitarlo. Y he aquí que el general
se presentaba ante todos, y para colmo se había vestido de etiqueta, en el
preciso momento en que Nastasia Filipovna sólo pensaba en el modo de cubrir
de ridículo a su pretendiente o a su familia. Tal era al menos la persuasión de
Gania. ¿Qué otro significado podía tener aquella visita? Cabía preguntarse si
Nastasia Filipovna había venido para entablar amistad con su madre y
hermana, o para afrentarlos en su propia casa; pero la actitud de ambas partes
eliminaba toda duda. Nina Alejandrovna y su hija permanecían aparte, como
gentes al margen de todo, y la visitante parecía haber olvidado incluso la
presencia de ellas en la habitación. Y puesto que obraba así, evidentemente no
lo hacía sin alguna finalidad.
Ferdychenko adueñóse del general y le presentó:
—Ardalion Alejandrovich Ivolguin —dijo el general muy solemne—, un
soldado veterano caído en desgracia y padre de una familia que ve con
satisfacción la perspectiva de poder llegar a contar entre sus miembros una tan
encantadora…
No concluyó. Ferdychenko se apresuró a acercarle una silla sobre la que
Ardalion Alejandrovich se dejó caer pesadamente, ya que después de comer
solía sentir siempre flojedad en las piernas. Pero esta circunstancia no le
desconcertó. Sentado frente a Nastasia Filipovna, lentamente, con una
galantería exquisita llevóse a los labios los dedos de la visitante. Ardalion
Alejandrovich no perdía el aplomo con facilidad. Aparte cierto descuido en la
indumentaria, su apariencia era bastante correcta, y lo sabía muy bien. Por otra
parte, había vivido siempre en un ambiente muy distinguido y sólo desde hacía
dos años o tres se hallaba excluido de la buena sociedad. A partir de entonces
habíase entregado a diversos excesos, pero conservaba su naturalidad y
distinción de maneras. Nastasia Filipovna pareció muy complacida por la
aparición de Ivolguin, de quien, desde luego, había oído hablar con
anterioridad.
—He oído decir que mi hijo… —principió él.
—Sí, sí, su hijo… Pero, ¿sabe que es usted también un papá muy
arrogante? ¿Por qué no me visita nunca? ¿Es que se esconde usted o que le
esconde su hijo? Usted podría visitarme sin comprometer a nadie…
—Los hijos y los padres del siglo diecinueve… —comenzó otra vez el
general.
—Nastasia Filipovna, dispense por un momento a mi marido. Le buscan
fuera —intervino Nina Alejendrovna en voz alta.
—¿Qué le dispense? ¡Oh, permítame! ¡Hace tanto que deseaba conocer al general! ¡He oído hablar de él tan a menudo! ¿Qué ocupaciones puede tener?
¿No está retirado? ¿Verdad que no me abandonará, general?
—Le prometo que volverá luego. Pero ahora necesita descanso.
—¡Necesita usted descanso, según dicen, Ardalion Alejandrovich! —
exclamó Nastasia Filipovna con el rostro descontento y enfurruñado de una
niña caprichosa a la que se quita un juguete.
Pero el general no se prestó de buen grado al subterfugio e hizo todo lo
posible para convertir su situación en más absurda que antes.
—¡Querida, querida! —dijo con tono de reproche y mucha solemnidad,
dirigiéndose a su mujer y llevándose la mano al corazón.
—¿No se irá usted de aquí, mamá? —preguntó Bárbara Ardalionovna en
voz alta.
—No, hija: me quedaré hasta el fin.
Nastasia Filipovna no pudo dejar de oír la pregunta y la respuesta, pero no
le produjeron otro efecto sino el de ponerla de mejor humor. En seguida
comenzó a abrumar a preguntas al general. Cinco minutos más tarde, Ardalion
Alejandrovich peroraba en inmejorable disposición de ánimo entre carcajadas
de los reunidos.
Kolia tiró de la manga al príncipe.
—¡Debe usted llevárselo de aquí, sea como fuere! ¡Se lo ruego! ¡Parece
mentira! —Y en los ojos del pobre muchacho brillaban lágrimas de
indignación—. ¡Maldito Gania! —agregó para sí.
El general seguía contestando con gran verbosidad a las preguntas de
Nastasia Filipovna.
—He tenido, en efecto, mucha amistad con Ivan Fedorovich Epanchin. Él,
yo y el difunto príncipe León Nicolaievich Michkin, a cuyo hijo he abrazado
hace poco, después de no verle durante más de veinte años, éramos
inseparables, una cosa así como los tres mosqueteros: Athos, Porthos y
Aramis. Pero, ¡ay!, uno yace en la tumba, muerto por una calumnia y por una
bala, otro se encuentra ante usted luchando también con las calumnias y las
balas…
—¿Con las balas? —exclamó Nastasia Filipovna.
—Aquí están en mi pecho, y aun me duelen cuando el tiempo cambia. Las
recibí en el asedio de Kars. En los demás sentidos, vivo como un filósofo:
paseo, juego a las damas en el café, como un burgués retirado de los negocios,
y leo la Indépendence. En cuanto a Epanchin, nuestro Porthos, no mantengo
relaciones con él desde un incidente que me sucedió hace tres años en el tren,por culpa de un falderillo…
—¿De un falderillo? ¿Qué le pasó? —dijo, con viva curiosidad, la visitante
—. ¿Un incidente a propósito de un faldero? ¿Y en el tren? —añadió, como si
las palabras del general le recordasen algo conocido.
—Fue un incidente tonto, que casi no merece mención. Me sucedió con la
señora Schmidt, institutriz en casa de la princesa Bielokonsky. Pero no vale la
pena de referirlo.
—¡Sí! ¡Cuéntelo! —exclamó Nastasia Filipovna, jovial.
—Yo no había oído hablar de ello antes —observó Ferdychenko «C'est du
noveau».
—¡Ardalion Alejandrovich! —exclamó Nina Alejandrovna, suplicante.
—¡Papá: ahí fuera preguntan por usted! —manifestó Kolia.
—La historia es estúpida y puede ser contada en dos palabras —empezó el
general, con aire de suficiencia—. Hace dos años, poco más o menos, se
acababa de inaugurar la línea férrea de… Teniendo que hacer un viaje de
mucha importancia relacionado con mi retiro, me puse un traje civil y fui a la
estación. Tomo allí un billete de primera clase, subo al tren, me siento y
empiezo a fumar. O mejor dicho, continúo fumando, porque tenía el cigarro
encendido antes de subir al coche. Yo iba solo en el departamento. No está
permitido fumar, pero tampoco prohibido, así que es una cosa sentida a
medias. Además, estaba abierta la ventanilla. De pronto, en el momento de ir a
salir el convoy, dos señoras que llevan un falderillo suben al departamento y se
instalan frente a mí. La una ostenta un lujoso vestido azul celeste. La otra, de
apariencia más modesta, viste un traje de seda negra, con esclavina. Las
viajeras tienen un aspecto importante, miran en torno con altivez y hablan en
lengua inglesa. Yo, naturalmente, continúo fumando como si tal cosa. Para ser
más exacto, debo decir que vacilé un momento, pero en seguida me dije:
«Puesto que la ventanilla va abierta, el humo no puede molestarlas». El faldero
va sobre las rodillas de la señora de azul. Es muy pequeño, no mayor que mi
puño, negro, con las patas blancas y muy raro. Luce un collar de plata con una
inscripción. Yo prosigo fumando sin preocuparme de mis compañeras de viaje,
aunque noto que parecen desazonadas. Sin duda es mi cigarro el que las pone
de mal humor. Una de ellas me mira a través de sus impertinentes de carey.
Pero yo sigo impasible. ¡Cómo no dicen nada! Si me hubiesen indicado algo,
hecho una alusión, cualquier cosa… ¡Para algo se tiene lengua! Pero no;
callan. De improviso, sin la menor advertencia previa, como si se volviese
loca repentinamente, la dama del vestido azul me arranca el cigarro de las
manos y lo tira por la ventanilla. El tren vuela. Yo la miro asombrado. Es una
mujer estrafalaria, realmente estrafalaria, gruesa, de saludable aspecto, corpulenta, rubia, de mejillas rosadas (y hasta demasiado rosadas ¿saben?).
Sus ojos, fijos en mí, exhalan relámpagos. Sin pronunciar una palabra, con
perfecta cortesía, una cortesía casi refinada, me adelanto hacia el faldero, lo
cojo por el cuello y, ¡zas!, lo envío a hacer compañía al cigarro. No tuvo
tiempo más que de lanzar un ligero ladrido. Y el tren continuó su carrera…
—¡Es usted un monstruo! —exclamó Nastasia Filipovna, riendo y
palmoteando como una niña.
—¡Bravo, bravo! —gritó Ferdychenko.
Ptitzin no pudo reprimir una sonrisa, aunque le había disgustado también la
aparición del general. El propio Kolia, que tan intranquilo parecía antes,
acogió con aplausos y risas el relato de su padre.
—Y yo estaba en mi derecho y me sobraba la razón —prosiguió
triunfalmente el general—, porque si está prohibido fumar en el tren, con
mayor motivo está prohibido llevar perros.
—¡Bravo, papá! —exclamó Kolia con entusiasmo—. ¡Es magnífico! Yo
habría hecho sin duda lo mismo que tú. ¡Desde luego!
—¿Y qué le pareció aquello a la señora? —preguntó Nastasia Filipovna,
impaciente por conocer el desenlace de la aventura.
—Aquí es precisamente donde el incidente se convierte en desagradable —
repuso el general arrugando el entrecejo—. Sin decir una palabra, sin
advertencia alguna, la señora me asestó una bofetada. ¡Cuándo le digo que era
una mujer estrafalaria!
—¿Y qué hizo usted entonces?
El general bajó la vista, arqueó las cejas, encogió los hombros, apretó los
labios, abrió los brazos y, tras un instante de silencio, dijo bruscamente:
—No pude contenerme.
—Y, ¿le pegó duro?
—Le aseguro que no. Se produjo un escándalo, pero no le pegué con
fuerza. Me limité a defenderme, a rechazar el ataque. Desgraciadamente, todo
el asunto parecía organizado por el mismo demonio. La señora del vestido azul
resultó ser una inglesa, institutriz en casa de la princesa Bielokonsky, y la
dama de negro era la mayor de las hijas de la princesa, una soltera de treinta y
cinco años. Sabida es la intimidad que existe entre el general Epanchin y esa
familia. Hubo lágrimas, desmayos, se vistió luto por el perrillo favorito, las
seis hijas de la princesa unieron sus lágrimas a las de la institutriz… En
resumen: el fin del mundo. Desde luego yo presenté excusas, escribí una
carta… Pero no se me quiso recibir ni a mí ni a mi carta. De allí resulté mi ruptura con los Epanchin y finalmente mi expulsión del ejército.
—Dispénseme —interrumpió Nastasia Filipovna—. ¿Cómo se explica
usted que hace seis días se haya publicado exactamente la misma historia en la
«Indépendence», periódico con recibo con regularidad? ¡Es exactamente la
misma! Esta anécdota sucedió en un tren de una línea renana entre un francés
y una inglesa, y en ella figuran también un cigarro arrancado de las manos y
un faldero arrojado por la ventanilla, y hasta el desenlace es igual que el de su
aventura. Incluso el vestido de la dama era azul celeste…
El general se puso muy encarnado. Kolia, no menos confuso que su padre,
se llevó ambas manos a la cabeza. Ptitzin volvió la cara rápidamente. Tan sólo
Ferdychenko continuó riendo. En cuanto a Gania, estaba sobre un verdadero
potro de tortura desde el principio de la conversación.
—Le aseguro —balbució Ardalion Alejandrovich— que a mí me ha
sucedido lo mismo…
—Papá —afirmó altivamente Kolia— tuvo, en efecto, no sé qué disgusto
con la Schmidt, la institutriz de los Bielokonsky… ¡Me acuerdo muy bien!
—¡Qué coincidencia tan rara! ¡Los incidentes exactamente iguales en los
dos extremos de Europa! —prosiguió Nastasia Filipovna, implacable—. Ya le
enviaré la «Indépendence Beige».
—Pero repare —observó el general— que mi aventura sucedió dos años
antes…
—Verdaderamente, eso implica una diferencia —repuso la visitante, que
lloraba ya a fuerza de tanto reír.
—Quiero decirte dos palabras en privado, papá —intervino Gania con voz
temblorosa.
Y maquinalmente asió el hombro de su padre. En la mirada del joven se
leía un odio infinito.
En aquel momento resonó un violento campanillazo. Alguien había tirado
del cordón hasta casi romperlo, lo que hacía prever una visita excepcional.
Kolia se precipitó a abrir la puerta.
X
En la antesala se produjo un vivo barullo, como si hubiesen entrado varias
personas en tropel y todavía continuara la invasión. Sonaban diversas voces al
mismo tiempo y algunas de ellas en la escalera, de lo que podía deducirse que la puerta no estaba cerrada aún. Todos se miraron unos a otros, como
preguntándose de qué género podía ser semejante visita. Gania se precipitó al
comedor, donde ya se habían introducido varios sujetos.
—¡Aquí está el Judas! —gritó una voz conocida de Michkin—. ¡Buenos
días, Gania, grandísimo granuja!
—¡Es él, él en persona! —exclamó otra voz.
Michkin no podía dudar ya. El primero que había hablado era Rogochin; el
segundo Lebediev.
Gania, petrificado en el umbral del salón, asistió silenciosamente a la
entrada en el comedor de los diez o doce hombres que componían el
acompañamiento de Rogochin, sin que se le ocurriera impedirla. El grupo,
muy heterogéneo, se distinguía en particular por su desorden e incoherencia, sí
que también por su escasa educación. Varios habían penetrado sin quitarse sus
abrigos o pellizas. Aunque no ebrios en absoluto, todos parecían bastante
animados. Para tener el valor de entrar, cada uno de ellos necesitaba sentir el
contacto de los otros, porque ninguno habría osado invadir la casa por sí solo.
En consecuencia irrumpían en columna cerrada. El mismo Rogochin
avanzaba con circunspección a la cabeza de su partida. Pero era evidente que
albergaba intenciones concretas; ello se leía en su rostro sombrío y
preocupado. Los demás eran simples comparsas que había reclutado para
auxiliarle en caso de necesidad. Entre los tales figuraba, además de Lebediev,
el fatuo Zaliochev, que se había despojado del abrigo en el recibidor y se
mostraba muy afectadamente distinguido y muy orgulloso de su cabello
rizado. Le acompañaban dos o tres personajes del mismo estilo, sin duda
alguna hijos de comerciantes. También integraban la banda un estudiante de
medicina, un polaco que se había incorporado al grupo no se sabía dónde, un
hombrecillo grueso que reía incesantemente, un individuo que vestía un
sobretodo de hechura militar, y, en fin, un hombre gigantesco, como de seis
pies de alto, muy robusto, taciturno y sombrío y que fiaba mucho, según se
advertía a primera vista, en el valor de sus puños. Dos señoras desconocidas
miraban desde el descansillo, sin aventurarse a entrar. Kolia les cerró la puerta
en el mismo rostro.
—Buenos días, grandísimo granuja de Gania. No esperabas a Parfen
Semenovich Rogochin, ¿eh? —repitió el joven comerciante mirando a la cara
a Gania, que aún continuaba inmóvil en el umbral del salón.
En aquel momento distinguió en la estancia, frente a él, a Nastasia
Filipovna. Evidentemente, Rogochin no contaba encontrarla allí, porque el
verla le produjo un efecto extraordinario. Palideció de tal modo, que hasta sus
labios perdieron el color. —¡Conque era verdad! —dijo en voz baja, como para sí, mientras una
expresión absorta se fijaba en su semblante—. ¡Esto es el fin! Ea, ¿me
contestas o no? —gritó de pronto dirigiendo a Gania su mirada colérica—.
¡Vamos, habla!
Se ahogaba; las palabras salían de su garganta con dificultad. Dio
maquinalmente un paso para entrar en el salón, pero al cruzar el dintel
distinguió a las señoras Ivolguin y, a pesar de su nerviosidad se detuvo, algo
turbado. Lebediev le seguía. El funcionario, muy cargado ya de bebida,
acompañaba a Rogochin como si fuese su sombra. Después iban el estudiante,
el atleta, Zaliochev, que saludaba en todas direcciones, y el hombrecillo obeso.
Desde el primer momento todos se sintieron confusos por la presencia de Nina
Alejandrovna y de Varia, pero no cabía contar demasiado con lo duradero de
aquella impresión y era notorio que cuando llegase el momento de «empezar»
olvidarían muy pronto el respeto debido a las señoras.
—¡Cómo! ¿También tú aquí, príncipe? —dijo Rogochin, un tanto
sorprendido de aquel encuentro—. ¡Y siempre con polainas! —suspiró.
Olvidando en el acto la presencia del príncipe, dirigió la mirada a Nastasia
Filipovna, hacia la que avanzaba como atraído por una fuerza magnética.
Nastasia Filipovna contemplaba a los recién llegados con mezcla de
curiosidad e inquietud.
Gania recuperó su presencia de ánimo. Miró con severidad a los intrusos y
preguntó, con voz fuerte, hablando en especial a Rogochin:
—¿Quieren decirme lo que significa esto? Creo, señores, que no entran
ustedes en una cuadra. Mi madre y mi hermana están en el salón.
—Ya lo vemos —murmuró Rogochin, entre dientes.
—Eso está a la vista —agregó Lebediev, por decir algo.
El atleta, creyendo sin duda llegado el momento, emitió un gruñido sordo.
—Sin embargo —continuó Gania, cuya voz alcanzó bruscamente un
diapasón aún más elevado—, en primer lugar pasen y luego háganme saber…
Rogochin no se movió de su sitio.
—¿Conque no sabes nada? —inquirió con aviesa sonrisa—. ¿No te
acuerdas de Rogochin?
—Me parece haberle visto en algún sitio, pero…
—¡Le parece! ¿No oís? Pues no hace más de tres meses que me ganaste al
juego doscientos rublos que pertenecían a mi padre. El viejo ha muerto antes
de que se enterara de esa pérdida. Tú distrajiste mi atención y entre tanto Kniv hizo trampa… Ptitzin fue testigo. ¿Y no te acuerdas de mí? Si yo saco tres
rublos y te los enseño, eres capaz de andar en cuatro pies por el bulevar
Vassilievsky. ¡Ése es tu carácter! ¡Ésa tu alma! He venido para comprarte. No
repares en mis botas sucias; tengo mucho dinero. Te voy a comprar entero,
amigo mío, te voy a comprar vivo y coleando… Y si quieres os compraré a
todos, lo compraré todo —vociferó Rogochin, cuya embriaguez se hacía más
patente por momentos—. ¡Nastasia Filipovna! —gritó—. Escúcheme: no le
pido más que una palabra: ¿se va a casar con Gania? ¿Sí o no?
Y al hacer aquella pregunta Rogochin estaba tembloroso como si se
dirigiese a una divinidad, pero a la vez hablaba con la audacia del condenado
que, ya al pie del patíbulo, no tiene por qué preocuparse de nada. Esperó la
contestación, presa de mortal inquietud.
Nastasia Filipovna le examinó de pies a cabeza con mirada burlona y
provocativa; mas, después de contemplar sucesivamente a Gania, Nina
Alejandrovna y Varia, cambió de aspecto.
—¡Nada de eso! ¿Qué le pasa? ¿Cómo se le ha ocurrido la idea de
preguntarme tal cosa? —repuso en tono bajo y grave donde parecía vibrar
cierta sorpresa.
—¡Ha dicho que no! —gritó Rogochin, arrebatado de alegría—. ¿Conque
no? Pues me habían dicho… ¿No pretendían, Nastasia Filipovna, que había
prometido usted su mano a Gania? ¿A él? ¿Cómo iba a ser posible? ¡Ya lo
decía yo a todos! Por cien rublos podría comprarle entero. Si le pago mil
rublos por renunciar a usted (y en caso necesario llegaré hasta tres mil) la
víspera de la boda se eclipsaría, abandonándome la posesión plena y completa
de su novia. ¿No es cierto, Gania? ¡Contesta, granuja! ¿Verdad que tomarás
los tres mil rublos? ¡Tómalos: aquí los tienes! He venido para hacerte firmar
una renuncia en regla. ¡He dicho que iba a comprarte, y te compraré!
—¡Salga de aquí! ¡Está usted borracho! —gritó Gania, poniéndose
encarnado y pálido alternativamente.
Una explosión de murmullos acogió aquella frase. Hacía rato que la banda
de Rogochin no esperaba más que una provocación para intervenir. Lebediev
inclinándose al oído de Parfen Semenovich, le habló con animación.
—¡Es verdad, funcionario! —gritó Rogochin—. ¡Es verdad! ¡Tienes razón,
aunque estés como una cuba! ¡Hagámoslo así! Nastasia Filipovna —dijo con
la expresión de un maníaco, pasando súbitamente de la timidez a la insolencia
—, aquí tiene dieciocho mil rublos.
Y mientras hablaba lanzó ante ella, sobre la mesa, un montón de billetes
contenidos en un papel blanco atado con un cordón. —¡Ahí los tiene! Y luego habrá más…
No era aquello exactamente lo que se había propuesto decir, pero no se
atrevió a expresar del todo su pensamiento.
Lebediev tornó a hablar en voz baja al oído de Rogochin.
—¡No, no! —se le oyó cuchichear con aire consternado.
Se comprendía que la magnitud de la suma asustaba al empleadillo y que
proponía empezar ofreciendo una cifra mucho más baja.
—No, amigo mío, tú no entiendes de esto… Y además, tú y yo somos dos
imbéciles —respondió Rogochin, estremeciéndose bajo la airada mirada de
Nastasia Filipovna—. ¡He hecho mal en escucharte! ¡Me has obligado a
cometer una tontería! —exclamó con tono que delataba un profundo
arrepentimiento.
Viendo el aspecto abatido de Rogochin, Nastasia Filipovna prorrumpió en
una carcajada.
—¿Dieciocho mil rublos a mí? ¡Cómo se le nota que es un aldeano! —
exclamó con descarada insolencia alzándose del sofá cual dispuesta a irse.
Gania contemplaba aquella escena con el corazón abatido.
—¡Cuarenta mil! ¡Cuarenta mil y no dieciocho mil! —replicó Rogochin
inmediatamente—. Ptitzin y Biskup me han ofrecido entregarme cuarenta mil
esta tarde, a las siete. ¡Cuarenta mil! ¡Todos para usted!
Aquel chalaneo era francamente vergonzoso; pero Nastasia Filipovna
parecía complacerse en prolongarlo, porque seguía riendo sin marcharse. Las
dos Ivolguin se habían puesto en pie, esperando, silenciosas, el desenlace de la
situación. De los ojos de Varia brotaban relámpagos. La escena parecía haber
influido muy desagradablemente sobre Nimia Alejandrovna que temblaba y
vacilaba, como a punto de desmayarse.
—¡Si hace falta le doy cien mil! Hoy mismo pondré cien mil rublos a su
disposición. Ptitzin, procúrame esa cantidad. Tendrás una buena ganancia.
Ptitzin se acercó a Parfen Semenovich y le cogió por un brazo.
—Has perdido la cabeza —le dijo en voz baja—. Hazte cargo de la casa en
que te encuentras. Estás borracho. Vas a hacer que llamen a la policía.
—Fantasea bajo los efectos de la bebida —insinuó, Nastasia Filipovna.
—No fantaseo. El dinero estará preparado esta tarde. Ptitzin, usurero,
cuento contigo. Necesito cien mil rublos para esta tarde al interés que quieras.
Yo probaré que no vacilo ante nada —exclamó Rogochin, más exaltado cada
vez. Ardalion Alejandrovich, profundamente irritado, al parecer, se acercó de
pronto a Rogochin, y gritó amenazador:
—¿Quiere decirme qué significa esto?
El silencio observado hasta entonces por el general hacía harto grotesca
aquella salida imprevista. Se oyeron risas.
—¡Vaya una ocurrencia! —dijo Rogochin, con una carcajada—. Ea, buen
viejo, acompáñanos y te pagaremos unas copas.
—¡Qué cobardía! —exclamó Kolia, con lágrimas de vergüenza y de
indignación.
—¿Es posible que no haya entre todos un hombre capaz de echar de casa a
esa desvergonzada? —gritó bruscamente Varia, temblando de cólera.
—¡Me ha llamado desvergonzada! —comentó Nastasia Filipovna con
jovialidad despectiva—. ¡Y yo que venía, como una tonta, a invitarlas a mi
velada! ¡Mire cómo me trata su hermana, Gabriel Ardalionovich!
El arranque de Varia había dejado abrumado a Gania por un momento.
Pero ahora, viendo que Nastasia Filipovna iba a marcharse en realidad, se
lanzó a su hermana como un energúmeno y le cogió la mano.
—¿Qué has hecho? —aulló, mirándola de tal modo que parecía resuelto a
darle de golpes.
Estaba realmente fuera de sí; era incapaz de todo raciocinio.
—¿Qué he hecho? ¿Por qué tiras de mí? ¿Quieres que vaya a pedirle
perdón después de haberse presentado aquí para insultar a tu madre y
deshonrar tu casa, miserable? —respondió Varia, mirando a su hermano con
expresión soberbia y provocativa.
Por unos momentos ambos permanecieron frente a frente. Gania seguía
oprimiendo la mano de su hermana entre la suya. Por dos veces, Varia intentó
soltarse y al fin, ante la impotencia de sus esfuerzos, enfurecióse y escupió en
la cara a su hermano.
—¡Valiente muchacha! —gritó Nastasia Filipovna—. ¡Bravo, Ptitzin! ¡Le
felicito!
Una nube oscureció los ojos de Gania. Perdiendo el dominio de sí mismo,
alzó la mano sobre el rostro de su hermana. Pero cuando iba a descargar el
golpe, un brazo sujetó el suyo. Michkin acababa de interponerse.
—¡Basta, basta! —gritó con firmeza, aunque su extraordinaria agitación le
hacía temblar de cabeza a pies.
—¿Es que he de encontrarte eternamente en mi camino? —clamó Gania,en el paroxismo de la ira.
Y soltando a su hermana asestó al príncipe un violento bofetón.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Kolia, golpeándose las manos.
Por todas partes se elevaron exclamaciones. Michkin palideció. Miró a
Garúa fijamente con una viva expresión de reproche, sus labios temblorosos
hicieron un esfuerzo para hablar y al fin se contrajeron en una extraña sonrisa.
—Es igual. Siendo a mí no me importa… Pero no habría tolerado que
maltratase a su hermana —murmuró al fin.
Y luego, como si el ver a Gania le causase dolor, se apartó de él y,
cubriéndose el rostro con las manos, se retiró a un rincón, volvió el semblante
hacia la pared y murmuró, con voz entrecortada:
—Esta acción ha de avergonzarle mucho, Gabriel Ardalionovich.
Gania parecía aterrorizado. Kolia estrechó a Michkin entre sus brazos y le
colmó de consuelos. Tras él fueron a agruparse en torno a Michkin, Rogochin,
Vania, Ptitzin, Nina Alejandrovna y todos los demás, sin exceptuar al general
Ivolguin.
—¡No es nada, no es nada! —decía el príncipe, siempre con la misma
extraña sonrisa en los labios.
—¡Gania se arrepentirá! —gritó Rogochin—. ¡Debía darte vergüenza,
Gania, haber pegado a este… corderito! —reprochó, sin encontrar frase más
adecuada—. Querido príncipe, escúpele a la cara y vente conmigo. ¡Ya verás
cómo sabe querer Rogochin!
Nastasia Filipovna había quedado también muy impresionada por la
conducta de Gania y la reacción del príncipe. Su falsa alegría, que tan poco
armonizaba con su rostro habitualmente pálido y soñador, pareció dejar el sitio
a un sentimiento nuevo. Se advertía, sin embargo, que la joven quería luchar
contra tal impulso y conservar su expresión irónica.
—Realmente, creo haber visto su cara en algún sitio —observó de pronto
con acento grave, recordando que ya se le había ocurrido antes la misma idea.
—¿No le da vergüenza obrar de ese modo? ¿Es posible que sea usted lo
que finge ser, Nastasia Filipovna? —exclamó el príncipe repentinamente.
Aquellas palabras de censura y la emoción sincera con que Michkin las
pronunció, sorprendieron a Nastasia Filipovna. Sin duda para disimular,
sonrió, aunque algo turbada, lanzó una mirada a Gania y se fue del salón. Pero
antes de llegar a la antesala volvió de improviso, cogió la mano de Nina
Alejandrovna y se la llevó, a los labios. —El príncipe me ha comprendido: no soy en efecto así —murmuró con
voz conmovida y precipitada, mientras un súbito rubor coloreaba su rostro.
Y girando sobre sus talones, salió tan de prisa que nadie pudo acertar el
motivo de que hubiese vuelto a entrar. Solamente se le había visto dirigirse en
voz alta a Nina Alejandrovna y se había creído observar que le besaba la
mano. Pero ni un solo detalle de esta rápida escena había escapado a Varia, y
cuando la visitante se fue, la joven la miró con sorpresa.
Gania, recuperando la conciencia de sí mismo, se precipitó en pos de
Nastasia Filipovna y pudo alcanzarla en la escalera.
—No me acompañe —dijo ella—. Hasta la noche. No deje de acudir.
Él tornó al piso, turbado, inquieto, oprimido por un enigma que gravitaba
sobre su ánimo más pesadamente que nunca. El recuerdo de la ofensa inferida
a Michkin relampagueó en su cerebro. A su lado pasó como una tromba toda
la banda de Rogochin, que salía hablando acaloradamente. En la precipitación
de su marcha casi derribaron a Gania, quien estaba tan absorto que apenas lo
notó. Rogochin iba acompañado por Ptitzin, a quien interpelaba con
vehemencia, al parecer sobre algo muy importante.
—¡Has perdido, Gania! —gritó al salir.
Gabriel Ardalionovich siguióle con ojos preocupados hasta que le vio
desaparecer.
XI
El príncipe abandonó el salón y se retiró a su cuarto, donde Kolia acudió a
consolarle. El pobre muchacho, ahora, parecía incapaz de separarse de
Michkin.
—Ha hecho usted bien en irse de la sala —dijo—. Ahora la cosa se va a
poner más agria todavía. Esta es nuestra existencia diaria. ¡Y todo por culpa de
esa Nastasia Filipovna!
—Veo que aquí tienen ustedes bastantes penas, Kolia —dijo Michkin.
—Sí, muchas. Pero no merece la pena hablar de nosotros. Si sufrimos es
por nuestra culpa. En cambio, yo tengo un íntimo amigo… ¡y ése sí que es
desgraciado! ¿Quiere usted que se lo presente?
—Con mucho gusto. ¿Es algún camarada suyo?
—Sí, casi un camarada. Ya se lo explicaré todo más adelante. Dígame: ¿qué le parece Nastasia Filipovna? ¿Verdad que es muy hermosa? Yo no la
había visto nunca, y no por falta de ganas. Y me ha deslumbrado. Si Gania se
casase con ella por amor, se lo perdonaría, pero ¡qué haya de recibir dinero!
¡Eso es deplorable!
—No simpatizo mucho con su hermano.
—¡No me extraña! Después que… Pero yo no miro esas cosas como
suelen mirarse. Porque un loco, un imbécil, o un granuja, en un paroxismo de
locura, dé una bofetada a alguien, éste ya queda deshonrado para toda la vida,
a menos que lave la injuria con sangre o su agresor le pida perdón de rodillas.
Esto, para mí, es absurdo y despótico. «La mascarada» de Lermontov se funda
en esto, mas, a mi juicio, es una estupidez. O, mejor dicho, quiero indicar que
no es natural. Claro que Lermontov era casi un niño cuando escribió ese
drama…
—Su hermana me parece una mujer muy agradable.
—Es muy valiente. ¡Hay que ver cómo ha escupido a Gania en la cara!
Usted no ha hecho lo mismo, aunque estoy seguro de que no por falta de valor.
Pero mírela: ahí viene. En hablando del rey de Roma… Ya sabía yo que
vendría: es una mujer muy noble, aunque tiene sus defectos…
Varia comenzó por increpar a su hermano.
—¡Ea, largo de aquí! Éste no es tu sitio. Vete con papá. ¿Le ha molestado
Kolia, príncipe?
—No, al contrario.
—¡Ya estás con ganas de gruñir, Varia! Esto es lo que tienes de malo. Por
cierto que yo pensaba que papá se había ido con Rogochin. Seguramente
lamenta ya no haberle acompañado. Voy a ver qué hace —dijo Kolia, saliendo.
—Gracias a Dios, he convencido a mamá de que se acueste y no ha habido
más disputas —manifestó Varia—. Gania está avergonzado y muy deprimido.
Y tiene motivos para estarlo. ¡Qué lección! He venido, príncipe, para darle las
gracias y para hacerle una pregunta. ¿No conocía usted antes a Nastasia
Filipovna?
—No, no la conocía.
—Entonces, ¿cómo le ha dicho que no es lo que finge? Parece que ha
adivinado usted. Es muy posible, en efecto, que esa mujer no sea así. ¡Pero no
seré yo quien me ocupe en descifrar su carácter! Es evidente desde luego que
acudía con intención de molestarnos. He oído antes de ahora contar ciertas
cosas extrañas a propósito de ella. Y, si quería invitarnos, ¿por qué empezó
mostrándose grosera con mamá? Ptitzin la conoce bien y afirma que no
comprende la conducta de que alardeó al principio. Y luego, ese Rogochin… Una mujer que se respete no puede tener una conversación así en casa de su…
Mamá está muy inquieta por usted…
—No hay motivo —dijo Michkin, con un expresivo ademán.
—¡Hay que ver lo dócil que esa mujer ha estado con usted, príncipe!
—¿Dócil?
—Usted le ha dicho que era una vergüenza para ella obrar así e
inmediatamente ha cambiado por completo. ¡Tiene usted mucha influencia
sobre ella! —comentó Varia, con una leve sonrisa.
Se abrió la puerta y con gran sorpresa de los interlocutores, Gabriel
Ardalionovich entró en la habitación.
La presencia de su hermana no le desconcertó en lo más mínimo.
Permaneció unos instantes en el umbral y después adelantó resueltamente
hacia Michkin.
—Príncipe, he cometido una cobardía. Perdóneme, amigo mío —dijo con
acento emocionado.
Su semblante expresaba vivo sufrimiento. El príncipe le miró con
extrañeza y no contestó.
—¡Perdóneme, perdóneme! —suplicó Gania ¡Si quiere, le besaré la mano!
Michkin, muy enternecido, tendió los brazos a Gania, sin decir palabra.
Los dos se abrazaron con un sentimiento sincero.
—Yo distaba mucho de juzgarle mal —manifestó el príncipe, respirando
con dificultad—. Pero me parecía usted incapaz de…
—¿Incapaz de reconocer mis errores? Y, por mi parte, ¿de qué había
sacado yo antes que era usted un idiota? Usted siempre repara en lo que no
reparan los demás. Con usted se podría hablar de… Pero más vale callar.
—Hay otra persona ante la que debe usted reconocerse culpable —dijo
Michkin, señalando a Varia.
—La enemistad de mi hermana conmigo es definitiva ya. Esté seguro,
príncipe, de que hablo con fundamento. Aquí nunca se perdona nada
sinceramente —replicó Gania con viveza, apartándose de Varia.
—Te engañas —dijo Varia—. Sí, te perdono.
—¿E irás esta noche a casa de Nastasia Filipovna?
—Iré si me lo exiges, pero yo soy la que te pregunto: ¿No crees
absolutamente imposible que la visite en las circunstancias actuales? —No. Nastasia Filipovna es muy amiga de plantear enigmas. Pero todo ha
sido un juego.
Y Gania sonrió con amargura.
—Ya sé que esa mujer no es así y que todo ello constituye un juego por su
parte. Pero, ¡qué juego! ¿No ves, además, por quién te toma, Gania? Cierto
que ha besado la mano de mamá; admito también que su insolencia fuera
ficticia; mas, aparte eso, hermano, se ha burlado de ti. Te aseguro que setenta y
cinco mil rublos no compensan semejante cosa. Te hablo así porque sé que
eres aún capaz de sentimientos nobles. Tampoco tú debieras ir. Ten cuidado.
Esto no puede terminar bien.
Y Varia, muy agitada, salió precipitadamente de la habitación.
—He aquí el modo de ser de los de esta casa —dijo Gania, sonriendo—.
¿Es posible que imaginen que yo ignoro todo lo que me predican? ¡Lo sé tan
bien como ellos!
Y se sentó en el diván con evidente deseo de alargar la visita.
—Entonces yo me pregunto —repuso Michkin con timidez— cómo puede
ser que esté usted decidido a afrontar un tormento así sabiendo que setenta y
cinco mil rublos no lo compensan.
—Yo no hablaba de eso —murmuró Gania—. Pero ya que viene a
propósito, dígame: ¿Cree usted que setenta y cinco mil rublos valen la pena de
sufrir ese «tormento»?
—A mi juicio, no.
—Ya sabía que usted opinaría así. ¿Y cree vergonzoso casarse en esas
condiciones?
—Muy vergonzoso.
—Pues sepa usted que me casaré, y que ahora estoy absolutamente
decidido. Hace un rato aún titubeaba, pero ahora, no. No me haga
observaciones. Todo lo que usted pueda decirme lo sé de antemano.
—No; lo que voy a decirle no se le ha ocurrido. A mí me extraña mucho su
extraordinaria certeza.
—¿De qué?
—De que Nastasia Filipovna no pueda dejar de casarse con usted. Su
seguridad de que el asunto es cosa arreglada. Y aun admitiendo que se case
con ella, me sorprende verle tan seguro de recibir los setenta y cinco mil
rublos. Desde luego hay en este caso muchos detalles que ignoro…
Gania, con un brusco movimiento, se acercó a Michkin. —Claro: no lo sabe usted todo —dijo—. ¿Por qué había de resignarme yo
a esa carga de no mediar dinero?
—Me parece que casos así se producen con mucha frecuencia: uno se casa
por interés y el dinero queda en manos de la esposa.
—En este caso, no… Aquí median… median circunstancias especiales —
repuso Gania, tomándose pensativo y preocupado—. Y en cuanto a la
contestación de ella no hay duda alguna —se apresuró a añadir—: ¿De qué
saca usted en limpio que puede negarme su mano?
—No sé sino lo que he visto. También Bárbara Ardalionovna le ha
manifestado hace un momento…
—Las palabras de mi hermana no tienen importancia. No sabe lo que dice.
Y respecto a Rogochin, estoy seguro de que Nastasia Filipovna se ha burlado
de él. Me he dado muy buena cuenta… Era evidente. Antes he tenido cierto
temor, pero ahora lo veo todo con claridad. Acaso me objete usted que su
modo de comportarse con mis padres y con Varia…
—Y con usted.
—Lo admito. Pero en todo esto hay un antiguo rencor femenino, y nada
más. Nastasia Filipovna es una mujer terriblemente irascible, vengativa y
orgullosa. ¡Parece un empleado pospuesto en el ascenso! Ella quería alardear
de su desprecio por mí y por mí, no lo niego… Y sin embargo, se casará
conmigo. Usted no tiene idea de las comedias que el amor propio sugiere al
ser humano. Nastasia Filipovna me considera despreciable, porque me caso
únicamente por el dinero con una mujer que ha sido de otro hombre, y no sabe
que cualquiera en mi caso se portaría mucho más vilmente, parque se
aproximaría a ella dirigiéndole discursos liberales y avanzados, explotando
hábilmente la cuestión de los derechos femeninos, haciendo creer sin
dificultad a esa necia vanidosa que sólo deseaba casarse con ella por su
«nobleza de alma» y por su «desgracia», cuando, en fin de cuentas, se casaría
con ella por el dinero. Lo que la indigna es que yo no finja cuando convendría
fingir. Ella, a su vez, ¿qué hace sino lo mismo que yo? Así, pues, la conclusión
es ésta: ¿por qué me desprecia y finge de ese modo? Porque yo, en vez de
humillarme, le he dado pruebas de orgullo. ¡Pero ya veremos!
—¿La amó usted antes de esto?
—Al principio, sí. Pero ya, no. Hay mujeres muy buenas como amantes y
detestables como esposas. No quiero decir, entiéndame, que yo haya sido
amante de Nastasia Filipovna. Si se propone vivir en paz conmigo, yo viviré
en paz con ella. Pero si se rebela la abandonaré llevándome el dinero. No
quiero hacer el ridículo; sobre todo, no quiero hacer el ridículo. —Sigo creyendo que Nastasia Filipovna es inteligente —dijo Michkin, no
sin temor de ofender a Gania—. ¿Por qué acepta este matrimonio pudiendo
prever las tribulaciones que la esperan? Le cabría casarse con otro… Eso es lo
que me extraña.
—Hay ciertas razones… Usted no lo sabe todo, príncipe… Es que…
Además, está convencida de que la amo con locura, se lo aseguro. Incluso me
inclino a creer que ella me quiere a su modo. Ya conoce usted el proverbio:
«Quien bien te quiere, te hará llorar». Ella me considerará siempre como un
bellaco (y puede que sea lo que le convenga en el fondo), pero a pesar de todo
me amará a su manera. Y está preparándose para ello: tal es su carácter. Es una
verdadera rusa, se lo juro, príncipe. Pero yo le preparo una sorpresa. Aunque
impremeditadamente, la escena de antes con Varia ha resultado oportuna para
servir mis intereses. Nastasia Filipovna ha tenido así la prueba de mi devoción
por ella, devoción que me llevó, en apariencia, a mostrarme dispuesto a
romper todos los vínculos con mi familia. Esté usted seguro de que no soy un
necio… Pero sí dirá usted que soy un charlatán, ¿no? Quizá yo no acierte,
querido príncipe, al hacerle estas confidencias, mas me he lanzado sobre usted,
porque es el primer hombre honrado que he conocido. Al decirle que me he
lanzado sobre usted no pretendo hacer un juego de palabras. No está usted
disgustado ya conmigo por lo de antes, ¿verdad? Acaso sea ésta la primera vez
desde hace dos años que hablo con el corazón en la mano. Créame que aquí
padecemos una terrible escasez de personas honorables. Ninguno supera en
honradez a Ptitzin… ¡Figúrese! Creo que se ríe usted… Pero, ¿no sabe que los
granujas estiman a la gente honrada? Y yo… Aunque, por otra parte, ¿por qué
he de ser yo un granuja? Dígame con franqueza, ¿me cree usted un granuja?
¿Por qué me califican todos así, empezando por Nastasia Filipovna? Mas, ya
que lo hacen, sigo el ejemplo de ellos y de ella y me califico de granuja
también. ¡Adelante, pues, con la granujería!
—Desde ahora, yo no lo consideraré nunca de tal modo —dijo Michkin—.
No hace mucho le juzgaba un malvado, y sus palabras presentes me producen
una gran alegría. Esto es una lección, e indica que no se puede juzgar con
ligereza. Ya veo, Gabriel Ardalionovich, que usted, lejos de ser un malvado,
no puede ser considerado ni aun como un hombre muy corrompido. Mi
opinión es que usted es una de las personas más corrientes que existen. Si por
algo se distingue, es por una gran flaqueza de carácter y por una falta absoluta
de originalidad.
Gania sonrió para sí, con sarcasmo, pero no habló. Michkin comprendió
que su opinión había desagradado a su interlocutor y calló también, confuso.
—¿Le ha pedido dinero mi padre? —interrogó Gania de repente.
—No. —Se lo pedirá, pero no se lo dé. Antes mi padre era un hombre
correctísimo, lo recuerdo bien. Frecuentaba la mejor sociedad. Mas ¡qué
pronto empieza la decadencia de estos señores tan correctos, cuando llegan a
viejos! Al primer revés de fortuna, se opera en ellos una transformación
completa. Antaño, se lo aseguro, mi padre no mentía jamás; apenas si era un
poco más entusiasta de lo debido. ¡Y vea en lo que ha venido a parar! La culpa
es del vino, sin duda. ¿No sabe usted que tiene una querida? De modo que no
es ya un mero charlatán inofensivo. No comprendo la paciencia de mamá, ¿Le
ha contado ya mi padre el asedio de Kars? ¿No le ha dicho que tenía un
caballo gris que hablaba? Se ve que no ha tenido tiempo todavía…
Y Gania rompió en una franca carcajada.
—¿Por qué me mira usted así? —preguntó bruscamente al príncipe.
—Porque me sorprende verle reír tan sinceramente. Tiene usted, en
realidad, una alegría casi infantil. Cuando ha venido a reconciliarse conmigo y
me ha dicho: «Si quiere, le besaré la mano», he pensado que un niño no habría
podido portarse de otro modo… Es usted, pues, capaz de hablar y proceder
todavía con la candidez de la infancia. Luego, de improviso, me habla usted de
sus tenebrosos proyectos concernientes a los setenta y cinco mil rublos.
Verdaderamente, todo ello me parece absurdo e increíble.
—¿Y qué quiere deducir de eso?
—Que se lanza usted atolondradamente a la empresa y que haría bien en
pensarlo dos veces. Puede que Bárbara Ardalionovna tenga razón.
—¡Ah, ahora salimos con la moral! —replicó vivamente Gania—. Ya sé
que soy un muchacho, y lo acredito por el simple hecho de haber entablado tal
conversación con usted. Pero no me lanzo por cálculo a este tenebroso asunto,
príncipe —continuó el joven, herido en su amor propio e incapaz ya de
dominar sus palabras—. Si hiciese un cálculo, seguramente me engañaría,
porque soy muy débil aún de mente y de carácter. Obedezco a una pasión y a
un impulso que para mí son antes que todo lo demás. Usted cree que una vez
en posesión de los setenta y cinco mil rublos yo me apresuraré a comprar un
coche. No: entonces concluiré de usar este abrigo viejo que llevo hace tres
años y renunciaré a todas mis amistades del círculo. Seguiré el ejemplo de los
que han triunfado. A los diecisiete años, Ptitzin dormía al raso y vendía
cortaplumas. Empezó con un kopec y ahora posee sesenta mil rublos. Pero,
¡hay que ver lo que le ha costado llegar a ello! Esos principios penosos son los
que quiero evitar. Empezando ya con un capital, de aquí a quince años podrá
decir la gente: «Ese es Ivolguin, el rey de los judíos». Usted opina que esto
carece de originalidad, que es mera flaqueza de carácter, que no poseo talentos
particulares, que soy un hombre corriente… Usted me ha hecho el honor de no
considerarme un granuja y no sabe que le hubiera golpeado de buena gana en recompensa de su buena opinión. Me ha ofendido usted más cruelmente que
Epanchin, que me juzga capaz de venderle mi mujer (y observe que esa
conjetura por parte suya es completamente gratuita, ya que nunca se ha tratado
de semejante cosa entre nosotros, ni ha procurado siquiera inducirme a ello, de
modo que sólo lo cree porque él mismo es un ingenuo en el fondo). Todo esto
me trae muy disgustado hace tiempo, amigo. Yo necesito dinero. Una vez rico,
entérese, seré un hombre muy original. Lo que el dinero tiene de más vil y
despreciable es que incluso proporciona talentos. Y los proporcionará mientras
el mundo sea mundo. Usted dirá que todo esto son chiquilladas y acaso
novelería. Pues, entonces, resultará doblemente divertido para mí. Haré lo que
me propongo. «Rira bien qui rira le dernier». ¿Por qué cree usted que
Epanchin me ofende de ese modo? ¿Por maldad? Nada de eso. Sólo porque
soy un Don Nadie en la sociedad. Pero luego… En fin, ya hemos hablado
bastante: he visto asomar dos veces la nariz de Kolia, lo que quiere decir que
la mesa está servida. Me voy a comer. Acudiré a hablarle con frecuencia. No
se encontrará usted mal con nosotros. Desde ahora va a ser considerado como
un miembro más de la familia. Pero, fíjese en esto, no se le ocurra
traicionarme. Creo que usted y yo hemos de ser, o amigos, o enemigos.
Dígame, príncipe: si antes le hubiese besado la mano como estaba
sinceramente resuelto a hacer, ¿no cree usted que después de eso me habría
convertido en su enemigo?
Michkin reflexionó un momento y luego rompió a reír.
—Sí, se habría convertido en ello, sin duda; pero no por mucho tiempo.
Más adelante, le hubiera sido imposible conservar semejante sentimiento y me
habría perdonado.
—¡Hola! ¡Con usted hay que ser prudente! ¿Quién sabe si no es usted ya
enemigo mío? A propósito —y rio—, ya olvidaba preguntárselo… Me parece
que Nastasia Filipovna le ha gustado mucho. ¿Es cierto?
—Sí, me gusta.
—¿Está usted enamorado de ella?
—No… no.
—Vaya, se pone usted encarnado y se siente inquieto… No importa, no
importa… ¿Ve? Ya no me río. Hasta luego… Escuche: ¿sabe que Nastasia
Filipovna es una mujer virtuosa? ¿No le parece increíble? ¿Se figura que
mantiene relaciones íntimas con Totzky? ¡Nada de eso! Hace mucho tiempo
que no. ¿Y ha notado también que a veces es muy poco dueña de sí, y que hoy
ha perdido la serenidad en algunos momentos? Eso es indudable. Así son
siempre las personas amigas de dominar a los demás. Ea, adiós…
Gania salió con mucha más animación que había entrado y ya en la plenitud de su buen humor. Michkin permaneció inmóvil y pensativo durante
diez minutos.
Kolia entreabrió la puerta otra vez y asomó apenas la cabeza.
—No tengo ganas de comer, Kolia. He almorzado muy fuerte con los
Epanchin.
Kolia penetró en la habitación y tendió al príncipe un pliego doblado y
cerrado. Era una nota escrita por el general. En el rostro del muchacho se
notaba lo ingrato que le era encargarse de semejante comisión. Una vez leído
el mensaje, Michkin se levantó y cogió su sombrero.
—Es a dos pasos de aquí —dijo Kolia, confuso—. Papá está bebiendo.
Cómo se ha podido arreglar para abrirse crédito en ese establecimiento, es
cosa que no acierto a comprender. Querido príncipe, le ruego que no diga a mi
familia que le he traído esa nota. He jurado mil veces que no aceptaría tales
comisiones, poro no tengo luego el valor de negarme. Le ruego que no haga
cumplidos con papá. Dele unas pocas monedas, lo que tenga suelto, y asunto
terminado…
—Tengo interés en ver a su padre, Kolia. Quiero hablarle de un asunto…
Vamos…
XII
Kolia condujo a Michkin a la Litinaya. Allí, en un café con billar anexo,
situado en un piso bajo, Ardalion Alejandrovich se hallaba en un reservado del
rincón derecho, con el aire de un parroquiano habitual. Tenía una botella ante
sí y leía un ejemplar de la «Indépendence Beige», mientras esperaba al
príncipe. Viéndole entrar, dejó el periódico y se entregó a una explicación
prolija y verbosa de la que Michkin no comprendió casi nada, porque el
general distaba mucho de hallarse sereno.
—No llevo diez rublos sueltos —atajó Michkin—. Tome este billete de
veinticinco, cámbielo y deme los quince que sobran, porque si no me quedo
sin un groch.
—Por supuesto. Ahora mismo…
—Aparte eso quiero pedirle un favor… ¿No ha estado usted nunca en casa
de Nastasia Filipovna?
Ardalion Alejandrovich sonrió con irónica y triunfal fatuidad.
—¿Qué si no he estado en su casa? ¿Es posible que me lo pregunte? ¡Varias veces, querido, varias veces! Pero finalmente he dejado de visitarla
porque no quiero formar una unión inadmisible. Usted mismo lo ha visto y ha
sido testigo de ello esta mañana. He hecho cuanto debe hacer un padre… pero
un padre indulgente y benigno. Ahora va usted a saber cómo obra un padre
deferente, y entonces veremos si un militar veterano y benemérito de su patria
triunfa de la intriga o si una desvergonzada mujerzuela entra a viva fuerza en
una familia noble.
—Quería preguntarle si, como conocido, podía usted presentarme esta
noche en casa de Nastasia Filipovna. Es absolutamente preciso que la vea hoy,
porque necesito hablarle. Pero no sé cómo hacerme presentar en su casa.
Cierto que ya me conoce; mas no he sido invitado a la reunión de hoy, y hoy
precisamente la reunión es privada. Desde luego estoy dispuesto a prescindir
de ciertas conveniencias… Si logro entrar en la casa, me tiene sin cuidado que
luego se burlen de mí.
—Su idea, joven amigo, coincide en todos los puntos con la mía —
exclamó el general, encantado—. No ha sido sólo con motivo de esta
pequeñez por lo que le he llamado —añadió, sin dejar por eso de embolsarse
el billete—. Precisamente le quería proponer una expedición a casa de
Nastasia Filipovna, o, mejor dicho, contra Nastasia Filipovna. ¡El general
Ivolguin y el príncipe Michkin! ¡Habrá que ver el efecto que le causa! Con el
pretexto de una atención, la visitaré hoy, día de su cumpleaños, y entonces le
haré saber mi voluntad… Indirectamente, claro, pero para el caso será lo
mismo. Entonces Gania comprenderá cuál es su deber, y veremos si un padre
anciano, encanecido al servicio de la patria y… y todo eso… impone la razón,
o si… En fin: lo que haya de ser, será. Ha tenido usted una idea luminosa.
Iremos a las nueve; nos sobra, pues, mucho tiempo.
—¿Dónde vive Nastasia Filipovna?
—Bastante lejos. En la casa Mitovtzov, cerca del Gran Teatro, en el primer
piso. A pesar de ser el día de su cumpleaños, no habrá mucha gente y todos se
retirarán pronto.
Había anochecido hacía rato y aún continuaba el príncipe allí, escuchando
la charla del general, quien iniciaba infinitos relatos sin terminar ninguno. Al
llegar Michkin, Ivolguin había encargado una botella más, que bebió en una
hora. Luego pidió otra, que vació igualmente. Era presumible que en el curso
de sus libaciones el general habría tenido tiempo de narrar toda su historia.
Al fin, el príncipe se levantó diciendo que no podía esperar más. Ardalion
Alejandrovich bebió las últimas gotas restantes en la botella y salió,
tambaleándose, de la habitación.
Michkin se sentía desesperado. No acertaba a comprender cómo había tenido la necia ocurrencia de confiar en el general. En el fondo nunca aguardó
de éste sino que le introdujera en casa de Nastasia Filipovna, aunque fuese a
costa de cierto escándalo, pero el escándalo amenazaba sobrepasar las
calculadas previsiones de Michkin. Ardalion Alejandrovich, perfectamente
ebrio, dirigía a su compañero toda clase de discursos facundiosos y
sentimentales, desbordándose en recriminaciones contra su familia, ya que el
mal arrancaba, a su juicio, de la mala conducta de todos ellos, y había llegado
el momento de poner límites a la situación.
Al cabo, se hallaron en la Litinaya. Continuaba el deshielo. Un viento tibio
e insalubre azotaba las calles. Los vehículos salpicaban pelladas de barro. Los
cascos de los caballos herían el suelo con metálico rumor. Una multitud de
gentes mojadas y cabizbajas circulaba por las aceras. De vez en cuando
cruzaba algún beodo.
—¿Ve usted esos pisos principales tan brillantemente iluminados? —dijo
Ivolguin—. Todos pertenecen a camaradas míos, y yo que he servido y sufrido
más que cualquiera de ellos, voy a pie hasta el Gran Teatro para visitar a una
mujer de reputación dudosa. ¡Un hombre que tiene trece balas en el pecho…!
¿No lo cree? Pues, sin embargo, fue exclusivamente por mí por quien el doctor
Pirogov telegrafió a París, abandonando adrede Sebastopol en la época del
sitio. Nélaton, el médico de la Corte de Francia, obtuvo un salvoconducto en
nombre de la ciencia y entró para curarme en la ciudad asediada. Los primeros
personajes del Imperio supieron lo que ocurría: «¡Ah —dijo—, Ivolguin tiene
trece balas en el pecho!». ¡Así se hablaba de mí! ¿Ve esta casa, príncipe? En el
primer piso habita un antiguo camarada mío, el general Sokolovich; en unión
de su familia, muy noble y numerosa, por cierto. Esta familia, con otras tres de
la Perspectiva Nevsky y dos de la Morskaya, son todas las relaciones que
conservo ahora… Quiero decir relaciones personales. Nina Alejandrovna se ha
sometido hace tiempo a las circunstancias. Yo continúo acordándome…, y, por
así decirlo, desenvolviéndome en un círculo escogido, compuesto por antiguos
compañeros y subordinados que me veneran, literalmente. A este general
Sokolovich hace algún tiempo que no le visito, como tampoco a Ana
Fedorovna. Usted sabe, querido príncipe, que cuando uno mismo no recibe en
su casa se abstiene, aun sin darse cuenta, de acudir a las de los demás. Pero
observo que parece usted dudar de lo que digo. Y, sin embargo… ¿Qué
inconveniente puede haber en que yo presente en casa de esta amable familia
al hijo del compañero de mi infancia? ¡El general Ivolguin y el príncipe
Michkin! Conocerá usted a una joven impresionante… ¿Qué digo una? Verá
dos, tres incluso, que son la flor de la sociedad y la crema de la capital.
Apreciará en ellas hermosura, educación, inteligencia, comprensión de la
cuestión feminista, poesía… Y todo reunido en una mezcla feliz. Sin contar
con que cada una de ellas tiene lo menos ochenta mil rublos de dote, lo cual no
estorba nunca, pese a las cuestiones feministas o sociales… En resumen, es absolutamente necesario que le presente en esta casa; ello constituye para mí
un deber, una obligación… ¡El general Ivolguin y el príncipe Michkin!
¡Figúrese!
—Pero, ¿ahora? ¿Ha olvidado usted…? —comenzó Michkin.
—¡Venga, venga, príncipe! No olvido nada. Es aquí, en esta soberbia
escalera. Me extraña no ver al portero; pero es fiesta y debe de haber salido.
¿Cómo no habrán despedido aún a ese borracho? Sokolovich me debe a mí, a
mí solo, todo su éxito en la vida y en el servicio… Ea, ya estamos.
El príncipe, sin objetar más, siguió dócilmente a su compañero, tanto por
no incomodarle como con la firme esperanza de que el general Sokolovich y
su familia se desvaneciesen totalmente cual un engañoso espejismo, lo que
pondría a los visitantes en la precisión de tornar a descender la escalera. Pero,
con gran horror suyo, esta esperanza comenzó a disiparse cuando notó que el
general le guiaba peldaños arriba con la precisión de quien conoce bien la casa
en que entra, dando, por ende, de vez en cuando algún detalle biográfico o
topográfico matemáticamente preciso. Cuando llegaron al piso principal y el
general empuñó la campanilla del lujoso piso de la derecha, Michkin resolvió
huir a todo evento. Pero una extraña y favorable circunstancia le detuvo.
—Se ha equivocado usted, general —dijo—. En la puerta se lee
«Kulakov», y a quien busca usted es a Sokolovich.
—¿Kulakov? Kulakov no significa nada. Este piso pertenece a Sokolovich,
y es por Sokolovich por quien preguntaré. ¡Qué cuelguen a Kulakov! Ea, ya
abren.
Se abrió la puerta, en efecto, y el criado anunció desde luego a los
visitantes que los dueños de la casa estaban ausentes.
—¡Qué lástima, qué lástima! ¡Qué desagradable coincidencia! —dijo
Ardalion Alejandrovich, con muestras de vivo disgusto—. Cuando sus señores
vuelvan, querido, dígales que el general Ivolguin y el príncipe Michkin
deseaban tener el gusto de saludarles, y que lamentan muchísimo…
En aquel instante apareció en la entrada otra persona de la casa. Era una
señora de sobre cuarenta años con un traje de color oscuro, probablemente
ama de llaves, o acaso institutriz. Oyendo los nombres del general Ivolguin y
el príncipe Michkin, se acercó con desconfiada curiosidad.
—María Alejandrovna no está en casa —dijo, examinando especialmente
al general—. Ha ido a visitar a la abuela con la señorita Alejandra Mijailovna.
—¿También ha salido Alejandra Mijailovna? ¡Dios mío, cuánto lo siento!
¡Imagine usted, señora, que siempre sucede lo mismo! Le ruego
encarecidamente que se sirva saludar de mi parte a Alejandra Mijailovna y darle recuerdos míos… En resumen, dígale que le deseo de todo corazón que
se realice lo que ella deseaba el jueves por la noche, mientras oíamos tocar una
balada de Chopin… Se acordará muy pronto… ¡Y lo deseo sinceramente! Ya
sabe: el general Ivolguin y el príncipe Michkin.
—No lo olvidaré —dijo la señora, inclinándose, con expresión más
confiada.
Mientras descendían, el general manifestó lo mucho que lamentaba que
Michkin hubiese perdido la oportunidad de conocer a aquella encantadora
familia.
—Yo, ¿sabe querido?; soy en el fondo un poco poeta. ¿No lo había
observado? Pero… pero —añadió de improviso— creo que nos hemos
equivocado. Ahora recuerdo que los Sokolovich viven en otra casa, e incluso,
si no me engaño, deben hallarse en Moscú en este momento. Sí, he cometido
un pequeño error. Mas no tiene importancia.
—Quisiera saber —dijo el príncipe, desalentado—, si no debo ya contar
con usted y si he de ir solo a casa de Nastasia Filipovna.
—¿No contar conmigo? ¿Ir solo? ¿Cómo puede usted preguntarme tal cosa
cuando eso constituye para mí una empresa importantísima, de la que depende
la suerte de todos los míos? Conoce usted mal a Ivolguin, joven amigo. Decir
Ivolguin es decir «una roca». «Ivolguin es firme como una roca», decían en el
escuadrón donde inicié mi servicio. Pero vamos a entrar primero por unos
instantes en la casa donde, desde hace algunos años, mi alma reposa de sus
inquietudes y se consuela en sus aflicciones.
—¿Quiere usted subir a su domicilio?
—¡No! Quiero… visitar a la señora Terentiev, viuda del capitán Terentiev,
mi antiguo subordinado… y mi amigo. En casa de esta señora recupero el
valor, hallo fuerzas para soportar las penas de la vida, los sinsabores
domésticos… Precisamente hoy llevo sobre mi alma un gran peso moral, y…
—Temo haber cometido una ligereza entreteniéndole esta noche —
murmuró Michkin—. Además usted, ahora… En fin: adiós…
—¡No puedo dejarle marchar así, joven amigo! ¡No, no puedo! —exclamó
el general—. Esta señora es una viuda, una madre de familia, de cuyo corazón
brotan afectuosos ecos que repercuten en todo mi ser. Visitarla es cosa de
cinco minutos. Aquí no tengo que andar con cumplidos. Estoy en mi casa,
como quien dice. De modo que me lavaré un poco y luego iremos al Gran
Teatro en un coche de punto. No puedo abandonarle en toda la noche. Ya
estamos. Pero, Kolia, ¿qué haces aquí? ¿Está en casa Marfa Borisovna? ¿O
acabas de llegar? —Llevo aquí mucho tiempo —repuso Kolia, quien se hallaba ante la
amplia puerta cuando llegaron su padre y el príncipe—. He estado haciendo
compañía a Hipólito, porque no se encuentra bien. Ha pasado en cama todo el
día. ¡En qué estado llega usted, papá! —dijo, refiriéndose al aspecto del
general y a su paso titubeante—. Vamos arriba.
El encuentro con Kolia decidió a Michkin a acompañar al general a casa de
Marfa Borisovna (aunque resuelto a no permanecer allí más que un instante),
porque necesitaba del muchacho. Respecto al general, Michkin se proponía
dejarle plantado en la casa y se reprochaba con viveza el haber pensado antes
en utilizarle. Subieron por la escalera de servicio hasta el piso cuarto, donde
habitaba la señora Terentiev.
—¿Va usted a presentar al príncipe? —preguntó Kolia, mientras subían.
—Sí, hijo mío, quiero presentarle. ¡El general Ivolguin y el príncipe
Michkin! ¡Figúrate! Pero, ¿por qué?… ¿Cómo?… ¿Es que Marfa
Borisovna…?
—Valdría más que no la visitase hoy, papá. ¡Le va a armar un escándalo!
Desde anteayer no ha asomado usted por aquí y ella esperando dinero. ¿Por
qué se lo prometió? ¡Siempre es usted el mismo! Ahora a ver cómo se arregla
para salir de esto…
Se detuvieron en el cuarto piso ante una puerta muy baja. Ardalion
Alejandrovich, evidentemente desanimado, hizo ponerse al príncipe ante él.
—Yo me quedaré aquí —balbució—. Quiero dar una sorpresa.
Kolia fue el primero en entrar. La dueña de la casa lanzó una mirada al
descansillo y entonces se produjo la sorpresa esperada por el general. Marfa
Borisovna era una señora de cuarenta años, exageradamente pintada, vestida
con una camisa moldava y calzada con pantuflas. Llevaba peinado el cabello
en varias trenzas pequeñas sobre la cabeza. Apenas advirtió la presencia de
Ivolguin rompió a gritar:
—¡Aquí está ese hombre vil y malvado! ¡Me lo decía el corazón!
Ivolguin trató de poner a mal tiempo buena cara. —Esto no tiene
importancia. Entremos —cuchicheó al oído de Michkin.
Pero la cosa tenía más importancia de la que él quería atribuirle. Cuando
los visitantes, atravesando el recibimiento bajo y sombrío penetraron en una
angosta sala amueblada con media docena de sillas de enea y dos mesitas de
juego, la señora Terentiev prosiguió sus invectivas con la voz quejumbrosa
peculiar en ella:
—¿No te da vergüenza, salvaje, tirano de mi familia, déspota, monstruo?
¡Me has despojado de todo, me has comido hasta la médula de los huesos! ¿Hasta cuándo he de ser tu víctima, hombre sin vergüenza y sin honor?
—¡Marfa Borisovna, Marfa Borisovna! Te… presento al príncipe Michkin.
El general Ivolguin y el príncipe Michkin… —balbució Ardalion
Alejandrovich; desconcertado y tembloroso.
—¿Quiere usted creer —interrumpió la señora Terentiev dirigiéndose al
príncipe— que este hombre sin pudor no ha respetado siquiera la orfandad de
mis hijos? Todo me lo ha robado, se lo ha llevado todo, lo ha vendido todo,
hipotecado todo, sin dejar nada. ¿Y qué voy a hacer ahora con tus pagarés,
hombre sin conciencia, pérfido? Responde, embustero; responde, monstruo
insaciable. ¿Con qué voy a dar ahora de comer a mis hijos huérfanos? Ahora
llega borracho como una cuba, y no puede ni sostenerse sobre las piernas…
¡Oh! ¿Por qué habré incurrido por culpa tuya en la ira divina? Contesta,
malvado, hipócrita.
El general no acertó a ponerse a la altura de la situación.
—Marfa Borisovna, ahí van veinticinco rublos. Es todo lo que puedo. Y
aun esos los debo a la generosidad de mi noble amigo, el príncipe. Me he
equivocado dolorosamente… ¡Así es la vida! Y ahora… dispénsenme, pero…
me siento débil —dijo Ardalion Alejandrovich mientras, en pie en medio de la
sala, saludaba en todas direcciones—. Me siento débil, sí… Dispénsenme…
Lenotchka, hijita, un almohadón.
Lenotchka, una niñita de unos ocho años, corrió a buscar una almohada y
la puso sobre un duro sofá de desgarrado cuero. El general se proponía decir
muchas cosas, pero, apenas instalado en el sofá, volvió la cara a la pared y se
durmió con el sueño de los justos. Marfa Borisovna, con talante ceremonioso y
afligido, ofreció una silla al príncipe junto a una mesita de juego, sentóse
frente a él, apoyó la barbilla en la mano y, mirándole fijamente, comenzó a
suspirar. Dos niñas (la mayor de las cuales era Lenotchka) y un niño pequeño
se acodaron en ella y contemplaron a Michkin. Kolia salió del cuarto contiguo.
—Me alegro mucho de haberle encontrado, Kolia —dijo el príncipe—.
¿Podía prestarme un servicio? Necesito a toda costa ver a Nastasia Filipovna.
Había pedido a su padre que me llevara, pero ya ve que se ha dormido.
¿Quiere servirme de guía? No conozco el camino; sólo sé que Nastasia
Filipovna habita cerca del Gran Teatro, en la casa Mitovtzov.
—¡Pero si Nastasia Filipovna no ha vivido nunca ahí! Además, papá no ha
estado jamás en su casa. Me extraña que se haya confiado usted a él. Nastasia
Filipovna habita cerca de la calle Vladimirsky, en Cinco Esquinas, que es un
sitio mucho más cercano. Ahora son las nueve y media. Si quiere, le
acompañaré.
Y Kolia y el príncipe salieron. Michkin no tenía siquiera dinero para tomar un coche y hubieron de encaminarse a pie.
—Quisiera —dijo Kolia— haberle presentado a Hipólito, que es el hijo
mayor de la señora que acaba usted de conocer. Está enfermo y ha pasado en
cama todo el día. Pero como es muy sensible, me ha parecido que le
disgustaría verse con usted. Ha llegado en tan mal momento… A mí eso me
avergüenza menos que a él, porque se trata de mi padre, y en el caso de
Hipólito, de su madre. La cosa es distinta; pues lo que deshonra a una mujer
no afecta al honor de un hombre. Quizá la sociedad haga mal condenando en
un sexo lo que disculpa en el otro. Hipólito es un muchacho muy inteligente,
pero esclavo de ciertos prejuicios.
—¿Dice que está tuberculoso?
—Sí, y creo que le valdría más morir cuanto antes. Yo, en su lugar,
desearía la muerte con toda mi alma. Sufre mucho pensando en la suerte de
sus hermanos, que son los niños que ha visto usted. Si él y yo tuviésemos
dinero, abandonaríamos los dos a nuestras familias y nos instalaríamos en una
casa para los dos. Ése es nuestro sueño. A propósito, ¿sabe una cosa, príncipe?
Hace poco, cuando le hablé de su caso con Gania, Hipólito se ha enojado, y
dice que ha perdido usted el honor, pues cree que quien recibe una bofetada y
no lleva a su agresor al terreno es un cobarde. Y como es muy irascible he
dejado de discutir con él… ¿Así que está usted invitado por Nastasia
Filipovna?
—A decir verdad, no.
—Entonces, ¿cómo va a visitarla? —exclamó Kolia, deteniéndose,
sorprendido, en medio de la acera—. Y además ¿piensa presentarse en una
reunión con ese traje?
—Realmente, no sé cómo me arreglaré para entrar. Si me reciben, bien. Y
si no, habrá sido un asunto fracasado. En cuanto a mi traje, ¿qué le parece que
puedo hacer?
—¿Tiene algo que resolver en casa de Nastasia Filipovna? ¿O no va más
que pour passer le temps en buena compañía?
—Mi visita tiene por objeto… Es decir, voy por un asunto que… Es difícil
explicarlo, pero…
—Sea lo que fuere, no tengo por qué entrar en ello. Lo importante para mí
es saber que no va usted allí por el mero placer de pasar el rato en una
fascinadora reunión de mujeres fáciles, generales y usureros. De ser así,
permítame que le diga, príncipe, que me parecería usted ridículo y comenzaría
a despreciarle. Aquí las personas honradas escasean terriblemente. Incluso no
hay una que merezca absoluta estimación. Uno no puede prescindir de mirar a todos con desdén, aunque todos exigen el mayor respeto, empezando por
Varia. ¿Ha notado usted, príncipe, que en nuestra época no se encuentran más
que aventureros? Y sobre todo en Rusia, nuestra querida patria. Cómo se haya
organizado todo esto, no lo sé. Los cimientos de las cosas parecen firmes, pero
¿qué sucede? Se descorren todos los velos, se pone el dedo sobre todas las
llagas, asistimos a una orgía de relaciones escandalosas. Los padres son los
primeros en rectificar sus principios, sintiéndose avergonzados de su moral a
la antigua. En Moscú ha habido un padre que exhortaba a su hijo a no
retroceder ante nada para ganar dinero. La Prensa lo ha hecho público. Fíjese
en mi padre, y vea en lo que se ha convertido. Aunque, por otra parte, le tengo
por un hombre honrado. Se lo digo de verdad. No se le puede reprochar más
que su afición al vino y a las irregularidades. ¡Sí; es como le digo! Papá
incluso me da lástima, aunque no me atrevo a decirlo, porque todos se burlan
de mí; pero me da lástima. ¿Y qué son los demás, los que se juzgan
inteligentes? ¡Todos usureros, del primero al último! Hipólito elogia la usura,
afirmando que es necesaria, hablando de movimiento económico, de afluencia
y reflujo de capitales y del diablo sabe qué más. Me duele mucho oírle decir
esas cosas, pero como sé lo amargado que está… ¡Imagine que su madre
obtiene dinero para papá y luego se lo presta a intereses semanales
exorbitantes! ¿No es una vergüenza? ¿Y sabe usted que mamá proporciona a
Hipólito toda clase de auxilios, dinero, ropa blanca, vestidos? También a
través de Hipólito ayuda a los pequeños, en vista de que su madre los
desatiende en absoluto. Varia hace lo mismo.
—Usted decía que no existen más que usureros. Vea, sin embargo, que hay
también personas de carácter vigoroso: su madre y Varia. Socorrer al prójimo
en tales condiciones, ¿no es acaso una prueba de fuerza moral?
—Varia obra así por amor propio, por ostentación, por no ser menos que
mi madre. En cuanto a mamá… sí, realmente, mamá merece respeto por ello.
La apruebo y estimo su conducta en lo que vale. El mismo Hipólito lo
reconoce por muy endurecido que tenga el corazón. Al principio se burlaba
diciendo que eso era una bajeza por parte de mamá, pero ahora hay veces en
que se siente realmente enternecido. ¡Hum! ¿Llama usted a eso fuerza moral?
Lo tendré en cuenta. Gania no cree lo que usted. Diría que eso es favorecer el
vicio.
—¿Gania no cree lo que yo? Parece que hay varias cosas que Gania no
cree —dejó escapar Michkin, que había quedado pensativo oyendo la última
frase de Kolia.
—Usted, príncipe, me agrada mucho. No se me va de la cabeza el modo
que ha tenido de proceder antes.
—También usted me es muy simpático, Kolia. —Dígame: ¿qué propósitos tiene para en adelante? Yo pienso buscar
pronto ocupación y ganar algo. Si quiere, podemos vivir los tres juntos, usted,
Hipólito y yo. Alquilaremos un piso y nos llevaremos a mi padre con nosotros.
—Sería un gran placer para mí… En fin, ya veremos… Yo ahora me siento
muy… muy confuso…, ¡Ah! ¿Ya hemos llegado? ¡Qué magnífica escalinata!
Y veo un portero… No sé qué va a resultar de aquí, Kolia.
Michkin parecía muy inquieto.
—Ya me lo contará usted mañana. No se asuste. Le deseo mucho éxito. Yo
comparto las opiniones de usted. Adiós. Voy a referir a Hipólito la proposición
que le he hecho hace poco, príncipe. En cuanto a que le reciban, no tema: le
recibirán. Nastasia Filipovna es originalísima. Suba esa escalera; es en el
primer piso. El portero le orientará mejor…
XIII
Michkin, muy inquieto mientras subía la escalera, se esforzaba en
infundirse valor.
«Lo peor que puede pasar —pensaba— es que no me reciban, o que me
juzguen mal, o que sólo me permitan la entrada para reírse en mis barbas. Pero
¿qué importa?».
Aquella posibilidad no era, en efecto, lo más temible de todo, ya que
Michkin se preguntaba también: «¿Qué voy a hacer? ¿Por qué visito esta
casa?». Y no hallaba respuesta satisfactoria a su pregunta. Podía lograr, en un
aparte, decir a Nastasia Filipovna: «No se case con Gania, porque ese hombre
haría la desgracia de usted. No la ama, sólo quiere su dinero; él mismo me lo
ha dicho y Aglaya Epanchina me ha hablado en el mismo sentido. He venido
para advertírselo». Pero aun admitiendo que lograse esto ¿podría considerar
correcta su actitud en algún sentido? La contestación era asaz dudosa. Aún
faltaba resolver otra cuestión, tan importante que el príncipe no quería pensar
en ella, ni aun osaba planearla. Cada vez que acudía a su mente, el rostro de
Michkin enrojecía y su cuerpo temblaba. Pero, pese a todas sus vacilaciones e
inquietudes, acabó subiendo y preguntando por Nastasia Filipovna.
Ésta vivía en un piso realmente magnífico, aunque no muy grande,
alquilado cinco años antes, a su llegada a San Petersburgo. En tal sentido,
Totzky se atenía a la joven. Él aún confiaba entonces en recuperar su amor y
había querido fascinarla a fuerza, principalmente, de lujo y comodidades,
sabiendo lo fácilmente que se adquieren costumbres suntuarias y lo difícil que
es prescindir de ellas después, una vez que el lujo se convierte en necesidad. En tal sentido, Totzk se atenía a la buena tradición antigua, sin tratar de
modificarla en modo alguno. Nastasia Filipovna no rehusaba el lujo y hasta la
satisfacía; pero, por extraño que pareciera, jamás se dejaba esclavizar por él.
Incluso dijérase que estaba dispuesta a prescindir en cualquier momento de
aquellas comodidades, lo que se tomó la molestia de participar a Totzky, no sin
viva confusión de éste. Había muchas cosas en Nastasia Filipovna que a él le
incitaban a desagrado y desprecio. Aparte la benignidad de Nastasia Filipovna
con las gentes vulgares que se complacía en tratar, mostraba otras extrañas
tendencias, como, por ejemplo, la de manifestar agrado en poseer el
conocimiento de cosas que una persona refinada y de buena educación no
podía ni siquiera admitir como existente. Si Nastasia Filipovna hubiese
acreditado una elegante y encantadora ignorancia del hecho de que las mujeres
campesinas no podían adquirir las ropas de batista que ella gastaba, Totzky se
hubiese sentido muy halagado. Todo el plan de la educación de la joven había
sido concebido desde el principio con miras a tal finalidad por el propio
Totzky, hombre muy entendido en aquellos respectos. Pero lo logrado era
desconcertante, porque Nastasia Filipovna conservaba, pese a todo, un modo
de ser peculiar que en tiempos había fascinado a Atanasio Ivanovich y que aun
ahora, ya olvidados todos sus ulteriores proyectos sobre ella, le atraía
vivamente.
Michkin fue recibido por una doncella (pues Nastasia Filipovna sólo tenía
mujeres a su servicio), que oyó el nombre del joven sin manifestar sorpresa
alguna, no sin bastante extrañeza por parte de él. La sirvienta no vaciló un solo
segundo ante las sucias botas de Michkin, ni ante su sombrero de anchas alas,
ni ante su capote sin mangas, ni ante su aspecto turbado. Después de ayudarle
a quitarse el abrigo, hízole pasar a una salita de espera y entró a anunciarle.
Nastasia Filipovna estaba rodeada sólo por los concurrentes más habituales
de su casa. Los invitados eran en relación a los que, de ordinario, se reunían
con ella en la misma fecha, en años anteriores. Señalemos en primer término
la presencia de Atanasio Ivanovich Totzky y de Ivan Fedorovich Epanchin.
Los dos se mostraban muy amables, pero disimulaban mal la inquietud que les
producía la espera de la decisión de la suerte de Gania. Éste se encontraba allí
también, muy sombrío e inquieto, sin preocuparse de exteriorizar gentileza
alguna, casi constantemente apartado de los demás y silencioso. No había
logrado hacerse acompañar de su hermana, mas Nastasia Filipovna no pareció
reparar en ello siquiera. En compensación, una vez cambiados con Gania los
naturales saludos, se apresuró a mencionar la escena, sucedida poco antes
entre él y Michkin. El general, ignorante de todo, quiso informarse más y
Gania, seca y discretamente, pero con plena franqueza, relató el incidente de la
mañana, añadiendo que había ido a pedir perdón al príncipe y exponiendo, en
términos categóricos, su firme creencia de que constituía un error juzgar a
Michkin un idiota, ya que él por su parte, le tenía por hombre harto sagaz. Nastasia Filipovna escuchaba con curiosidad semejante opinión, sin
separar los ojos de Gania. La conversación no tardó en recaer sobre Rogochin,
que tan considerable parte tomara en el episodio. Totzky y Epanchin se
sintieron muy interesados al oírlo. Ptitzin se hallaba en condiciones de
proporcionar amplias noticias sobre Parfen Semenovich, puesto que éste le
había hostigado hasta las nueve de la noche con insistentes requerimientos
para que el prestamista le facilitara cien mil rublos.
—Cierto que Rogochin estaba bebido —comentó Ptitzin—, pero, aunque
cien mil rublos no se encuentran así como así a la vuelta de una esquina, creo
firmemente que se los podrán procurar, si bien dudo de que los consiga hoy
íntegramente. Lo probable es que haya de contentarse con parte de la suma,
para recibir lo demás mañana. Hay varios individuos realizando la gestión:
Kinder, Trepalov y Biskup. Rogochin está dispuesto a pagar cualquier interés
que sea. Como está ebrio y acaba de heredar… —concluyó Ptitzin.
Estos informes fueron preocupación. Nastasia exteriorizar sus
pensamientos. Lo mismo le ocurría a Gania. El general Epanchin era quizá, en
su interior, el más inquieto de todos: las perlas ofrecidas como regalo por la
mañana habían sido aceptadas con fría amabilidad, casi rayana en la ironía. El
único invitado realmente alegre entre toda la reunión era escuchado con
interés, aunque no sin cierta Filipovna callaba, sin duda proponiéndose no
Ferdychenko. A veces estallaba en carcajadas extemporáneas, sin otro motivo
que el de conservar su reputación bufonesca. Totzky mismo parecía algo
violento y, aun cuando era un brillante conversador y de costumbre llevaba en
aquellas veladas el timón de las pláticas, hoy distaba mucho de acreditar
espontaneidad y buen humor. Los demás invitados, además de pocos en
número, eran positivamente incapaces, no ya de sostener una conversación
animada, sino casi de decir alguna cosa. Figuraban entre ellos un anciano
profesor, invitado Dios sabía por qué, y un desconocido muy joven a quien su
timidez condenaba a constante silencio, así como una desenvuelta dama de
cuarenta años, probablemente actriz, y una joven extraordinariamente bella,
extraordinariamente bien vestida y de una taciturnidad no menos
extraordinaria.
Así, pues, la aparición del príncipe fue muy oportuna. El anuncio de su
visita produjo viva sorpresa. Cuando el rostro algo extrañado de Nastasia
Filipovna hizo comprender que no había invitado a Michkin se produjeron
varias sonrisas muy expresivas. Pero la dueña de la casa, después de su
asombro, exteriorizó repentinamente tanta satisfacción, que la mayoría de los
asistentes se dispusieron a recibir con regocijo al visitante inesperado.
—Aunque su presencia es atribuible a su ingenuidad —dijo Epanchin—, y
aunque podría resultar peligroso alentar tales inclinaciones, en este caso el
príncipe ha hecho bien en venir, por original que sea su modo de presentarse. Si la idea que me he formado de él no es equivocada, es incluso posible que
nos divierta bastante.
—Tanto más cuanto que se ha invitado a sí mismo —acrecentó
Ferdychenko.
—¿Qué quiere usted decir con su observación? —preguntó secamente el
general, que sentía fuerte antipatía por el desagradable personaje.
—Que debe pagar su entrada —explicó el último. El general no pudo
contenerse y respondió:
—En todo caso, sepa que el príncipe Michkin no es un Ferdychenko.
El hallar a Ferdychenko en un salón y verle colocado en pie de igualdad
con él era cosa a la que el general no había podido acostumbrarse aún.
—Vamos, general, deje en paz a Ferdychenko —sonrió su interlocutor—.
A mí me asisten derechos especiales.
—¿Cuáles son?
—Ya tuve el honor de exponerlos con claridad, en la pasada reunión, a los
presentes. Hoy volveré a hacerlo para informar a Vuestra Excelencia. Escuche,
general: todos tienen ingenio y yo no tengo ninguno. De modo que me está
permitido decir la verdad, porque todos saben que sólo dicen la verdad los que
carecen de ingenio. Soporto pacientemente todas las ofensas, hasta la primera
desgracia de mi ofensor. En cuanto sufre algún fracaso, lo aprovecho para
vengarme. Entonces le doy de coces, como dice Ivan Petrovich Ptitzin,
advirtiendo que desde luego, nunca cocea a nadie. ¿Conoce usted, Excelencia,
esa fábula de Krilov que se titula «El león y el asno»? Pues esos somos usted y
yo; la fábula parece escrita para nosotros.
—Creo que empieza usted a decir tonterías, Ferdychenko —declaró el
general, excitándose un tanto.
—¿Por qué, Excelencia? Tranquilícese, sé que no debo salirme de mi lugar.
Si he dicho que usted y yo éramos el león y el asno de Krilov ha sido, desde
luego, atribuyéndome el papel de asno. Vuecencia es el león que menciona la
fábula.
«Un potente león, espanto de las selvas,
por la vejez privado de sus fuerzas antiguas…»
En cuanto a mí, Excelencia, yo soy el asno.
—En lo último concuerdo —dijo Ivan Fedorovich, conteniendo su enojo.
Todo aquello era de mal gusto y premeditado, sin duda, pero a
Ferdychenko se le consentía siempre desempeñar a su albedrío el papel debufón.
—Si se me deja entrar aquí y se me tolera —había explicado una vez— es
únicamente porque hablo de este modo. Porque, ¿acaso sería posible, de lo
contrario, recibir a un hombre como yo? ¡Me hago perfecto cargo de ello!
¿Acaso es lógico que yo, un Ferdychenko, me siente al lado de un caballero
tan distinguido como Atanasio Ivanovich? Eso sólo tiene una explicación
posible: la de que se me sienta a su lado precisamente porque se trata de una
cosa inaudita.
Aunque groseras y a veces hasta ofensivas, o quizá por ello, semejantes
ocurrencias parecían complacer a Nastasia Filipovna. Los que deseaban
frecuentar su salón habían de aceptarlo con la añadidura de Ferdychenko.
Quizá éste acertara suponiendo que sólo se le recibía por molestar a Totzky,
quien, desde el principio, había sentido por Ferdychenko viva repulsión. En
cuanto a Gania, era blanco frecuente también de los sarcasmos de aquel
hombre, el cual sabía que con sus ataques al joven se granjeaba la
benevolencia de Nastasia Filipovna.
—Propongo que el príncipe comience por cantar una canción de moda —
dijo Ferdychenko mirando a la dueña de la casa para compulsar su opinión.
—Pues yo no pienso lo mismo, Ferdychenko. Y le ruego que se contenga
—dijo ella con sequedad.
—Desde el momento en que usted dispensa al príncipe su particular
protección, yo seré discreto con él.
La joven, sin atenderle, se levantó para recibir en persona al visitante.
—Lamento haber olvidado invitarle esta mañana, en la precipitación de mi
marcha —dijo al verle—. Celebro que me haya dado usted ocasión de
agradecer y aplaudir su visita.
Y al hablar examinaba a Michkin, proponiéndose leer en su expresión el
motivo de su presencia allí.
De haberse sentido menos turbado, el príncipe habría correspondido tal vez
a aquellas frases amables, pero en su enorme confusión no acertó a proferir
palabra, lo que Nastasia Filipovna observó con placer. Aquella noche, la
joven, vestida de fiesta, producía un efecto extraordinario. Tomando el brazo
del príncipe, le condujo al salón. M se detuvo en el umbral y murmuró,
agitadísimo:
—En usted todo es perfecto: incluso su delgadez y su color pálido.
Resultaría imposible imaginarla de otro modo. Usted perdonará que… ¡Sentía
unos deseos tan vivos de verla!
—No se disculpe —repuso ella, riendo—. Eso quitaría a su visita la originalidad que tiene. Aciertan los que dicen que es usted un hombre extraño.
¿De modo que me considera usted una perfección?
—Sí.
—Pues a pesar de su sagacidad, se equivoca usted. Hoy mismo lo verá.
Y presentó el príncipe a sus invitados, la mitad de los cuales ya le
conocían. Totzky articuló algunas palabras corteses en honor del recién
llegado. La conversación, que empezaba a languidecer, tendió a animarse
mucho. Todas las lenguas se soltaron, todos empezaron a reír. Nastasia
Filipovna hizo que Michkin se sentase a su lado.
Ferdychenko, con voz que dominó las de los demás, exclamó:
—Al fin y al cabo, ¿qué hay de extraño en la visita del príncipe? ¡Si se
explica por sí sola!
—En efecto, la visita es muy comprensible y se explica por sí sola —
intervino repentinamente Gania, hasta entonces silencioso—. Casi todo el día
he tenido la constante oportunidad de observar al príncipe desde que el retrato
de Nastasia Filipovna atrajo su atención por primera vez en el despacho de
Ivan Fedorovich. Recuerdo bien que ya entonces se me ocurrió una idea, que
ahora es firme convicción, confirmada por las declaraciones que el príncipe
tuvo a bien hacerme.
Gania no parecía bromear. Muy al contrario, se mostraba tan sombrío, que
todos quedaron extrañados.
—No le he declarado nada —rectificó el príncipe, ruborizándose—. Me
limité a contestar a sus preguntas.
—¡Bravo, bravo! —gritó Ferdychenko—. ¡Esa sí que es sinceridad! El
príncipe es a la vez tímido y sincero.
Una explosión de risa coreó aquellas palabras.
—No chille tanto, Ferdychenko —dijo Ptitzin, con disgusto.
—No esperaba tales hazañas en usted, príncipe —manifestó Ivan
Fedorovich—. Le había tomado por un hombre muy diferente, casi por un
filósofo. Pero ya veo que es usted muy despejado.
—Viendo enrojecer al príncipe ante esa broma inofensiva, como pudiera
hacerlo una jovencita inocente, concluyo que es un joven muy noble, cuyo
corazón alberga las intenciones más loables —observó inesperadamente el
anciano profesor.
Tratábase de un septuagenario que, por falta de dientes, padecía de un
acusado defecto de pronunciación. No había dicho palabra en toda la noche, ni nadie esperaba que la dijese. Todos, pues, estallaron en risas, y el profesor,
considerando tales carcajadas como un homenaje rendido a su ingenio, se
asoció a ellas animadamente, lo que le produjo un fuerte acceso de tos.
Nastasia Filipovna, que gustaba de aquellos viejos y viejas excéntricos, sin
exceptuar siquiera a los fanáticos incultos, dedicó sus cuidados al buen
hombre, besóle y pidió otra taza de té para él. Encargó a la doncella que se la
trajo que le llevase un chal, se envolvió en él y mandó poner más leña en la
chimenea. Luego preguntó qué hora era y alguien le dijo que las diez y media.
—¿Quieren champaña, señores? —preguntó Nastasia Filipovna—. Lo hay
en casa. Tal vez eso les ponga de buen humor y les alegre un poco. No gasten
cumplidos, se lo ruego.
La invitación, hecha con naturalidad, pareció bastante extraña en una
mujer que siempre que recibía se mostraba rígida observadora de ciertas
conveniencias. La reunión comenzaba a animarse, pero no se asemejaba a las
de costumbre. Mas la oferta de vino no fue rechazada. El primero en aceptarla
fue el general, seguido inmediatamente por la dama desenvuelta, luego por el
anciano, a continuación por Ferdychenko y finalmente por todos los demás.
Totzky siguió el ejemplo común, si bien para disimular lo atrevido de tal
proposición trató de darle aspecto de una broma amistosa. Únicamente Gania
no quiso beber. Nastasia Filipovna declaró que acompañaría a sus invitados, y
que pensaba beber hasta tres copas de champaña. Aquellas súbitas y extrañas
ocurrencias desorientaban a todos. En ocasiones la veían pensativa, taciturna,
incluso hosca, y momentos más tarde les maravillaba entregándose a accesos
de risa histérica sin causa justificada. Algunos sospechaban que tenía fiebre. Y
al cabo repararon en que la joven miraba el reloj con frecuencia, y parecía
nerviosa y preocupada.
—Creo —dijo la señora desenvuelta— que tienes algo de calentura.
—Algo no: mejor dirías mucho —repuso Nastasia Filipovna, más pálida
cada vez y temblando de pies a cabeza—. Por eso he pedido este chal.
Entre los visitantes surgió un movimiento de inquietud.
—Quizá conviniera que la dejásemos descansar —dijo Totzky mirando a
Epanchin.
—Nada de eso, señores. Les ruego que se sienten. Hoy necesito muy
particularmente su presencia —rebatió Nastasia Filipovna, con acento
apremiante y significativo.
Como casi todos los presentes sabían que aquella noche la joven debía
adoptar una resolución muy importante, sus palabras causaron honda
sensación. El general y Totzky volvieron a cambiar una mirada. Gania seagitaba convulsivamente.
—No estaría mal que organizásemos un petit-jeu —sugirió la señora
desenvuelta.
—Yo conozco un petit-jeu nuevo y magnífico —declaró Ferdychenko—.
Sólo se ha ensayado una vez, y además fracasó.
—¿En qué consiste? —preguntó la señora desenvuelta.
—Un día yo estaba en una reunión donde todo el mundo se sentía aburrido.
De pronto no sé quién formuló la siguiente propuesta: que los presentes
relatasen la acción que su alma y su conciencia juzgaran más malvada de toda
su vida. Pero había que ser sinceros: la primera condición era la veracidad. No
valía mentir.
—¡Extravagante idea! —dijo el general.
—Precisamente, Excelencia. En esa extravagancia radica su encanto.
—La idea es grotesca —dijo Totzky— y, como bien se comprende, puede
constituir un pretexto para que cada uno se jacte de lo que quiera.
—Lo cual acaso sea lo que nos propongamos, Atanasio Ivanovich.
—Pero con un petit-jeu de ese estilo vamos a acabar llorando en vez de
riendo —observó la señora desenvuelta.
—Es una cosa imposible y absurda —opinó Ptitzin.
—¿Y tuvo éxito la idea? —preguntó Nastasia Filipovna.
—No. Fue un fracaso completo. Cada uno refirió una anécdota, y todos
dijeron la verdad, algunos incluso con placer; pero a continuación todos se
sintieron avergonzados y no pudieron disimularlo. En cualquier caso, resultó
muy divertido… en cierto modo.
—¡Sería agradable! —exclamó, con súbita animación, Nastasia Filipovna
—. Ensayemos, señores. La verdad es que no parecemos divertirnos mucho
esta noche. Si cada uno de nosotros consintiera en contar algo… de esa clase.
Entendido que sólo si quiere. Con plena libertad, ¿eh? Acaso resultase bien.
Originalidad, por lo menos, no le falta a la idea.
—¡Cómo que es genial! —proclamó Ferdychenko—. Además, las señoras
quedan excluidas. Sólo hablarán los hombres, echando a suertes, como la otra
vez. Por supuesto, no se obliga a nadie. ¡Naturalmente! Quien quiera
abstenerse, que lo haga, aunque no mostrará así gran amabilidad. Escriba cada
uno de ustedes su nombre en un trozo de papel, échenlos en mi sombrero y el
príncipe los sacará. El juego no ofrece complicaciones. Relatar la peor acción
de uno es cosa muy fácil. ¡Ya lo verán! Si a alguien le falla la memoria, yo meencargo de refrescar sus recuerdos.
La extravagante proposición no satisfizo a casi nadie. Unos arrugaban el
entrecejo, otros sonreían vagamente. No faltó quien protestara, pero sin
energía. Entre éstos se distinguió Ivan Fedorovich, que, si bien enemigo de la
idea, no osaba oponerse abiertamente a un deseo de la dueña de la casa.
Cuando Nastasia Filipovna expresaba su voluntad era imposible contrariarla,
por insensata y perjudicial para ella misma que pudiera ser. A la sazón la joven
reía de modo nervioso y convulsivo, estremeciéndose como en un acceso de
histeria, en especial cuando Totzky, inquieto, le hacía alguna observación. Los
ojos sombríos de Nastasia Filipovna lucían como brasas y en sus mejillas
pálidas brillaban dos manchas rojas. Acaso su capricho se exasperase ante las
fisonomías contrariadas de los invitados; acaso aquella idea la sedujese por su
brutal cinismo. No faltaba quien supusiera que, al aceptarla, la dueña de la
casa lo hacía con alguna intención precisa. Todos, en fin, dieron su
asentimiento. La verdad era que lo sugerido era curioso y para algunos incluso
atractivo. Ferdychenko se distinguía por su entusiasmo.
—Pero si se trata de algo imposible de referir ante señoras… —indicó con
timidez el joven silencioso.
—Entonces se cuenta otra cosa —atajó Ferdychenko—. ¿Acaso son
maldades las que nos faltan? ¡Bien se ve que tiene usted pocos años!
—Realmente, yo no sé cuál de mis acciones debo considerar como más
mala —dijo a su vez la dama desenvuelta.
—Las señoras no están obligadas a confesar nada, aunque tampoco se les
prohíbe. Si alguna quiere contar sus malas acciones, se lo agradeceremos.
También los hombres quedan en libertad de no hablar, si ello les resulta
desagradable.
—Pero, ¿cómo probar que no se miente? —sugirió Gania—. Porque, de
mentir, el juego pierde toda la gracia que pueda tener. Es bien seguro que
nadie va a decir la verdad.
—También es divertido ver mentir a la gente. Y en lo que te afecta, puedes
estar tranquilo, Gania, porque todos conocemos cuál es la peor de tus acciones
sin que nos la digas. ¡Piensen, señores —exclamó Ferdychenko en un arranque
de entusiasmo—, cómo nos miraremos los unos a los otros después de contar
estas anécdotas!
—¿Es posible que esto vaya en serio, Nastasia Filipovna? —dijo Totzky,
con dignidad.
—El que tema al lobo, que no vaya al bosque —repuso ella, sonriendo.
—Permítame preguntarle, señor Ferdychenko —insistió Atanasio Ivanovich, aún más alarmado— si tal ocurrencia puede ser considerada como
un petit-jeu. Le aseguro que cosa así nunca resultará bien. Usted mismo dice
que ya en otra ocasión salió mal.
—¿Cómo que salió mal? La otra vez yo mismo confesé cómo había robado
tres rublos.
—Bien; pero no es posible que contase tal cosa de forma que le
concedieran crédito. Según muy acertadamente ha expuesto hace un instante
Gabriel Ardalionovich, la menor apariencia de falsedad basta para convertir el
juego en una cosa insípida. En el caso que usted cita, la sinceridad no se
comprende sino como una broma de mal gusto, que aquí estaría totalmente
fuera de lugar.
—¡Qué refinado es usted, Atanasio Ivanovich! —exclamó Ferdychenko
Además, me sorprende mucho que diga que no pude contar mi robo de modo
que fuera considerado verosímil. Atanasio Ivanovich quiere dar a entender
muy ingeniosamente, que él considera imposible (porque sería incorrecto
opinar lo contrario) que yo cometa un robo en realidad, y, sin embargo, en su
interior está bien convencido de que Ferdychenko ha podido muy bien ser un
ladrón. ¡Al asunto, señores, al asunto! Tengo los nombres de todos, Atanasio
Ivanovich. También usted ha dado el suyo. Por lo tanto, nadie rehúsa. Saque,
príncipe.
El príncipe, silencioso, hundió la mano en el sombrero. El primer nombre
que salió fue el de Ferdychenko, el segundo el de Ptitzin, luego el del general,
el de Atanasio Ivanovich, el de Michkin, el de Gania, y así sucesivamente. Las
damas se abstuvieron de participar.
—¡Santo Dios, qué desgracia! —quejóse Ferdychenko—. ¡Yo que contaba
que el príncipe sería el primero y a continuación el general! Pero, gracias a
Dios, Ivan Petrovich habrá de hacer su relato después de mí, y esto es siempre
un consuelo. El caso, señores, es que yo debiera dar un ejemplo grandioso,
pero lamento no tener en el momento presente ninguna cosa importante que
contar, así como ser tan poca cosa como soy y no poseer siquiera una categoría
notable. En consecuencia, ¿qué interés puede tener para nadie el saber que
Ferdychenko ha cometido una granujada? Y, aparte eso, ¿cuál es la más mala
de mis acciones? Me encuentro ante un verdadero embarras de richesse.
¿Contaré otra vez mi robo para probar a Atanasio Ivanovich que se puede
robar sin ser un ladrón?
—Sólo me probaría usted, señor Ferdychenko, que cabe encontrar un
placer en contar cosas vergonzosas, incluso sin que nadie le invite a ello a
uno… Por otra parte… En fin, dispénseme, señor Ferdychenko.
—Empiece, Ferdychenko. No hace usted más que fanfarronear en vano. Así no acabaremos nunca dijo, airada e impaciente, Nastasia Filipovna.
Todos notaron que su alegría febril había dejado lugar, de pronto, a un
humor descontento, irritado e irascible. Mas la joven persistía en su extraño
capricho. Atanasio Ivanovich se sentía muy inquieto. Le indignaba ver la
calma de Ivan Fedorovich, quien, paladeando, calmoso, su champaña como si
todo aquello careciese de trascendencia, se preparaba probablemente a
hilvanar también un relato.
XIV
—No tengo ingenio, Nastasia Filipovna —dijo Ferdychenko, a guisa de
preámbulo—, y por eso hablo más de la cuenta. Si yo fuese tan ingenioso
como Atanasio Ivanovich o Ivan Petrovich me pasaría el rato sin abrir la boca,
lo mismo que ellos. Permítame, príncipe, solicitar su opinión. Siempre he
creído que en este mundo el número de ladrones supera en mucho al de no
ladrones, e incluso me inclino a creer que no hay quien haya dejado de
cometer algún robo en su vida. Tal es mi criterio, sin que por eso concluya que
la humanidad está enteramente compuesta de rateros, aunque a veces me
sienta terriblemente impulsado a suponerlo así. ¿Qué cree usted?
—¡Qué modo tan estúpido tiene usted de contar! —dijo la dama
desenvuelta, que se llamaba Daría Alexievna—. ¡Qué necedades empieza
usted por decir! Es imposible que todo el mundo haya tenido que robar algo.
Yo, por mi parte, nunca he robado nada.
—Bien. Usted no habrá robado nada; pero quisiera saber por qué motivo se
ha puesto el príncipe tan encarnado.
—Creo que hay parte de verdad en lo que usted dice, aunque lo exagera
demasiado —contestó Michkin, cuyo rostro, en efecto, se había cubierto de
rubor.
—¿Nunca ha robado usted nada, príncipe?
—No sea ridículo y mida sus palabras, señor Ferdychenko —intervino el
general.
—Ya veo que, encontrándose acorralado, le da a usted vergüenza contar
sus malas acciones y quiere mezclar al príncipe en el asunto. Tiene usted la
suerte de que el príncipe es un hombre de buen carácter, porque si no… —
dijo, secamente Daría Alexievna.
—Ferdychenko, —continuó la dueña de la casa, con su irritación—, cuente
de una vez, o cállese y quédese con sus secretos. ¡Haría usted perder lapaciencia a un santo!
—En seguida, Nastasia Filipovna… Pero, puesto que el príncipe ha
confesado (ya que sus palabras y su rubor equivalen a una confesión), ¿qué
diría cualquier otra persona de ser sincera? Fíjese en que no digo quién… En
lo que me afecta, señores, mi anécdota no es larga ni complicada, sino muy
sencilla, muy necia y muy bellaca. Únicamente les aseguro que no soy un
ladrón: he robado sin saber cómo. Hace dos años yo estaba un día en la casa
de campo de Semen Ivanovich Itchenko. Había varios invitados. Terminada la
comida, los hombres quedaron un rato a la mesa, para beber vino. Se me
ocurrió la idea de pedir a la hija del anfitrión, María Semenovna, que tocase
algo al piano. Me levanté, pues, y crucé un cuartito lateral. Sobre la mesa de
costura de María Ivanovna divisé un billete verde de tres rublos, sin duda
dejado allí para pagar alguna compra doméstica. En la habitación no había
nadie. Cogí el billete y me lo guardé en el bolsillo. ¿Por qué? Lo ignoro. No sé
a qué inspiración obedecí. Volví rápidamente al comedor y reocupé mi sitio
ante la mesa. Esperando el resultado de mi acción, me sentía bastante
nervioso, hablaba sin cesar, contaba anécdotas, reía. Luego fui a sentarme con
las señoras. Media hora después se descubrió la falta del billete y se interrogó
a las criadas. Se sospechó de una de ellas, una tal Daría. Yo manifesté una
curiosidad y un interés extraordinarios en el incidente. Recuerdo incluso que,
viendo la turbación de Daría, la insté una vez y otra a que confesase,
garantizándole la clemencia de María Ivanovna. Hablaba en voz muy alta, ante
todos, con los ojos de todos fijos en mí, y experimentaba un placer vivísimo al
pensar que, mientras exhortaba a la sirvienta a que confesase, los tres rublos
estaban en mi bolsillo. Aquella misma noche gasté los tres rublos en beber.
Entré en un restaurante y pedí una botella de «Cháteau-Laffitte». Nunca se me
había ocurrido tomar una botella sin comer algo; pero tenía prisa de disipar
aquel dinero. Ni entonces ni después he sentido lo que se llama un
remordimiento de conciencia. Desde luego no me agradaría reincidir, créanlo
o no. Eso no me importa. Y no hay más.
—Seguramente ésa no es su peor acción —dijo Daría Alexievna, con
desprecio.
—Se trata de un caso psicológico y no de una mala acción —observó
Atanasio Ivanovich.
—¿Y la criada? —preguntó Nastasia Filipovna, sin ocultar su vivo
desagrado.
—La criada, por supuesto, fue despedida a la mañana siguiente. En aquella
casa no se toleran esas bromas.
—¿Y consintió usted que la despidiesen? —¡Esa sí que es buena! ¿Quería usted que me denunciase a mí mismo? —
dijo Ferdychenko.
Pero no lograba disimular que se sentía impresionado por el mal efecto que
su relato causara a todos los oyentes.
—¡Qué vergüenza! —exclamó Nastasia Filipovna.
—¡Quiere usted que un hombre cuente el acto más feo de su vida, y
encima pretende que sea un episodio brillante! Las acciones viles son siempre
vergonzosas, Nastasia Filipovna. Y ahora vamos a quedar muy edificados
oyendo a Ivan Petrovich. Además, ¡cuántos hay que, resplandecientes de brillo
externo, apoyan sólo la certeza de que son buenos en el hecho de que poseen
coche! Porque gentes con coche no faltan. ¡Y hay que ver de qué medios se
valen para tenerlo!
Ferdychenko, repentinamente irritado, se olvidaba de todo, pasaba los
límites, incluso mostraba en su cara contraída una expresión de disgusto. Por
extraño que pudiera parecer, seguramente había esperado que su narración
obtuviese un éxito muy distinto. Su jactancia de mal gusto, aquellas
fanfarronadas soeces, como las llamaba Totzky, le conducían a menudo a tales
resultados.
Nastasia Filipovna, temblorosa de ira, miró fijamente a Ferdychenko. Él,
helado de terror, calló instantáneamente. Había ido demasiado lejos.
—¿Y si suspendiésemos esto aquí? —propuso Totzky.
—Me ha llegado el turno —dijo Ptitzin, con resolución—; pero me atengo
a la libertad de abstenernos que se nos concede a todos y no contaré nada.
—¿No quiere?
—No puedo, Nastasia Filipovna. Además, un petit jeu de tal clase me
parece totalmente inoportuno.
—Entonces creo que le toca a usted, general —dijo Nastasia Filipovna a
Epanchin—. Si usted se niega también, todo quedará desorganizado, y yo lo
sentiré, porque me proponía explicar, a modo de conclusión, un episodio de mi
vida. Pero no quiero hablar sino después de usted y de Atanasio Ivanovich,
para que me animen —concluyó, sonriendo.
—Puesto que hace usted esa promesa —dijo el general con calor, me
siento dispuesto a relatar toda mi vida. Confieso, además, que, en espera de mi
turno, ya había preparado una anécdota…
Ferdychenko sonrió con malignidad.
—Y basta mirar a Vuestra Excelencia para advertir el vivo placer literario
con que ha elaborado su episodio —comentó, el bufón, aunque no habíarecuperado todavía la plenitud de su aplomo.
Nastasia Filipovna lanzó una ojeada al general y sonrió. Pero cada vez se
notaban en ella más depresión e irritabilidad. Desde que la joven prometiera
relatar un episodio de su vida, Atanasio Ivanovich sentíase presa de viva
inquietud.
—En el curso de mi existencia, señores —principió el general—, he
cometido, como todo el mundo, bastantes malas acciones. Pero, aunque
parezca curioso, la breve anécdota que voy a referir es la que yo considero
más villana de todas. Han pasado treinta años desde entonces y aún, al
recordarla, siento cierta tortura moral. Les advierto que es una aventura muy
necia. En aquella época yo acababa de ser nombrado alférez. Y ya se sabe lo
que es un alférez: un joven con la sangre caliente y la bolsa vacía. Tenía por
asistente a un tal Nikifor, que me cuidaba con mucho celo. Él lavaba, cosía,
barría, limpiaba, y hasta incluso echaba la uña a cuanto encontraba a mano y
podía sernos de utilidad doméstica. Tratábase de un hombre muy fiel y
honrado. Yo era rígido, pero justo. Hubimos de pasar algún tiempo de
guarnición en cierta poblacioncita. Me alojaron en los arrabales, en casa de la
viuda de un subteniente. Aquella mujer contaba ochenta años o poco menos.
Habitaba una antigua y ruinosa casita de madera, y tal era su pobreza que ni
siquiera tenía criada. Antaño su familia había sido numerosa, pero a la sazón
algunos de sus deudos habían muerto, y los demás estaban lejos o la habían
olvidado. Su marido había fallecido hacía más de medio siglo. Algunos años
antes la viuda vivía con una sobrina, jorobada y maligna como una bruja,
según contaban, al punto de que una vez mordió a su tía en un dedo. Pero la
sobrina ya no existía desde tres años antes y la anciana moraba sola. Yo me
aburría en su casa lo indecible, porque la buena mujer era tan necia que no
podía sacarse de ella la menor distracción. En una ocasión me robó un gallo y
disputamos muy vivamente con tal motivo. Aún hoy el asunto no está
aclarado, pero es indudable que sólo ella me pudo robar el ave. Como
consecuencia de la disputa, solicité que me trasladaran de alojamiento. Fui
instalado en el otro extremo de la población, en casa de un mercader, padre de
numerosa familia y con una barba muy larga. ¡Aún me parece verle! Nikifor y
yo nos fuimos a aquella casa con viva alegría. Mi despedida de la vieja no fue
muy amistosa. Tres días después, volviendo yo de la instrucción, Nikifor me
recriminó: «Vuestra Nobleza ha hecho mal en dejar nuestra sopera a aquella
mujer vieja, porque ahora no tenemos dónde servir la sopa». Yo, naturalmente,
no le comprendí. «¿Cómo que nuestra sopera ha quedado en casa de la
vieja?», pregunté. Entonces el asombrado fue mi asistente. «Cuando nos
fuimos, declaró, la mujer se negó a darnos la sopera diciendo que Vuestra
Nobleza se la había roto». Semejante bajeza me puso furioso, mi sangre de
alférez hirvió de cólera y en un salto llegué a casa de la anciana. Y llegué,
puedo decirlo, fuera de mí. Miré y la vi sentada en un rincón del pasillo, con la mejilla apoyada en la mano, como si se hubiese retirado allí para librarse del
sol. En seguida la interpelé con los términos más violentos (ya pueden
figurarse cuáles), al típico estilo ruso. Pero he aquí que, observándola, noté en
su aspecto no sé qué de extraño. Sus ojos, muy abiertos, estaban fijos en mí,
no respondía una palabra y su cuerpo parecía bambolearse. Al fin se calmó mi
ira, examiné a la vieja, la interrogué y tampoco pude sacarle ni una palabra. Yo
no sabía qué pensar. Zumbaban las moscas, se ponía el sol, el silencio reinaba
en la casa. Me fui, muy turbado. Pero no volví a mi alojamiento en seguida,
porque me había llamado el comandante. Después de pasar a verle fui a dar un
vistazo a la compañía. En resumen, era tarde ya cuando volví a casa. Las
primeras palabras de Nikifor fueron éstas: «¿Sabe Vuestra Nobleza que la
vieja de la sopera ha muerto?». «¿Cuándo?». «Hoy mismo, hace hora y
media». ¡De modo que mientras yo la estaba injuriando ella había entregado el
alma a Dios! Les aseguro que tal coincidencia me afectó de un modo que me
hizo perder el dominio de mí mismo. Pensé mucho en la difunta y soñé con
ella por la noche. No es que yo tuviese prejuicios, pero… Por la mañana asistí
a su entierro. Yo me decía: Esta mujer, este ser humano, ha vivido muchos
años, ha tenido esposo, hijos, parientes. Todos se agitaban en torno suyo, vivía
como rodeada de sonrisas, y he aquí que de pronto todo desaparece y ella
queda sola como… como una mosca en invierno y con la carga de la edad
encima. Finalmente Dios la llama a su seno, y en el momento en que el Sol se
pone, en una dulce tarde de verano, la anciana llega también al ocaso de su
existencia… lo que, sin duda, puede motivar ciertas reflexiones… Mas he aquí
que en ese instante, en vez de lágrimas que la acompañen en su último viaje,
no tiene sino los insultos de un joven alférez que, agitando mucho los brazos,
le dirige todas las injurias del vocabulario ruso… a causa de una sopera…
Indudablemente no obré bien. Ahora, examinando mi acción con más frialdad,
sigo deplorando la suerte de la pobre mujer, y de un modo que me sorprende a
mí mismo, porque, después de todo, ¿qué culpa tenía yo de que se le ocurriese
morir en aquel preciso instante? Sea como fuere, sólo he podido calmar mis
remordimientos sufragando en un hospital los gastos de dos lechos, a fin de
asegurar a otras tantas ancianas el descanso y el bienestar en los últimos días
de su existencia terrena. Esta fundación perdura desde hace quince años, y me
propongo convertirla en perpetua, para lo cual ya he adoptado las oportunas
disposiciones testamentarias. Esto es todo. Repito que puedo haber cometido
muchas faltas, pero, en conciencia, yo tengo esta acción por la más vil de mi
vida.
—Lejos de ser la más vil de su vida, Excelencia, la acción que nos ha
contado usted es de las que más le honran. Se ha burlado usted de
Ferdychenko —comentó éste.
—¡Es lástima, general, que yo no creyese hasta ahora que tenía usted tan
buen corazón! —dijo, con negligencia, Nastasia Filipovna. —¿Lástima? ¿Por qué? —preguntó el general amablemente.
Y, verdaderamente contento de sí mismo, vació, su vaso de champaña.
Llegaba ahora la vez de Totzky, quien había preparado también un relato.
Todos esperaban que no se excusase, como Ivan Petrovich Ptitzin, y, por
ciertas razones, se esperaba su narración con curiosidad, mientras todos
miraban con interés a Nastasia Filipovna. Atanasio Ivanovich empezó, con voz
compuesta y tranquila, a narrar una de sus deliciosas anécdotas. Era Totzky,
digámoslo de paso, un hombre de buen aspecto, corpulento, grueso, con los
dientes postizos, las mejillas encarnadas y algo colgantes, y el cráneo en parte
calvo y en parte cubierto de canas. Vestía elegantemente, pero sin
extravagancia, y se distinguía sobre todo por la inmaculada limpieza de su
ropa blanca. Sus manos, cuidadas y llenas, atraían la atención. Una sortija
incrustada de diamantes adornaba el índice de su mano derecha. Mientras él
habló, la dueña de la casa tuvo los ojos fijos sin cesar en el encaje que
guarnecía la manga de su vestido, sin alzar una sola vez la mirada hacia el
narrador.
—Facilita mucho mi tarea —dijo Atanasio Ivanovich— el hecho de no
tener que contar sino la peor acción de mi vida. En casos tales la elección no
es difícil de hacer siempre que no se deje guiar por la conciencia y el primer
impulso del corazón. Entre las innumerables y acaso frívolas y atolondradas
malas acciones de mi vida, hay una que gravita más abrumadoramente sobre
mis recuerdos. Se refiere a hace una veintena de años. Estaba yo entonces en
el campo con Platón Ordintzev, que acababa de ser elegido mariscal de la
nobleza del distrito y había ido a pasar en la provincia las vacaciones
invernales acompañado de su joven esposa, Anfisa Alexievna. Se acercaba el
día del cumpleaños de ésta e iban a darse dos bailes. Por entonces estaba muy
de moda en la alta sociedad «La Dama de las Camelias», de Dumas, hijo,
novela deliciosa que, en mi opinión, será inmortal y siempre parecerá nueva.
En provincias, todas las señoras —o al menos las que la habían leído—
estaban encantadas con aquella obra. La moda había impuesto las camelias, y
todas las damas querían ostentarlas. Aquellas flores se habían convertido en el
complemento obligado de un traje de baile. Ustedes comprenderán sin trabajo
la dificultad de que todas las mujeres consiguiesen camelias en una población
pequeña y donde había tal competencia para adquirirlas. Por entonces, Petia
Vorkhosvsky estaba enamorado de Anfisa Alexievna. Ignoro, en verdad, si
había mediado algo entre los dos, es decir, si él podía albergar alguna
esperanza seria. El pobre muchacho deseaba ansiosamente ofrecer camelias a
Anfisa Alexievna para el próximo baile. Se sabía que Sofía Bezpalov y la
condesa Sotzy, una petersburguesa que se alojaba en casa de la esposa del
gobernador, iban a llevar ramilletes de camelias blancas. La señora Ordintzeva
las quería rojas, para producir no sé qué efecto determinado. Hizo, pues, que su marido se pusiera en movimiento para procurárselas, y él se comprometió a
obtenerlas. Por desgracia, el día anterior todas las existencias de camelias
habían sido monopolizadas por Catalina Alejandrovna Mititcheva, implacable
rival de Anfisa Alexievna. Puede adivinarse el resultado: ataques de nervios,
desmayos de la joven esposa, desesperación de Platón… Si Petia lograba
triunfar donde había fracasado el marido, hubiera dado un gran paso en el
camino de sus esperanzas, porque en tales casos el agradecimiento femenino
no conoce límites. Petia se lanzó, pues, como un loco en busca de las flores.
No necesito decir que sus esfuerzos resultaron infructuosos. La víspera del
baile le encuentro en casa de María Petrovna Zubkova, una vecina de
Ordantzev. Estaba radiante. «¿Qué te pasa?». «¡Las he encontrado! ¡Eureka!».
«Me dejas asombrado, querido amigo. ¿Dónde…? ¿Cómo?». «En Ekchaisk
(era una localidad situada a unas veinte verstas, en otro distrito) habita un
comerciante rico y viejo, llamado Trepalov, casado y sin hijos. En lugar de
niños él y su mujer crían canarios. Ambos tienen pasión por las flores. ¡Ya
verán cómo encuentro camelias en casa de Trepalov!». «No es seguro, y
además, ¿querrá dártelas?». «Me pondré de rodillas ante él, me arrojaré a sus
pies y no me marcharé sin conseguirlas». «¿Y cuándo vas a ir?». «Mañana, a
las cinco de la madrugada». «Bien, hombre: Dios te ayude». Yo me alegraba
de las posibilidades de éxito de Petia. Vuelvo a casa de Ordintzev. Era más de
la una de la madrugada. De pronto se me ocurre una idea original. Voy a la
cocina y despierto a Savely, el cochero. «Engánchame los caballos de aquí a
media hora», le digo poniéndole quince rublos en la mano. A la media hora; en
efecto, todo estaba listo. Anfisa Alexievna, según me decían, tenía jaqueca,
fiebre, deliraba… Subo al coche y me pongo en camino de Ekchaisk, a donde
llego entre cuatro y cinco de la madrugada. Espero en la posada a que
amanezca y a las siete, cuando empezaba a despuntar la aurora, voy en busca
de Trepalov. «¡Oh, padrecito! ¿Tienes camelias? ¡Socórreme, sálvame, te lo
pido de rodillas!». «No, no, no quiero», contesta el comerciante, un viejo
corpulento, de cabellos blancos y rostro severo. Entonces caigo a sus pies.
¡Así como suena! Me arrodillé ante él. «¿Qué haces, padrecito?», exclama
sorprendido e incluso espantado. «¡Se juega en esto la vida de un hombre!»,
aseguro yo. «Siendo así, tómalas, y Dios te bendiga». Inmediatamente echo
mano a las camelias rojas, que llenaban —y eran maravillosas y exquisitas—
todo un plantío. Trepalov suspiraba. Yo saco de mi portamonedas cien rublos.
«No, padrecito —me dice—, evítame esa ofensa». «Entonces —contesto—,
permítame, honrado señor, ofrecerle esos cien rublos para el hospital de la
localidad». «Eso es otra cosa. Puesto que se trata de una obra caritativa, de una
acción noble y grata a Dios, acepto los cien rublos. ¡Dios le recompense!».
Aquel viejo me agradó: era un ruso al viejo estilo. Muy satisfecho de mi éxito
me pongo en camino inmediatamente, volviendo por caminos transversales
para no encontrar a Petia. En llegando envío el ramo a Anfisa Alexievna, quien lo recibe al despertar. Imaginen su alegría y agradecimiento. Platón, el
día antes aniquilado, destruido, se lanza en mis brazos, sollozando. Todos los
maridos son iguales desde la creación… del matrimonio. No me atrevo a
proseguir. Baste indicar que el episodio destruyó definitivamente las
esperanzas de Petia. Al principio temí que cuando éste se enterase me matara,
y tomé las oportunas medidas. Pero no fueron necesarias. Las cosas pasaron de
un modo distinto. Petia se desmayó, por la tarde estuvo delirando y al día
siguiente le acometió una fiebre violenta. Lloraba como un niño, sufría
convulsiones… Su enfermedad duró un mes y cuando se hubo restablecido
pidió el traslado al Caucazo. ¡Una verdadera novela! Para concluir, diré que
murió en Crimea. Su hermano Esteban Vorkhosvky mandaba un regimiento y
se distinguió mucho. Confieso que en este asunto me causé vivos
remordimientos. ¿Por qué se me ocurrió producir tal disgusto a Petia? Ello
podía pasar si yo estuviese enamorado, pero por mi parte no mediaba sino un
mero capricho de libertino. De no haberle escamoteado su ramo, es posible
que Petia viviese aún, fuera feliz y no se hubiese hecho matar por los turcos.
Atanasio Ivanovich concluyó su relato con la misma serena dignidad que
lo comenzara. Cuando hubo terminado, todos pudieron apreciar que Nastasia
Filipovna mostraba un brillo peculiar en los ojos. Sus labios temblaban. Las
miradas se fijaron, curiosas, en el narrador y en la joven.
—¡Se han burlado de Ferdychenko! ¡Y de qué modo! ¡Qué burla tan cruel!
—gimió el bufón, comprendiendo que podía y debía deslizar alguna palabra.
—¿Y qué culpa tienen los demás de que usted no sea tan listo como ellos?
¡Aprenda de los que son más inteligentes que usted! —replicó, casi
triunfalmente, Daría Alexievna, antigua y fiel amiga de Totzky.
—Tenía usted razón, Atanasio Ivanovich —dijo, negligente, Nastasia
Filipovna—: este petit-jeu es enojoso y hay que terminarlo lo antes posible.
Ahora yo explicaré lo que he prometido y luego ustedes pueden ponerse a
jugar a las cartas.
—Sí; ante todo, la anécdota ofrecida —dijo Ivan Fedorovich, con
vehemencia.
De pronto, y en medio del asombro general, la dueña de la casa se dirigió a
Michkin.
—Príncipe —comenzó con voz vibrante—, mis antiguos amigos el general
Epanchin y Atanasio Ivanovich me instan sin cesar a que me case. Dígame:
¿debo casarme o no? Haré lo que usted me aconseje.
Totzky palideció; Epanchin quedó estupefacto; todos alargaron el cuello y
abrieron mucho los ojos. Gania sintió que se le helaba la sangre en las venas. —¿Con quién… pensaba casarse? —murmuró el príncipe, con voz casi
ininteligible.
—Con Gabriel Ardalionovich Ivolguin —articuló Nastasia Filipovna,
recalcando mucho cada sílaba.
Siguió, una pausa de algunos minutos. Dijérase que el pecho del príncipe
se hallaba abrumado por un peso terrible que le impedía emitir sonido alguno.
—No… no se case usted —murmuró Michkin al fin, respirando con
dificultad.
—Así se hará —declaró Nastasia Filipovna. Y luego, con acento
autoritario, como de triunfo, se dirigió a Gania—: Ya ha oído usted la decisión
del príncipe. Eso es lo que le contesto, Gabriel Ardalionovich. No volvamos a
hablar más de este asunto.
—¡Nastasia Filipovna! —profirió Atanasio Ivanovich, con voz temblorosa.
—¡Nastasia Filipovna! —dijo el general con tono apremiante, que dejaba
traslucir su inquietud. Toda la reunión se sentía trastornada.
—¿Qué sucede, señores? —preguntó la dueña de la casa, mirando,
asombrada al parecer, a sus invitados—. ¡Qué caras tienen ustedes! ¿Por qué
esa emoción?
—Pero… recuerde, Nastasia Filipovna —balbució Totzky— que había
hecho usted una promesa… con toda libertad, desde luego… Mas podía usted
haber evitado… Me siento confuso… y me cuesta trabajo explicarme… pero,
con todo… En resumen, terminar ahora y ante… ante todos… un asunto tan
serio sirviéndose de un petit-jeu… Sí… un asunto de honor, y en el que el
corazón… un asunto del que depende…
—No le comprendo, Atanasio Ivanovich. Realmente no sabe usted lo que
se dice. En primer lugar, ¿qué significan las palabras «ante todos»? ¿Acaso no
estamos en una reunión selecta e íntima? Además, ¿qué es eso de petit-jeu? Yo
quería hacerles conocer un episodio de mi vida y ya lo conocen. ¿No lo
encuentra agradable? Y ¿a qué viene el decir que esto no es serio? ¿Por qué no
lo es? Usted me ha oído decir bien claramente al príncipe: «Haré lo que usted
me aconseje». De haber dicho «sí», me habría casado; ha dicho «no» y no me
casaré. ¿No es serio esto? Toda mi vida pendía de un cabello. ¡Dígame si
puede existir mayor seriedad!
—Pero, ¿a qué hacer intervenir al príncipe? ¿Quién es el príncipe al fin y al
cabo? —dijo el general, reprimiendo a duras penas la indignación que le
producía el ver atribuir tanto valor a la opinión de Michkin.
—Yo le diré lo que es el príncipe para mí: el primer hombre cuya sincera
adhesión me ha inspirado confianza. He creído en él desde el primer instante ysigo creyendo.
Gania, pálido y con los labios crispados, tomó la palabra.
—Sólo me queda agradecer a Nastasia Filipovna la extrema delicadeza de
que ha dado pruebas respecto a mí. Sin duda lo que ha resuelto es lo más
conveniente… —Y añadió, con voz temblorosa—: Pero el príncipe… su
intervención en este asunto…
—Echa a rodar un negocio de setenta y cinco mil rublos, ¿no? —
interrumpió bruscamente Nastasia Filipovna—. ¡Eso es lo que quiere usted
decir! No lo niegue: sus palabras no significan otra cosa. Atanasio Ivanovich:
tengo algo más que agregar. Y es que se guarde sus setenta y cinco mil rublos.
Sepa que le devuelvo su libertad gratuitamente. ¡Ya era hora! ¡También tiene
usted derecho a respirar al fin! ¡Nueve años y tres meses! Mañana iniciaré una
vida nueva. Pero hoy es el día de mi cumpleaños y esta es la primera vez que
soy dueña de mí misma desde que existo. General: tome sus perlas y déselas a
su esposa. Se han acabado estas veladas, señores. Desde mañana dejo este
piso.
Y después de hablar así se levantó, como para marcharse.
—¡Nastasia Filipovna, Nastasia Filipovna! —se oyó exclamar por doquier.
Reinaba una agitación febril general. Todos los visitantes, abandonando
sus asientos, rodeaban a la joven escuchando con inquietud sus palabras
impetuosas, febriles, delirantes. Ninguno comprendía nada de lo que ocurría y
el desconcierto era absoluto. En medio de la confusión resonó, un
campanillazo tan violento como el que horas antes había sembrado la
extrañeza en casa de Gania.
—¡A… já! ¡El desenlace! ¡Por fin! —dijo Nastasia Filipovna—. Son las
once y media. Siéntense, señores. ¡El desenlace!
Y, mientras hablaba, se sentó a su vez. Una extraña sonrisa tembló en sus
labios. Miraba hacia la puerta con silenciosa ansiedad.
—Rogochin y sus cien mil rublos —murmuró Ptitzin para sí.
XV
Katia, la doncella, apareció muy alarmada.
—Nastasia Filipovna: ahí viene una gente que no sé quiénes son. Diez
hombres borrachos han entrado en el piso y quieren verla a usted. Han dado el
nombre de Rogochin, diciendo que ya le conoce. —Es cierto. Haz pasar a todos, Katia.
—¿A todos, Nastasia Filipovna? ¡Si son personas de muy mal aspecto!
—No tengas miedo, Katia. Hazles entrar a todos, hasta el último. Además,
si quisieras impedirles el paso no lo conseguirías. ¡Qué escándalo arman! ¡Lo
mismo que antes! Señores —añadió, dirigiéndose a los invitados—, quizá
encuentren ustedes de mal tono que reciba semejante compañía. Lo siento
mucho y les presento excusas; pero no tengo más remedio, ya que quiero que
asistan ustedes al desenlace. En todo caso, hagan lo que les parezca.
Los reunidos se miraron con sorpresa, cuchicheando entre sí. Una cosa era
evidente para todos: que aquello estaba planeado de antemano y que Nastasia
Filipovna, aunque loca sin duda, no se dejaba desconcertar por nada. Todos se
sentían muy curiosos. Por ende no existía motivo de inquietud. De todos los
invitados, sólo dos eran mujeres. Daría Alexievna y la bella y silenciosa
desconocida. La primera conocía bien todos los aspectos de la vida y no se
asustaba por tan poco. Y la taciturna extranjera difícilmente podía comprender
lo que pasaba, ya que no entendía una sola palabra de ruso. Era, en efecto, una
alemana que llevaba corto tiempo en Rusia y para colmo parecía tan boba
como linda. Sus amistades la invitaban a sus veladas sencillamente porque era
muy decorativa. Se la exhibía en las reuniones, suntuosamente vestida, como
se exhibe un cuadro valioso, una escultura, un ánfora o una pantalla de mérito.
En cuanto a los hombres, Ptitzin era amigo de Rogochin; Ferdychenko se
encontraba en aquella situación como el pez en el agua; Gania no había
reaccionado aún de su estupor, y además sentía un íntimo deseo de asistir a su
ignominia hasta el final; el viejo profesor no acertaba a desentrañar lo que
sucedía y, testigo de la excepcional agitación que dominaba a la dueña de la
casa y a todos los otros, ardía en deseos de llorar y temblaba literalmente de
miedo, pero, aun así, habría preferido la muerte a abandonar a Nastasia
Filipovna en situación semejante. A Totzky le repugnaba mezclarse en
aventuras de tal estilo, pero el asunto le interesaba mucho, a pesar del
estrambótico giro que adquiría; por ende, dos o tres de las palabras
pronunciadas por Nastasia Filipovna le habían intrigado de tal manera, que no
quería marcharse antes de obtener una explicación de su significado. Resolvió,
pues, esperar hasta el fin, en actitud de espectador silencioso, la sola que le
parecía acorde con su dignidad. El único que no parecía dispuesto a soportar
por más tiempo aquellas extravagancias era el general Epanchin, ya muy
dolido por la forma descortés en que se le había devuelto su regalo… Si hasta
entonces, influido por la pasión, se había dignado sentarse en aquella casa al
lado de Ptitzin y de Ferdychenko, ahora despertaban en él su respeto propio, el
sentimiento del deber, la conciencia de la seriedad a que le obligaban su
categoría social y su posición en el servicio. En resumen, no ocultó que un
hombre como él no podía alternar con gentes como Rogochin y suscompañeros.
A las primeras palabras, Nastasia Filipovna le atajó:
—¡No se me había ocurrido, eso, general! Había contado con usted y…
Mas si ello le disgusta, no insisto en retenerle, por mucho que hubiera querido,
en un momento como éste sobre todo, verle cerca de mí. En cualquier caso, le
agradezco de verdad su visita y su bondadosa atención; pero si tiene usted
miedo…
—Permítame, Nastasia Filipovna —interrumpió Epanchin, en un arranque
caballeresco—, ¿a quién dice cosa semejante? Sólo por mi devoción a usted,
me quedaré a su lado y, si hay algún peligro… Además, confieso que mi
curiosidad está muy excitada. Sólo temo que esa gente ensucie sus alfombras o
rompa cualquier objeto… En mi opinión no debería usted recibirlos, Nastasia
Filipovna.
—Rogochin en persona —anunció Ferdychenko.
—¿Qué le parece, Atanasio Ivanovich? —preguntó el general a Totzky en
voz baja—. ¿No cree que se ha vuelto loca? Quiero decir en el sentido literal
de la palabra, en el sentido médico, ¿comprende?
—Siempre le he dicho que tenía cierta predisposición a ello —cuchicheó
Totzky.
—Además, está febril y…
Rogochin iba acompañado casi por los mismos secuaces que cuando hizo
su visita a Gania. No obstante, se había agregado dos nuevos reclutas: uno, un
viejo desacreditado, antiguo editor de un periódico libelístico y de mala fama.
Se atribuía a este hombre la anécdota de haber empeñado en cierta ocasión su
dentadura postiza para poder embriagarse. El otro era un subteniente retirado,
rival del señor de los puños sólidos, y absolutamente desconocido a la partida
de Rogochin, que se lo había incorporado en la acera soleada de la Perspectiva
Nevsky, donde solía dirigirse a los transeúntes para solicitarles, con frases a lo
Marlinsky, ayudas pecuniarias, añadiendo ladino, que cuando a él, en sus
tiempos, le hacían demandas semejantes siempre daba quince rublos cada vez.
Desde el principio, los dos competidores, el forzudo y el subteniente,
habían sentido antipatía y hostilidad uno hacia otro. El primero consideraba
afrentoso que se juzgase preciso añadir un matón más a la banda. Taciturno
por naturaleza, se limitaba a emitir de cuando en cuando sordos gruñidos de
oso y a mirar de arriba abajo, con supremo desdén, al pedigüeño siempre que
éste, que alardeaba de hombre de mundo y fino diplomático, trataba de
congraciarse con el forzudo. A primera vista el subteniente producía la
impresión de ser uno de aquellos hombres que suplen la falta de fuerza con su destreza y pericia. Era, desde luego, menos corpulento que el señor forzudo.
Varias veces, y sin entrar en franca disputa, hizo delicadas alusiones a la
eficacia del boxeo inglés, mostrándose de este modo un paladín convencido de
la cultura occidental. El señor forzudo sonrió y bufó, sin dignarse conceder a
su adversario una refutación en regla, y ciñéndose a mostrarle a ratos, como
por casualidad, un argumento característicamente ruso: un puño enorme,
nervudo, cubierto de vello rojizo. Era evidente para todos que si aquel
argumento, tan típicamente nacional, se abatía sobre un objeto cualquiera
había de dejarlo reducido a gelatina.
Gracias a los esfuerzos de Rogochin, que venía pensando desde por la
mañana en la visita a Nastasia Filipovna, ninguno de los de la banda estaba
completamente beodo. Él mismo se hallaba ahora casi sereno; pero bajo el
influjo de las sensaciones que atravesara en aquel caótico día se sentía fuera de
sí en absoluto. Sólo una idea subsistía en su mente, la idea por cuya
realización había trabajado con inmenso ahínco desde las cinco de la tarde
hasta las once de la noche. Poco faltó para que hiciese perder la cabeza a
Kinder y Biskup, dos judíos y prestamistas, que hubieron de andar de un lado
a otro como poseídos, a fin de resolverle el problema. Al cabo lograron
aprontarle los cien mil rublos sobre los que Nastasia Filipovna se permitiera
una burlona insinuación aquella mañana. Pero a un interés tan fabuloso que el
mismo Biskup no osó hablar de él a Kinder sino en voz baja.
Como antes, Rogochin iba a la cabeza, seguido de sus acólitos, todos muy
persuadidos de su importancia, pero algo inquietos a la par. La persona que les
inspiraba, sabe Dios por qué, más miedo, era Nastasia Filipovna. Algunos de
ellos temían incluso que se les arrojase por las escaleras. Entre estos cobardes
figuraba el elegante y fascinador Zaliochev. Pero otros, y en especial el señor
forzudo, sentían en el fondo un profundo desprecio, casi rencoroso, por
Nastasia Filipovna y se encaminaban a su casa como al asalto de una posición
enemiga. Con todo, el lujo de las dos primeras habitaciones les inspiró un
respeto involuntario y casi temeroso. Había allí infinitas cosas nuevas para
ellos: muebles raros, cuadros, una estatua de Venus… Aquel instintivo respeto
se unía a una curiosidad insolente, y fue así, en medio de estos complejos
sentimientos, como penetraron en el salón en pos de Rogochin. Pero cuando el
señor forzudo, su rival el subteniente y algunos más vieron entre los invitados
al general Epanchin sentado junto a Nastasia Filipovna, quedaron tan
decaídos, que iniciaron un verdadero repliegue hasta la antesala. Sólo unos
cuantos mantuvieron su valor. Entre ellos figuraba el intrépido Lebediev, que
avanzaba casi al lado de Rogochin, muy poseído de la importancia propia de
un hombre con un capital de un millón cuatrocientos mil rublos en buen dinero
constante y sonante, y que en el momento presente llevaba en el bolsillo cien
mil. Conviene advertir, por otra parte, que todos, incluso el sabio Lebediev,
tenían una idea bastante vaga de los límites de su poderío y no sabían a punto fijo si todo les estaba permitido o no. En ocasiones, Lebediev se hubiera
pronunciado por la afirmativa con la mayor energía, pero en otras no lograba
prescindir de acordarse de ciertos artículos del Código, no del todo
tranquilizadores en aquella sazón.
La impresión que produjo Nastasia Filipovna sobre Rogochin fue muy
distinta a la que causó en los compañeros del joven. Apenas se apartó la
cortina que cubría la puerta y Parfen Semenovich pudo ver a su ídolo, todo lo
que rodeaba a Nastasia Filipovna se desvaneció a sus ojos, como por la
mañana, y aún más en absoluto que entonces. Palideció y se detuvo un
instante; era notorio que el corazón le latía con violencia. Tímidamente, con
desesperación, miró, a Nastasia Filipovna. Y de pronto, como si le
abandonasen sus sentidos, adelantó hacia la mesa con paso casi vacilante. Por
el camino tropezó en la silla de Ptitzin y puso sus botas, sucias y enfangadas,
sobre los magníficos encajes del brillante vestido azul de la bella alemana. No
se excusó, porque no había reparado en una cosa ni en otra. Al llegar a la mesa
depositó encima un objeto que tenía entre las manos mientras atravesaba el
salón, y que consistía en un paquete de unos catorce centímetros de alto y
como diecinueve de largo, cuidadosamente envuelto en un número de la
«Gaceta de la Bolsa» y atado mediante un cordón de los que se emplean para
empaquetar el azúcar. Rogochin dejó caer los brazos y aguardó, silencioso, su
sentencia. Vestía exactamente el mismo traje de por la mañana, pero lucía al
cuello una bufanda nueva, de seda roja y verde, adornada con un alfiler en el
que esplendía un grueso diamante figurando un escarabajo. Su áspera mano
derecha ostentaba un macizo anillo, también de diamantes.
Lebediev se detuvo a tres pasos de la mesa. Katia y Pacha, las dos
doncellas, miraban, con inquietud y alarma, por entre las cortinas.
Nastasia Filipovna contempló a Rogochin con curiosidad.
—¿Qué es esto? —preguntó señalando el paquete.
—Los cien mil rublos —contestó él, casi en un cuchicheo.
—¡Ha cumplido su palabra! ¡Qué hombre! Siéntese en esta silla, se lo
ruego. Ya hablaremos después. ¿Quiénes son ésos? ¿Sus compañeros de antes?
Que entren, que se sienten. Pueden acomodarse en ese diván. Y en este otro. Y
ahí tienen dos sillones. ¿Por qué no quieren? ¿Qué les pasa?
Varios de ellos, totalmente confundidos, se habían batido en definitiva
retirada y esperaban en la pieza contigua. Los que había en el salón se
sentaron al invitarles Nastasia Filipovna, pero lejos de la mesa y casi todos en
los rincones. Algunos persistían en disimular su presencia; otros, en cambio,
recobraron su aplomo con extraordinaria rapidez. Rogochin ocupó la silla que
se le indicara, pero al cabo de un momento se levantó y ya no tornó a sentarse. Gradualmente iba reparando en los presentes. Viendo a Gania sonrió con
malignidad y murmuró para sí; «¡Hola!». El general y Totzky no le causaron
impresión: casi no se fijó en ellos. Pero al descubrir al príncipe al lado de
Nastasia Filipovna, la sorpresa le hizo, a pesar suyo, fijar los ojos en Michkin
durante algunos instantes, como si no se explicara aquel nuevo encuentro.
Había momentos en que se sentía víctima de un verdadero delirio. Además de
las fuertes impresiones del día, había pasado en el tren la noche anterior y
llevaba cerca de cuarenta y ocho horas sin dormir.
—En este sucio papel, señores —dijo Nastasia Filipovna, dirigiéndose a
sus invitados, con aspecto impaciente y febril—, hay cien mil rublos.
Rogochin, antes, me aseguró a gritos, como un loco, que me traería esta noche
cien mil rublos y yo le esperaba. Conste que me ha regateado como una
mercancía: primero ofreció dieciocho mil rublos, luego cuarenta mil y al fin
llegó hasta cien mil, que son éstos. En todo caso, ha cumplido su palabra. ¡Y
qué pálido está! El incidente sucedió esta mañana en casa de Gania. Yo había
ido a visitar a su madre y al resto de mi futura familia y la hermana de Gania
dijo en mi cara: «¿Es posible que no haya quien arroje de aquí a esta
desvergonzada?». Y luego abofeteó el rostro de su hermano. ¡Es una
muchacha de carácter!
—¡Nastasia Filipovna! —dijo el general en tono de reproche, comenzando
a comprender, poco más o menos, la situación.
—¿Qué, general? Que esto es incorrecto, ¿no? Lo sé. ¡Pero ya he dejado de
andar con cumplidos! He pasado cinco años desempeñando el papel de mujer
virtuosa desde mi palco del Teatro Francés, he rechazado a todos los que
solicitaban mis favores, me he mostrado como una ingenua inocente… ¡Ya
estoy harta! He aquí que después de cinco años de ser virtuosa viene un
hombre a poner, en presencia de ustedes, cien mil rublos para mí sobre la
mesa. ¡Y sin duda me espera su coche en la calle! ¡Me ha valorado en cien mil
rublos! Ya veo, Gania, que te has ofendido conmigo. Pero, ¿es posible que
hubieras soñado en hacerme entrar en tu familia? ¡A mí, la amante de
Rogochin! ¿No oíste lo que decía el príncipe hace poco?
—Yo no he dicho que fuese usted la amante de Rogochin —repuso
Michkin con voz temblorosa.
Daría Alexievna no pudo contenerse.
—Basta ya, Nastasia Filipovna; basta ya, querida —exclamó—. Puesto que
estás harta de estos hombres, mándalos a paseo. Además, ¿es posible que
consientas en acceder a las pretensiones de mi sujeto así por cien mil rublos?
Cien mil rublos, verdaderamente, merecen consideración. Pero puedes tomar
su dinero y ponerle a él en la puerta. Con esta gente hay que portarse así.
¡Cómo estuviese yo en tu lugar les daría una buena lección! Daría Alexievna se sentía realmente disgustada. Era una mujer de buen
carácter y muy impresionable. Nastasia Filipovna sonrió y dijo:
—Vamos, Daría Alexievna, no te excites. En lo que he hablado no había
indignación por mi parte. ¿Acaso he hecho algún reproche? Es que, en
realidad, no sé cómo se me ha ocurrido la tonta idea de querer entrar en una
familia honrada. He visto a la madre de Gania, la he besado la mano… Y si
primero me mostré insolente en tu casa, Gania, lo hice adrede, porque quería
ver por última vez a lo que eras capaz de llegar. Y te aseguro que me has
sorprendido. Esperaba mucho de ti, mas no tanto. ¡Pensar que consentías en
casarte conmigo sabiendo que la víspera, como quien dice, de tu matrimonio,
el general me ofrecía unas perlas de tal valor y que yo las había aceptado! Y
luego lo de Rogochin. En tu propia casa, delante de tu madre y de tu hermana,
ha regateado el valor que me atribuye, y aun así tú has venido luego a pedir mi
mano… ¡Paco ha faltado para que incluso trajeses a tu hermana contigo! ¿Es
posible que tenga razón Rogochin cuando dice que por tres rublos andarías a
cuatro pies por el bulevar Vassilievsky?
—Sí, andaría a cuatro pies —afirmó Rogochin en voz baja con acento de
profunda convicción.
—Aun podría pasar todo eso si estuvieras muriéndote de hambre, pero creo
que ganas un buen sueldo. Y, no contento con querer introducir en tu casa a
una mujer sin honra, estás resuelto a casarte con una mujer a quien detestas.
Porque sé que me detestas… Creo que un hombre así sería capaz de asesinar
por dinero. Hoy día la sed de ganancias produce en todos los hombres una
verdadera fiebre. ¡Están como locos! Hasta los niños se vuelven usureros.
Hace poco he leído que un individuo envolvió en un lienzo de seda su navaja
de afeitar, se acercó a un amigo suyo por la espalda y suavemente le degolló
como a una oveja. Eres un hombre sin honor, Gania. Yo soy una mujer sin
honra, pero tú eres peor aún. Y no digo nada ya del personaje de los
ramilletes…
—¡Es posible que hable usted así, Nastasia Filipovna! —exclamó el
general, sinceramente desolado, golpeándose una mano contra la otra ¡Usted,
tan delicada, tan fina en sus ideas! ¡Y ahora, qué lenguaje, qué palabras!
Nastasia Filipovna rompió en una carcajada.
—Estoy ebria, general, y bromeo. Hoy es mi cumpleaños, y también mi día
triunfal, el día que esperaba hace tanto tiempo… Daría Alexievna, mira a ese
señor de los ramilletes, a ese monsieur aux camélies. Ahí lo tienes, sentado y
riéndose de nosotros…
—No me río, Nastasia Filipovna —contestó Totzky muy digno—. Me
limito a escuchar con atención. —¿Por qué he estado atormentándole durante estos cinco años, sin dejarle
libre? ¿Acaso lo merecía? Él no es sino lo que debe ser y nada más. Incluso es
capaz de suponer que soy yo quien me porto mal con él, porque me ha dado
educación, me ha mantenido como a una condesa, ha gastado mucho dinero en
mí, ha procurado hallarme un marido honorable en provincias, y al fin me ha
encontrado aquí a este Gania. ¡Figúrate que hace cinco años que no tengo
intimidad con Atanasio Ivanovich y, sin embargo, he continuado recibiendo su
dinero, persuadida de que me asistía derecho a obrar así! ¡Sin duda había
perdido la cabeza! Ahora me dices que tome los cien mil rublos de este otro
hombre y le ponga a la puerta si me repugna ser amante suya. Sí: me repugna.
Hace tiempo que hubiese podido casarme y no con Gania; pero ello me
repugna también. ¿Por qué he pasado cinco años desempeñando ese papel de
mujer leal? Pues créeme que ha sido porque hace cuatro años me pregunté si
no debía casarme legalmente con mi Atanasio Ivanovich. No pensaba en tal
cosa por venganza, sino porque se me ocurrían muchas ideas en aquella época.
Y habría podido convencerle. Incluso él me hizo indicaciones en ese sentido.
Sin duda no lo hacía con sinceridad, pero se mostraba tan apasionado, que le
hubiese llevado al matrimonio, de proponérmelo. Luego, gracias a Dios,
comprendí que él no merecía tanto rencor. Y entonces sentí tal repulsión por
él, que incluso si se me hubiese ofrecido como esposo le habría rechazado. He
vivido cinco años como una mujer irreprochable. Pero vale más que me lance
al arroyo. Ese es el lugar que me corresponde. O aceptar a Rogochin, o ser
lavandera desde mañana mismo. Porque no tengo sobre mí nada que me
pertenezca, y al irme dejaré aquí hasta el último trapo. Y cuando ya no tenga
nada, ¿quién me querrá? ¡Pregunta a Gania si consentirá entonces en casarse
conmigo! Es posible que ni el propio Ferdychenko me quisiera…
—Es posible, en efecto, que no la quisiera —repuso el bufón—. Pero hay
alguien que sí la querría: el príncipe. No hace usted más que lamentarse; pero
mire al príncipe… Hace rato que le estoy observando.
Nastasia Filipovna se volvió al joven con curiosidad.
—¿Es cierto? —preguntó.
—Sí —dijo él, en voz baja.
—¿Me querría usted así, sin nada?
—Sí, Nastasia Filipovna.
—¡Hola! —exclamó el general—. ¡Un nuevo incidente! Era de esperar.
Michkin fijó una mirada triste, penetrante y severa, sobre Nastasia
Filipovna, que seguía examinándole.
—¡Mira lo que he encontrado! —dijo ella, dirigiéndose otra vez a Daría Alexievna—. Un bienhechor, y que habla de todo corazón lo sé. Pero es
posible que acierten los que dicen que… que no es un hombre corriente. ¿De
qué vivirías, príncipe, si estuvieras lo bastante enamorado para casarte con la
amante de Rogochin?
—Casándome con usted, Nastasia Filipovna, me casaría con una mujer
honrada y no con la amante de Rogochin —repuso Michkin.
—¿Acaso soy honrada?
—Sí.
—Eso se ve en las novelas, príncipe. Todo ello son cuentos viejos… Hoy
la gente se ha vuelto más razonable y sabe que todo eso es absurdo. Además,
¿cómo se te ocurre pensar en casarte? Más falta te hace una enfermera que una
mujer.
El príncipe se levantó y con voz tímida y temblorosa, pero también con el
tono de un hombre profundamente convencido de lo que dice, respondió:
—No sé nada, Nastasia Filipovna, y no he visto nada de la vida; puede que
tenga usted razón… Pero yo me tendría por muy honrado si usted me aceptase,
en vez de creer que la honraba casándome con usted. Yo no soy nadie; mas
usted ha conocido el sufrimiento y ha salido pura de un infierno semejante.
Eso es mucho. ¿Por qué se siente, pues, avergonzada y dispuesta a aceptar a
Rogochin? Lo ha dicho usted bajo el influjo de la fiebre. Acaba usted de
devolver al señor Totzky setenta y cinco mil rublos y ha expuesto el propósito
de dejarle cuanto hay en su casa. Nadie haría lo mismo. Yo… Nastasia
Filipovna…, yo la amo… Soy capaz de morir por usted, Nastasia Filipovna.
No permitiré a nadie que hable mal de usted, Nastasia Filipovna… Si somos
pobres, yo trabajaré, Nastasia Filipovna…
Al oír las últimas palabras del príncipe, Ferdychenko y Lebediev estallaron
en risas y hasta el propio general manifestó su mal humor con una especie de
gruñido. Ptitzin y Totzky no lograron contener una sonrisa, aunque tan discreta
como pudieron. Los demás permanecían con la boca abierta, asombrados.
—Pero acaso en vez de ser pobres seamos muy ricos, Nastasia Filipovna
—prosiguió el príncipe con la misma voz tímida—. Cierto que no sé nada
concreto y es lástima que nadie me haya proporcionado informes en todo el
día; pero el caso es que, estando en Suiza, recibí una carta de un señor de
Moscú, llamado Salazkin, y, según me dice, debo entrar en posesión de una
herencia muy importante. Aquí está la carta…
Y Michkin, mientras hablaba, sacó un papel del bolsillo.
—¿Es posible que tenga los sentidos cabales? —exclamó el general—.
¡Esta es una verdadera casa de locos! Se produjo un momento de silencio.
—Creo, príncipe, que ha dicho usted que esta carta se la enviaba Salazkin
—intervino Ptitzin—. Salazkin es un hombre muy conocido en su ambiente y
tiene gran reputación como agente de negocios. Si esa noticia procede de él,
puede darla por segura. Afortunadamente, conozco la letra de Salazkin, porque
he tenido con él relaciones financieras hace poco… Si me permite usted
examinar esa carta, podré darle algún informe.
El príncipe, sin proferir una palabra, tendió el papel a Ptitzin, con mano
temblorosa.
—Pero, ¿qué es esto?, ¿qué es esto? —repetía el general, con el aspecto de
un demente—. ¿Es posible que exista semejante herencia?
Mientras Ptitzin leía la carta, todas las miradas se fijaron en él. Aquel
nuevo incidente sobrevenido a continuación de tantas circunstancias
enigmáticas intrigaba en alto grado a todos los reunidos. Ferdychenko no
paraba un instante; Rogochin, inquieto, miraba ora al príncipe, ora a Ptitzin.
Daría Alexievna parecía, en su expectación, pisar sobre ortigas. En cuanto a
Lebediev, perdió toda su ecuanimidad, y saliendo de su rincón acercóse a
Ptitzin y, doblándose en triángulo, comenzó a leer la carta sobre el hombro del
prestamista, con el talante de un hombre que espera un bofetón en recompensa
de lo que está haciendo.
XVI
—Es cierto —declaró Ptitzin doblando la carta y alargándola a Michkin—.
En virtud de un testamento de una tía suya, testamento no discutido por nadie,
va usted a poder entrar sin la menor dificultad en posesión de una gran
herencia.
—¡Imposible! —barbotó el general.
La palabra restalló como un pistoletazo.
De nuevo el asombro se pintó en todos los semblantes. Ptitzin explanó,
dirigiéndose en especial a Epanchin, que cinco meses antes había muerto una
tía del príncipe a quien éste no conocía personalmente. La difunta, hermana
mayor de la madre de Michkin, era hija de un mercader moscovita de la
tercera corporación, llamado Papuchin, que había fallecido en la mayor
miseria después de quebrar. Pero el hermano mayor de Papuchin, muerto
también hacía poco, era un comerciante muy rico. Un año antes, sus dos hijos
habían fallecido con el intervalo de un mes, y el viejo, disgustadísimo, no tardó en seguirles a la tumba. Como era viudo, toda su fortuna pasó a su
sobrina, la tía del príncipe, mujer muy pobre a la sazón y recogida en casa de
unos extraños. Al recibir la herencia de Papuchin, esta mujer, enferma de
hidropesía, se hallaba casi moribunda; pero, con todo, hizo testamento y
encargó a Salazkin que buscase al príncipe. Ni el doctor ni Michkin habían
querido esperar la comunicación oficial y el último, en consecuencia, se puso
en camino una vez recibida la carta de Salazkin.
—Sólo puedo decirle una cosa —concluyó Ptitzin, dirigiéndose a Michkin
—, y es que todo esto debe ser completamente exacto, y que puede usted dar
por hecho cuanto Salazkin le escribe respecto a la validez del testamento en su
favor. Le felicito, príncipe. Va usted a recibir millón y medio, si no más.
Papuchin era muy rico.
—¡Bravo por el último de los Michkin! —aulló Ferdychenko.
—¡Hurra! —añadió Lebediev con voz vinosa.
—¡Y yo que he prestado esta mañana veinticinco rublos al pobre
muchacho! ¡Ja, ja, ja! Parece un cuento de hadas —dijo el general en el colmo
de la estupefacción—. En fin, le felicito, le felicito.
Y abandonando su asiento fue a abrazar al príncipe. Los demás,
levantándose, le rodearon también. Hasta los compañeros de Rogochin que
habían abandonado el salón comenzaron a regresar. Siguió un tumulto de
exclamaciones confusas; todos se empujaban; sonaban voces pidiendo
champaña. Por un momento, Nastasia Filipovna fue relegada al olvido. Nadie
recordaba el hecho de estar en su casa y en su reunión. Pero luego todos se
acordaron a la vez de que el príncipe acababa de ofrecer casarse con ella. De
modo que el último incidente daba al asunto un aspecto más extravagante
todavía. Totzky, muy sorprendido, se encogía de hombros. Era el único que
había quedado en su lugar mientras el resto de los reunidos se agrupaba,
tumultuoso, en torno a la mesa. Todos declararon más tarde que a partir de
aquel momento pareció iniciarse la locura en Nastasia Filipovna. La joven no
se había levantado de su asiento y paseaba sobre todos los asistentes una
mirada de asombro y sorpresa, como si no comprendiese la situación, y se
esforzase en explicársela. De repente volvióse al príncipe, arrugó el entrecejo,
amenazadora, y examinó a Michkin con atención. Aquello sólo duró un
segundo. Tal vez hubiera pensado que todo ello constituía una broma; mas, en
cualquier caso, tal idea se disipó al ver el aspecto del príncipe. Tornóse
pensativa y una sonrisa, al parecer involuntaria, plegó sus labios.
—¡De modo que soy princesa! —murmuró para sí, con cierta burla. Y
mirando a Daría Alexievna, añadió—: El desenlace es inesperado; ni yo
misma lo había previsto… Pero, ¿por qué siguen ustedes en pie, señores?
Siéntense y felicítenme por mi casamiento con el príncipe. Creo que alguien ha pedido champaña: vaya a encargarlo, Ferdychenko. Katia, Pacha —
exclamó, al ver a las dos doncellas a la entrada del salón—, pasad. ¿Sabéis que
voy a casarme? ¡Y con un príncipe! El príncipe Michkin, que posee millón y
medio, me toma por esposa.
—¡No dejes escapar la ocasión, y Dios te bendiga, querida! —dijo Daría
Alexievna.
—Siéntate a mi lado, príncipe —continuó Nastasia Filipovna—. ¡Así! Y
ustedes, señores, denme la enhorabuena. ¡Ah, ya llega el vino!
—¡Hurra! —gritaron muchas voces a coro.
La mayoría, y entre ellos todos los compañeros de Rogochin, se agolparon
en torno a las botellas de champaña. Pero aunque no deseasen ni hiciesen otra
cosa sino gritar, varios de ellos, en medio de lo extraño de las circunstancias,
advertían que la situación se modificaba. Otros, turbados, esperaban con
inquietud el lance final. No faltaron quienes dijeran que aquello era lo más
corriente que podía darse y que ya se habían visto antes otros príncipes
casados con toda clase de mujeres, sin exceptuar muchachas sacadas de
campamentos gitanos. Rogochin, con una sonrisa forzada que crispaba su
rostro, asistía a la escena y no acababa de discernirla bien.
—Querido príncipe, vuelve en ti —dijo el general, con horror, acercándose
a Michkin a hurtadillas y tirándole de la manga.
Nastasia Filipovna, observándolo, rompió, a reír.
—¡Nada de eso, general! Ahora soy princesa, ya lo ha oído usted. El
príncipe no consentirá que me injurien. Felicíteme, Atanasio Ivanovich. ¿Qué
le parece? ¿No es ventajoso encontrar semejante marido? Un hombre que
posee millón y medio y que además, según dicen, es idiota… ¿Qué más se
puede pedir? ¡Ahora es cuando voy a empezar a vivir de veras! Has llegado
tarde, Rogochin. Coge tu paquete Voy a casarme con el príncipe y a ser más
rica que tú.
Rogochin comprendió al fin lo que sucedía. En su semblante se pintó un
sufrimiento indecible. Exhaló un gemido y se golpeó las manos.
—¡Renuncia! —gritó a Michkin.
Aquello provocó la hilaridad de todos.
—Quieres que renuncie en tu favor, ¿eh? —dijo con abrumador desdén
Daría Alexievna—. ¡Miren a este aldeano, que ha venido a arrojar su dinero en
la mesa! El príncipe se casará y tú habrás recibido un buen revolcón.
—También yo me casaré; quiero casarme en el acto. Daré todo lo que
tengo… —Tú sales de la taberna y estás borracho. ¡Debíamos plantarte en la
puerta! —contestó Daría Alexievna, indignada.
Las risas aumentaron.
—¿Qué te parece, príncipe? —dijo Nastasia Filipovna a Michkin ¡Ahí
tienes a un aldeano queriendo comprar a tu futura!
—Está ebrio —observó el príncipe—, y además la quiere mucho.
—¿Y no te avergonzará después haberte casado con una mujer que ha
estado a punto de ser de Rogochin?
—Cuando usted dijo eso, tenía el cerebro turbado por la fiebre. Todavía
está agitada —contestó el príncipe.
—¿Y no te avergonzarás tampoco cuando te cuenten que tu esposa ha sido
amiga de Totzky?
—No me sentiré avergonzado. La culpa no fue de usted.
—¿Y nunca me harás reproches?
—No se los haré nunca.
—Ándate con cuidado y no te comprometas para toda tu vida.
—Nastasia Filipovna —dijo Michkin, con voz dulce en que vibraba una
nota de conmiseración—, ya le he dicho que me consideraría muy honrado
obteniendo su mano en vez de juzgar que le hago un honor casándome con
usted. Cuando me he explicado así, usted ha sonreído y he oído también risas a
mis espaldas. Quizá yo me haya expresado ridículamente, y acaso haya sido
ridículo de verdad; pero siempre he creído saber bien en qué consiste el honor
y estoy seguro de haber dicho una cosa justa. Hace un momento quería usted
perderse irremisiblemente, y estoy cierto de que después lo habría lamentado;
pero usted no es culpable de nada. Es imposible que considere usted su vida
perdida en definitiva. ¿Qué importa que Rogochin haya venido a su casa de
ese modo ni que Gabriel Ardalionovich haya querido engañarla? ¿Por qué
insistir tanto en eso? Repito que lo que usted hace, pocas personas serían
capaces de hacerlo. Si ha querido usted atender a Rogochin, fue bajo la
influencia de la fiebre. Ahora mismo se encuentra usted mal y debiera
acostarse. Usted no se habría quedado con Rogochin, de marchar con él.
Mañana mismo habría preferido hacerse lavandera. Es usted orgullosa,
Nastasia Filipovna, pero tal vez tenga la desgracia de considerarse culpable en
realidad. Necesita usted muchas atenciones, Nastasia Filipovna. Yo las tendré
con usted. En cuanto he visto su retrato he creído contemplar una cara
conocida. Hasta me pareció que su expresión me llamaba… Yo… yo la
estimaré toda mi vida, Nastasia Filipovna —concluyó de pronto el príncipe,
ruborizándose, sin duda al recordar las personas que había presentes. Ptitzin, escandalizado, inclinó la cabeza, mirando al pavimento. Totzky
pensaba: «Es un idiota, pero sabe por instinto que la adulación es el mejor
modo de triunfar con las mujeres». Michkin notó que Gania le miraba desde su
rincón con ojos centelleantes, como si hubiera querido darle de golpes.
—¡Qué hombre tan bondadoso! —exclamó Daría Alexievna, muy
afectada.
—Un hombre refinado, pero perdido —murmuró Ivan Fedorovich.
Totzky tomó su sombrero proponiéndose despedirse a la francesa. Él y el
general convinieron, mediante una mirada, irse juntos.
—Gracias, príncipe. Hasta ahora nadie me había hablado así —dijo
Nastasia Filipovna—. Nunca se había pensado más que en comprarme.
Ningún hombre digno me había pedido en matrimonio. ¿Oye usted, Atanasio
Ivanovich? ¿Qué le parece el modo de hablar del príncipe? Casi incorrecto,
¿eh? No te vayas aún, Rogochin…, aunque ya veo que no te apresuras a
hacerlo… Acaso me marche contigo todavía. ¿Dónde querías llevarme?
—A Ekateringov —respondió Lebediev.
Rogochin, tembloroso, miró a Nastasia Filipovna con los ojos muy
abiertos. No podía creer en lo que oía, sentíase incapaz de todo, estaba
aturdido, como si le hubiese dado un violento golpe en la cabeza.
—¿Qué locura se te ocurre ahora? —exclamó, espantada, Daría Alexievna.
—¿Creías que hablaba en serio? —rio Nastasia Filipovna, alzándose del
sofá de un salto—. ¿Crees que sería capaz de arruinar la vida de un niño como
éste? Quédese eso para Atanasio Ivanovich, amigo de buscar niños en
capullo… Veámonos, Rogochin. ¡Venga el dinero! Aunque te cases conmigo,
dame el dinero. ¿O crees que porque me has ofrecido casarte puedes guardarte
tus billetes? ¡Vamos, hombre! Yo soy una mujer sin honor; he sido la amante
de Totzky. En cuanto a ti, príncipe, quien te conviene es Aglaya Epanchina y
no Nastasia Filipovna. Si te casas conmigo, Ferdychenko te señalaría con el
dedo a todos. A ti no te importa, pero no quiero hacerte desgraciado ni sufrir
más adelante tus recriminaciones. En cuanto al honor que te haría
concediéndote mi mano, Totzky podría decir unas cuantas palabras sobre eso.
Y tú, Gania, entérate de que te has engañado con Aglaya Epanchina. Si no
hubieses andado regateando con ella, se habría casado contigo. ¡Así sois
todos! Hay que escoger entre el trato de las mujeres honradas y el de las que
no lo son. Si se anda a la vez con unas y con otras, acaba siempre enredándose
todo. Mira al general, con la boca abierta…
—¡Esto es Sodoma, Sodoma! —exclamó Epanchin, encogiéndose de
hombros. Había abandonado su sitio en el diván. Todos estaban otra vez en pie.
Nastasia Filipovna parecía haber perdido la razón.
—¿Es posible? —gemía el príncipe, retorciéndose las manos.
—¿Lo habías tomado en serio? Comprende que yo también puedo tener mi
amor propio, aunque no tenga honra. Antes has dicho que yo era una
perfección. ¡Una perfección que por poder alardear de haber despreciado un
millón y un título de princesa se arroja al arroyo! Después de esto, ¿cómo me
considerarás? Aquí donde me ves, Atanasio Ivanovich, he tirado un millón por
la ventana. ¡Y creían ustedes que iba a considerarme dichosa casándome con
Gania mediante una dote de setenta y cinco mil rublos! Guárdate tus setenta y
cinco mil rublos, Atanasio Ivanovich. ¡Ni siquiera has llegado al centenar!
Rogochin ha sido más generoso que tú. Pero quiero consolar a Gania. Se me
acaba de ocurrir una idea. Ahora que soy una cualquiera, me propongo
divertirme. Al fin me llega la libertad, después de diez años de esclavitud.
¿Qué esperas, Rogochin? Vámonos.
—¡Vámonos! —gritó el joven, casi delirante de júbilo—. ¡A ver! ¡Venga
vino!
—¡Eso es: vino! También yo quiero beber. Y, ¿tendremos música?
—Sí, sí… ¡No se acerque! —vociferó Rogochin viendo que Daría
Alexievna se aproximaba a Nastasia Filipovna—. Es mía, sólo mía. ¡Mi reina,
mi amor!
Sofocado por la alegría giraba en torno a la joven, gritando a todos: «¡No
se acerquen!». Su cuadrilla había invadido en masa el salón. Unos bebían,
otros reían y gritaban, todos se sentían animados y ya sin la menor inquietud
Ferdychenko comenzaba a fraternizar con ellos. El general y Totzky hicieron
un movimiento para retirarse. Gania tenía también el sombrero en la mano,
pero permanecía inmóvil y silencioso, como incapaz de substraerse al
espectáculo que tenía ante la vista.
—¡No se acerquen! —volvió a gritar Rogochin.
—¿Cómo que no? —dijo Nastasia Filipovna, riendo—. ¡Yo soy todavía
dueña de mi casa! Si quiero puedo arrojarte por la escalera. Además, no he
tomado tu dinero aún; está en la mesa. Tráelo y dámelo. ¿Y este paquete
contiene cien mil rublos? ¡Qué barbaridad! ¿Qué te parece, Daría Alexievna?
¿Crees que sería capaz de hacerle desgraciado? —preguntó señalando a
Michkin—. ¿Casarse el príncipe? Lo que necesita es una niñera… Pero ya veo
que el general se prepara a encargarse de serlo: mírenle cómo anda alrededor
de él… ¿Ves, príncipe? Tu prometida ha cogido el dinero, porque no es una
mujer honrada. ¡Y tú querías casarte con ella! ¿Por qué lloras? ¿Estás
disgustado? ¡Ríete, hombre, haz como yo! —mientras hablaba así, Nastasia Filipovna tenía dos gruesas lágrimas en las mejillas—. Confía en el tiempo: ya
verás como todo pasa. Más vale prevenir que lamentar. Pero, ¿por qué lloran
todos ustedes? ¿Por qué lloras tú también, Katia? ¿Qué tienes, querida? No
creas que os dejaré sin nada a Pacha y a ti; ya he tomado disposiciones… Y
ahora, adiós. ¡Cuándo pienso que una mala mujer como yo te ha obligado a
servirme, a ti, que eres una muchacha honrada! Créelo, príncipe: es preferible
esto. Si no, más adelante me habrías despreciado y no hubiéramos vivido
felices. Nada de protestas; no te creo. ¡Qué estúpido hubiera sido…! Sí: es
preferible que nos digamos adiós en definitiva. ¿Para qué soñar en quimeras?
¡Aunque también yo he soñado en ellas! ¿Imaginas que no he soñado contigo?
Tenías razón antes: hace mucho tiempo que estos sucesos acudían a mi
espíritu. Muchas veces, durante los cinco años transcurridos en la aldea de
Totzky, he esperado que un hombre como tú, bondadoso, honrado, simpático,
un poco necio incluso, me buscara de pronto para decirme: «La culpa no es de
usted, Nastasia Filipovna. ¡Y la adoro!». Pero el despertar de tales sueños casi
me hacía enloquecer. Cada verano este hombre llegaba para pasar dos meses
conmigo, llevándome la vergüenza, la deshonra, la corrupción, la
degradación… Y luego se iba. Mil veces he pensado en arrojarme al agua,
pero he sido cobarde y nunca me he decidido. Y ahora… ¿Estás listo,
Rogochin?
—¡Sí! ¡No se acerquen!
—¡Listos! —gritaron varias voces.
Nastasia Filipovna cogió el fajo de billetes.
—Se me ocurre una idea, Gania. Quiero indemnizarte. ¿Por qué has de
perderlo todo? ¿Es cierto, Rogochin, que Gania andaría en cuatro pies por el
bulevar Vassilievsky a cambio de tres rublos?
—Sí.
—Escucha, pues, Gania. Quiero darme una vez más la satisfacción de
asistir a una muestra de tu grandeza de alma. Tú me has atormentado durante
tres meses; ahora llega mi momento. Mira este paquete: contiene cien mil
rublos. Voy a tirarlo al fuego delante de todos. Cuando esté rodeado de llamas
tú puedes recogerlo en la chimenea. Pero sin guantes y con las mangas
recogidas. Si así lo haces, el dinero es tuyo: todos los billetes te pertenecen.
Cierto que te quemarás algo los dedos, pero se trata de cien mil rublos. ¡Hazte
cargo!… ¡Es cosa de un momento! Y yo admiraré tu valor viéndote sacar mi
dinero de entre las llamas. Pongo por testigos a todos de que el dinero será
para ti. Si tú no lo retiras, el dinero arderá, porque no he de consentir que
nadie más lo toque. Retírense. ¡Quítense de en medio! Este dinero me
pertenece. Rogochin me lo da a cambio de acceder por una vez a sus
pretensiones… ¿Es mío ese dinero, Rogochin? —¡Es tuyo, encanto mío; es tuyo, reina!
—Muy bien. Retírense. Puedo hacer con esto lo que se me antoje. Déjenme
obrar como me parezca. Atice la lumbre, Ferdychenko.
—No me siento con fuerzas para ello, Nastasia Filipovna —repuso
Ferdychenko, estupefacto.
—¡Bah! —exclamó Nastasia Filipovna.
Cogió las tenazas de la chimenea, empujó dos leños que se calcinaban sin
arder y cuando hubo conseguido hacer brotar una viva llamarada arrojó el
paquete al fuego.
Un clamor llenó el salón. No faltó quien se santiguara.
—¡Está loca, está loca! —gritaron casi todos a una voz.
—¿No cree que debíamos… que debíamos atarla? —dijo el general a
Ptitzin, con voz reprimida—. Atarla o enviar a por… Porque está loca, está
loca, ¿no es cierto?
—Acaso no lo esté del todo —repuso Ptitzin, tembloroso, y más blanco
que su pañuelo, sin poder apartar los ojos del paquete arrojado a las llamas.
Ivan Fedorovich interpeló a Totzky.
—¡Está loca! ¿Verdad que está loca?
—Siempre le he dicho que era una mujer extravagante —repuso Totzky,
cuyo rostro se había demudado.
—¡Es que cien mil rublos…!
—¡Dios mío, Dios mío! —exclamaban los presentes.
Todos, ávidos de presenciar aquel espectáculo se apiñaban en torno a la
chimenea, entre palabras de desolación. Algunos se habían subido a las sillas
para mirar por encima de las cabezas de los demás. Daría Alexievna,
realmente asustada, pasó a la habitación contigua y comenzó a cuchichear con
las doncellas. La hermosa alemana había huido.
—Señora, princesa mía, mujer todopoderosa —gemía Lebediev
arrastrándose a los pies de Nastasia Filipovna y tendiendo los brazos hacia la
chimenea—. ¡Cien mil rublos! ¡Cien mil! ¡Yo mismo los he visto con estos
ojos! El envoltorio ha sido atado delante de mí. ¡Señora, misericordia!
Mándame lanzarme al fuego; me meteré entre él; hundiré en las llamas mi
cabeza gris… ¡Piénsalo! Una mujer enferma e inválida; tres niños huérfanos;
un padre enterrado la semana pasada: un hombre muerto de hambre. Nastasia
Filipovna. Y pretendió acercarse a la chimenea.
—¡Atrás! —gritó la joven, rechazándole—. ¡Todos atrás! ¿Qué haces ahí,
Gania? ¡No te avergüences! Recoge el paquete: es la felicidad para ti.
Gania había padecido en exceso durante todo el día y no estaba preparado
para esta última prueba. La gente se apartó, dejándole cara a cara con Nastasia
Filipovna, sólo a tres pasos de ella. En pie junto a la chimenea, la dueña de la
casa esperaba sin separar de Gania su mirada relampagueante. Gania, inmóvil,
vestido de etiqueta, calzados los guantes, el sombrero en la mano, cruzados los
brazos, miraba al fuego. Una sonrisa extraviada contraía su rostro, blanco
como la cal. No podía, en realidad, retirar los ojos de la lumbre, donde las
llamas envolvían ya el paquete, pero en su alma se producía un súbito cambio.
Dijérase que anhelaba soportar hasta el fin aquella tortura, porque no se movía
de su sitio. A los pocos instantes todos tuvieron la certeza de que dejaría arder
el paquete.
—¡Van a quemarse los billetes! —gritó Nastasia Filipovna—. ¡Y luego te
avergonzarás, te sentirás desesperado! ¡Acabarás ahorcándote si no los coges!
¡Te lo aseguro!
El envoltorio, al caer sobre el fuego que lucía entre los dos tizones, produjo
inicialmente el efecto de apagarlo. Sólo una llamita azul persistió adherida al
extremo de una de las ascuas. Al fin, la larga y estrecha lengua de fuego lamió
también el paquete y éste se inflamó al fin de repente, proyectando en el aire
una llama de viva resplandor.
Un grito se escapó de todas las gargantas.
—¡Oh, señora! —clamó una vez más Lebediev.
E hizo un movimiento hacia la chimenea. Rogochin le rechazó rudamente.
Toda la vida de Parfen Semenovich parecía haberse concentrado en sus
ojos, que no separaba de Nastasia Filipovna. Estaba ebrio de éxtasis; se sentía
en el séptimo cielo.
—¿Qué le parece? —gritaba sin cesar dirigiéndose al que tenía más cerca
—. ¡Esto es estilo! ¿Quién de ustedes haría lo mismo, granujas? ¡Es una
verdadera reina!
El príncipe contemplaba la escena en silencio, con los ojos tristes.
—Denme nada más que un millar de rublos y sacaré el paquete con los
dientes —declaró Ferdychenko.
—¡También yo sabría sacarlo con los dientes! —gritó el señor forzudo en
un paroxismo de desesperación—. ¡El diablo me lleve! ¡Está ardiendo, todo se
quema! —añadió viendo elevarse la llama. —¡Se quema, se quema! —gritaron todos a una, precipitándose en su
mayoría hacia la chimenea.
—No andes con cumplidos, Gania. Te lo digo por última vez.
Ferdychenko, fuera de sí, se acercó al joven y le tiró de una manga.
—¡Anda, fanfarrón! —le increpó—. ¿No ves que se quema, maaal… dito?
Gania rechazó violentamente a Ferdychenko, giró sobre sus talones y se
encaminó a la puerta. Pero antes de que diera dos pasos se tambaleó y cayó
pesadamente sobre el pavimento.
—¡Se ha desmayado! —exclamaron los asistentes.
—¡Qué se quema, señora! —gemía Lebediev.
—¡Cien mil rublos abrasados inútilmente! —se comentaba por doquiera.
—Katia, Pacha, traed agua y aguardiente —ordenó Nastasia Filipovna.
Empuñó las tenazas y retiró el envoltorio. Casi todo el papel que lo
protegía estaba consumido, pero se vio muy pronto que el fajo de billetes no
había sido alcanzado. Gracias a su triple envoltura, el dinero estaba intacto.
Todos respiraron con alivio.
—Sólo un millar de rublos ha sufrido algún deterioro. Lo demás se
encuentra a salvo —dijo, emocionado, Lebediev.
—Este dinero pertenece a Gania. Todo es suyo, ¿lo oyen, señores? —dijo
Nastasia Filipovna depositando el fajo junto al joven—. Al fin y al cabo, no lo
ha cogido. Ha logrado dominarse. De modo que su amor propio puede más
que su codicia. No le pasa nada; se recuperará en seguida. De no desmayarse,
hubiera sido capaz de matarme, quizá… Miren: ya reacciona. General, Ivan
Petrovich, Daría Alexievna, Katia, Pacha, Rogochin y todos, ¿me han
entendido? El dinero es de Gania. Se lo cedo plenamente para indemnizarle…
de lo que sea. Díganselo así. Quiero que lo encuentre junto a él cuando vuelva
de su desmayo. Vámonos, Rogochin. Adiós, príncipe: es usted el primer
hombre de verdad que he conocido. Adiós, Anastasio Ivanovich y gracias.
Todo el grupo de Rogochin se dirigió en tropel hacia la salida en pos de su
jefe y de Nastasia Filipovna. Ésta se encontró en la sala a las criadas, que le
ofrecieron su abrigo de piel. La cocinera Marfa llegó corriendo desde la
cocina. Nastasia Filipovna las abrazó a todas.
—¿Es posible que nos abandone para siempre, señora? ¿A dónde se va? ¡Y
el día de su cumpleaños! —sollozaban las doncellas, desoladas, besando la
mano de la joven.
—Ya lo has oído, Katia. Me voy a la calle, que es lo que me corresponde. Si no, tendría que ponerme a trabajar de lavandera. Estoy harta de Atanasio
Ivanovich. Saludadle de mi parte y no conservéis mal recuerdo de mí.
Michkin salió, presuroso. Ante la escalinata, Rogochin y sus secuaces
entraban en cuatro trineos provistos de campanillas. El general logró alcanzar
al príncipe en la meseta de la escalera.
—Sé razonable, príncipe —dijo, cogiéndole del brazo—. ¡Déjala! Ya ves
lo que es. Te hablo como un padre…
Michkin le miró y, desasiéndose sin decir una palabra bajó los escalones de
cuatro en cuatro.
Al ponerse en marcha la caravana, Epanchin advirtió desde la escalera que
Michkin tomaba un carruaje de alquiler y ordenaba al cochero que siguiese a
las troicas a Ekateringov. Entonces Ivan Fedorovich subió a su coche y tornó a
su casa, llevándose las perlas que, pese a su agitación, no había olvidado. Por
el camino comenzó a acariciar nuevas esperanzas y hacer nuevos cálculos en
medio de los cuales se deslizó por dos veces en su pensamiento la imagen de
Nastasia Filipovna.
—¡Qué lástima! —suspiró el general—. ¡Qué lástima! ¡Una mujer perdida!
¡Una loca! Pero Michkin no la necesita para nada. Vale más que todo haya
acabado así.
Dos de los invitados de Nastasia Filipovna, que habían resuelto hacer
juntos y a pie parte del camino, cambiaban reflexiones morales de parecido
género.
—Los japoneses, Atanasio Ivanovich —decía Ivan Petrovich Ptitzin—
hacen, según creo, una cosa semejante. Parece que allí cuando un hombre se
considera ofendido se presenta a su insultador y le dice: «Me has injuriado, y
por lo tanto vengo a abrirme el vientre delante de ti». Y cumple lo que dice,
sin duda experimentando un viva placer en esa venganza. En el mundo hay
caracteres muy extraños, Atanasio Ivanovich.
—¡Hum! —sonrió Totzky—. ¿Piensa usted que ésta ha sido una cosa
análoga? En todo caso, su comparación es ingeniosa. Usted ha visto, querido
Ivan Petrovich, que yo he hecho todo lo que he podido. No voy a esforzarme
en procurar lo imposible, compréndalo. En esa mujer hay, por otra parte,
cualidades raras, aspectos magníficos… Antes no he querido hablar en medio
de aquel tumulto, pero varias veces se me ha ocurrido decirle, contestando a
sus reproches, que ella misma es la justificación de mis actos. Porque, ¿a quién
no haría olvidar esa mujer la razón… y todo lo demás? Ahí tiene usted a ese
aldeano de Rogochin: ¡le ha llevado cien mil rublos! Admitamos que todo lo
de esta noche haya sido efímero, novelesco, incorrecto. Pero no por eso carece
de pintoresquismo ni de originalidad. ¡Dios mío, cuántas cosas se hubieran podido hacer de un carácter así, unido a semejante belleza! Pero a pesar de
todos los esfuerzos, a pesar incluso de la educación, esas excelentes dotes no
aprovecharán a nadie. Ya lo he dicho más de una vez: esa mujer es un
diamante en bruto…
Y Atanasio Ivanovich exhaló un profundo suspiro.
****
SEGUNDA PARTE
I
Dos días después de la extraña aventura ocurrida en la reunión de Nastasia
Filipovna y con la que concluyó la primera parte de nuestro relato, el príncipe
Michkin se encaminó a Moscú para recibir su inesperada fortuna. Se rumoreó
por aquel entonces que pudieron existir ciertos motivos para que apresurara su
viaje, pero no tenemos suficientes informes sobre este extremo, ni en general
sobre la vida del príncipe durante los seis meses que estuvo ausente de San
Petersburgo. Incluso quienes por un motivo u otro no eran indiferentes a su
suerte, pasaron mucho tiempo sin saber nada de él. Cierto que a los oídos de
algunas personas llegaron diversos rumores, pero todos raros y casi siempre
contradictorios. En ningún sitio interesaba el príncipe más que en casa de
Epanchin, de cuya familia no se había despedido al marchar. El general
Epanchin sí le vio, desde luego, dos o tres veces, y hasta mantuvo con él
algunas conversaciones serias, pero no habló de ello a su familia. Al principio,
es decir, durante el primer mes de la marcha de Michkin, pareció cosa
convenida entre las Epanchinas el no mencionarle. Lisaveta Prokofievna fue la
única que faltó a esta regla en los primeros días para declarar que «se había
engañado terriblemente con el príncipe». Dos o tres días después, añadió, si
bien en términos genéricos y sin mencionar a nadie, que «el rasgo más
peculiar de su vida había sido equivocarse siempre respecto a la gente». Y por
fin, diez días después, a continuación de una disputa con sus hijas, sentenció:
«¡Basta de equivocaciones! ¡No volveré a cometer ni una más!».
Preciso es indicar aquí que durante bastante tiempo se cernió sobre todos
los Epanchin un denso malhumor. Las relaciones familiares, ya antes difíciles
y tensas, se agriaron mucho. Dijérase que todos se ocultaban algo unos a otros.
No había quien no tuviera el rostro hosco. El general se absorbía día y noche
en sus tareas. Nunca se le había visto más ocupado, sobre todo en asuntos del
servicio. Alguna rara vez, muy de cuando en cuando, realizaba una fugaz aparición ante su mujer e hijas. Las muchachas se guardaban bien de hablar
delante de sus padres y acaso no charlasen gran cosa más cuando estaban
solas. Eran mujeres orgullosas y altaneras, incluso reservadas entre sí en
ciertas ocasiones. Además sabían comprenderse, no sólo a media palabra, sino
hasta a media mirada, lo que en muchos casos hacía innecesaria la
conversación.
Un observador imparcial habría llegado, examinándolas, a la conclusión de
que Michkin, a juzgar por todos los datos precedentes, había causado una
fuerte impresión en las Epanchinas, aunque sólo las hubiese visto una vez.
Acaso ello se explicara por el interés que solían despertar ciertas estrafalarias
aventuras del príncipe. Fuera como fuese, la impresión persistía.
Gradualmente, los rumores que circulaban, en la ciudad se tornaron más
inconsistentes y confusos. Se hablaba de un príncipe joven y no poco necio,
cuyo nombre no sabía nadie, que había heredado de pronto una gran fortuna y
casándose con una célebre danzarina francesa del «Château des Fleurs», que
bailaba el «cancán» en San Petersburgo. Pero otros pretendían que la enorme
herencia había sido recibida por un general y que el esposo de la bailarina era
un comerciante inmensamente rico. Añadíase que aquel hombre, el día de su
boda, había quemado, por pura fanfarronada, setecientos mil rublos en títulos
del último empréstito, acercándolos a la llama de una bujía. Al fin, pronto se
dejaron de comentar tales historias en vista de la imposibilidad de ponerlas en
claro.
La banda de Rogochin, cuyos miembros hubiesen podido dar minuciosos
informes sobre aquellos asuntos, salió para Moscú en pos de su jefe después
de celebrar en Ekateringov una tremenda orgía —en la que participó Nastasia
Filipovna— durante una semana. Algunos afirmaban que la joven, terminada
la orgía, había desaparecido, y se la presumía refugiada en Moscú, lo que
parecía quedar confirmado por la presencia de Rogochin en aquella ciudad.
Igualmente circulaban diversas voces acerca de Gabriel Ardalionovich
Ivolguin, que era bastante conocido en ciertos ambientes. Pero pronto surgió
una circunstancia que hizo enmudecer las malas lenguas, y fue que el joven
cayó enfermo de gravedad y no volvió a aparecer ni entre sus amigos ni en su
oficina. La enfermedad duró un mes, pasado el cual Gania dimitió su empleo
en la compañía de que era secretario. Y la compañía hubo de substituirle.
Gania no apareció más tampoco en casa del general Epanchin, y éste tuvo que
tomar también nuevo secretario. Los enemigos de Gania podían suponer
ficticia su enfermedad, atribuyendo su desaparición a vergüenza de presentarse
en público después de cuanto le había ocurrido, pero en realidad estaba
enfermo, e incluso su dolencia le tomó hipocondríaco, sombrío e irritable.
Aquel invierno, Bárbara Ardalionovich se casó con Ptitzin. Todas las
amistades de los Ivolguin se explicaron la boda por el hecho de que Gania, al renunciar a sus ocupaciones, había dejado de subvenir a las necesidades de la
familia, convirtiéndose incluso en carga para ella.
En casa de Epanchin no se hablaba más de Gania que si no hubiese
existido nunca. Y, sin embargo, ningún miembro de la familia ignoraba un
curioso detalle referente al joven: el de que éste, después de la ingrata escena
en la reunión de Nastasia Filipovna, había esperado en su casa con febril
inquietud la llegada de Michkin, quien volvió de Ekateringov a las siete de la
mañana. Entonces Gania, llevando en la mano el fajo de billetes que Nastasia
Filipovna le regalara cuando yacía desmayado, los colocó sobre la mesa de
Michkin, rogándole que entregase el dinero a su propietaria en cuanto tuviera
ocasión. Gania entró en la habitación enfurecido y casi desesperado,
sentimientos que, sin embargo, desaparecieron tras unas breves palabras con
Michkin. Pasó dos horas con éste y en todo aquel tiempo no cesó de llorar.
Luego se separaron amistosamente.
Esta noticia, conocida de toda la familia del general, era, según más
adelante se supo, exacta en todas sus partes. Sin duda parecerá extraño que
tales hechos se divulgasen tan pronto, pero el caso fue que todo lo ocurrido en
casa de Nastasia Filipovna se divulgó, casi al día siguiente, en casa de los
Epanchin. Los informes acerca de Gabriel Ardalionovich podían suponerse
recibidos de su hermana, ya que entre ésta y las jóvenes Epanchin se
entablaron súbitas relaciones de amistad, con gran asombro de Lisaveta
Prokofievna.
Pero aunque Varia hubiese creído oportuno por alguna razón estrechar su
trato con las Epanchin, no era mujer capaz de hablarles de las intimidades de
su hermano. A su modo no le faltaba orgullo, aunque ahora se hubiese
insinuado en una casa en la que Gania había sido poco menos que puesto a la
puerta. Las Epanchinas y ella se conocían ya de antes, pero apenas se
relacionaban. Incluso ahora, Varia no se mostraba nunca en el salón y subía
siempre por la escalera de servicio, como si sólo fuese de paso. Lisaveta
Prokofievna no exteriorizaba hacia Varia benevolencia alguna, pese a que
estimaba mucho a su madre. La nueva amistad de sus hijas le producía tanta
sorpresa como desagrado, viendo en ella únicamente un capricho de sus hijas
«que querían hacer su voluntad en todo y no sabían qué inventar para
contrariarla». Esta opinión suya no impidió que Varia continuase sus visitas a
las Epanchinas, antes y después de su matrimonio.
Había transcurrido un mes desde la marcha del príncipe cuando la esposa
del general Epanchin recibió una carta de la anciana princesa Bielokonsky, que
se hallaba en Moscú hacía quince días con su hija mayor, casada en aquella
ciudad. Lisaveta Prokofievna se reservó las noticias que le daba su amiga, pero
su familia apreció en ella diversos indicios de que la lectura la había puesto en
un extraño estado de agitación. Comenzó a hablar mucho con sus hijas, y por cierto de cosas extraordinarias. Era notorio que deseaba hacer confidencias y
no se resolvía a empezar.
El día que recibió la carta colmó de caricias a sus hijas, abrazó a Aglaya y
Adelaida, y hasta les hizo una especie de confesión de la que ellas no
comprendieron nada. La generala llegó a mitigar su aspereza con su marido,
con quien se mostraba muy adusta desde hacía un mes. Al día siguiente se
arrepintió de su afabilidad de la víspera y antes de comer había encontrado
tiempo para disputar con todos; pero a la tarde el horizonte se aclaró de nuevo.
En resumen, pasó ocho días de mucho mejor humor que el normal en ella
hacía bastante tiempo.
A fines de semana llegó otra carta de la princesa Bielokonsky y esta vez
Lisaveta Prokofievna se decidió a explicarse. Declaró, pues, con gran
solemnidad, que «la vieja Bielokonsky» (nunca se refería a la princesa por
otro apelativo) le daba noticias muy satisfactorias acerca de «aquel excéntrico
del príncipe», la anciana había buscado a Michkin en Moscú y pedido
informes sobre él, recibiéndolos muy buenos. Finalmente Michkin había ido a
verla y causado en ella una impresión extraordinaria. La Bielokonsky le había
invitado a visitarla a diario, de una a dos, y él no faltaba ni una sola vez, sin
que la princesa se hubiese cansado hasta entonces de su asiduidad. La generala
añadió que «la vieja» había presentado a Michkin en casa de dos a tres
familias muy distinguidas.
—Es conveniente —concluyó Lisaveta Prokofievna— que no se encierre
en casa y no se muestre tímido como un tonto.
Las jóvenes, oyendo aquellas noticias, comprendieron que su madre les
ocultaba buena parte del contenido de la carta. Acaso ellas estuviesen al
corriente de todo por Bárbara Ardalionovna, quien se enteraba de muchas
cosas a través de su marido, pues Ptitzin se hallaba en situación de estar bien
informado sobre ciertas cosas, y, aun cuando excesivamente reservado en sus
asuntos, hablaba bastante de ellos con su mujer. La generala encontró en este
hecho un motivo más de desagrado contra la joven.
Pero el hielo estaba roto y ya se podía hablar abiertamente del príncipe.
Entonces se evidenció de nuevo el interés que el joven había despertado.
Lisaveta Prokofievna llegó a sorprenderse de la impresión causada en sus hijas
por las noticias de Moscú.
Por su parte, las muchachas observaban una extraña contradicción entre las
palabras y los hechos de su madre. Mientras ella, de un lado, les declaraba con
toda solemnidad que «el rasgo más peculiar de su vida había sido engañarse
siempre respecto a la gente», por otro recomendaba el príncipe a la atención de
la «poderosa» princesa Bielokonsky, lo que no era cosa desdeñable, puesto
que «la vieja» distaba mucho de aceptar con facilidad tales recomendaciones. Roto el hielo, el general habló también. Pero sus informes se refirieron
sólo a la «parte positiva del asunto». Resultó que, en interés del príncipe, había
encargado a dos sujetos de confianza, gente influyente en Moscú dentro de su
esfera, que vigilasen los intereses de Michkin, encareciendo lo mismo a
Salazkin, el agente de negocios del joven. Cuanto se comentaba acerca de la
herencia —«es decir, de la realidad de la herencia» añadió Epanchin— era
cierto, pero se había exagerado mucho su cuantía. Los asuntos de Papuchin
estaban bastante embrollados: había dejado deudas, aparecieron varios
aspirantes a la sucesión y, para colmo, Michkin acreditaba una falta completa
de sentido práctico, sin querer escuchar los consejos de nadie. El general, por
supuesto, le deseaba el mayor bien posible y le complacía declarar, ahora que
se había roto «el hielo del silencio», que aquel «muchacho se lo merecía todo,
aunque no fuese un hombre corriente».
En aquel caso, por ejemplo, había acumulado necedad sobre necedad.
Numerosos acreedores del difunto fundaban sus derechos en documentos
discutibles y hasta sin valor alguno. No faltaban quienes, comprendiendo que
se las habían con un hombre bondadoso, le reclamaban dinero incluso sin
prueba documental. Pero por mucho que los amigos de Michkin le habían
repetido que los derechos legales de aquella gente eran nulos, él saldó a casi
todos los acreedores, meramente porque juzgaba que algunos de ellos poseían
un derecho moral.
La generala comentó que la vieja Bielokonsky decía le mismo, y añadió,
con acritud:
—Eso es necio, muy necio. ¡No es cosa fácil curar a un loco!
Pero se notaba en su cara cuanto le complacía la conducta de aquel «loco».
En resumen, el general observó que su mujer se interesaba por Michkin como
por un hijo, así como que multiplicaba sus amabilidades con Aglaya. Viendo
todo esto, Ivan Fedorovich juzgó oportuno acentuar por algún tiempo más su
actitud de hombre práctico.
Esta grata disposición de espíritu duró poco en la familia. Al cabo de dos
semanas se produjo un cambio súbito. Lisaveta Prokofievna mostró de nuevo
un semblante huraño y el general, tras encogerse repetidamente de hombros,
hubo de resignarse otra vez al «hielo del silencio».
El hecho era que quince días antes había recibido en privado una noticia
obscura y lacónica, pero muy concreta, diciéndole que Nastasia Filipovna,
después de su huida a Moscú, había sido descubierta por Rogochin; que tornó
a desaparecer y él a encontrarla, y que al cabo ella se había comprometido a
casarse con él. Y he aquí que a las dos semanas llegó un aviso no menos
asombroso: Nastasia Filipovna se había eclipsado por tercera vez ocultándose
en no sé qué provincia, y el príncipe Michkin había desaparecido a la vez de Moscú, dejando a Salazkin el cuidado de sus asuntos.
«Podrá haberse ido con ella o tras ella, pero algo hay en el fondo del
asunto», se dijo el general.
Estos informes concordaban perfectamente con los recibidos por su esposa.
De modo que a los dos meses de la marcha del príncipe se dejó de hablar de él
por completo en San Petersburgo, y en casa de Ivan Fedorovich no volvió a
romperse más el «hielo del silencio». Pero las muchachas seguían recibiendo
noticias de Michkin por Varia.
Para concluir con el tema de estos rumores y noticias, añadiremos que en
la primavera se produjeron ciertos cambios en la familia Epanchin, de modo
que hubiese sido difícil no olvidar al príncipe, aun cuando aquellos cambios
no se unieran al hecho de que él no diese noticias suyas ni se preocupara de
hacerlo. Durante el invierno se llegó gradualmente a la decisión de pasar el
verano en el extranjero, es decir, de pasarlo la generala y sus hijas, ya que
Epachin juzgaba su tiempo asaz precioso para perderlo en una fútil
distracción.
El viaje fue decidido a instancias de las jóvenes, persuadidas de que su
padre no quería llevarlas al extranjero porque sólo le preocupaba casarlas. En
cuanto a los padres, quizá pensasen que novios pueden hallarse en cualquier
sitio, y que aquel viaje, lejos de echar a perder las cosas, podía arreglarlas
mejor.
Digamos de paso que se prescindió de todo lo relativo al posible enlace de
Totzky con Alejandra Ivanovna. Los conciliábulos previos no siguieron
adelante y Atanasio Ivanovich no formuló ninguna petición en regla. Sin
hablar de ello apenas, sin disputas, ambas partes desecharon el proyecto, lo
cual vino a coincidir con la partida de Michkin a Moscú. La ruptura del
planeado enlace había sido una de las causas del malhumor predominante en la
familia Epanchin, pese a que la madre se declaró muy contenta de lo ocurrido.
Y aunque el general reconocía que en aquel caso podían formularse ciertas
censuras contra él, tardó mucho tiempo en consolarse de la pérdida de Totzky.
«¡Un hombre con esa inteligencia y con tanto dinero!», decía. A poco de esto,
el general supo que Totzky había quedado rendido en las redes de una francesa
perteneciente a la alta sociedad de su país, una marquesa «legitimiste», con la
que Atanasio Ivanovich se proponía casarse dentro de corto plazo, pensando
marchar a París y después a Bretaña. «Es hombre perdido para nosotros»,
sentenció el general, al enterarse.
Mientras las Epanchinas se disponían a marchar al extranjero, sobrevino en
aquel invierno una circunstancia que cambió de repente la marcha de las cosas
y, con gran satisfacción de los padres, hizo suspender el viaje. Llegó a San
Petersburgo, procedente de Moscú, el príncipe Ch., persona muy conocida por sus buenas cualidades. Tratábase de uno de esos hombres a la moderna a
quienes cabe calificar de reformadores honrados, modestos, sinceros,
inteligentemente deseosos de la prosperidad pública y notable por la rara y
afortunada facultad de encontrar siempre algo útil que hacer. Sin exhibirse en
exceso, sin mezclarse a las disputas verbales, violentas y estériles de los
partidos, sin creerse una personalidad de primer orden, el príncipe no dejaba
de comprender con mucha claridad las necesidades de la época
contemporánea. Primero había servido al Estado, y luego pasó a ser miembro
activo de un zemstvo. Era, asimismo, miembro correspondiente de varias
sociedades científicas. En colaboración con un distinguido perito, había hecho
modificar ventajosamente el trazado de una nueva e importante línea férrea.
Tenía ahora alrededor de treinta y cinco años, era hombre de alta sociedad y,
además, poseía lo que el general llamaba «una fortuna buena, seria e
indiscutible». Epanchin había conocido al príncipe Ch. en casa del conde, su
superior jerárquico. El príncipe Ch. tenía cierto interés en tratar a los
«hombres prácticos» de Rusia y no rehuía su sociedad. Sucedió que,
presentado el príncipe en casa de los Epanchin, se sintió poderosamente
atraído por Adelaida Ivanovna. Antes de finalizar el invierno había ya
solicitado la mano de la joven. Adelaida Ivanovna simpatizaba mucho con él,
y Lisaveta Prokofievna participaba de esta simpatía. El general se hallaba muy
satisfecho. Y se convino que la boda se efectuara en primavera.
Lisaveta Prokofievna y sus otras dos hijas podían haber realizado el viaje,
sin Adelaida, a mediados o finales de verano, pasando uno o dos meses en el
extranjero para olvidar el disgusto de que una de las hermanas hubiese
abandonado ya la casa paterna. Pero entonces sucedió un nuevo incidente.
Habiéndose aplazado la boda hasta mediados de verano, el príncipe Ch.
presentó en casa de los Epanchin, a fines de primavera, a un lejano pariente
suyo, llamado Eugenio Pavlovich Radomsky, con quien le unía estrecho trato.
Radomsky era un joven de veintiocho años, edecán del zar, muy apuesto, de
buena familia, inteligente, brillante, «moderno», «de exquisita educación» y
casi fabulosamente rico. El general se preocupaba mucho siempre del último
punto mencionado. Hizo, pues, investigaciones, ya que, según decía: «Parece
que es así, pero conviene asegurarse». La vieja Bielokonsky escribió desde
Moscú recomendando con gran vehemencia a aquel joven oficial de gran
porvenir. Mas circulaban respecto a Radomsky ciertas inquietantes hablillas
referentes a «liasons», «conquistas» y corazones destrozados. Desde que
conoció a Aglaya, Radomsky se convirtió en visitante asiduo de la familia
Epanchin. En verdad, nada se había hablado, ni aun por alusiones, pero el
general y su mujer estimaron fuera de lugar un viaje durante el verano, dadas
las circunstancias. En cuanto a Aglaya, quizá tuviese diferente opinión.
Todo ello sucedía poco antes de la segunda entrada de nuestro héroe en el
escenario de esta historia. A juzgar por las apariencias, nadie se acordaba entonces en San Petersburgo del pobre príncipe Michkin. De surgir ahora entre
quienes le conocían, hubiérasele creído llovido del cielo.
Para complicar esta introducción, añadiremos otro hecho más. Después de
la marcha de Michkin, Kolia había continuado por el momento su vida
anterior: es decir, que iba a clase, visitaba a su amigo Hipólito, vigilaba al
general, auxiliaba a Varia en los quehaceres domésticos y errabundaba por la
ciudad en sus ratos libres. Los huéspedes de la casa no tardaron en eclipsarse:
a los tres días del episodio de Nastasia Filipovna, Ferdychenko desapareció y
no se supo más de él. Únicamente se rumoreaba, y no de buena fuente, que
había participado en la orgía de Rogochin, en Ekateringov. El príncipe se fue a
Moscú y, por tanto, las dos habitaciones alquiladas quedaron vacías. Cuando
Varia se casó, su madre y Gania fueron a habitar con ella a casa de Ptitzin, en
Ismailevsky Polk.
En cuanto al general Ivolguin, sucedióle por entonces una cosa totalmente
imprevista. Su amiga, la señora Terentiev, a quien había entregado en diversas
ocasiones pagarés por valor de dos mil rublos, le hizo encerrar en la cárcel por
deudas. Semejante modo de obrar impresionó dolorosamente al infeliz
Ardalion Alejandrovich, «víctima de su infundada fe en la generosidad del
corazón humano, hablando en términos generales». Al adoptar la amable
costumbre de firmar pagarés y letras de cambio, nunca había imaginado que
pudiesen conducirle a complicación alguna y siempre supuso que todo
marcharía bien. Pero ahora resultó que no era así. «Después de esto, ¿quién
puede confiar en el género humano? ¿Cómo va uno a mostrar noble confianza
hacia los hombres?», solía explicar Ivolguin con amargura cuando se sentaba
ante una botella de vino con los compañeros de prisión, sus nuevos amigos,
relatándoles anécdotas sobre el sitio de Kars y la resurrección de cierto
soldado. Por lo demás, se amoldó muy bien en seguida a su nueva situación.
Ptitzin y Varia afirmaban que aquél era su lugar adecuado y Gania compartía
esta creencia. Pero la infeliz Nina Alejandrovna lloraba en secreto, lo que
asombraba a toda su familia y, aunque delicada de salud, iba a visitar a su
esposo siempre que podía.
Desde el «contratiempo de papá», como decía Kolia, o más bien desde el
casamiento de Varia, el muchacho se independizó casi del todo. Su familia le
veía pocas veces y sólo por excepción dormía en casa. Decíase que había
trabado muchas relaciones nuevas, y además era notorio que se había
convertido en asiduo visitante de la prisión por deudas, a la que acompañaba
siempre a su madre. En su casa no le preguntaban nada sobre sus ausencias, ni
siquiera Varia, que le trataba aún, ello no obstante, con tanta severidad como
antaño. Todos los de la familia notaban que Gania, pese a su hipocondría,
hablaba mucho con su hermano y que se habían establecido entre ambos
relaciones amistosas. Hasta entonces nunca había sucedido así. Antes, Gabriel Ardalionovich consideraba a su hermano como un mozalbete sin
consecuencias y siempre le mostraba el más rudo desdén, amenazándole sin
cesar con aplicarle un buen tirón de orejas, lo que ponía a Kolia fuera de sí.
Pero a la sazón Gania parecía apreciar a su hermano, y éste, por su parte, se
sentía dispuesto a perdonar muchas cosas a Gania desde que le viera renunciar
a los cien mil rublos de Nastasia Filipovna.
Tres meses después de la marcha de Michkin, los Ivolguin supieron que
Kolia había contraído amistad con las Epanchinas y que era muy bien recibido
por las jóvenes. Varia lo averiguó sin tardanza, pese a que Kolia no le pidió
que le presentase, sino que se presentó solo. Poco a poco, las Epanchinas le
cobraron afecto. La generala empezó acogiéndole con frialdad, mas en breve
rectificó, en vista de que el muchacho era «franco y nada adulador». No podía
existir quien mereciese tales calificativos con más justicia que Kolia. Había
sabido colocarse ante sus nuevas amigas en un pie de igualdad e
independencia absolutas. Si bien a veces leía el periódico o algún libro a la
generala, era sólo porque le complacía saberse útil. Una o dos veces, no
obstante, disputó seriamente con Lisaveta Prokofievna a propósito de la
cuestión feminista, y le dijo que era una mujer despótica y que no volvería a
poner los pies en su casa. Pero, por inverosímil que pareciera, a los dos días de
la riña la generala le envió un sirviente con recado de que volviese a verla.
Kolia no quiso acreditar testarudez y se presentó a Lisaveta Prokofievna
inmediatamente.
La única de las muchachas cuya simpatía no había sabido captarse Kolia
era Aglaya, quien trataba siempre al mozo con altivez. Y, sin embargo, Kolia
estaba destinado a dar una gran sorpresa a Aglaya.
Un día, el muchacho, aprovechando un momento en que se hallaba con
ella, le tendió una carta, limitándose a decir que tenía orden de entregársela en
propia mano. Aglaya miró con ceño al «presuntuoso mozalbete», pero éste se
retiró en seguida. Ella, abriendo el mensaje, leyó:
«Una vez me honró usted con su confianza. Acaso me haya olvidado ahora
del todo. ¿Por qué le escribo? No lo sé; pero siento el deseo de recordar mi
existencia a usted, precisamente a usted. Muchas veces he pensado en ustedes
tres, pero de las tres sólo la veía a usted, a usted sola. Me es usted necesaria,
muy necesaria. Por mi parte nada tengo que escribirle, que contarle…
Además, tampoco me lo propongo. Sólo deseo saber si vive feliz. ¿Es usted
feliz? Esto es todo lo que quería decirle su hermano,
L. Michkin».
Tras leer aquella breve y casi incoherente carta, Aglaya se puso encarnada
y tornóse pensativa. Nos sería difícil conocer el motivo de sus meditaciones.
Desde luego se dirigió con toda claridad la siguiente pregunta: «¿Debo enseñar esta carta a alguien?». Se sentía como avergonzada. Al fin, con sonrisa
extraña y burlona, arrojó la carta a un cajón de su mesa. Pero al día siguiente
la sacó de allí a fin de depositarla entre las hojas de un voluminoso libro, como
tenía costumbre de hacer con los papeles que deseaba tener a mano. El libro
resultó ser «Don Quijote de la Mancha». Por alguna ignorada razón, Aglaya,
viéndolo, rompió a reír. No nos consta si enseñó o no la misiva a alguna de sus
hermanas.
Tras una segunda lectura del mensaje, su mente se formuló una nueva
pregunta: ¿Era posible que el príncipe eligiera a aquel mozalbete presuntuoso
y fanfarrón como confidente suyo? ¿Acaso no tenía Michkin otra persona con
quien comunicarse? Sin abandonar por ello su aire despectivo, Aglaya
interrogó a Kolia sobre el particular. El muchacho, aunque siempre tan
susceptible, no paró atención por aquella vez en el desdén de Aglaya y
declaró, en términos concisos y rotundos, que al marchar el príncipe él le
había dado su dirección y ofrecídole sus servicios, pero que la presente era la
primera comisión que el príncipe le encargaba, sin que hubiese recibido antes
carta alguna de él.
Para probarlo, exhibió a la joven una nota que Michkin le había enviado.
Aglaya no vaciló en leerla. La misiva del príncipe decía:
«Querido Kolia:
Tenga la bondad de entregar la nota adjunta. Espero que se encuentre usted
bien.
Su affmo,
L. Michkin».
—Es ridículo confiar así en un chiquillo —comentó Aglaya.
Y, tras esta observación injuriosa, se retiró.
A Kolia le afligió mucho semejante desprecio. Precisamente había pedido a
Gania que le prestase una bufanda nueva, de color verde, sólo para aquella
ocasión. Se sintió, pues, herido en el alma.
II
Principiaba junio y, desde hacía una semana, el tiempo se mantenía
excepcionalmente agradable, tratándose de San Petersburgo. Los Epanchin
poseían una lujosa residencia veraniega en Pavlovsk, y Lisaveta Prokofievna
sintió el deseo de instalarse en ella con su familia. Dos días después setrasladaron al campo.
Uno o dos días antes de la marcha de las Epanchinas, el príncipe León
Nicolaievich Michkin llegó de Moscú en el tren de la mañana. Nadie fue a
esperarle a la estación, y, sin embargo, al apearse distinguió de pronto entre la
multitud dos ojos ardientes cuya mirada ofrecía una expresión extraña. Quiso
buscar el rostro a que pertenecían aquellos dos ojos, pero no lo consiguió. La
visión, aunque fugaz, dejóle una impresión desagradable. Además, el príncipe
estaba ya por su parte triste y preocupado.
Su cochero le condujo a un hotel no lejano de la Litinaya. Aquel hospedaje
distaba mucho de ser bueno. Las dos habitaciones que Michkin tomó en él
eran oscuras y se hallaban mal amuebladas. Lavóse, se cambió de ropa, y, sin
pedir cosa alguna, salió apresuradamente, como si temiera no encontrar en
casa a alguien a quien fuese a buscar.
Si alguno de los que le habían conocido cuando llegó a San Petersburgo
seis meses antes le vieran ahora, hallarían en su exterior un considerable
cambio, y un cambio favorable. Sin embargo, acaso aquello hubiese sido una
impresión errónea. Era únicamente la ropa del príncipe la que se había
transformado en absoluto. Ahora le vestía un buen sastre de Moscú; pero, pese
a ello, el atavío de Michkin distaba de ser una elegancia magnífica. Aunque su
atuendo fuese muy a la moda (como siempre son los trajes cortados por sastres
escrupulosos pero no geniales), notábase en el príncipe un descuido de
indumentaria que no hubiese dejado de procurar motivos de risa a quien
tuviera gana de reír. En general la gente suele estar dispuesta a la hilaridad por
poca cosa.
Michkin tomó un coche de alquiler y se hizo llevar a Peski. Encontró sin
dificultad en una de las calles de aquel lugar la casita de madera que buscaba.
Con gran sorpresa suya, la casa resultó ser muy linda, limpia y agradable.
Tenía ante la fachada un jardincillo lleno de flores. Las ventanas que daban a
la calle, abiertas en aquel momento, permitían oír un torrente de palabras
animadas, casi enfáticas, como de alguien que pronunciase un discurso o
leyera en alta voz, siendo interrumpido de vez en cuando por una explosión de
sonoras risas. El príncipe entró en el jardín y subió los peldaños de la puerta.
Una cocinera con los brazos arremangados le abrió. El visitante preguntó por
el señor Lebediev.
—Allí está —dijo la mujer, señalando con el dedo el «salón»
La estancia, de muros cubiertos con papel azul oscurecido, estaba bastante
bien amueblada, incluso con ciertas pretensiones. Contenía una mesa redonda,
un diván, un reloj de bronce en una caja de cristal, un estrecho espejo en la
pared y una araña de poco tamaño suspendida del techo por una cadena de
bronce. Cuando el príncipe entró, Lebediev, en pie en medio de la habitación, volvía la espalda a la puerta. Dado el calor que hacía, no llevaba prenda alguna
sobre el chaleco. A la sazón peroraba golpeándose el pecho al hablar. Sus
oyentes eran un mozalbete de quince años de rostro risueño e inteligente, que
tenía un libro en la mano; una joven de veinte años, enlutada también, que reía
mucho y abriendo desmesuradamente la boca; y finalmente un hombre de
unos veinte años, bastante bien parecido, que permanecía tendido en el diván.
Este joven tenía largos y abundantes cabellos morenos, grandes ojos negros y
una leve sombra de barba y patillas. Al parecer, interrumpía con frecuencia al
orador para contradecirle, lo que despertaba la hilaridad de los demás.
—¡Lukian Timofeich! ¡Le digo que atienda, Lukian Timofeich! Oiga,
mire… ¡Bien: es inútil!
Y la cocinera, con un ademán de desaliento, se retiró, roja de cólera.
Lebediev volvió la cabeza y al distinguir al príncipe quedó como
petrificado. Luego se lanzó hacia él con una sonrisa servil, pero antes de
acercarse a su visitante la estupefacción le clavó de nuevo en su sitio anterior.
—¡Il… il… lustrísimo príncipe! —acertó a proferir finalmente.
Se volvió de súbito y, sin haber recuperado aún su presencia de ánimo, se
precipitó hacia la joven enlutada que tenía en brazos al niño. El movimiento
fue tan brusco, que la muchacha retrocedió unos pasos. Pero Lebediev se
apartó de ella para lanzarse hacia la mocita de trece años, la cual, en pie en el
umbral de la puerta inmediata dejaba ver aún en su rostro sonriente las huellas
de una hilaridad mal reprimida. La muchacha no pudo contener un grito y
huyó a la cocina. Lebediev golpeó el suelo con el pie y, al observar que el
príncipe le miraba con ojos sorprendidos, murmuró a guisa de explicación:
—¡Hay que demostrar respeto…! ¡Je, je, je!
—Pero si no es necesario… —comenzó el príncipe.
—En seguida, en seguida, en seguida… Como un ciclón…
Y Lebediev salió precipitadamente de la sala. El príncipe miró con
sorpresa a la joven, al mozalbete de quince años y al individuo tendido en el
diván. Todos reían. El visitante les coreó.
—Ha ido a ponerse la levita —dijo el muchacho.
—¡Qué absurdo es todo esto! —exclamó Michkin—. Yo creía… Díganme,
¿es que…?
—¿Cree usted que está beodo? —dijo el joven tendido en el diván—. Nada
de eso. Ha bebido tres o cuatro vasitos… cinco acaso… Pero eso ¿qué
significa? Para él es la cantidad reglamentaria…
Michkin iba a tomar la palabra, cuando se le adelantó la joven, cuyo rostro gracioso rebosaba absoluta franqueza.
—Por la mañana nunca bebe mucho —dijo—. Si viene usted a hablarle de
negocios, háblele ahora. Es el momento. Al llegar la tarde está ebrio. Ahora
suele pasar casi toda la noche llorando y acostumbra a leernos en alta voz
pasajes de la Santa Escritura… Nuestra madre ha muerto hace cinco semanas
y…
—Se ha ido porque seguramente le era difícil contestar a lo que usted le
preguntara —dijo, riendo, el joven del diván—. Imagino que está engañándole
a usted en alguna cosa y que en este momento piensa en el modo de salir del
paso.
—¡Sólo cinco semanas! ¡Sólo cinco semanas! —dijo Lebediev entrando
con la levita puesta y un pañuelo en la mano con el que se aprestaba a secarse
los ojos. Y parpadeando mucho exclamó—: ¡Ahora estamos solos en el
mundo!
—¿Por qué se ha puesto usted una levita tan rota? —preguntó la joven—.
Detrás de la puerta tiene usted su levita nueva. ¿No la ha visto?
—¡Cállate, moscón! —gritó Lebediev—. ¡Maldita seas!
E hirió, el suelo con el pie. Ella rio viendo la cólera paterna.
—No se empeñe en asustarme. No soy Tania y no voy a echar a correr…
Lo que va usted a conseguir es despertar a Lubotchka y ya verá luego cómo
llora y grita… ¿A qué viene chillar así?
—Vamos, vamos, no digas eso —repuso Lebediev.
Y, presa de viva inquietud, se lanzó hacia la criatura que dormía en brazos
de la joven y la bendijo varias veces con empavorecido ademán.
—¡Señor, protégela; Señor, sálvala! —exclamó. Y dirigiéndose a Michkin
le dijo—: Es Lubova, mi hijita, nacida de mi legítimo matrimonio con mi
mujer Elena, muerta de sobreparto. Y esta pájara es mi hija Vera, y éste… éste.
—¿Por qué te interrumpes? —preguntó el joven—. Vamos, continúa…
—Excelencia —dijo Lebediev, en un arranque—, ¿ha leído usted en la
prensa el asesinato de la familia Jemarin?
—Sí —repuso Michkin, algo extrañado.
—Pues ahí tiene al verdadero matador de los Jemarin. ¡Es él en persona!
—¿Qué está usted diciendo? —exclamó el visitante.
—Empleo una forma metafórica de hablar. Es el segundo asesino futuro de
otra familia Jemarin, si la encuentra. Por lo pronto, ya se está preparando a… Todos rompieron a reír. A Michkin se le ocurrió pensar que Lebediev se
extendía en tales rodeos porque, presintiendo preguntas embarazosas, quería
ganar todo el tiempo posible.
—¡Es un faccioso, un conspirador! —gritó Lebediev, como si fuera
incapaz de contener su enojo—. ¿Acaso a un maldiciente como él, a un
réprobo, a un monstruo semejante, por decirlo así, puedo considerarlo como
mi sobrino, como el hijo único de mi difunta hermana?
—¡Cállate, hombre! ¡Estás borracho! ¿Creerá usted, príncipe, que mi tío ha
decidido ejercer la abogacía, que cultiva la elocuencia, y que no deja un
momento de dirigir en casa a sus hijos discursos en tono elevado? Hace cinco
días ha actuado como defensor ante el juez de paz, y ¿sabe a quién ha
defendido? Una anciana a quien un bribón usurero había despojado de los
quinientos rublos que era cuanto poseía la buena mujer, le pidió que fuera su
defensor ante el tribunal, en vez de abogar por ella, ha defendido al usurero,
un judío llamado Zaidler, a causa de que éste le prometió cincuenta rublos…
—Cincuenta rublos si ganábamos el juicio, y cinco si lo perdíamos —
rectificó Lebediev.
Dio la explicación con acento reposado y sereno que contrastaba con la
animación de sus anteriores palabras.
—Pero, naturalmente, ha fracasado y no ha conseguido sino producir la
risa de todos. La justicia ya no se administra como antes. No obstante, está
muy contento de sí mismo. «Jueces imparciales —dijo—, piensen en ese
desgraciado viejo, inválido de las piernas y que vive de un trabajo honroso.
Piensen que ha sido despojado hasta de su último pedazo de pan y recuerden la
sabia frase del legislador: «Dejad que la clemencia prevalezca en el tribunal».
Y ahora figúrese que cada mañana nos recita aquí, del principio al fin, ese
mismo discurso de defensa, tal como lo pronunció en el tribunal. Hoy se lo
hemos escuchado ya cinco veces, y en el momento en que ha llegado usted iba
a repetírnoslo. ¡Figúrese si le agradará! ¡Hasta se relame los labios de gusto! Y
ahora está dispuesto a abogar por cualquiera. Es usted el príncipe Michkin,
¿verdad? Kolia me ha dicho que no ha encontrado nunca en el mundo hombre
más inteligente que usted…
—No, no hay hombre más inteligente en el mundo —confirmó
apresuradamente Lebediev.
—Pero esas dos opiniones no tienen importancia, príncipe, porque Kolia le
quiere y mi tío le adula. En cambio, yo no me propongo lisonjearle, tenga la
certeza de ello. Pero usted no carece de buen sentido. Sea, pues, árbitro entre
mi tío y yo ¿Quieres que elijamos al príncipe por juez? —preguntó
dirigiéndose a su tío—. Me alegro mucho, príncipe, de que la casualidad lehaya traído aquí.
—Acepto —dijo resueltamente Lebediev, lanzando una mirada maquinal al
auditorio, que volvía a agruparse en torno suyo.
—¿Qué les pasa? —preguntó Michkin, arrugando ligeramente el entrecejo.
Sentía dolor de cabeza y a la vez, de momento en momento, dudaba menos
de que Lebediev, temeroso de una explicación con él, quería dilatarla.
—El asunto es éste: yo soy su sobrino y en eso sentido mi tío ha dicho la
verdad, aunque suele mentir en todo. No he terminado aún mis estudios
universitarios, pero los terminaré, porque así me lo propongo y yo tengo
mucho carácter. Entre tanto, para subsistir, voy a desempeñar un empleo de
veinticinco rublos en una empresa ferroviaria. Reconozco, aparte de todo, que
mi tío me ha ayudado dos o tres veces. El caso es que yo poseía ahora veinte
rublos y los he perdido jugando. ¿Creerá, príncipe, que he sido lo bastante ruin
y bajo para jugarme ese dinero?
—¡El que te los ganó es un fullero, un fullero al que no debías haber
pagado! —clamó Lebediev.
—Es un fullero, pero mi deber era pagarle —contestó el joven—. Puedo
atestiguar que lo es. Se trata, príncipe, de un subteniente expulsado del
ejército, que da lecciones de boxeo. Últimamente pertenecía al grupo de
Rogochin. Todas esas gentes andan tiradas desde que Rogochin las licenció.
Pero lo peor de todo es que, constándome que se trataba de un fullero, de un
bribón, de un truhan, no por ello dejé de jugar con él al palki hasta perder mi
último rublo. Mientras lo arriesgaba, yo me decía: «Si pierdo, iré a ver a mi tío
Lebediev, le haré muchas zalemas y él me ayudará». Y es eso lo que, más que
nada, constituye una bajeza, una verdadera bajeza, una vileza consciente.
—Es, en efecto, una vileza consciente —afirmó Lebediev.
—Espera un poco antes de considerarte triunfante —repuso con violencia
su sobrino, cuya susceptibilidad habían despertado aquellas palabras—. ¡No te
entusiasmes! He venido a visitar a mi tío, príncipe, y le he confesado todo,
obrando noblemente, sin disculpar mi conducta, antes bien, calificándola en
los términos más severos, como todos los presentes pueden testimoniar. Para
ocupar el empleo de que he hablado antes, necesito equiparme un poco,
porque ahora ando hecho un harapiento. ¡Mire qué botas! Me es imposible
presentarme en la oficina con este atavío, y el caso es que si en el término
fijado no acudo, el empleo será adjudicado a otro, y ¿cuándo volveré a
encontrar ocasión semejante? He pedido, pues, a mi tío quince rublos en total,
comprometiéndome a no apelar más a su ayuda y obligándome a restituirle en
un plazo de tres meses el importe íntegro de la deuda. Cumpliré mi palabra. Sé
vivir sólo con pan y kvass durante meses enteros, porque soy hombre de carácter. Mi sueldo de tres meses asciende a setenta y cinco rublos, y el dinero
que le pido, unido a otros préstamos anteriores, sumará treinta y cinco rublos.
Tendré, pues, lo suficiente para pagarle. Y, además, ¡el diablo me lleve!, que
me cobre los intereses que quiera. ¿Acaso no me conoce? Pregúntele, príncipe,
si no le he devuelto el dinero que me ha prestado otras veces. ¿Por qué, pues,
se niega ahora? Porque dice que he pagado al subteniente: no alega otra razón.
Ahí tiene usted lo que es mi tío: un verdadero perro del hortelano.
—¡Y este hombre no quiere irse! —vociferó Lebediev—. ¡Se ha instalado
ahí resuelto a quedarse!
—Ya te he dicho que no me iré antes de conseguir lo que te pido. ¿Por qué
sonríe usted, príncipe? ¿Me desaprueba usted?
—No sonrío, pero encuentro que no tiene usted razón del todo —dijo
Michkin con desagrado.
—Hable francamente y diga sin rodeos que no tengo razón. ¿A qué viene
ese «no del todo»?
—Si lo prefiere, le diré que no tiene usted razón en absoluto.
—¡Si, lo prefiero! ¡Pero esto sí que es divertido! ¿Cree usted que no
conozco la evidente incorrección de mi proceder? Bien sé que el dinero de mi
tío es suyo y que mi actitud constituye una coacción. Pero usted, príncipe…,
usted no conoce la vida. A hombres como mi tío, si no se les da una lección no
comprenden nudo. Es preciso enseñarles. Mis intenciones son perfectamente
honorables. En conciencia, no voy a hacerle perder ni un kopec, puesto que le
devolveré el capital con los intereses. Además, le he procurado una
satisfacción moral, ya que me he humillado a él. ¿Qué más quiere? ¿Y de qué
sirve este hombre a sus semejantes si se niega a prestarles servicio alguno?
Piense en cómo obra él. Pregúntele cómo procede con los demás y cómo
engaña a la gente. ¿Cómo se ha arreglado para adquirir esta casa? Me corto la
cabeza si no le ha enredado a usted en algo y si no proyecta volver a engañarle
de nuevo… Veo que sonríe usted. ¿No me cree?
—Lo que creo es que todo eso tiene poca relación con su asunto —repuso
Michkin.
—Hace tres días que duermo aquí —dijo el joven, sin atender aquella
observación— y no sabe la de cosas que he visto. Figúrese que mi tío
sospecha de este ángel, de esta muchacha hija suya y prima hermana mía, y
que todas las noches anda buscando en espera de ver si encuentra algún
hombre escondido en su habitación. Entra en esta sala sigilosamente y mira
debajo del diván que me sirve de cama. La desconfianza le hace perder el
sentido: cree ver ladrones en cada rincón. Pasa la noche en pie y se levanta
siete veces lo menos para asegurarse de que están bien cerradas puertas y ventanas, y mira hasta en la estufa… Este hombre que aboga ante los
tribunales por los bribones se levanta tres veces por la noche para orar en la
sala. Se arrodilla, apoya la frente en el suelo durante media hora y no puede
usted ni imaginar por quiénes reza, o mejor dicho, por quiénes deja de rezar.
¡No hay quien no desfile en sus plegarias de beodo! Hasta ha orado por el
alma de la condesa Du Barry. Kolia y yo lo hemos oído en persona. ¡Está loco!
—¿Ve cómo me desprestigia, príncipe? —dijo Lebediev, sonrojándose y ya
fuera de sí—. Yo podré ser un beodo, un libertino, un malhechor, un ladrón;
pero al menos hay una cosa en mi favor. Este embustero no sabe que cuando
vino al mundo fui yo quien lo fajó y lo lavó. Mi hermana Anisia había
quedado viuda y estaba en la miseria. Yo, que no era menos pobre que ella,
pasé noches enteras velándola, cuidando a la madre y al hijo, que se hallaban
enfermos los dos. Yo bajaba a robar leña al portero y, muriéndome de hambre
como me encontraba en realidad, aún tenía ánimos para cantar y castañetear
los dedos, a fin de que el pequeño se durmiese… ¡Le he servido de niñera y
ahí le tiene usted burlándose de mí! Si yo me he santiguado u orado por el
reposo del alma de la Du Barry, ¿qué te importa? Hace tres días, príncipe, que
he leído por vez primera la biografía de esa mujer en un diccionario histórico.
¿Acaso sabes tú quién era la Du Barry?
—No hay nadie más que tú que lo sepa, ¿no es eso? —rezongó el joven
con sarcasmo.
—La Du Barry era una condesa que se levantó desde el fango a la posición
de una reina y a la que llegó a escribir, de su puño y letra, una gran emperatriz:
«Ma chère cousine». Hasta un cardenal, un nuncio del Papa, en ocasión de una
«levée du Roi» (¿sabes tú lo que era una «levée du Roi»?) se ofreció a poner
en las piernas de la Du Barry sus medias de seda. ¡Un personaje tan elevado
consideraba aquello como un honor! ¿Conocías ese detalle? Ya leo en tu cara
que lo ignorabas. ¿Y sabes cómo murió? ¡Vamos, contesta!
—¡Déjame! ¡Eres insoportable!
—Pues murió, así: después de tantos honores, después de llegar a ser casi
una soberana, fue guillotinada por el verdugo Samson. Era inocente, pero
había que matarla para satisfacción de las poissardes de París. Su terror fue tal
que no comprendió lo que le sucedía. Cuando Samson le hizo inclinar la
cabeza y la sujetó con el pie sobre el tajo, la Du Barry exclamó: «Encore un
moment, monsieur le bourreau, encore un moment», lo que significa: «Espere
un momento, señor bourreau, uno solo…» Y acaso por esta especie de
plegaria, Dios la perdonase, porque es inconcebible mayor misère que esa para
un alma humana… ¿Sabe lo que significa la palabra misère? Cuando leí que
aquella condesa imploraba «un solo momento» sentí el corazón dolorido como
si me lo oprimiesen con unas tenazas. ¿Qué te importa, pues, gusano, que yo, en mis plegarias nocturnas, haya implorado perdón a Dios para el alma de
aquella gran pecadora? Si lo he hecho, ha sido porque sin duda nadie le ha
dedicado después de su muerte un recuerdo piadoso. Y en el otro mundo le
será grato pensar que en la tierra hay un pecador como ella que ha orado por la
salvación de su alma una vez al menos. ¿Por qué te ríes? ¿No crees, ateo?
Pero, ¡qué sabes tú! Además, tu relato es inexacto, porque si escuchaste mi
plegaria, debieras saber que no oré sólo por la condesa Du Barry, sino que dije
así: «Concede, Señor, eterno descanso al alma de la pecadora que fue la
condesa Du Barry y a todas las semejantes a ella». Y eso es muy diferente,
porque hay muchas grandes pecadoras como la Du Barry, lo mismo que hay
muchas otras gentes que conocieron todas las vicisitudes de la fortuna y que
ahora, en el otro mundo, sufren, gimen y esperan. He orado también por ti, y
por todos los insolentes y desvergonzados semejantes a ti. Ya que te interesas
por mis oraciones, entérate de eso.
—Bueno, bueno, basta… ¡El diablo te lleve! Ora por quien quieras —dijo
el sobrino con violencia—. ¿No sabía usted, príncipe, que teníamos un erudito
en esta casa? —añadió con desganada sonrisa—. Mi tío no hace más que leer
toda clase de libros y memorias…
—Su tío, al fin y al cabo, no es un hombre privado de sensibilidad —
observó el príncipe, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo para dirigirse al
joven, que le resultaba profundamente desagradable.
—¡Cómo le lisonjea usted! Mire de qué modo abre la boca y se lleva la
mano al pecho. Sus palabras le han emocionado, príncipe. Concedo que no le
falte sensibilidad, pero lo malo está en que además es un bribón y para colmo
un borracho. Está realmente destrozado por la bebida. Reconozco que quiere a
sus hijos y que apreciaba a su mujer, mi difunta tía… Incluso siente afecto por
mí y no me ha olvidado en su testamento…
—¡No te dejaré ni un kopec! —gritó el funcionario, colérico.
—Escuche, Lebediev —dijo el visitante con tono firme, apartándose del
joven—: yo sé que usted, cuando quiere, es un hombre serio. Tengo poco
tiempo disponible, y si usted… Perdone, he olvidado su nombre…
—Ti… Ti… Timofeo…
—¿Qué más?
—Lukianovich.
Todos rompieron a reír.
—¡Es mentira! —gritó el sobrino—. ¡Hasta en eso necesita mentir! No se
llama Timofeo Lukianovitch, príncipe, sino Lukian Timofeievich. Di, ¿por qué
mientes? Llámeste Lukian o Timofeo, ¿no eres el mismo? ¿Y qué puede importarle al príncipe que te llames de un modo u otro? Le aseguro que miente
sin necesidad, por costumbre…
—¿Es posible que esto sea cierto? —preguntó Michkin con impaciencia.
—Me llamo, en efecto, Lukian Timofeievich —reconoció Lebediev,
turbado, bajando humildemente los ojos y llevándose la mano al corazón.
—¡Dios mío! ¿Y por qué me ha contestado usted de ese modo?
—Para rebajarme más —murmuró Lebediev inclinando la cabeza con
conmovedora humildad.
—¿Y a qué viene ese rebajamiento? ¡Si sólo me interesa saber dónde
encontrar a Kolia! —dijo el príncipe, insinuando un ademán para retirarse.
—Yo le indicaré dónde está Kolia —ofreció el joven.
—¡No, no! —intervino rápidamente Lebediev.
—Kolia ha pasado la noche aquí, y esta mañana ha salido en busca de su
padre a quien usted, príncipe, Dios sabe por qué, ha hecho salir de la cárcel
pagando sus deudas. El padre prometió ayer venir a hospedarse con nosotros,
pero no ha venido. Parece probable que se acostara en la fonda de «Los dos
Platillos», que está cerca. Así, pues, Kolia debe estar allí, salvo que haya ido a
Pavlovsk, a casa de las Epanchinas. Ya quería ir ayer; precisamente no le falta
dinero… Le encontrará seguramente en «Los Dos Platillos» o en Pavlovsk.
—¡En Pavlovsk, en Pavlovsk! Pero vayamos al jardín y tomemos café.
Y Lebediev, asiendo el brazo del príncipe, le arrastró fuera de la sala.
Atravesaron el patio y entraron en un jardincillo encantador cuyos árboles
ostentaban la plenitud de su follaje estival. Lebediev hizo sentar a Michkin en
un banco de madera pintado de verde que se hallaba ante una mesa del mismo
color fija en el suelo, y se sentó frente al visitante. Al cabo de un momento
trajo el café. El príncipe no se negó a tomarlo. El dueño de la casa le miraba a
la cara con expresión de apasionado servilismo.
—No conocía aún su casa, Lebediev —dijo Michkin, con aire de pensar en
otra cosa.
—¡Ahora estamos solos en ella! —comenzó Lebediev, imprimiendo a su
fisonomía una expresión de tristeza.
Pero se interrumpió. Michkin miraba ante sí con abstracción, sin duda ya
olvidado de lo que acababa de decir. Transcurrió un minuto. Lebediev, con los
ojos fijos aún en el visitante, esperaba.
Michkin sacudió su abstracción.
—¿Qué decíamos? ¡Ah, sí! Ya sabe usted, Lebediev, de lo que se trata. He venido a causa de su carta. Hable.
El funcionario se turbó, quiso responder y sólo emitió sonidos
ininteligibles. El príncipe aguardó, con una melancólica sonrisa en los labios.
—Creo comprenderle bien, Lukian Timofeievich. Sin duda no me
esperaba. No creía usted que yo fuese a abandonar mi retiro a su primer aviso,
y me escribió, por lo tanto, sólo para descargar su conciencia. Pero, como ve,
aquí estoy. Déjese de tretas y desista de servir a dos señores. Sé que Rogochin
lleva aquí tres semanas. ¿Ha conseguido usted relacionarle otra vez con
Nastasia Filipovna, o no? Diga la verdad.
—Fue él mismo, ese monstruo, quien la descubrió.
—No le insulte. Veo que tiene usted motivos de queja contra él.
—¡Me ha molido a golpes! —contestó Lebediev con extraordinaria
vehemencia—. En Moscú lanzó un perro contra mí. Era un lebrel, un animal
terrible, que me persiguió a lo largo de toda una calle.
—Me toma usted por un niño, Lebediev. Dígame seriamente si es verdad
que ella abandonó a Rogochin en Moscú.
—Seriamente, seriamente… Y también esta vez en vísperas de la boda.
Rogochin estaba ya contando los minutos que faltaban cuando ella huyó a San
Petersburgo. En cuanto llegó, vino a buscarme, diciéndome: «Sálvame, Lukian
Timofeievich, escóndeme y no lo digas al príncipe». Nastasia Filipovna le
teme, príncipe; le teme incluso más que a Rogochin. Es una cosa
incomprensible.
Y Lebediev, con aire perplejo, se llevó un dedo a la frente.
—¿Y ahora los ha puesto usted de nuevo en relación?
—¿Cómo podía yo, ilustrísimo príncipe…, cómo podía yo impedir que se
vieran?
—Bueno, basta; ya lo averiguaré yo todo. Dígame únicamente dónde está
ahora Nastasia Filipovna. ¿En casa de Rogochin?
—No, no; nada de eso. Ella vive aún separada de él. Como suele decir, es
libre, y usted sabe, príncipe, cuánto insiste en ese punto. Siempre está
refiriéndose a su completa libertad. Sigue habitando en la Peterburgskaya, en
casa de mi cuñada, como ya le dije en mi carta.
—¿Se hallará ahora allí?
—Sí, a no ser que se haya ido a Pavlosk. Quizá el buen tiempo la haya
decidido a marchar al campo, a casa de Daría Alexievna. Como Nastasia
Filipovna dice, sigue siendo libre. Aun ayer alardeaba de su libertad hablando con Nicolás Ardalionovich. ¡Mala señal! —comentó Lebediev, sonriendo.
—¿La visita Kolia a menudo?
—Kolia es un mozo aturdido, extraño e indiscreto.
—¿Y hace tiempo que no ha ido usted a verla?
—Voy todos los días, todos los días…
—¿Ha ido usted ayer?
—No… No voy hace tres días.
—Es lástima que haya usted bebido un poco más do la cuenta, Lebediev. Si
no, le preguntaría una cosa.
—No estoy ebrio del todo; tranquilícese —repuso el funcionario, prestando
oído.
—Dígame, pues: ¿cómo la encontró usted la última vez que estuvo
visitándola?
—Es una mujer ocupada en buscar…
—¿En buscar el qué?
—Parece siempre estar buscando algo, como si hubiese perdido alguna
cosa. La simple idea de su próximo matrimonio la repugna. Lo considera una
afrenta para ella. Y de Rogochin no se preocupa más que de una cáscara de
naranja. Pero me equivoco: piensa en él con temor, con miedo. Incluso prohíbe
que se le mencione. Si se ven, es sólo por necesidad… y él se da buena cuenta
de ello. Pero no hay más remedio… Ella se muestra inquieta, sarcástica,
violenta, habla siempre con segunda intención…
—¿Se muestra violenta y habla con segunda intención?
—La prueba de su violencia es que la última vez casi estuvo a punto de
asirme del cabello sólo por una sencilla palabra que le dije. Yo quise
tranquilizarla leyéndole el Apocalipsis…
—¿Cómo? —preguntó Michkin, creyendo no haberle entendido bien.
—Leyéndole el Apocalipsis. Esa señorita tiene la imaginación inquieta…
¡Je, je! Además, he observado en ella un gusto muy acusado por los temas
serios de conversación, por indiferentes que puedan parecer a su persona. Le
gustan mucho, y hasta casi la lisonjea que se le hable de ellos. Sí. Y yo, por mi
parte, estoy muy interesado en la explicación del Apocalipsis y hace quince
años que trabajo en esa tarea. Nastasia Filipovna ha convenido conmigo en
que estamos en la época simbolizada por el caballo negro, es decir, el tercero,
y por el jinete que lleva en la mano una balanza, ya que en nuestro siglo todo reposa sobre la balanza y los contratos, y todos los hombres se esfuerzan en
buscar únicamente su derecho: «una medida de trigo por un dinero y tres
medidas de cebada por un dinero» … Y, con todo esto, quieren conservar un
espíritu libre, un corazón puro, un cuerpo sano y los demás dones de Dios…
Pero fundándose sólo en el derecho nunca los conservarán y a continuación
vendrá el caballo pálido, y aquel que se llama la Muerte, y después el infierno.
Tal es el tema de nuestras conversaciones cuando nos vernos… y por cierto
que la han impresionado mucho.
—¿Cree usted en esas cosas? —preguntó el príncipe, dirigiendo a su
interlocutor una mirada de extrañeza.
—Las creo y las explico. Yo soy un pobre hombre, un mendigo, un átomo
en la circulación humana. ¿Quién aprecia a Lebediev? Sirve de irrisión a todos
y puede decirse que no hay quien no le abrume a puntapiés. Pero en esta
explicación me igualó a cualquier gran personalidad. ¡Tan grande es el poder
del espíritu! Yo he hecho temblar a un alto funcionario, muy arrellanado en su
sillón, impresionándole al hacerle sentir el poder del espíritu.
Hace dos años, la víspera de Pascuas, Su Ilustrísima Excelencia Nilo
Alexievich, a cuyas órdenes trabajaba yo, quiso oírme y me hizo llamar adrede
a su despacho por Pedro Zaharich. «¿Es verdad —me dijo cuando estuvimos a
solas— que tú explicas la profecía relativa al Anticristo?». Yo no vacilé en
contestar que sí, y empecé a comentar la visión alegórica del apóstol. Él
principió por sonreír, pero los cálculos numéricos y las similitudes le hicieron
temblar. Me rogó que cerrase el libro, me despidió y puso mi nombre en la
lista de recompensas. Esto pasaba en el momento de las fiestas de Pascuas.
Ocho días más tarde, Nilo Alexievich entregaba su alma a Dios.
—¿Qué dice usted, Lebediev?
—La verdad. Se cayó de su coche después de comer, dio con la sien contra
un guardacantón y murió en el acto. Era un hombre de setenta y tres años, de
rostro muy encarnado y cabellos blancos. Se inundaba literalmente de agua
perfumada y sonreía siempre como un niñito. Pedro Zaharich recordó después
mi conversación con el difunto. «Tú profetizaste esto», me dijo.
El príncipe se levantó. Lebediev quedó sorprendido, al notar que su
visitante se marchaba tan pronto.
—Veo que se ha vuelto usted muy indiferente. ¡Je, je, je! —osó comentar,
con familiaridad respetuosa.
—En realidad no me encuentro del todo bien. Siento la cabeza pesada, sin
duda por efecto del viaje —repuso Michkin, arrugando un tanto el entrecejo.
—¿Y si se fuese usted al campo? —sugirió tímidamente Lebediev. El príncipe quedó pensativo.
—Yo mismo, ¿sabe?, me voy al campo con toda mi familia de aquí a tres
días. La salud de la pequeña exige en absoluto ese traslado. Así, mientras
estemos fuera, se harán en casa las reparaciones necesarias. Me voy también a
Pavlovsk.
—¿Va usted a Pavlovsk? —preguntó repentinamente Michkin—. ¿Cómo
es eso? ¿Es que todos se van este año a Pavlovsk? ¿Tiene usted también una
casita de campo allí?
—No es que se vayan todos a Pavlovsk. Por lo que respecta a mí, Iván
Ptitzin me ha cedido una de las casas que ha adquirido baratas en aquel lugar,
que es, por cierto, una localidad agradable, y alta, y verde, y barata, bon ton, y
se oye buena música… Por eso es explicable que tanta gente quiera vivir en
Pavlovsk. Yo me instalaré en un pabelloncito. En cuanto a la casa propiamente
dicha…
—¿La ha alquilado usted? —preguntó el príncipe con interés.
—No… En realidad, no…
—Alquílemela a mí —dijo Michkin.
Era evidente que Lebediev no había querido sino inducirle a aquella
proposición. Hacía tres minutos que tal idea se agitaba en su ánimo. Y ello no
se debía a que le fuese difícil encontrar arrendatario. Precisamente en aquel
momento la casa de campo estaba habitada por un veraneante, y éste había
declarado que acaso la alquilaría. Lebediev sabía bien que aquel «acaso»
equivalía a un «con seguridad». Pero pensó en seguida que haría un negocio
muy ventajoso alquilando la casa al príncipe, hecho al que le autorizaba el
lenguaje vago empleado hasta entonces por el otro veraneante. «Esto toma un
aspecto nuevo», pensó el funcionario. La propuesta de Michkin le arrebató de
alegría. Cuando el príncipe le preguntó el precio, Lebediev hizo un ademán
como para alejar aquella cuestión.
—Bien, bien, como quiera. Ya tomaré informes… No saldrá usted
perdiendo nada.
Los dos salían ya del jardín.
—Si usted lo deseara… Yo podría, si usted lo deseara, ilustre príncipe,
comunicarle una cosa muy interesante sobre el mismo asunto —murmuró
Lebediev, quien, en su satisfacción, rebosaba lisonjas hacia su visitante.
Éste se detuvo.
—Daría Alexievna posee también una casita en Pavlovsk.
—¿Y qué? —Que hay cierta persona que mantiene amistad con ella y suele, según
parece, visitarla en Pavlovsk con cierto objeto.
—¿Quién es esa persona?
—Aglaya Ivanovna.
—Basta, Lebediev —interrumpió Michkin, con una sensación dolorosa—.
Todo eso no significa nada para mí… Vale más que me diga cuándo se
propone usted marchar. Por mi parte, cuanto antes mejor, pues ahora estoy en
un hotel…
Mientras hablaban, habían salido del jardín. Atravesaron el patio sin pasar
por la casa y se acercaron a la puerta.
—Lo mejor —opinó Lebediev— es que deje el hotel, se instale desde hoy
en mi casa y se vaya con nosotros a Pavlovsk cuando nos marchemos pasado
mañana.
—Veremos —dijo Michkin, pensativo.
Y salió. Lebediev le miró alejarse, impresionado por la súbita abstracción
del visitante, quien había salido sin acordarse de despedirse ni aun de hacerle
un ademán de saludo. Este olvido sorprendía tanto más al funcionario cuanto
que le constaba la irreprochable cortesía del príncipe.
III
Pasaba con mucho de las once de la mañana. Michkin sabía que el único
miembro de la familia Epanchin a quien podría encontrar en casa era, a lo
sumo, el general, probablemente retenido en San Petersburgo por sus deberes
oficiales. Si tenía la suerte de hallar a Iván Fedorovich, quizá éste le llevara
consigo a Pavlovsk. Pero antes de esta visita, Michkin deseaba hacer otra. Y
aun a riesgo de no ver al general decidió ir primero a la que principalmente le
interesaba.
En realidad, semejante visita resultaba harto delicada y espinosa. Vaciló,
pues, y titubeó mucho antes de decidirse a llevarla a término. Sabía que iba a
encontrar la casa en la calle Gorojovaya, no lejos de la Sadovaya. Púsose,
pues, en camino hacia allí, pensando que en todo caso podría tomar una
resolución definitiva durante el trayecto.
Al llegar al cruce de las dos calles, el príncipe se extrañó de la
extraordinaria agitación que sentía. Ni él mismo había previsto que su corazón
pudiera latir tan violentamente. Su atención fue atraída en aquel momento por un edificio bastante alejado, acaso en razón de que ofrecía un aspecto
particular. Más tarde Michkin recordó haber pensado: «Sin duda aquella casa
es la que busco». Acercóse con extrema curiosidad, para comprobar la justicia
de su conjetura, diciéndose a la vez que le sería desagradable haber adivinado.
Tratábase de una casa de tres pisos, grande y sombría, sin detalle alguno de
gusto artístico y con una fachada de un color verde sucio que entristecía el
ánimo. En estas calles de San Petersburgo, donde todo se transforma tan de
prisa, subsisten —si bien en corto número— casas semejantes a ésa,
construidas a fines del siglo último, que guardan aún su fisonomía primitiva.
Esas mansiones, sólidamente edificadas, se distinguen por el espesor de sus
muros y la escasez de sus ventanas, las cuales, en los pisos bajos, suelen estar
protegidas por una verja y corresponden casi siempre a establecimientos de
cambistas. Los propietarios de estas tiendas acostumbran pertenecer a la secta
de los skopetz y usualmente habitan encima del local de sus transacciones.
Tanto fuera como dentro se nota un ambiente frío, inhospitalario, misterioso.
Sería difícil explicar la procedencia de esa impresión. Sin duda radica en el
conjunto de las líneas arquitectónicas. Tales casas están casi exclusivamente
habitadas por comerciantes. Al acercarse al portón, Michkin vio un rótulo en
que se leía: «Casa de Rogochin, comerciante notable hereditario».
Dominando sus vacilaciones, Michkin abrió la puerta vidriera, que se
cerró, ruidosa, a sus espaldas y subió al segundo piso por una gran escalera de
piedra, oscura y toscamente construida, con las paredes pintadas de rojo.
Michkin sabía que Rogochin habitaba con su madre el segundo piso de aquella
lóbrega construcción. El criado que salió a abrirle introdujo al visitante sin
anunciarle ni preguntar su nombre, y Michkin hubo de andar largo rato en pos
de su guía. Atravesaron primero una sala de recibir, de paredes pintadas
imitando mármol y de pavimento de madera de encina. La ornaba un pesado
mobiliario en el estilo de 1820. Luego se internaron en un laberinto de
habitaciones reducidas, situadas a distinto nivel unas de otras. Tenían
constantemente que subir o bajar dos o tres escalones.
Al fin llamaron a una puerta. Abrió Parfen Semenovich en persona. Al ver
al príncipe palideció y quedó durante un rato como petrificado. Sus ojos le
miraron con una fijeza asustada y en la sonrisa que plegó sus labios se leía un
estupor infinito. La aparición de Michkin parecía ser para él un acontecimiento
increíble, casi un milagro. Y aunque el visitante esperaba algo análogo, no
obstante le extrañó.
—Creo que he venido con inoportunidad, Parfen Semenovich. Me iré, pues
—dijo con aire turbado.
—No, no; has venido oportunamente —dijo Rogochin, recuperando la
conciencia de sí mismo—. Pasa, te lo ruego. Ahora se tuteaban. Se habían visto en Moscú con frecuencia y algunos de
los momentos que pasaron juntos habían dejado en ellos una impresión
imborrable. A la sazón se veían después de una ausencia de tres meses.
El rostro de Rogochin continuaba pálido y un tanto crispado. Después de
hacer pasar al visitante continuaba presa de una agitación extraordinaria.
Michkin, invitado a sentarse junto a la mesa, se volvió por casualidad y
descubrió en su amigo una mirada tan extraña, que se detuvo en seco. A la vez
cierto reciente recuerdo, sombrío y penoso, acudió a la mente de Michkin. En
pie e inmóvil miró durante largo rato los ojos de Rogochin, los cuales, al
principio, parecieron brillar más vivamente aún que antes. Al fin Parfen
Semenovich sonrió, pero seguía algo turbado y como cohibido.
—¿Por qué me miras con tanta fijeza? —preguntó—. Anda, siéntate.
El príncipe ocupó una silla.
—Parfen Semenovich —dijo—, háblame francamente. ¿Sabías que yo iba
a venir hoy a San Petersburgo, o no?
—No dudaba de que vendrías —repuso Rogochin. Y continuó, con una
sonrisa agria—: Y ya ves que no me he equivocado. Pero, ¿cómo iba a saber
que llegabas hoy?
Pronunció estas palabras con una especie de irritada brusquedad que
aumentó más aún la sorpresa y confusión del visitante.
—Aunque supieses que llegaba hoy, ¿por qué enojarte así? —replicó
suavemente el príncipe.
—Y tú, ¿por qué me haces esa pregunta?
—Porque al apearme del tren distinguí unos ojos muy parecidos a los que
tú clavas en mí en este momento.
—¿Y de quién eran? —inquirió Rogochin.
Michkin creyó notar que Parfen Semenovich se estremecía.
—No lo sé. Los vi entre la gente, y pude sufrir una ilusión. Esto me pasa a
veces. Amigo Parfen Semenovich, ahora me siento casi en el mismo estado
que hace cinco años, cuando padecía ataques.
—Puedes haberte equivocado; es cierto. ¿Qué sé yo? —dijo Parfen
Semenovich, entre dientes.
A pesar de sus esfuerzos para dar a su rostro una expresión afectuosa, la
sonrisa que en aquel momento entreabría sus labios contrastaba fuertemente
con el resto de su fisonomía.
—¿Vas a volver al extranjero? —dijo. Y luego preguntó de repente—: ¿Recuerdas nuestro viaje en el tren, de Pskov a San Petersburgo, el otoño
pasado? ¿Recuerdas tu capote y tus polainas?
Y Parfen Semenovich estalló de improviso en una risa francamente aviesa,
como si se sintiera satisfecho de poder dar así rienda suelta a su indudable
enojo.
—¿Te has instalado aquí definitivamente? —interrogó el príncipe,
recorriendo con los ojos la habitación.
—Sí; ésta es mi casa. ¿Dónde quieres que habite? —Hace tiempo que no
nos hemos visto y he oído contar sobre ti cosas muy extrañas.
—¡Se cuentan siempre tantas cosas! —dijo, secamente, Rogochin.
—Pero el caso es que has licenciado tu cuadrilla, que moras en la casa
paterna, que no haces locuras… Todo está muy bien… ¿Es tuya la casa u os
pertenece en común?
—Es de mi madre. El pasillo separa sus habitaciones de las mías.
—¿Y tu hermano?
—Mi hermano Semen Semenovich habita en el pabellón.
—¿Es casado?
—Es viudo. Pero, ¿qué interés tienes en todo eso?
Michkin le miró sin contestar. Habíase tornado pensativo de repente y ni
siquiera oyó la pregunta de Rogochin. Éste esperó, sin repetirla. Siguió un
silencio.
—Hace un momento, estando a cien pasos de esta casa, adiviné que era la
tuya —dijo el príncipe.
—¿Por qué?
—No puedo decírtelo. Tu casa tiene la fisonomía de tu familia. Los
Rogochin, después de residir largo tiempo en ella, parecen haberla marcado
con su sello. Pero si me preguntas cómo he llegado a esa conclusión, no podré
explicártelo. Sin duda fue en virtud de una especie de delirio. Incluso me
asusta ver lo que ello me agitó. Antes no se me hubiera ocurrido pensar que tú
vivías en una casa semejante, y, sin embargo, en cuanto la distinguí, me dije:
«Ésa debe de ser su residencia».
—Ya, ya… —repuso, con vaga sonrisa, Parfen Semenovich, que no había
comprendido apenas el confuso pensamiento del príncipe—. Fue mi abuelo
quien hizo construir este edificio —añadió—. Unos skopetz, los Khludiakov,
la han habitado siempre, y todavía continuamos teniéndolos por inquilinos. —¡Qué oscuridad hay aquí! Tu casa no es muy alegre —dijo el visitante,
examinando el despacho una vez más.
Era una vasta estancia, alta, sombría y muy embarazada por los muebles
que la llenaban. Se veían por doquier grandes mesas de escritorio, pupitres,
armarios llenos de papeles y libros de negocios. Había un ancho diván de
tafilete rojo que servía sin duda de lecho a Rogochin. En la mesa ante la que
Parfen Semenovich hizo sentar a Michkin, éste distinguió dos o tres libros,
uno de los cuales, la Historia de Soloviev, se hallaba abierto a la sazón. Una
señal marcaba el punto en que el lector había suspendido la lectura. Pendían de
las paredes cuadros al óleo, de marcos parcialmente desdorados y tan
empañados por el humo que sólo difícilmente cabía reconocer su conjunto. Un
retrato de tamaño natural atrajo la atención del príncipe: representaba un
hombre de cincuenta años vestido con una levita de corte alemán, de amplio
vuelo. El retratado llevaba dos medallas al cuello, tenía la barba blanca, rala y
corta, el rostro amarillento y surcado de arrugas, la mirada desafiadora,
concentrada y triste.
—¿Era tu padre? —preguntó Michkin.
—Sí, él es —repuso Rogochin, con una sonrisa desagradable, como si
creyese que el visitante hacía la pregunta para añadir alguna molesta broma
respecto al difunto.
—¿Era un antiguo creyente?
—No. Iba normalmente a la iglesia. Pero es cierto que albergaba
preferencias por el antiguo culto. Y apreciaba mucho a los skopetz. Esta
habitación era su despacho antes de convertirse en mío. ¿Por qué me has
preguntado si era antiguo creyente?
—¿Piensas casarte aquí?
—Sí… —repuso Parfen Semenovich, estremeciéndose, muy sorprendido
por la inesperada pregunta.
—¿Y pronto?
—Bien sabes tú que ello no depende sólo de mí.
—Yo no soy enemigo tuyo, Parfen Semenovich, y no quiero estorbarte en
nada. Te lo digo ahora, como te lo dije otra vez, en una circunstancia análoga a
la de ahora. Ya sabes que no fui yo quien estorbó tu casamiento cuando éste
iba a efectuarse en Moscú. La primera vez fue la misma Nastasia Filipovna
quien sacó, por decirlo así, la cabeza de debajo de la corona nupcial y quien
fue en mi busca rogándome que la «salvara» de ti. Cito sus propias palabras.
Más tarde me abandonó también; la encontraste y cuando ibas a conducirla al
altar, te dejó plantado y huyó, refugiándose aquí, según dicen. ¿Es verdad? Lebediev me escribió manifestándomelo y por eso he venido. Respecto a la
reconciliación que ha habido ahora entre vosotros dos, no tuve la primera
noticia hasta ayer, en el tren, y me la transmitió uno de tus antiguos amigos:
Zaliochev. Al venir a San Petersburgo, yo tenía el fin de proponer a Nastasia
Filipovna marchar al extranjero, en interés de su salud. Está enferma de cuerpo
y de alma y, sobre todo, de la mente, y necesita muchos cuidados. Mi
intención no era llevarla conmigo al extranjero: la habría hecho marchar, pero
no la hubiese acompañado. Te digo la pura verdad. Pero si, en efecto, os
habéis reconciliado, no me presentaré ante ella jamás ni volveré a hacerte
visita alguna. Tú sabes que no pretendo engañarte y que he sido siempre
sincero contigo. Nunca te he ocultado mi opinión sobre este asunto y te he
dicho siempre que vuestro casamiento causará infaliblemente la desgracia de
ella. También a ti te será fatal… y acaso más que a Nastasia Filipovna.
Celebraría que volvierais a romper vuestro compromiso, pero nada haré para
procurarlo. Estate tranquilo, pues, y no sospeches de mí. Además, no ignoras
que yo no he sido jamás un rival en el sentido verdadero de la palabra, ni aun
cuando Nastasia Filipovna se refugió junto a mí. Ya veo que te ríes: sabía que
esto te iba a hacer reír. Pero así es: ella y yo vivíamos allí separados, cada uno
en un sitio diferente, y tú no lo ignoras. Ya te he explicado que no la quiero
por amor, sino por compasión. Juzgo exacta la definición. Tú me dijiste
entonces que comprendías estas palabras. ¿Es cierto? ¿Las comprendes? ¡Oh,
qué expresión de odio hay en tu mirada! Pero he venido para tranquilizarte,
porque también a ti te quiero mucho, Parfen Semenovich. En fin: me voy y no
volveré más. Adiós.
El príncipe se levantó. Rogochin no se movió de su sitio.
—No te vayas aún —dijo con dulzura, apoyando la cabeza en su mano
derecha—. ¡Hace tanto que no te he visto!
El visitante se sentó. La conversación quedó momentáneamente
interrumpida.
—Cuando no estás ante mí te odio, León Nicolaievich. En estos tres meses
durante los cuales no te he visto, yo estaba furioso contra ti y con gusto te
habría envenenado. Esa es la verdad. Pero ahora, cuando aún no llevas un
cuarto de hora conmigo, todo mi odio desaparece y vuelves a ser para mí tan
querido como antes. Quédate un momento más…
—Sí: cuando estoy contigo confías en mí, pero apenas nos separamos la
sospecha sucede en tu alma a la confianza. ¡Eres todo el retrato de tu padre! —
dijo Michkin con una sonrisa amistosa.
Se esforzaba en ocultar los sentimientos que le invadían.
—Creo en tu voz cuando estamos juntos. Me hago cargo de que no se nos puede poner al mismo nivel a ti y a mí…
—¿Por qué dices eso? ¡Otra vez te has incomodado! —exclamó Michkin
mirando con sorpresa a Parfen Semenovich.
—Pero en este caso, amigo mío, no se requiere nuestro consejo, y todo está
decidido sin tener en cuenta nuestra opinión —repuso Rogochin.
Tras un breve silencio, continuó en voz baja:
—Cada uno tenemos nuestro modo peculiar de amar; es decir, que ambos
diferimos profundamente el uno del otro. Tú dices que sientes un amor
compasivo por Nastasia Filipovna. Y a mí no me inspira sentimiento alguno de
ese género. Por otra parte, me detesta infinitamente. Yo sueño con ella todas
las noches y me parece verla siempre burlándose de mí con otro. Así es, amigo
mío… va a convertirse en mi esposa, y, sin embargo, no le importo más que el
zapato que acaba de quitarse. ¿Me creerás si te digo que no la veo hace cinco
días porque no me atrevo a visitarla? Sé que sería capaz de preguntarme:
«¿Por qué has venido?». Como si no bastara que me hubiese cubierto de
ignominia…
—¿Qué dices? ¿Cuándo te ha cubierto de ignominia?
—¡Cómo si no lo supieras! Vamos a ver: me abandonó para huir contigo,
se escapó casi ya «de debajo de la corona» … Tú mismo has empleado esas
expresiones hace un momento.
—Pero tú no creerás que…
—Y, además, ¿no me deshonró en Moscú con aquel oficial,
Zemtiuchnikov? Me consta bien que me puso en ridículo. ¡Y eso después de
haber fijado ella misma el día de nuestra boda!
—¡Es imposible! —protestó Michkin.
—Lo sé positivamente —dijo Rogochin con convicción—. Tú dirás que
eso no está en su carácter, pero amigo mío, el decirlo es sencillamente
absurdo. Contigo no obraría así, y hasta la horrorizaría semejante cosa, pero
conmigo procede de otro modo. Puedes tener la certeza de que me tiene por el
más despreciable de los gusanos. Su asunto con Keller no fue para ella más
que un modo de burlarse de mí. ¡No sabes la mala pasada que me jugó en
Moscú! ¡Y el dinero que me he gastado…!
—Y entonces, ¿cómo te casas con ella? ¿Qué vas a hacer después? —
exclamó Michkin con horror.
Una siniestra mirada fue la única respuesta de Rogochin.
—Hace hoy cinco días que no he estado en su casa —prosiguió, tras un
instante de silencio—. Temo que me ponga en la puerta. «Aun soy dueña de mí misma —me dice siempre—. Si quiero, te echaré definitivamente de mi
casa y me iré al extranjero». ¡Al extranjero! —añadió Rogochin mientras sus
ojos se fijaban con peculiar expresión en los del príncipe—. Es verdad que a
veces se contenta con asustarme y burlarse de mí. Pero en otras ocasiones
arruga el entrecejo, adquiere un aspecto de severidad, no pronuncia una
palabra… ¡Y eso es lo que me espanta! Un día resolví no presentarme con las
manos vacías. ¡Y ella me acogió con mofas y luego se enfureció! Yo le llevaba
un chal como quizá no haya visto uno en su vida, por muy lujosamente que
viviera antes. ¿Y sabes lo que hizo? Regalarlo a su doncella Katia. Nunca
puedo insinuar ni la menor pregunta sobre cuándo se efectuará nuestro
casamiento. ¡Imagina la situación de un prometido que no se atreve a visitar a
su novia! Así que me paso el día en casa y cuando no puedo más voy a rondar
lo más secretamente posible por los alrededores de la suya. Y para ello tengo
que ocultarme en cualquier rincón. Una vez, después de haber permanecido así
ante su puerta casi hasta la aurora, me pareció observar algo sospechoso. Ella,
a su vez, me vio desde la ventana. «¿Qué harías —me dijo— si descubrieras
que te engañaba?». No pude contenerme y respondí: «Bien lo sabes tú».
—¿Qué es lo que sabe?
—¿Acaso lo sé yo tampoco? —repuso Parfen Semenovich, con una risa de
sarcasmo—. En Moscú procuré espiarla estrechamente, pero no pude
sorprenderla con nadie. Un día le dije: «Has prometido casarte conmigo; vas a
entrar en una familia honrada, y ¿sabes lo que eres ahora?» y se lo dije.
—¿Se lo dijiste?
—Sí.
—¿Y qué?
—«Pues entérate —me contestó— de que no sólo no quiero ser tu mujer,
sino que no te tomaré ni como lacayo». Yo dije que no me importaba y que no
me iría de allí. «Bueno —repuso—; llamaré a Keller, le hablaré y él te pondrá
en la puerta». Entonces me lancé sobre ella y la molí a golpes, hasta dejarla
amoratada.
—¡No es posible! —exclamó Michkin.
—Te digo la verdad —declaró Rogochin con voz dulce, mientras sus ojos
relampagueaban—. Durante treinta y seis horas estuve sin comer sin beber, sin
dormir, sin salir de su gabinete, arrodillado ante ella. «Aquí me moriré —dije
—; no saldré de aquí hasta que me hayas perdonado. Y si das orden de que me
expulsen me arrojaré al río. Porque, ¿cómo voy a vivir sin ti?». Todo aquel
tiempo ella estuvo como una loca, ora llorando, ora cogiendo un cuchillo para
matarme, ora colmándome de injurias. Llamó a Zahochev, a Keller, a
Zemtiuchnikov, etc., y me puso en vergüenza mostrándome a ellos. «Vámonos todos al teatro, señores, ya que él no quiere salir de aquí. ¡No será eso lo que
me impida que yo salga! Voy a mandar que le sirvan el té, Parfen Semenovich.
Debe usted de tener hambre, porque lleva todo el día sin comer». Volvió sola
del teatro. «Ésos son unos cobardes —me dijo—. Te tienen miedo y se
empeñan en asustarme. Me dicen que no te irás y que vas a acabar
matándome. Pues bien, para que veas el miedo que te tengo, cuando me vaya a
acostar no cerraré la puerta de mi cuarto. Míralo y entérate. ¿Has tomado té?».
«No —contesté—, ni tomaré nada tampoco». «Has puesto tu amor propio en
perjudicar tu propio estómago —repuso— y no creo que eso te sea muy
conveniente». E hizo lo que había dicho: no cerró su puerta. Por la mañana, al
salir de su dormitorio, me interpeló riendo: «Estás loco, ¿verdad? ¿Quieres
dejarte morir de hambre?». «Perdóname», le rogué. «No quiero perdonarte ni
casarme contigo. Lo dicho, dicho. ¿Es posible que hayas pasado la noche
entera sin dormir, en ese sillón?». «No; no he dormido». «¡Qué hombre tan
inteligente! ¿Y no quieres comer ni tomar el té?». «Ya te he dicho que no
tomaré nada; perdóname». «¡Si supieras qué mal te sienta esa actitud! —dijo
ella—. Tan mal como una silla de montar en el dorso de una vaca. Crees que
vas a asustarme, pero, ¿qué me importa que te prives de alimento? Ya puedes
no comer durante el tiempo que quieras. Yo me río de ello». Y se enfureció,
pero al poco tiempo ya había empezado otra vez a bromear. Me extrañó verla
tan poco encolerizada, porque es una mujer rencorosa y vengativa. Entonces
se me ocurrió una explicación: que me despreciaba demasiado para guardarme
rencor durante mucho tiempo. Y esa era la verdad. «¿Sabes —me preguntó—
quién es el Papa de Roma?». «He oído hablar de él», contesté. «¿No has
aprendido la Historia universal, Parfen Semenovich?». «No he aprendido
nada». «Pues mira, voy a enseñarte una cosa. Habiéndose enojado justamente
un Papa contra un emperador, éste, antes de obtener su perdón, hubo de pasar
tres días sin comer ni beber, arrodillado y con los pies desnudos ante el palacio
del Papa. Durante los tres días que aquel emperador pasó de rodillas, ¿cuáles
crees que fueron sus pensamientos? ¿Qué juramentos formuló en el fondo de
su alma? Pero espera —agregó Nastasia Filipovna—; voy a leértelo yo
misma». Y corrió a buscar un libro. «Es poesía», me dijo. Y comenzó a leerme
un monólogo en verso en el que aquel emperador, colmado de humillaciones,
juraba vengarse del Papa. «¿Es posible que esto no te agrade, Parfen
Semenovich?». «Lo que acabas de leer es muy justo», respondí. «¡Ah! ¿Te
parece muy justo? Entonces es natural que ahora pienses: «Cuando ésa sea mi
mujer le haré pagar esto caro». «No sé —dije—; puede que tal sea mi idea, en
efecto». «¿No lo sabes?». «No, porque ahora no pienso en eso». «¿Y en qué
piensas entonces?». «Pues mira: si te levantas de tu asiento y pasas a mi lado,
te contemplo y te sigo con la vista; si oigo el rumor de tu vestido, siento
desfallecer mi corazón; si sales del cuarto, recuerdo todas tus palabras y la
entonación de cada una de ellas; y durante toda esta noche no he pensado en nada y no he dejado de escuchar el ruido de tu respiración. Hasta te he sentido
dar vueltas dos veces en el lecho». Ella se rio. «Y los golpes que me has
asestado, ¿los olvidas? ¿No piensas en ellos?». «No sé: bien puede ser que no
piense en ellos». «¿Y si no te perdono y me niego a casarme?». «Ya te he
dicho que me tiraré al río». «O acaso me asesines antes», repuso ella,
pensativa. Luego se enojó y se fue. Una hora más tarde la vi reaparecer, muy
sombría. «Parfen Semenovich —me dijo—, voy a casarme contigo, no porque
te tenga miedo, sino porque no me importa arruinar mi vida. Además, tanto
vale eso como cualquier otra cosa. Siéntate; te van a traer la comida. Y quiero
que sepas que cuando nos casemos te seré fiel. Estate, pues, tranquilo». Calló
un instante y luego continuó: «Al fin y al cabo, no eres un lacayo como yo lo
había creído hasta ahora». Entonces señaló ella misma el día de nuestra boda.
Y a la semana siguiente huyó y se fue a pedir refugio a Lebediev. Cuando
volví a encontrarla en San Petersburgo, me dijo: «No renuncio en absoluto a
casarme contigo, pero quiero esperar cuanto se me antoje, porque yo sigo
siendo dueña de mí misma. Puedes hacer lo mismo, si te parece». Tales son
ahora nuestras relaciones… ¿Qué opinas de todo eso, León Nicolaievich?
—¿Qué opinas tú? —preguntó Michkin fijando los ojos en Rogochin, con
tristeza.
—¿Que qué pienso yo? —exclamó Parfen Semenovich.
Pero no dijo las palabras que quería añadir. Ninguna palabra hubiese
podido expresar el tormento que experimentaba.
El visitante se levantó, dispuesto a retirarse.
—Sea como fuere, no me interpondré en tu camino —dijo en voz baja.
Y aquella frase, expresada con aspecto abstraído, parecía dirigirse no tanto
a Rogochin como a un pensamiento propio.
—Voy a decirte una cosa —exclamó de pronto Rogochin, con una
exaltación que se evidenciaba en el fulgor de sus ojos—. Y es que no
comprendo cómo me la cedes así. ¿Es que has dejado de amarla por completo?
Porque antes era bien claro que sufrías. Y luego, has venido precipitadamente
a San Petersburgo… ¿Qué la amabas por compasión? ¡Ja, ja!
Y una sonrisa aviesa desfiguró su rostro.
—¿Crees que te engaño? —preguntó Michkin mirándole fijamente.
—No: te creo. Pero no te comprendo. A lo que puedo juzgar, tu compasión
es aún más intensa que mi amor.
La alteración de sus rasgos no permitía dudar de la ira que le agitaba.
—En tu alma se mezclan el odio y el amor —dijo el príncipe, sonriendo—. Pero el amor pasará, y eso será lo más grave. Te predigo, amigo Parfen…
—¿Qué acabaré matándola?
El príncipe se estremeció, y dijo:
—Que la odiarás violentamente a causa del amor que experimentas ahora
por ella y de todos los sufrimientos que soportas en este instante. Lo que me
extraña infinitamente más que nada es que Nastasia Filipovna consienta en ser
tu esposa. Cuando lo supe ayer, me costó trabajo creerlo y me produjo una
impresión penosísima. Por dos veces ha rehusado ya casarse contigo, huyendo
momentos antes de la bendición nupcial, sin duda en virtud de un
pensamiento… ¿Qué le impulsa ahora al matrimonio? ¿Tu dinero? Es absurdo.
Además, debes de haber dilapidado ya gran parte de tu fortuna. ¿El mero
deseo de casarse? Pero podría elegir a otro. Cualquier otro sería mejor partido
para Nastasia Filipovna, porque tú vas a terminar asesinándola y es muy
probable que ella lo comprenda así perfectamente, ahora. ¿La violencia de tu
amor? Es muy posible que sea eso, en efecto. He oído decir que hay mujeres a
las que les agrada ser amadas así, pero…
Y el príncipe, pensativo, no concluyó la frase.
—¿Por qué has vuelto a sonreír mirando el retrato de mi padre? —
preguntó Rogochin, que examinaba con viva atención los menores cambios de
la fisonomía de su interlocutor.
—¿Por qué he sonreído? Porque se me acaba de ocurrir la idea de que, sin
esa malhadada pasión, te habrías convertido en idéntico a tu padre, y ello en
muy poco tiempo. Permanecerías enclaustrado en esta casa, solo con una
mujer obediente y silenciosa; no abrirías la boca sino de cuando en cuando y
para pronunciar algunas palabras severas; desconfiarías de todos y no sentirías
nunca la necesidad de confiarte a nadie; vivirías sombrío y taciturno y no
pensarías más que en ganar dinero… A lo sumo, cuando llegases al declinar de
tu vida, te dedicarías a estudiar los viejos libros y te interesarías en el modo
tradicional de santiguarse los antiguos creyentes…
—Búrlate lo que quieras. Lo cierto es que lo que me dices me lo dijo ella,
palabra por palabra, últimamente, después de haber contemplado este retrato.
Es prodigioso como coincidís en todo los dos…
—¿Acaso Nastasia Filipovna ha venido ya a tu casa? —preguntó Michkin
con curiosidad.
—Sí. Examinó largo tiempo el retrato y me interrogó a propósito del
difunto. «Así habrías sido tú —terminó diciéndome, con una sonrisa—. Tus
pasiones son muy violentas, Parfen Semenovich, y te conducirían pronto a
Siberia, condenado a trabajos forzados si no tuvieses inteligencia. Pero eres muy inteligente». Así lo dijo. Era la primera vez que yo la oía hablar en esa
forma. Luego agregó: «Tú renunciarás pronto a las locuras de la juventud y,
como eres un hombre sin instrucción, te dedicarás a amasar dinero. Vivirás,
como tu padre, en esta casa con tus skopetz; quizá al fin te conviertas tú
mismo a su religión, y amarás tanto las riquezas que harás una fortuna, no de
dos millones, sino de diez, sin perjuicio de morir de hambre encima de tus
sacos de oro, porque eres extremado en todas las cosas». Te repito sus palabras
casi textualmente. Nunca se había expresado con un lenguaje parecido. Nunca
me habla, y, de hablar, se dedica a burlarse de mí. Y en esta circunstancia
comenzó riendo, pero en seguida su rostro se ensombreció. Visitó toda esta
casa y parecía asustada, al verla. «Yo lo cambiaré todo —dije—; transformaré
completamente este edificio, o compraré otro cuando nos casemos». «No, no
—respondió—; no hay por qué hacer cambio alguno. Lo conservaremos todo
tal como está. Cuando sea tu mujer quiero vivir con tu madre». La presenté a
ésta y Nastasia Filipovna le testimonió un verdadero respeto filial. La pobre
vieja está enferma. Hace dos años que sus facultades mentales se hallan
alteradas y desde la muerte de mi padre se ha vuelto como una niña. Inválida,
siempre silenciosa, se limita a hacer una inclinación de cabeza a quienes la
saludan. Creo que si no le diésemos de comer pasaría tres días seguidos sin
reparar en ello. Cogí la mano derecha de mi madre y junté sus dedos.
«Bendígala, madre —le dije—: va a casarse conmigo». Nastasia Filipovna
besó la mano de la vieja. «Tu madre ha sufrido mucho, ciertamente», me dijo.
Ese libro que está ahí atrajo su atención. «¡Hola! —exclamó—. ¿Has
empezado a leer la historia rusa?». Poco antes me había dicho en Moscú:
«Debes instruirte algo. No sabes nada. Lee, por lo menos, la Historia Rusa de
Soloviev». Y ahora continuó: «Haces bien. Si quieres, yo misma te daré una
lista de obras que debes leer antes que ninguna». Nunca, nunca hasta entonces
me había hablado de aquel modo, y su lenguaje me maravilló. Entonces
respiré por primera vez como un ser viviente.
—Me alegro mucho, Parfen Semenovich, me alegro mucho —dijo el
príncipe, con sincera satisfacción—. ¿Quién sabe si Dios no hará al fin que sea
posible la unión entre vosotros?
—¡Eso no sucederá jamás! —dijo Rogochin, con vehemencia.
—Escucha, Parfen Semenovich. Si la amas tanto, ¿es posible que no
procures merecer su estima? Y si te lo propones, ¿es posible que no confíes en
conseguirlo? Hace poco he dicho que me parecía incomprensible que ella
consintiera en casarse contigo; pero, aun cuando no pueda explicarme el
hecho, una cosa resulta evidente para mí, y es que su decisión debe tener una
causa explicable y racional. Ella está convencida de tu amor y también,
seguramente, de que posees ciertas cualidades. ¡No puede ser de otro modo! El
relato que acabas de hacerme confirma mi idea. Tú mismo dices que empleó contigo un lenguaje diferente al acostumbrado. Tú tienes celos y sospechas,
acaso porque exageras lo que has encontrado de malo. Desde luego ella no te
juzga tan desfavorablemente como dices. De otro modo, el casarse contigo
sería, en cierto modo, ahogarse o poner el cuello bajo la cuchilla con
conocimiento de causa. ¿Es posible eso? ¿Quién busca la muerte a sabiendas?
Parfen Semenovich escuchó hasta el fin las calurosas palabras de su
interlocutor. Una amarga sonrisa plegaba sus labios. Su convicción parecía
inquebrantable.
—¡De qué modo tan sombrío me miras! —dijo Michkin, dolorosamente
impresionado.
—¡Ahogarse o poner la cabeza bajo la cuchilla! —repuso Rogochin,
saliendo finalmente de su mutismo—. Pues bien, Nastasia Filipovna se casa
conmigo, esperando, en efecto, morir a mis manos. Verdaderamente, príncipe,
¿es posible que no hayas adivinado lo que pasa?
—No te comprendo.
—¡Qué no comprendes! Pero, en fin, es posible… Se dice que tú… que tú
no eres como todos. Ella ama a otro. ¡Esa es la cosa! Le ama tanto como yo la
amo a ella. Y ese otro, ¿sabes quién es? ¡Eres tú! ¿No lo sabías?
—¿Yo?
—Sí. Su amor por ti comenzó el día de su cumpleaños. Pero ella considera
imposible casarse contigo, porque eso te cubriría de vergüenza y amargaría tu
vida. «A todos les consta quién soy», suele decir. Y en ese sentido, su lenguaje
no ha cambiado hasta ahora. Ella misma me lo ha dicho en la misma cara, sin
rodeos. Teme perderte y deshonrarte; pero respecto a mí no la detiene ningún
escrúpulo de ese género. Conmigo puede casarse cualquiera… ¡Ese es el
honor que me hace, fíjate en ello…!
—Pero, ¿cómo pudo ser que ella te abandonara para refugiarse conmigo y
luego…?
—¿Haya vuelto a mí? Hay que tener en cuenta las fantasías que le acuden
de pronto al espíritu. Ahora se halla en una especie de estado febril. Un día me
gritó: «¡Me caso contigo como quien se suicida! ¡Casémonos cuanto antes!».
Ella misma apresuró los preparativos, fijó la fecha de la ceremonia, y luego, al
acercarse el momento, se espantó o se le llenó la cabeza de otras ideas. ¡Bien
lo sabe Dios! Y tú mismo lo has visto. Unas veces llora, otras ríe, otras se agita
como febril… ¿Por qué te extraña que huyera de ti? Te abandonó porque sabía
lo mucho que te amaba. No se sentía capaz de resistir a su pasión. Antes has
dicho que yo la busqué en Moscú, y eso es un error, porque fue ella quien,
para huir de ti, se refugió a mi lado y me dijo: «Señala la fecha; estoy preparada. Encarga champaña. ¡Y ahora vayamos con los gitanos!». Puedes
tener la certeza de que, de no ser por mí, hace tiempo que se habría suicidado.
Si no se tira al río, es porque yo ofrezco menos peligros que el agua. Y si se
casa conmigo, será por despecho.
—Pero, ¿cómo tú, entonces…? ¿Cómo tú…? —exclamó el príncipe.
E incapaz de seguir hablando, miró, aterrorizado, a Rogochin.
Éste sonrió.
—¿Por qué no terminas la frase? ¿Quieres que te diga la idea que te
acomete en este momento? Es la siguiente: «¿Cómo tú, entonces, te casas con
ella? ¿Cómo consientes en ese matrimonio?». Eso es lo que piensas.
—No he venido aquí para hablar de tal cosa, Parfen Semenovich, te lo
repito. No es eso lo que yo encerraba en el cerebro.
—Puede que no vinieras para eso ni lo tuvieses en el cerebro; pero ahora
es, con toda seguridad, en lo único en que piensas. Vamos, ¿por qué te
trastornas de ese modo? ¿Acaso lo que te he dicho ha sido una revelación
nueva para ti? ¡Me dejas asombrado!
—Estás celoso, Parfen Semenovich. Lo exageras todo desmesuradamente;
es una cosa morbosa —balbució el príncipe, presa de extraordinaria agitación
—. ¿Qué te pasa?
—¡Deja eso! —dijo Rogochin.
Y arrancando vivamente de manos de Michkin un cuchillo que el joven
había tomado de sobre la mesa, lo puso junto al libro, en el mismo lugar donde
había estado antes.
—Yo dudaba si visitarte o no cuando llegué a San Petersburgo. Tenía, por
decirlo así, el presentimiento… —empezó el príncipe—. No, no quería venir
aquí; quería olvidar todo eso y arrancarlo de mi corazón. En fin, adiós… Pero,
¿qué tienes?
Michkin, mientras hablaba, había vuelto a coger el cuchillo con un
movimiento maquinal y de nuevo Rogochin se había apresurado a
arrebatárselo de las manos y ponerlo en la mesa. Aquel cuchillo no ofrecía
nada de extraordinario. Tenía un mango de cuerno y su longitud alcanzaba
poco más de dieciséis centímetros, con una anchura en proporción.
Viendo que la persistencia en quitar el arma de las manos de su amigo
había atraído la atención de Michkin, Rogochin, excitado y nervioso, guardó el
cuchillo entre dos de las páginas del libro y puso éste en otra mesa.
—Lo empleas para cortar las páginas, ¿verdad? —preguntó Michkin, que
no lograba sacudirse el peso de una preocupación obsesionante. —Sí; para cortar las páginas…
—¿Es un cuchillo de jardinero?
—Sí. ¿No se pueden cortar las páginas de un libro con un cuchillo de
jardinero?
—Pero está… está nuevo del todo.
—¿Qué importa? ¿No tengo derecho a comprar un cuchillo nuevo? —
replicó Rogochin, en un acceso de ira.
Su irritación crecía a cada palabra del visitante.
Éste sintió un escalofrío y miró a Rogochin con fijeza. Luego, saliendo de
pronto de su abstracción, rompió a reír.
—¡Qué absurdos somos! —dijo—. Perdóname, hermano; pero cuando
tengo la cabeza pesada, como ahora… Además, siento ya síntomas de mi
enfermedad… En fin, padezco abstracciones extrañas. No era nada
relacionado con todo esto lo que quería preguntarte, y el caso es que ya no
recuerdo en qué consistía la pregunta… Adiós…
—No es por ahí —dijo Rogochin, refiriéndose a la salida.
—Se me ha olvidado el camino.
—Por aquí, por aquí… Yo te conduciré.
IV
Pasaron por las mismas habitaciones que Michkin había cruzado antes.
Rogochin iba delante y el príncipe le seguía a poca distancia. Entraron en una
vasta estancia de cuyos muros pendían varios cuadros, todos ellos retratos de
obispos o paisajes obscurecidos en los que no era posible percibir nada.
Encima de la puerta que daba acceso a la cámara contigua se veía una tela de
forma extraña, ya que medía sobre dos metros de anchura y una altura no
superior a un pie. Representaba el Descendimiento de la Cruz. Al verlo,
Michkin pareció recordar alguna cosa, mas no quiso detenerse a examinar el
lienzo a causa de la mucha prisa que tenía en salir de aquella casa. Pero
Rogochin se detuvo en seco ante la pintura.
—Mi difunto padre —dijo— compró todos estos cuadros en las almonedas
por precios ridículos: uno o dos rublos… Le gustaban estas cosas. Un
entendido que vino a verlos dijo que todos ellos eran una basura, excepto este
de encima de la puerta, que tenía valor aunque mi padre no había pagado tampoco más de un par de rublos por él. En vida de mi padre hubo quien le
ofreció por ese lienzo 350 rublos, e Ivan Dimitrich Saveliev, un mercader muy
amante de la pintura, ofreció cuatrocientos. Y la semana pasada dijo a mi
hermano Semen Semenovich que llegaría hasta quinientos. Pero yo me guardo
el cuadro para mí.
—Es… es copia de un cuadro de Hans Holbein —dijo el príncipe, después
de examinar la pintura— y, a lo que puedo juzgar, aunque no sea gran
conocedor, se trata de una copia excelente. He visto el original en el extranjero
y no lo olvidaré jamás. Pero ¿qué te pasa?
Rogochin, sin hacer más caso del lienzo, se había puesto en marcha
repentinamente. Aunque sus extraños modales se hallasen justificados en un
hombre tan distraído e irritable como lo estaba Rogochin en aquel momento,
Michkin no dejó de encontrar extraño que su amigo suspendiese tan
bruscamente una conversación iniciada por él.
—Hace mucho que quería preguntarte una cosa, León Nicolaievich…
¿Crees en Dios o no? —inquirió Rogochin después de dar algunos pasos.
—¡Qué pregunta tan extraña! ¡Y qué mirada tienes! —dijo Michkin sin
poder contenerse.
Rogochin guardó silencia por un instante.
—Me agrada mirar ese cuadro —dijo, como si hubiese olvidado su
pregunta.
—¡Ese cuadro! —repuso el príncipe—. ¡Ese cuadro! Yo creo que
examinándolo puede llegarse a perder la fe.
—Así es —asintió Rogochin, con gran extrañeza de su interlocutor.
Habían llegado a la puerta de salida. Michkin se detuvo.
—¿Qué dices? —protestó—. Yo había pronunciado una frase que era casi
una broma y tú la tomas en serio. ¿Por qué me has preguntado si creo en Dios?
—Por nada: mera curiosidad. Es una idea que me preocupaba hace tiempo.
Ahora hay muchos incrédulos. No sé quién me ha dicho que en Rusia los ateos
son más numerosos que en sitio alguno. ¿Es cierto? Tú, que has vivido en el
extranjero, lo debes saber.
Rogochin mostraba en los labios una sonrisa maligna. Después de hablar
abrió bruscamente la puerta y, con la mano apoyada en el pestillo, esperó a que
el visitante se retirase. Michkin salió, no poco desconcertado. Rogochin le
siguió al rellano de la escalera y cerró la puerta. Ambos quedaron frente a
frente. Parecían haber olvidado dónde estaban ni lo que tenían que hacer.
—Adiós —dijo el príncipe, tendiendo la mano a Rogochin. —Adiós —repuso su amigo, apretando con fuerza, pero maquinalmente, la
mano que se le tendía.
Michkin bajó un peldaño y se volvió. Notábase que no quería abandonar al
otro en aquella forma.
—A propósito de la fe —dijo, sonriendo—, la semana pasada he
mantenido en dos días cuatro conversaciones diferentes. Una mañana, en el
tren, tuve por compañero de viaje a un tal S., y conversé con él durante cuatro
horas. Yo había oído hablar de él y sabía que era un ateo notorio. Se trata de
un hombre instruido, un verdadero sabio, así que me alegré de poder hablar
con él. Como, además, está perfectamente educado, me habló como si yo fuese
igual a él en materia de inteligencia y de cultura. No cree en Dios, pero me
impresionó una cosa en él, y es que cuanto dice sobre el tema resulta ajeno al
tema mismo. Siempre he realizado análoga observación cuando he hablado
con ateos o leído sus libros. Me ha parecido en todos los casos que sus
alegatos, aun los más especiosos, no se refieren al tema en sí sino de modo
muy superficial. No oculté a S. esta impresión mía, pero debí de expresarme
en términos poco claros, porque no me entendió. Por la noche paré en un hotel
de provincias. Allí todo el mundo hablaba de un asesinato cometido en la casa
la noche anterior. Dos campesinos de edad madura, dos antiguos amigos,
ninguno de los cuales estaba beodo, fueron a acostarse, después del té, en la
alcoba que habían pedido para ambos. Uno de los viajeros había observado,
desde hacía dos días, un reloj de plata, pendiente de una cadena de cuentas
amarillas que llevaba su compañero, reloj que él no había conocido hasta
entonces. Aquel hombre no era un ladrón, sino una persona honrada y, para
campesino, bastante acomodado. Pero este reloj le gustó tanto, sintió tales
deseos de poseerlo que, sin poder dominarse, cogió un cuchillo y cuando su
amigo le volvía la espalda acercóse a él a paso de gato, alzó los ojos al cielo,
se santiguó, y murmuró devotamente esta plegaria: «Señor, perdóname por los
méritos de Cristo». Y tras ello degolló a su amigo de un solo golpe, como a un
carnero, y le robó el reloj.
Rogochin rompió, en carcajadas. Notábase cierta cosa extraña en aquella
súbita hilaridad de un hombre hasta entonces tan sombrío.
—¿Ves? Esa historia me encanta. ¡No puede haber cosa más espléndida!
—dijo con voz entrecortada y casi jadeante—. El uno no cree en Dios; el otro
cree hasta tal punto, que le implora antes de cometer un asesinato. ¡Nunca se
me hubiese ocurrido una cosa así, hermano! ¡Ja, ja, ja! ¡Es formidable!
Cuando las risas de Rogochin se calmaron algo y sólo se percibieron en el
temblar convulsivo de sus labios, Michkin prosiguió:
—A la mañana siguiente salí a pasear por la población, y encontré un
soldado ebrio tambaleándose sobre las planchas de tabla de la acera. Se me acercó y me dijo: «Cómprame esta cruz de plata, señor. Te la vendo por veinte
kopecs. Es de plata». Llevaba en la mano, pendiente de un cordoncito azul,
una cruz que se notaba a primera vista que era de estaño. Tenía ocho puntas y
reproducía fielmente el modelo bizantino. Saqué de mi bolsillo veinte kopecs
y los di al soldado. Luego me puse la cruz al cuello. En el rostro del hombre se
notó la satisfacción de haber engañado a un necio aristócrata. Estoy seguro de
que fue a gastarse inmediatamente en la taberna el producto de la venta. Ya
entonces, hermano, yo estaba muy impresionado por cuanto veía en Rusia.
Antes, yo no comprendía nuestro país: había pasado mi infancia como
embebido en mí mismo. Y durante cinco años que viví en el extranjero sólo
conservaba de nuestro país memorias que eran fantásticas en cierto sentido.
Aquel día continué, pues, mi camino diciéndome: «Antes de condenar a ese
Judas, esperaré. ¡Dios sabe lo que se encierra en el fondo del corazón de esos
borrachos!». Una hora más tarde, cuando volvía al hotel, encontré una aldeana
que llevaba un niño de pecho. La mujer era joven aún; el niño contaría unas
seis semanas. Sonreía a su madre por primera vez desde su nacimiento. De
pronto vi que la aldeana se santiguaba muy fervorosamente, mucho… «¿Por
qué te persignas, madrecita?», le pregunté. (En Rusia me he pasado la vida
haciendo preguntas.) Y me contestó: «Una madre se alegra tanto cuando ve la
primera sonrisa de su hijo como Dios cada vez que, desde lo alto del cielo, ve
a un pecador que le eleva una plegaria ferviente». Esto me lo dijo una mujer
del pueblo, casi en los mismos términos que te lo repito. ¡Y es un pensamiento
tan profundo, tan delicado, tan verdaderamente religioso! ¡Se encuentra en él
de modo tal todo el fondo del cristianismo, es decir, la noción de Dios
considerado como nuestro padre! Porque aquí se contiene la idea de que Dios
se regocija a la vista del hombre como un padre a la vista del hijo, es decir, el
pensamiento esencial de Cristo. ¡Y la que lo expresaba era una simple aldeana!
Cierto que era madre, y hasta quizá la mujer de aquel soldado. Y ahora, Parfen
Semenovich, ésta es mi contestación a tu pregunta de hace poco: el
sentimiento religioso, en su esencia, no puede ser disminuido por ningún
razonamiento, por ninguna falta, por ningún crimen, por ninguna credulidad,
porque hay en él algo que queda y quedará eternamente fuera de todo eso, una
cosa que los ateos no alcanzarán jamás y de la que no hablarán nunca cuando
pretendan combatir la creencia. Y lo principal, y esto resume mi conclusión, es
que en ninguna parte se nota eso como en Rusia y en el corazón de los rusos.
Tal fue una de las primeras impresiones que recogí de nuestra patria. ¡Mucha
tarea se nos ofrece en ese sentido, Parfen Semenovich! Mucho hay que hacer
en nuestro mundo ruso, créeme… Recuerda las conversaciones que hace
tiempo mantuvimos los dos en Moscú… ¡Ah! Ya sabes que yo no quería
volver aquí ahora. No contaba encontrarme contigo de esta manera. ¡En fin!
Adiós; hasta la vista. Queda con Dios.
Volvió la espalda y empezó a descender lentamente por la escalera. —¡León Nicolaievich! —gritó Rogochin desde el rellano cuando su amigo
estaba en el zaguán—. ¿Llevas la cruz que compraste a aquel soldado?
—Sí.
Y el príncipe se detuvo.
—Enséñamela.
¡Una extravagancia más! Después de reflexionar un instante, Michkin
tomó a subir, y, sin quitarse la cruz, la mostró a Rogochin.
—Dámela —dijo Parfen Semenovich.
—¿Por qué? ¿Es que tú…?
Michkin habría preferido no separarse de la cruz.
—Yo la llevaré y te daré la mía en cambio.
—¿Quieres que las cambiemos? Sea, Parfen Semenovich. Puesto que
deseas que fraternicemos, yo lo deseo también.
Y Michkin tendió su cruz de estaño a Rogochin, quien le dio la suya de
oro. Rogochin continuaba silencioso. Ambos acababan de fraternizar, pero
inútilmente. Michkin notaba con dolorosa extrañeza que el rostro de Rogochin
expresaba desconfianza todavía y que, al menos a ratos, una sonrisa amarga,
casi aviesa, seguía crispando sus labios. Al fin Parfen Semenovich tomó la
mano de Michkin, sin decir palabra, pareció vacilar por unos segundos y dijo
al cabo, con voz ininteligible:
—Ven conmigo.
Y le arrastró. Atravesaron el descansillo del primer piso y llamaron a una
puerta situada frente a aquella por la que habían salido. No tardaron en
abrirles. Una anciana encorvada, con un pañuelo negro anudado a la cabeza, se
inclinó profundamente y en silencio ante Rogochin. El joven le hizo una
presurosa pregunta y, sin esperar siquiera la contestación, introdujo a Michkin
en el piso. Seguían varias estancias sombrías, cuya extraordinaria limpieza
mostraba un no se sabía qué de glacial. Los muebles, viejos y severos, estaban
cubiertos de pulcras fundas blancas. Rogochin, sin hacerse anunciar, pasó con
el príncipe a una especie de saloncito dividido en dos partes por un tabique de
caoba bruñida, tras el cual parecía hallarse un dormitorio. En un ángulo del
salón, junto a la estufa, estaba sentada en un sillón una viejecita que no
representaba excesiva edad. Su rostro, bastante redondo y muy agradable,
exteriorizaba buena salud. Pero tenía los cabellos completamente blancos y se
notaba a primera vista que aquella mujer había recaído en un estado análogo al
de la infancia. Vestía un traje de lana negra, llevaba un amplio pañuelo negro
al cuello y se tocaba con una cofia blanca muy limpia, guarnecida de cintas deluto.
Sus pies se apoyaban en un taburete. A su lado hacía punto, en silencio,
una mujer de edad avanzada, que, como la otra, vestía de negro y se tocaba
con una cofia blanca. Debía de ser una especie de señora de compañía. Según
parecía, ambas no cambiaban una palabra jamás. Cuando Rogochin entró con
el príncipe, la primera de las mujeres sonrió, y para testimoniar la alegría que
le causaba la visita, les saludó repetidas veces con inclinaciones de cabeza.
—Madre —dijo Rogochin, después de besarle la mano—, le presento a mi
buen amigo el príncipe León Nicolaievich Michkin. Hemos cambiado nuestras
cruces. En Moscú ha sido un verdadero hermano para mí; le debo muchos
favores. Bendícele, madre, como si bendijeras a un hijo. Espera, madre. Yo te
colocaré los dedos juntos.
Pero antes de que Rogochin le dispusiera debidamente la mano, la anciana
la levantó, unió sus tres dedos e hizo por tres veces el signo de la cruz sobre el
príncipe. Esta bendición fue acompañada de un nuevo y afectuoso saludo
dirigido a Michkin.
—Ea, vámonos, León Nicolaievich —dijo Rogochin—. Sólo te había
traído aquí con este objeto. Y añadió, cuando estuvieron en el rellano:
—Mi madre no comprende nada de cuanto se le dice, y no ha entendido,
pues, una sola de mis palabras. Sin embargo, te ha bendecido. Quizá tuviese
deseos de hacerlo… En fin, adiós: ha llegado el momento de separarnos.
Y abrió la puerta de sus habitaciones.
Michkin fijó, en Rogochin una mirada llena de amistoso reproche.
—Pero, ¡déjame al menos abrazarte antes de separarnos, hombre
extravagante! —dijo tendiéndole los brazos.
Rogochin alargó también los suyos, pero casi en el acto los dejó caer. En
su interior se libraba una lucha. No quería abrazar al príncipe y no osaba
mirarle.
—No temas. Ahora que tengo tu cruz, no te asesinaré por un reloj —
murmuró con una risa extraña.
De pronto se produjo en su rostro una transformación completa: púsose
terriblemente pálido, sus labios temblaron y sus ojos despidieron llamas.
Tendió los brazos, estrechó con fuerza al príncipe contra su pecho y dijo con
voz ahogada:
—Que ella sea para ti, puesto que el destino lo quiere. Para ti. Yo te la
cedo… Acuérdate de Rogochin…
Y volviéndose sin mirar a Michkin, entró precipitadamente en sus habitaciones y cerró dando un portazo.
V
A la sazón ya era tarde. Faltaba poco para las dos y media, y Michkin no
encontró en casa al general Epanchin. Después de dejar su tarjeta, resolvió ir a
la fonda «Los Dos Platillos» y preguntar por Kolia, proponiéndose encargar
que entregasen al muchacho una nota suya en caso de no hallarle. En «Los
Dos Platillos» manifestaron al príncipe que Nicolás Ardalionovich había
salido por la mañana. «Si por casualidad viene alguien preguntando por mi —
había indicado al marchar— díganle que probablemente volveré a las tres. Si a
las tres y media no estoy, será que habré ido a Pavlovsk, a comer con la
generala Epanchina». El príncipe resolvió esperar y para entretener el tiempo
pidió de comer.
Dieron las tres y media, y las cuatro y Kolia continuaba ausente. El
príncipe salió del hotel y comenzó a caminar sin rumbo fijo. Hacía un día
espléndido, como sucede con frecuencia en San Petersburgo a principios de
verano. Paseó durante algún tiempo sin finalidad, maquinalmente. No conocía
bien la población. A veces deteníase en una esquina, en una plaza, en un
puente; incluso entró en una confitería para descansar. A ratos examinaba con
viva curiosidad a los transeúntes, pero en general no reparaba en nadie, ni aun
en el camino que seguía. Su espíritu inquieto, sometido a una dolorosa tensión,
experimentaba a la vez una extraordinaria precisión de soledad. Lejos de
intentar esfuerzo alguno para substraerse a aquel suplicio del espíritu, quería
estar solo a fin de abandonarse a él pasivamente. Se negaba a resolver los
problemas que surgían en su alma y su corazón. «¿Acaso todo lo que ocurre es
por culpa mía?», murmuraba para sí, casi inconsciente de sus palabras.
A las seis se encontró en la estación del ferrocarril de Tzarskoie Selo. La
soledad le resultaba ya insoportable y un apasionado impulso arrastraba su
corazón. Tomó un billete para Pavlovsk, sintiendo extrema impaciencia por
partir. Había sin duda alguna cosa que le perseguía, algo que era una realidad y
no un fantaseo, como cupiera creer. Cuando iba a subir al tren, arrojó el billete
y salió de la estación, turbado y pensativo. Poco después, en la calle, un
recuerdo le acudió de súbito a la memoria. Repentinamente advirtió que estaba
preocupado por alga de que no se había dado cuenta hasta entonces. Hacía
varias horas, en «Los Dos Platillos», o acaso antes de llegar allí, se había
puesto a buscar algo en torno suyo. Esto era notorio. Luego no había pensado
más en ello; después lo recordó, y así sucesivamente, y tal olvido duraba largo
rato, a veces hasta media hora. Y a la sazón se sorprendía al hallarse dirigiendo en torno suyo miradas curiosas e inquietas por todas partes.
Pero cuando acaba de comprobar en sí este impulso morboso e incluso
inconsciente, relampagueó en su memoria otro recuerdo que le interesaba de
modo extremado: el de que cuando se había dado cuenta últimamente de estar
buscando en torno suyo alguna cosa, se encontraba en una acera, mirando con
atención uno de los objetos expuestos en el escaparate de una tienda. Y ahora
quería comprobar la exactitud de aquel recuerdo, saber si había estado ante
aquel escaparate hacía cinco minutos, o antes. ¿O bien habría soñado? ¿O se
confundiría? ¿Existían en realidad la tienda y el objeto que en ella creía haber
visto? El hecho era que Michkin se sentía en un estado particularmente
inquieto, análogo al que solía preludiar sus ataques de epilepsia. Él sabía que
en aquel período preliminar al acceso padecía extraordinarias distracciones,
confundiendo a menudo personas y cosas si no les dedicaba un especial
esfuerzo de atención. Había, por ende, un motivo concreto que le impelía a
asegurarse de la realidad del hecho, y era que entre los artículos que se
exhibían en el escaparate de la tienda figuraba uno que él había examinado de
manera especial, valorándolo en unos sesenta kopecs, lo que recordaba muy
bien, pese a la turbación y desorden de sus ideas. Por consiguiente, si la tienda
existía y el objeto figuraba entre los expuestos a la venta, era precisamente tal
objeto lo que había inducido a Michkin a detenerse. Precisábase, pues, que
tuviera para él un interés muy vivo, cuando había cautivado su atención y
fijádose en su memoria en el momento de salir de la estación, es decir, en un
instante en que se sentía víctima de una inquietud dolorosísima.
Avanzaba mirando a su derecha con una especie de angustia mixta, de una
impaciencia y un desasosiego que hacían latir con fuerza su corazón. ¡Pero allí
estaba la tienda! Encontrábase a unos quinientos pasos de distancia de ella
cuando se le ocurrió la idea de volver atrás. Y allí aparecía el objeto de sesenta
kopecs. «Desde luego no puede valer más», se dijo el príncipe al verlo,
rompiendo a reír. Pero era la suya una alegría casi histérica, que le oprimía el
ánimo. Ahora recordaba con mucha claridad que al detenerse allí mismo, poco
antes, habíase vuelto de pronto con la misma impresión que cuando, por la
mañana, sorprendiera, fijos en él, los ojos de Rogochin. Una vez seguro de que
no se había equivocado (aunque ya tenía la íntima certeza de no confundirse),
se apartó del establecimiento. Todo esto exigía ser considerado sin demora; era
evidente que no se había equivocado en la estación, que le había sucedido una
cosa muy real y que aquel incidente se relacionaba con el motivo de su
inquietud anterior. Pero una vez más un invencible sentimiento de desagrado
se adueñó de su alma. Y, sin querer reflexionar en cosa alguna, dirigió sus
pensamientos en otro sentido.
Pensó entonces con suma lucidez en un fenómeno que precedía, entre
otros, a sus ataques epilépticos cuando se producían en estado de vigilia. En medio del abatimiento, melancolía, oscuridad y opresión de ánimo que
experimentaba el enfermo en tales ocasiones, parecía, a trechos, surgir en su
cerebro un rayo de luz y dijérase que todas sus energías vitales se esforzaban
de pronto, trabajando al máximo de intensidad. La sensación de vivir, la
conciencia de sí mismo, casi se decuplicaban en aquellos instantes fugaces
como el relámpago. Una claridad extraordinaria iluminaba su espíritu y su
corazón. Todas las agitaciones se calmaban, todas las dudas y perplejidades se
resolvían a la vez en una armonía suprema, en una tranquilidad serena y
alegre, plenamente racional y justificada. Pero estos momentos radiantes no
eran sino el preludio del instante final, tras el que sobrevenía siempre el
paroxismo. Aquel instante final era inexpresable. Cuando más tarde, vuelto a
la razón, el príncipe reflexionaba en lo sucedido se decía que aquellos
instantes fugaces, donde se manifestaba la más alta e intensa vida, no eran
debidos más que a la enfermedad, a la ruptura de las condiciones normales y,
siendo así, no equivalían a una vida superior, sino a una vida inferior, del
orden más mezquino. Ello, no obstante, no le impedía llegar a esta
extremadamente paradójica conclusión: «¿Y qué, si esto es enfermedad? ¿Qué
importa que se trate de una tensión anormal si su resultado, tal como lo
considero y analizo cuando vuelvo a mi estado corriente, contiene armonía y
belleza en el máximo grado, y si en ese minuto experimento una sensación
inaudita, insospechada hasta entonces, de plenitud, de ritmo, de paz, de éxtasis
devoto que me inmerge en la más alta síntesis de la vida?». Tan vagas
expresiones parecíanle perfectamente comprensibles, aunque poco definidoras.
Que allí existía, en efecto «armonía y belleza», que aquello era realmente «la
más alta síntesis de la vida», era cosa de que no quería ni siquiera dudar, no
admitiendo ni la menor posibilidad de duda. No tenía en aquellos momentos
visiones análogas a los sueños fantásticos del haxix, el vino o el opio, que
destruyen la razón y desvían el alma. De esto podía juzgar con toda lucidez
cuando el ataque había cesado. Para expresar aquellos instantes con pocas
palabras, podía decirse que no se caracterizaban sino por el extraordinario
aumento y agudización de su propio yo íntimo, por la sensación inmediata de
existir en el más amplio sentido de la palabra. Puesto que en aquel segundo,
último momento consciente que precedía al ataque, el enfermo podía pensar
can claridad y conocimiento de causa: «Por este instante vale la pena de dar
toda una vida», era evidente que tal segundo valía toda una vida. Sin embargo,
no insistía en el aspecto dialéctico del asunto, comprendiendo perfectamente
que las palmarias consecuencias de aquellos «minutos supremos» eran la
atonía mental, el oscurecimiento de las facultades, el idiotismo. Sobre eso no
existía discusión posible. Su conclusión, es decir, el juicio que formulaba
sobre aquel minuto contenía de cierto un error; pero la realidad de la sensación
no dejaba de turbarle bastante. Era, sí, una realidad, mas ¿de qué le valía? En
todo caso, la realidad se producía en ocasiones y durante aquel segundo el príncipe debía confesarse que por la felicidad inmensa y plenamente sentida
que comportaba, el instante valía toda una existencia. «En ese momento —
decía una vez a Rogochin cuando se vieron en Moscú—, en ese momento me
parece comprender la extraordinaria frase: Entonces no existirá más el
tiempo». Y añadía, con una sonrisa: «Es sin duda a ese mismo maravilloso
segundo al que aludía el epiléptico Mahoma cuando decía que visitaba todas
las mansiones de Alá en menos tiempo del que necesitaba su odre para
vaciarse de agua». En Moscú había mantenido frecuentes conversaciones con
Rogochin, y no era aquél el único tema que trataban. Y ahora pensó:
«Rogochin ha dicho antes que yo era un hermano para él: lo ha dicho por
primera vez».
Así reflexionaba sentado en un banco, bajo un árbol, en el Jardín de
Verano. Eran las siete poco más o menos. La soledad señoreaba el jardín. La
temperatura bochornosa presagiaba una tormenta lejana. Una sombra nubló el
Sol. La disposición meditabunda en que se hallaba Michkin tenía cierto
encanto para él. Hacía que su espíritu se interesase en todos los objetos
exteriores y esto le complacía… Esforzábase sin cesar en olvidar algo, muy
presente y muy grave; pero a la primera mirada que dirigía en torno volvía a
encontrar sin tardanza su sombrío pensamiento, el pensamiento que hubiera
querido alejar de sí. Recordó que antes, mientras comía, había hablado con el
camarero de la fonda acerca de un extraordinario asesinato que se comentaba
mucho. Y apenas hubo recordado esto, un nuevo fenómeno se produjo en su
interior.
Era un deseo violento, incontrastable; una especie de tentación contra la
que su voluntad carecía de poder. Se levantó, salió del jardín y se encaminó a
la Petersburgskaya. Hacía poco, cerca del Neva, había rogado a un transeúnte
que le indicase por dónde debía ir hacia allá, pero no había seguido aquel
camino. Sabía, además, que era inútil ir aquel día. Tenía la dirección, podía
encontrar con facilidad la residencia de la parienta de Lebediev; pero estaba
casi seguro de que no hallaría en casa a quien buscaba. «Seguramente se habrá
ido a Pavlovsk; de lo contrario, Kolia habría dejado una nota en «Los dos
Platillos», según acordamos». Así, al dirigirse allí no era con esperanza de ver
a Nastasia Filipovna. Otro objeto le impelía: una curiosidad sombría y
punzante. Habíale acudido a la mente una nueva idea.
Le bastaba andar y saber a dónde iba, si bien un minuto más tarde
caminaba ya sin reparar en los lugares que recorría. Cualquier ulterior examen
de su «repentina idea» habíase convertido de pronto para Michkin en tarea
desagradable y casi imposible. Con un doloroso esfuerzo de atención
examinaba cuanto se ofrecía a sus ojos: miraba el cielo, el río. Interpeló a un
niño a quien encontró de camino. Acaso los síntomas epilépticos se
intensificasen cada vez más. Oíanse truenos lejanos; la tormenta que amenazaba acercábase, aunque lentamente. La atmósfera estaba muy
cargada…
Así como a veces nos obsesiona la fatigosa reminiscencia de un motivo
musical, del mismo modo estaba Michkin ahora obsesionado por el recuerdo
del sobrino de Lebediev, a quien viera por la mañana. Por una extraña
asociación de ideas, se representaba al joven con el aspecto del asesino de que
le hablara Lebediev al presentárselo. Michkin había leído muy recientemente
cosas relativas a aquel asesino. Desde su llegada a Rusia solía leer en los
periódicos muchas cosas de aquel género y se informaba de ellas con
asiduidad. La conversación con el camarero de la fonda había versado
precisamente sobre el asesinato de los Jesmarin. Recordaba que el camarero
compartía su propia opinión. Y recordaba igualmente al camarero: no era un
necio, sino un hombre circunspecto y reposado. «Aparte eso, Dios sabe cómo
será. En un país desconocido, es difícil descifrar el modo de ser de la gente».
Y, sin embargo, comenzaba a tener apasionada fe en el alma rusa. Durante
aquellos seis meses había hecho descubrimientos que constituían para él
sorpresas inauditas. Pero el alma de los demás es un misterio, y en
consecuencia, el alma rusa se le aparecía llena de tinieblas. Así por ejemplo,
trataba hacía tiempo a Rogochin. Y, esto aparte, ¡qué caos, qué absurdidad,
qué cosas tan desagradables a veces en todo aquello! ¡Y qué repulsivo y
satisfecho de sí mismo aquel truhan del sobrino de Lebediev! Michkin
reaccionó contra sus fantasías: «¿En qué pienso? ¿Acaso es el autor del
crimen? ¿Acaso asesinó a esas seis personas? ¡Qué raro, me parece que me
confundo! Se me va la cabeza… ¡Y qué rostro tan simpático y encantador el
de la hija mayor de Lebediev, aquella que tenía un niño en brazos! ¡Qué
fisonomía tan inocente, casi infantil! Es extraño que no haya recordado antes
aquella cara: se me había borrado en la memoria. Pero lo positivo, lo tan
seguro como que dos y dos son cuatro, es que Lebediev adora a su sobrino».
¿Por qué juzgaba tan a la ligera a aquellas gentes? ¿Podía pronunciarse así
tras una sola y primera vista? Lebediev, hoy, le había mostrado un enigma.
¿Cabía esperar un alma semejante en Lebediev? ¿Conocía antes a Lebediev
bajo aquel aspecto? ¡Señor! ¡Lebediev y la condesa Du Barry! ¡Qué cosas! Si
Rogochin matase a alguien, su crimen al menos no sería una cosa tan
monstruosa; no se vería en él tal caos, tanta insensatez. Un arma de modelo
especial encargada al efecto y el asesinato de seis personas perpetrado en
estado de completo delirio… ¿Tendría Rogochin algún arma encargada
también con arreglo a un modelo especial? Pero, ¿tal vez era inevitable y se
sabía de cierto que Rogochin fuera a cometer un asesinato? «¿No es un crimen
y una villanía por mi parte pensar con esta cínica franqueza en semejante
posibilidad?», díjose Michkin con un sobresalto. Y el rubor de la vergüenza
sonrojó su semblante. Permaneció estupefacto, inmóvil, como clavado en el
suelo. Todo le acudió a la vez a la memoria: los dos incidentes sobrevenidos antes, el uno en la estación de Pavlovsk, el otro en aquella a que había llegado
por la mañana; la pregunta que le había dirigido Rogochin sobre los «ojos»; la
cruz de Rogochin que llevaba al cuello; la bendición que Rogochin pidió a su
madre para él, y, en fin, aquel vehemente abrazo en la escalera, aquella
suprema abnegación… Y, tras todo esto, Michkin se había sorprendido
buscando no sabía qué en torno suyo, le habían preocupado una tienda, y un
objeto de un escaparate… ¡Qué mezquino todo ello! Y al cabo andaba ahora
con un «fin particular», con una «idea súbita». Sintiéndose colmado de
desesperación y angustia, quiso regresar inmediatamente sobre sus pasos; pero
un minuto después se paró, reflexionó y rehízo su camino en la dirección de
antes.
Estaba ya en la Petersburgskaya y se encontraba cerca de la casa que
quería buscar. Pero ahora no se aproximaba a ella con el mismo objeto que
hacía poco, esto es, con un «fin particular». ¿Cómo había podido suceder así?
Sí: era indiscutible que su dolencia volvía; acaso sufriese un ataque antes de
que el día concluyera. Era la inminencia del ataque lo que producía aquella
«idea», aquel eclipse intelectual. Ahora las tinieblas se disipaban, el demonio
era expulsado, las dudas no existían, el júbilo desbordaba en su corazón. No la
había visto hacía mucho: necesitaba verla. Hubiera deseado encontrar a
Rogochin, tomarle del brazo y visitarla juntos. ¿Acaso Michkin era rival de
Rogochin? No: su corazón se mantenía puro. Mañana iría a decir a Rogochin
que la había visto; era cierto que había volado a San Petersburgo sólo para
verla como decía Rogochin. Quizá la encontrase; no era seguro del todo que
estuviese en Pavlovsk…
Urgía concretar con claridad las situaciones respectivas de Rogochin y
suya, dejar de tener misterios el uno para el otro, prescindir de abnegaciones
sombrías y apasionadas, como la de Rogochin poco antes; hacerlo todo a la luz
del día, claramente… ¿No podía el alma de Rogochin soportar la luz?
Rogochin afirmaba que no quería a Nastasia Filipovna como Michkin, que no
sentía por ella ninguna piedad, «ninguna compasión semejante». Cierto que a
continuación había añadido: «Acaso tu compasión sea más fuerte aún que mi
amor». Parfen Semenovich se calumniaba, sin duda. ¡Hum! Rogochin se había
entregado a la lectura: ¿tal vez no era eso «compasión» también, o, al menos,
un principio de «compasión»? La mera presencia de aquel libro, ¿no
demostraba que Parfen Semenovich sabía muy bien lo que él era con respecto
a ella? ¿Y su relato de antes? Allí existía ciertamente algo más que un arrebato
pasional. Y, en fin, ¿acaso el rostro de Nastasia Filipovna no estimulaba otros
sentimientos a más del de la pasión? ¿Podía siquiera inspirar pasión ahora?
Aquella fisonomía provocaba una impresión de sufrimiento, prendía el alma
en su encanto, hacía que… Y un recuerdo doloroso, punzante, traspasó de
súbito el corazón del príncipe. Sí: punzante. Recordó cómo había sufrido cuando, últimamente, creyó ver
en ella síntomas de locura. Entonces se sintió casi desesperado. ¿Cómo le
había permitido marchar el día que ella le abandonó para refugiarse al lado de
Rogochin? Debiera haber corrido en persona tras ella, en vez de esperar que se
le diesen noticias de la fugitiva. Pero, ¿era posible que Rogochin no hubiese
notado que la joven estaba loca? Rogochin explicaba todo por otras causas,
por una supuesta pasión… Y luego, aquellos celos insensatos… ¿Qué
significaba el proyecto del que había hablado antes? ¿Qué había querido
decir? Michkin enrojeció súbitamente y un temblor agitó su corazón.
Después de todo, ¿de qué servía pensar en todo aquello? La demencia
existía por ambas partes. Un amor apasionado del príncipe hacia aquella mujer
resultaba casi inconcebible, sería algo lindero con lo inhumano, con lo
bárbaro. Sí, sí… Rogochin se calumniaba: tenía en realidad un gran corazón,
capaz de sufrir y de compadecer. Cuando supiese toda la verdad, cuando
comprendiera lo digna de lástima que era aquella mujer destrozada, demente,
¿no le perdonaría todo el pasado, todo lo que ella le había hecho sufrir? ¿No se
convertiría en su servidor y hermano, en su amigo y su providencia? Y esa
compasión sería para Rogochin la escuela que le permitiera formarse. La
compasión es la principal y acaso la única ley de la existencia humana. ¡Qué
imperdonable culpa había cometido con Rogochin, qué vilmente injusto había
sido con él! Michkin se repetía que no era el alma rusa la que estaba «llena de
tinieblas», sino que era la suya la tenebrosa, puesto que pudo imaginar tal
abominación. Por unas simples palabras afectuosas y cordiales dichas en
Moscú, Rogochin le llamaba su hermano y, en cambio, él… Pero todo era
efecto de la enfermedad, de un delirio, y todo iba a disiparse. ¡Con qué
sombrío abatimiento dijo Rogochin que estaba perdiendo la fe! Aquel hombre
debía de sufrir cruelmente. Confesaba que le placía contemplar el cuadro de
Holbein, y aunque no lo miraba de buen grado, sentía, de todos modos, la
precisión de mirarlo. Rogochin no era solamente un alma apasionada, sino un
luchador que quería recuperar a viva fuerza la fe perdida, aquella fe cuya falta
le producía un tormento insufrible. ¡Oh, creer en algo, creer en alguien! ¡Y qué
extraordinario aquel cuadro de Holbein! ¡Ah, la calle! Y el número 16: «casa
de la viuda del secretario del colegio Filisov». Allí debía de ser.
El príncipe llamó y preguntó por Nastasia Filipovna.
La dueña de la casa contestóle personalmente que Nastasia Filipovna había
salido por la mañana para dirigirse a Pavlovsk, donde pensaba pasar algunos
días con Daría Alexievna. La señora Filisova era una mujercita menuda, de
unos cuarenta años, de ojos penetrantes y rostro agudo, de tímida y
escudriñadora expresión. Preguntó el nombre del visitante, con cierta
intencionado aire de misterio. Al principio Michkin no quiso darlo, pero luego
rectificó, insistiendo vivamente en que se mencionase su visita a Nastasia Filipovna. Aquella insistencia atrajo la atención de la señora Filisova, quien
exteriorizó en su semblante una idea que parecía querer manifestar: «No se
preocupe; le comprendo bien». Era evidente que el nombre del príncipe le
había causado una viva impresión. El visitante la contempló, distraído, por un
momento, y luego regresó al hotel. Pero cuando salió de casa de la Filisova no
era el mismo que había llamado a la puerta. Se había operado en él un cambio
extraordinario e instantáneo. Otra vez andaba lento, pálido, débil, agitado,
pleno de congoja. Sus rodillas temblaban y una vaga sonrisa contraía sus
labios lívidos. Su «idea súbita» se había confirmado y justificado de repente.
Michkin volvía a creer en su demonio.
Aunque, ¿por qué, después de todo, estaba confirmada y justificada? ¿De
qué provenían aquel temblor, aquel sudor frío y aquella glacial oscuridad de su
alma? ¿De que poco antes había vuelto a ver aquellos «ojos»? ¡Pero si había
salido del Jardín de Verano exclusivamente para verlos! Ésa había sido su
«idea súbita». Sí: estaba absolutamente seguro de que allí, cerca de esta casa,
encontraría los «ojos de antes». Ése era el deseo febril que le había llevado a
realizar aquella marcha, y, puesto que esperaba ver los ojos, ¿por qué su
presencia le había trastornado hasta ese punto? Sí: ahora no cabía dudar de que
eran los mismos que por la mañana, entre la multitud, le habían dirigido una
mirada llameante en el momento en que se apeaba del tren en Moscú, los
mismos, sin duda los mismos que, horas más tarde, en casa de Rogochin,
sorprendiera fijos en él a espaldas suyas. Cierto que Rogochin había negado,
preguntando a la vez que crispaba el rostro en una forzada sonrisa: «¿A quién
pertenecían esos ojos?». Y hacía poco, en la estación de Tzarskoie Selo,
cuando Michkin estaba a punto de subir al tren y dirigirse en busca de Aglaya,
había vuelto a ver de repente aquellos ojos, por tercera vez en el curso del día,
y entonces había sentido vivos deseos de acercarse a Rogochin y decirle a
quién pertenecían los ojos en realidad. Pero había huido, confuso y turbado, de
la estación, sin lograr recobrar el ánimo hasta delante del escaparate de una
cuchillería, donde había valorado mentalmente en sesenta kopecs el coste de
un cuchillo con mango de cuerno de ciervo. Un demonio extraño, espantable,
se había asido a él definitivamente y no abandonaba su ánimo. Mientras el
príncipe meditaba, sentado a la sombra de un tilo en el Jardín de Verano, aquel
demonio, le había insinuado, muy quedo: «Puesto que Rogochin se obstina en
seguirte desde la mañana, espiando cada uno de tus pasos, es seguro que, al
ver que no tomas el tren de Pavlovsk (lo que habrá sido un golpe terrible para
él) no dejará de dirigirse allí, a esa casa de la Petersburgskaya, y vigilará si
llegas tú, tú que esta mañana misma le has dado palabra de honor de no ver
más a Nastasia Filipovna, y le has dicho que no habías venido a San
Petersburgo por eso». Luego Michkin se había dirigido a casa de la Filisova.
¿Qué de extraño, pues, que hubiese encontrado allí a Rogochin? No había
visto sino a un hombre desgraciado, muy sombrío, sí, pero cuyo estado de ánimo era fácil de comprender. Además, aquel desgraciado no se ocultaba ya.
Cierto que antes había mentido, pero en la estación de Tzarskoie Selo apenas
se había preocupado de ocultar su presencia. Si alguno de los dos trató de
esquivarse, fue más bien Michkin que Rogochin. Y ahora, junto a la casa, el
último permanecía cerca de ésta, en pie en la acera de enfrente, con los brazos
cruzados. Era imposible no verle y parecía haberse colocado adrede así.
Estaba allí como un acusador, como un juez, y no como…
¿Y no como qué? ¿Por qué causa, cuando Michkin le miró, se apartó como
si no le viese, aunque los ojos de los dos se habían encontrado? Porque se
habían encontrado, e incluso cambiado una mirada. ¿No se proponía Michkin
muy poco antes coger el brazo a Rogochin y subir a visitar, juntos, a Nastasia
Filipovna? ¿No se proponía ir al día siguiente a decir a su amigo que había
estado en casa de ella? ¿Quizá a mitad de camino de su objetivo no había
logrado triunfar de su demonio y sentido una repentina alegría que inundaba
de gozo su alma? ¿O había realmente en el conjunto de los actos verificados
aquel día por Rogochin, en el total de sus palabras, miradas y movimientos,
algo que justificase los horribles presentimientos de Michkin y las odiosas
insinuaciones de su demonio? ¿Existía en todo ello ese no se sabe qué que
salta a la vista, pero que es difícil de analizar y expresar: esa sensación de la
que no cabe hacerse idea exacta y que, sin embargo, impresiona hasta el punto
de determinar la convicción?
Pero ¿qué convicción? ¡Cuánto hacía sufrir al príncipe la monstruosidad de
aquella convicción y qué reproches se dirigía a sí mismo al experimentarla! Se
repetía sin cesar: «Ea, di, si te atreves, en qué consiste esa certeza que sientes,
formula todo tu pensamiento, ten el valor de expresarte netamente y con
claridad, sin rodeos». Y sonrojado por la vergüenza, airado contra sí mismo,
continuaba: «¿Cómo podré desde ahora mirar a la cara de ese hombre? ¡Oh,
qué día, Dios mío! ¡Qué pesadilla!».
Así se lamentaba Michkin mientras volvía de la Petersburgskaya. Al llegar
al término de aquel largo y penoso camino, experimentó de pronto un
imperioso deseo: el de ir sin dilación a casa de Rogochin, esperar su vuelta,
abrazarle cuando entrase, decírselo todo, entre turbadas lágrimas, terminar
aquello… Pero ya estaba al lado del hotel… ¡Cuánto le habían desagradado
aquel hotel, sus pasillos, su alcoba, toda la casa! Ya a la primera ojeada sintió
antipatía por el conjunto y varias veces, durante el día, hubo de pensar con
contrariedad en la necesidad de volver allí por la noche. «¡Vamos, vamos! —
dijo para sí—. Parezco hoy una mujer nerviosa. Creo en toda clase de
presentimientos» Mientras se burlaba de sí mismo en esta forma, se detuvo a
la puerta del hotel.
Entre los hechos del día figuraba uno que se había grabado en su espíritu
más que todos los otros, aunque ahora ya lo mirase a sangre fría, en la plenitud de su buen sentido y no bajo el influjo de un sueño desvariado. Acababa de
recordar de pronto el cuchillo que viera por la mañana en la mesa de
Rogochin. «Mas, ¿por qué no ha de poder Rogochin tener en su mesa todos los
cuchillos que le plazca?», se dijo el príncipe, muy maravillado de sus
sospechas. Igual impresión experimentó al pensar en cuando se había detenido
ante el escaparate de la cuchillería. «¿Qué relación puede haber…?», comenzó
a razonar mentalmente. Pero no concluyó el pensamiento. Sofocado de
vergüenza, sintiéndose al borde de la desesperación, permaneció inmóvil en el
lugar en donde se hallaba, junto a la puerta. Esto sucede a veces a los seres
humanos: un recuerdo insoportable —sobre todo si es humillante— paraliza,
cuando despierta, la actividad física de los individuos. «Soy un hombre sin
corazón y un cobarde», se dijo, irritado.
Hizo un movimiento para entrar, pero tornó a detenerse. En el amplio
zaguán, nunca muy claro, reinaba ahora una oscuridad profunda. En el preciso
momento en que Michkin llegaba al hotel, la nube de tormenta que cubría el
cielo se había resuelto en una lluvia torrencial. Cuando el joven, tras aquel
minuto de inmovilidad, quiso abandonar el sitio en que se había parado, vio de
pronto, en la penumbra, la figura de un hombre que se hallaba en el portal,
junto al arranque de la escalera. Aquel hombre, que parecía esperar alguna
cosa, desapareció inmediatamente. El príncipe no tuvo tiempo de examinarle y
no hubiera podido decir con seguridad quién era. Además, en un hotel hay
siempre un vaivén continuo de gentes que entran y salen. Y, con todo, quedó
persuadido, de que aquel hombre era Rogochin. Al cabo de un momento,
Michkin, con el corazón desfalleciente, se precipitó tras él escalera arriba:
«Todo va a aclararse ahora», pensaba.
El tramo de escalones que subía a buen paso conducía a los corredores de
los pisos primero y segundo, a lo largo de los cuales se alineaban las
habitaciones del hotel. Como en todas las casas viejas, la escalera, angosta y
oscura, era de piedra y giraba en torno a una gruesa columna, de piedra
también. Al nivel del primer piso, aquella columna presentaba un entrante,
especie de nicho de medio metro escaso de anchura y de una profundidad que
podía alcanzar hasta un cuarto de metro. Allí podía introducirse fácilmente un
hombre. A pesar de la oscuridad, el príncipe, al llegar al rellano, notó una
sombra en el nicho. Se propuso pasar a su lado sin mirar a la derecha, pero,
después de dar un paso, no supo contenerse y volvió la cabeza.
Su mirada captó en el acto los mismos ojos de antes. El hombre oculto
adelantó un paso fuera del nicho. Por un segundo ambos permanecieron frente
a frente, tan próximos que casi se tocaban. De improviso Michkin asió a
Rogochin por los hombros y le empujó hacia la escalera, para examinar mejor
sus facciones.
En los ojos de Rogochin se encendió una luz siniestra, mientras una rabia contenida se exteriorizaba en su rostro desfigurado por una espantosa sonrisa.
Su mano derecha se alzó blandiendo un objeto que brillaba en la oscuridad.
Michkin no pensó siquiera en detener la mano que le acometía. Más tarde sólo
creyó recordar haber exclamado:
—Nunca hubiese podido creer esto en ti, Parfen Semenovich.
Luego le pareció ver abrirse ante él una perspectiva indefinible y una
intensa luz interior alumbró su alma.
Aquello no duró acaso ni medio segundo, pero, sin embargo, Michkin
conservó después la memoria, muy nítida, del comienzo del ataque, de los
primeros gritos que se escaparon, espontáneos, de su boca, y que todos sus
esfuerzos mentales no lograron reprimir. Y en seguida la conciencia de sí
mismo se desvaneció, sucediéndola una completa tiniebla.
Era un acceso epiléptico, el primero que sufría desde hacía mucho. Sabido
es lo súbitamente que se producen los ataques de esa enfermedad. En un abrir
y cerrar de ojos el rostro se descompone de un modo horrible, y la alteración
de la mirada resulta espantosa. Las convulsiones que agitan el cuerpo del
enfermo crispan todos los músculos de su cara. De su pecho brotan gritos
terribles, inimaginables, sin comparación con cosa alguna, gritos que no
parecen humanos. Al oírlos parece increíble que los profiera el paciente, más
bien se creería que hay en su interior otro ser que es el verdadero vociferante.
Tal es, al menos, la impresión que han descrito numerosas personas testigos de
crisis epilépticas. En resumen, hay mucha gente que siente un terror indecible,
insoportable, casi supersticioso, ante un atacado de epilepsia.
Fue sin duda aquella impresión de espanto, unida a la otra sensación del
momento, la que detuvo en seco el brazo de Rogochin, ya alzado sobre el
príncipe, este se desplomó de espaldas y rodó a lo largo de la escalera,
golpeándose la nuca al caer contra los peldaños pétreos. Rogochin, sin
comprender todavía lo que acababa de ocurrir, bajó los escalones de cuatro en
cuatro y, una vez abajo, pasando al lado de la postrada figura, salió del hotel
como loco, inconsciente de lo que hacía.
El cuerpo del enfermo, agitado por violentas convulsiones, había rodado
hasta el pie de la escalera, que contaba desde el primer piso unos quince
peldaños. Cinco minutos después, viendo al príncipe en el suelo, se formó un
grupo en torno a él. Como la cabeza estaba herida y sangraba copiosamente, se
dudó al principio de si se trataba de un accidente o de un crimen. Pero algunos
adivinaron en breve que se hallaban ante un caso de epilepsia, y una de las
personas de la casa reconoció al herido como a un viajero llegado por la
mañana al hotel.
Al fin, una circunstancia afortunada hizo que se aclarara todo lo ocurrido. Kolia, que prometiera estar en «Los Dos Platillos» a las tres, en vez de
hacerlo así se había dirigido a Pavlovsk, pero no aceptó la invitación de la
generala Epanchina para que se quedase a comer y de vuelta a San Petersburgo
se apresuró a ir a «Los Dos Platillos», donde llegó hacia las siete de la tarde.
Averiguando por la nota del príncipe que éste había llegado a la ciudad, se
apresuró a encaminarse a la dirección que le daba. Cuando le dijeron que
Michkin había salido, Kolia bajó al salón de la fonda y esperó la vuelta de su
amigo tomando té y oyendo tocar el órgano. En esto, oyendo hablar
casualmente de un accidente sufrido por un viajero, se dirigió al vestíbulo
movido por un presentimiento, y reconoció a Michkin. En el acto se adoptaron
las medidas necesarias, empezando por la de transportar al herido a su
habitación. Michkin volvió pronto de su desmayo, pero transcurrió bastante
tiempo antes de que recobrase el conocimiento del todo. El médico llamado
para examinar las heridas de la cabeza declaró que eran meras contusiones
leves. Una hora después, Michkin comenzó a darse cuenta bastante clara de lo
sucedido. Kolia le hizo subir a un coche y le condujo a casa de Lebediev. El
funcionario recibió a Michkin con muchas reverencias y manifestaciones de
afecto. En atención a él activó los preparativos de marcha, y, dos días más
tarde, Michkin y todos los Lebediev se fueron a Pavlovsk.
VI
La casa que Lebediev ocupaba en Pavlovsk no era muy grande, pero sí
linda y cómoda. La parte destinada a alquiler había sido recientemente
decorada. En la terraza, bastante amplia, que se extendía ante el edificio, había
varios naranjos, limoneros y jazmines plantados en grandes macetas de
madera verde, que, en opinión de Lebediev, daban al lugar un aspecto
fascinador. Algunas de las macetas estaban ya en la terraza cuando él adquirió
la casa y, encantado del efecto que producían, se apresuró a comprar otras del
mismo estilo para unirlas a las primeras. Una vez colocadas todas en su debido
lugar, Lebediev salió repetidamente a la calle para apreciar la vista que
ofrecían, y a cada salida resolvía para sí aumentar la suma que pensaba pedir
al futuro inquilino.
Michkin, que se sentía extenuado física y moralmente, quedó muy
satisfecho de la casita. La mañana del día de la marcha a Pavlovsk había
recuperado ya su aspecto de salud, aunque en su interior se hallaba bastante
deprimido. Cuantos rostros le rodeaban desde hacía tres días le causaban una
impresión agradable. Placíale ver, no sólo a Kolia, su compañero inseparable,
sino a toda la familia de Lebediev, salvo el sobrino —que había desaparecido
de la casa— y al propio Lebediev. Y también le satisfizo recibir, antes de su marcha de San Petersburgo, la visita del general Ivolguin. En la tarde de la
llegada a Pavlovsk varias personas se reunieron en la terraza de la casita para
ver al príncipe. Gania fue el primero en acudir. Tan cambiado y enflaquecido
estaba el joven, que a Michkin le costó trabajo reconocerle. Luego aparecieron
Varia y Ptitzin, quienes veraneaban en la población. En cuanto al general
Ivolguin, no se separaba casi nunca de Lebediev y se había trasladado
definitivamente a Pavlovsk, a lo que parecía. Lebediev se esforzaba en
mantenerle separado de Michkin, procurando estar con él lo más que le era
dable. El funcionario hablaba al general como un íntimo amigo; dijérase que
su mutuo conocimiento databa de mucho tiempo atrás. El príncipe observó en
aquellos tres días que Ivolguin y Lebediev solían conversar mucho. Oíaseles
gritar y discutir. Incluso trataban en ocasiones de asuntos científicos, lo que
complacía sobre manera a Lebediev. Éste parecía no poder pasarse sin el
general. Lebediev luchaba, no sólo para tener al general apartado del príncipe,
sino para apartar también a su propia familia. So pretexto de que Michkin
necesitaba reposo, había establecido en torno, suyo un auténtico cordón
sanitario. En vano protestaba Michkin contra aquel exceso de precauciones.
Lebediev golpeaba el suelo con el pie, increpaba a sus hijas y hacía alejarse a
todas, sin exceptuar a Vera, tan pronto como insinuaba el menor movimiento
para acercarse a la terraza donde estaba Michkin.
—En primer lugar, no le tendrían respeto si se les dejase libertad, y además
el hacerlo sería también inconveniente para ellas —concluyó declarando en
respuesta a una pregunta franca de Michkin.
—¿Por qué? —replicó el último—. Esta vigilancia de usted me fatiga… Ya
le he dicho varias veces que me aburro de estar solo. Y me disgusta verle
agitando siempre las manos y andando constantemente de puntillas en torno
mío.
El caso era que Lebediev, tan preocupado de proteger contra todos los
demás la tranquilidad del príncipe, no cesaba por su parte de acercarse a él.
Generalmente comenzaba por entreabrir la puerta, introducía la cabeza por la
rendija y examinaba la habitación como para cerciorarse de que el príncipe no
había huido de allí. Luego, andando sobre las puntas de los pies, Lebediev se
aproximaba, sigiloso, al sillón de su inquilino, produciéndole a veces
verdaderos sobresaltos. Preguntábale, solícito, si necesitaba algo, y cuando
Michkin, cansado, le pedía que le dejase en paz, el funcionario obedecía en
silencio, giraba sobre sus talones y mientras se dirigía a paso de gato hacia la
puerta, ejecutaba ademanes como si indicara que su visita no tenía causa
importante, que no hablaría más ni tornaría en largo tiempo. Lo cual no le
impedía volver a los diez o quince minutos. Kolia poseía libre acceso a todas
horas a la habitación de Michkin, y ello desesperaba a Lebediev, excitándole
hasta la ira. Cuando los dos amigos hablaban, el funcionario pasaba a veces hasta media hora junto a la puerta, escuchándoles. Kolia lo observó y, como
era natural, lo participó al príncipe.
—¿Se considera usted mi tutor para guardarme bajo llave y cerrojo? —
preguntó entonces Michkin a Lebediev—. En todo caso, deseo vivir aquí de
otra manera. Le advierto que me propongo moverme cuanto se me antoje y
recibir a quien me plazca.
—Sin duda, sin duda —repuso Lebediev, agitando vivamente los brazos.
El príncipe le miró de pies a cabeza.
—¿Ha traído usted aquel estante pequeño que tenía a la cabecera en su
casa de la capital, Lukian Timofeievich?
—No; lo he dejado allí.
—¡Parece mentira!
—No se puede quitar. Habría que hacer una brecha en la pared.
—Pero, ¿no tiene aquí otra cosa parecida?
—La tengo mejor, mucho mejor. Por ello me decidí a adquirir esta casa.
—¡Ah! Y, dígame: ¿quién era el visitante que me buscaba hace una hora y
a quien usted negó la entrada?
—Era… el general. Es cierto que no le he dejado pasar. No necesitaba
verle para nada práctico. Yo, príncipe, estimo mucho al general… Es un… un
gran hombre, ¿no le parece? Sí, sí, pero… sin embargo… En fin, vale más que
no le reciba usted, príncipe.
—Permítame que le pregunte el motivo. Y además, ¿por qué se acerca
constantemente a mí andando de puntillas, con aire de misterio, como si
quisiera decirme algún secreto al oído?
—Soy un ser abyecto, lo reconozco. ¡Abyecto! —dijo insólitamente
Lebediev, golpeándose el pecho, con mucha aflicción—. Pero, ¿no le parece,
príncipe, que el general sería demasiado… hospitalario para usted?
—¿Hospitalario?
—Sí. En primer lugar, quiso vivir en mi casa. Pase. Pero luego ha tratado
de introducirse en la familia. Hemos considerado ya varias veces nuestros
parentescos respectivos y ha resultado en limpio que somos parientes en virtud
de lejanos enlaces matrimoniales. Parece que también es usted primo segundo
suyo, por parte de madre, de modo que, si es usted su primo, ilustre príncipe,
de ello se desprende que usted y yo somos parientes. Pasemos por esto, que es,
al fin y al cabo, una pequeña debilidad. Pero figúrese que hace poco el general
me aseguraba que, desde su nombramiento de alférez hasta el 11 de junio del año último, sentaba todos los días a su mesa doscientos convidados por lo
menos. Finalmente me ha dicho que de esa mesa nunca se levantaba nadie en
todo el día, sino que allí se dormía, se cenaba y se tomaba el té durante quince
horas consecutivas, lo que persistió treinta años seguidos sin la menor
interrupción, de tal modo que apenas quedaba tiempo sino de cambiar los
manteles. Cuando se iba un invitado le reemplazaba otro inmediatamente. Los
días de fiesta el general tenía a su mesa trescientos invitados y, cuando se
celebró el milenario de la fundación del Imperio ruso, llegaron a setecientos.
Cuando se oyen cosas así, se comprende que eso es una manía suya, y una
manía de muy mal agüero. Tener en casa personas tan hospitalarias no es
conveniente, y de aquí que yo me preguntase si el general no sería demasiado
hospitalario para usted y para mí.
—¡Pero si, según creo, mantiene usted con él excelentes relaciones!
—Relaciones fraternales, cierto. Pero las tomo a beneficio de inventario.
No me importa que él y yo seamos parientes políticos; incluso ello constituye
un honor para mí. Y yo, a pesar de las doscientas personas y el milenario del
Imperio ruso, considero al general como un hombre muy notable. Hablo con
sinceridad. Hace poco, príncipe, me decía usted que yo me acercaba a usted
con aire de querer contarle un secreto… Pues bien, tengo uno, en efecto, que
comunicarle. Cierta persona me ha hecho saber que desearía mantener con
usted una entrevista a solas.
—¿Por qué a solas? De ningún modo. Iré yo a su casa quizá hoy mismo.
—Nada de eso, nada de eso —contestó Lebediev agitando las manos—. Si
ella tiene miedo no es a lo que usted cree. A propósito: ¿sabe usted que aquel
monstruo viene a informarse diariamente de su salud, príncipe?
—Siempre le llama usted monstruo, y eso me resulta sospechoso.
—No debe usted tener sospecha alguna —repuso prontamente Lebediev—.
Sólo quería decirle que la persona que usted sabe no tiene miedo alguno a ese
hombre, sino que su temor es muy distinto, muy distinto…
—Pero, ¿qué teme entonces? ¡Dígalo de una vez! —exclamó el príncipe,
con impaciencia, viendo los misteriosos ademanes de su interlocutor.
—En eso precisamente consiste el secreto. Y Lebediev sonrió.
—¿Qué secreto?
—El de usted. Usted me ha prohibido, ilustre príncipe, hablar antes de…
—y, satisfecho de haber excitado sumamente la curiosidad de Michkin, acabó
con decisión—: resumen, tiene miedo de Aglaya Ivanovna.
El príncipe arrugó el entrecejo y calló durante unos instantes. —Veo, Lebediev —dijo, al cabo—, que habré de concluir por irme de su
casa. Y ¿dónde están Gabriel Ardalionovich y los Ptitzin? ¿Les ha prohibido
entrar también?
—Ahora vienen, ahora… Incluso dejaré pasar al general. Abriré todas las
puertas y haré entrar a todas mis hijas, a todas… En seguida, en seguida… —
dijo Lebediev, asustado, en voz baja.
Y corrió de una puerta a otra, con agitados ademanes.
En aquel momento apareció Kolia en la terraza. Venía de la calle, trayendo
la noticia de que Lisaveta Prokofievna y sus tres hijas le seguían.
Lebediev, impresionado por esta novedad, se acercó vivamente a Michkin.
—¿Hago pasar a Gabriel Ardalionovich y a los Ptitzin? ¿Hago pasar al
general?
—¿Por qué no? ¡Qué pasen cuantos quieran verme! Le aseguro, Lebediev,
que padece usted un error continuo. Desde el primer momento ha interpretado
mal mi posición. No tengo el menor motivo para ocultarme de nadie —
aseguró Michkin jovialmente.
Viéndole reír, Lebediev creyó oportuno hacerle coro. El funcionario,
aunque seguía mostrándose muy agitado, experimentaba una visible
satisfacción.
Kolia no mentía. Las Epanchinas se presentaron a los pocos instantes.
Mientras se acercaban a la terraza, aparecieron otros visitantes, que ya estaban
en la casa, pero habían sido retenidos hasta entonces en las habitaciones de
Lebediev. Eran los Ptitzin, Gania y Ardalión Alejandrovich.
Las Epanchinas acababan de saber por Kolia la enfermedad del príncipe y
su viaje a Pavlovsk. Hasta entonces la generala había permanecido en un
estado de penosa incertidumbre. La antevíspera, Ivan Fedorovich comunicó a
su familia que el príncipe le había dejado tarjeta. Al saberlo, Lisaveta
Prokofievna se persuadió firmemente de que Michkin iría a visitarlas a
Pavlovsk sin demora. Las jóvenes se apresuraron a objetar que no había por
qué concebir interés semejante en un hombre que no escribía hacía seis meses,
y que acaso sólo hubiese ido a San Petersburgo por asuntos propios, pero tales
observaciones sólo sirvieron para irritar a su madre, quien afirmaba que el
príncipe se presentaría al día siguiente «a más tardar». Y al día siguiente
esperó por la mañana, durante la comida y hasta por la tarde, y cuando la
noche llegó, Lisaveta Prokofievna, encolerizada, comenzó a querellarse con
toda la casa, sin insinuar, naturalmente, una sola palabra sobre el verdadero
motivo de su mal humor. Durante el día inmediato guardó idéntico silencio
acerca de Michkin. En el curso de la comida una palabra imprudente de Aglaya motivó un minúsculo incidente.
—Mamá está incomodada porque el príncipe no viene —había dicho de
pronto la joven.
Y, contestando el general que no era suya la culpa, Lisaveta Prokofievna se
puso en pie y salió del comedor, furiosa.
Por la tarde llegó Kolia contando lo sucedido al príncipe. La generala
triunfaba; pero, con todo, Kolia recibió una fuerte recriminación:
—Este chico pasa aquí días enteros, no podemos nunca vernos libres de él
y cuando hace falta que venga, no viene. Si no quería molestarse, bien podía
habernos enviado aviso.
Kolia se hubiese indignado de buena gana al oír que «no podían verse
nunca libres de él», pero resolvió aplazar su enojo para mejor ocasión. Y, de
no ser tan ofensiva la frase, incluso le hubiera agradado, a causa de lo mucho
que le placía ver la agitación e inquietud que causaba en la generala la
enfermedad de Michkin. Lisaveta Prokofievna insistió enérgicamente en la
necesidad de enviar un propio a San Petersburgo, para hacer acudir una
celebridad médica de primera fila. Sus hijas la disuadieron de tal propósito,
pero, sin embargo, resolvieron acompañar a su madre cuando ésta manifestó
su intención de visitar al paciente.
—Está en su lecho de muerte —dijo Lisaveta Prokofievna, muy excitada
—. ¿Vamos, pues, a andarnos ahora con cumplidos? ¿Acaso no es un amigo de
la familia?
—Pero antes quizá conviniera explorar el terreno —sugirió Aglaya.
—No hay por qué. Además, tú puedes quedarte aquí. Precisamente es fácil
que venga Eugenio Pavlovich y no habrá nadie para recibirle…
Como es natural, Aglaya, oyendo estas palabras, se apresuró a unirse a su
madre y hermanas, como había deseado desde el primer momento. El príncipe
Ch., que había acudido a visitar a Adelaida, consintió en acompañar a las
señoras. A partir del primer día en su trato con las Epanchinas había oído
hablar de Michkin y lo que se decía de éste le había interesado mucho. Resultó
que él mismo le conocía, porque tres meses antes se habían encontrado en una
pequeña ciudad de provincias y pasado quince días juntos. Ch. contó a las
mujeres diversos detalles sobre el príncipe y en general habló de él en los
términos más favorables. Aceptó, pues, con sincera satisfacción, la propuesta
de hacerle una visita. Ivan Federovich no estaba en Pavlovsk y Eugenio
Pavlovich no había llegado aún.
Entre la casa de las Epanchinas y la de Lebediev no mediaban más de
trescientos pasos. Al entrar en la última, Lisaveta Prokofievna experimentó como primera contrariedad la de hallar a Michkin en numerosa compañía, a
dos o tres miembros de la cual aborrecía de todo corazón. Luego, en vez de
encontrar un moribundo, como esperaba, sorprendióse no poco cuando vio
acercarse a ella un joven sonriente, elegante y, a lo que cabía juzgar a primera
vista, muy sano. La generala quedó atónita, con viva satisfacción de Kolia.
Cierto que éste hubiera podido desengañarla de antemano, pero el malicioso
escolar dejó de hacerlo previendo la cómica indignación que causaría a la
Epanchina ver a Michkin en tan buen estado de salud. Kolia extremó su
indelicadeza hasta jactarse públicamente de su éxito, a fin de concluir de
indignar a la generala, con quien, pese a su buena y mutua amistad, se hallaba
en constante disputa.
—¡Espera, espera un poco, buen mozo! ¡No eches a perder tu triunfo tan
pronto! —le gritó, acomodándose en el sillón que le ofrecía el príncipe.
Lebediev, Ptitzin y Ardalion Alejandrovich se apresuraron a ofrecer
asientos a las muchachas. Lebediev acercó otro al príncipe Ch., inclinándose
profundamente al hacerlo. Varia, como de costumbre, cambió en voz baja
afectuosos saludos con sus tres amigas.
—Verdaderamente, príncipe, creía encontrarte en cama, dado lo muy
aumentadas que el temor me hacía ver las cosas. No quiero ocultarte que, en el
primer momento, tu buen aspecto casi me ha enfurecido; pero ha sido cosa de
un momento, es decir, hasta que tuve tiempo de reflexionar. Cuando
reflexiono, siempre hablo y obro muy inteligentemente. Creo que a ti te pasa
lo mismo. La verdad es que si yo tuviese un hijo enfermo y lo viera curado, no
sentiría más placer que el que siento viéndote curado a ti. Si no lo crees, allá
tú. Pero ese travieso muchacho se pasa la vida gastándome bromas de mal
gusto. Parece que es tu protégé; mas te advierto que el día menos pensado voy
a prescindir del honor y el placer de seguir cultivando más tiempo su amistad.
—¿En qué he faltado yo? —exclamó Kolia—. Si le hubiese dicho que el
príncipe estaba casi restablecido, no me habría hecho caso, puesto que era
mucho más interesante imaginarlo en su lecho de muerte.
—¿Cuánto tiempo piensas pasar aquí? —preguntó la generala a Michkin.
—Todo el verano y acaso más…
—¿Estás solo? ¿O te has casado?
—No; no me he casado —repuso Michkin, sonriendo ante aquella
insinuación, tan ingenuamente formulada.
—¿Por qué sonríes? Casarse es una cosa muy natural… Y ahora dime:
¿por qué no te has instalado con nosotros? Tenemos un pabellón desocupado.
Pero en fin, como quieras… ¿Es ése el dueño de la casa? —preguntó a media voz, señalando con un movimiento de cabeza a Lebediev—. ¿Por qué hace
tantas muecas?
Vera, con la niña en brazos, como siempre, salió de la casa en aquel
momento y se acercó a la terraza. Lebediev giraba en torno a las sillas, sin
saber dónde situarse, pero no se resolvía a irse. Apenas divisó a su hija, se
lanzó hacia ella, agitando los brazos, para alejarla de la terraza En su
azoramiento, incluso se olvidó de golpear el suelo con el pie.
—¿Está loco? —preguntó la generala.
—No; pero…
—Está borracho, ¿verdad? Tus amistades no son muy selectas —añadió
Lisaveta Prokofievna, después de pasear la mirada sobre el resto de los
visitantes—. Y esa muchacha tan bonita, ¿quién es?
—Vera Lukianovna, la hija de Lebediev.
—Es muy linda. Quiero conocerla.
Apenas oyó Lebediev aquellas palabras corrió en busca de su hija para
presentarla a la generala.
—¡Estamos solos, solos! —exclamó en tono patético, aproximándose—. Y
esa niñita que lleva en brazos es huérfana también… Es hermana de Vera, se
llama Lubova y es hija de mi legítimo matrimonio con mi difunta esposa
Elena que murió de sobreparto, hace seis semanas, por designio de Dios…
Sí… Y Vera le sirve de madre, aunque no sea más que su hermana, y nada
más… Nada más, nada más…
—Y tú, padrecito, no eres más que un imbécil, y perdóname. ¡Bien lo
sabes tú mismo! —dijo la generala, profundamente irritada.
Lebediev se inclinó, respetuoso.
—¡Esa es la pura verdad! —repuso con verdadera convicción.
—Perdone, señor Lebediev —intervino Aglaya—. ¿Es cierto que explica
usted el Apocalipsis?
—Desde hace quince años. ¡Es la pura verdad! —He oído hablar de usted.
Creo que incluso le han mencionado los periódicos…
—No; los periódicos hablaron de otro comentarista; pero ése murió hace
tiempo, y ahora yo le substituyo —dijo Lebediev, satisfechísimo.
—Puesto que somos vecinos, tenga usted la bondad de ir un día a casa y
explicarme el Apocalipsis. No entiendo nada de eso…
El general Ivolguin, que se sentaba junto a Aglaya y ardía en vehementes deseos de hablar, interpeló a la joven.
—Permítame advertirle, Aglaya Ivanovna, que todo eso del Apocalipsis es
mero charlatanismo por parte de Lebediev. Sin duda el vivir en el campo
implica ciertas originalidades y entretenimientos, y recibir un intrus tan
extraordinario para hacerle perorar sobre el Apocalipsis es un capricho como
cualquier otro; pero yo… Veo que me mira usted con extrañeza. Tengo el
honor de presentarme a usted: soy el general Ivolguin. La he llevado a usted
en mis brazos, Aglaya Ivanovna.
—Encantada. Ya conozco a Nina Alejandrovna y Bárbara Ardalionovna —
murmuró la joven, esforzándose para no estallar en carcajadas.
Lisaveta Prokofievna enrojeció de indignación. No podía tolerar al general,
a quien tratara en otros tiempos, pero con el que había suspendido toda
relación.
—Mientes como acostumbras, padrecito. ¡Jamás la has llevado en tus
brazos! —dijo al general, con voz enojada.
—Te olvidas, mamá, de que sí me ha llevado en brazos —aseguró Aglaya,
de improviso—. Me acuerdo muy bien. Tenía yo seis años entonces y
habitábamos en Tver. El general me fabricó un arco y una flecha, me enseñó a
manejarlos y maté con ellos un pichón. ¿No se acuerda de aquel pichón que
matamos juntos?
—Y yo recuerdo que a mí me llevó un casco de cartón y una espada de
madera —declaró, risueña, Adelaida.
—Es cierto —afirmó Alejandra—. Las dos reñisteis a propósito del pichón
herido, y se os castigó poniéndoos en un rincón a cada una. Adelaida estuvo de
pie en el suyo sin soltar su casco ni su espada.
Al asegurar a Aglaya que la había llevado en sus brazos, el general no
creyó decir otra cosa que una palabra cualquiera, como pretexto de
conversación; pero esta vez resultó que había dicho la verdad, e incluso una
verdad que él había olvidado. Cuando Aglaya recordó el pichón que mataran
entre los dos, la memoria del general despertó instantáneamente y, como
sucede a menudo a tales edades, todos los detalles del pasado revivieron en su
memoria. Será difícil concretar qué era lo que, en sus sueños, pudo afectar tan
vivamente al general, quien estaba algo ebrio, como de costumbre; pero, fuese
lo que fuera, manifestó una emoción extraordinaria.
—¡Me acuerdo, me acuerdo de todo! —exclamó—. Yo era entonces
capitán de Estado Mayor. Y usted era pequeñita, muy mona… Y Nina
Alejandrovna… Y Gania… Yo estaba en casa de ustedes; solían invitarme. En
cuanto a Ivan Fedorovich… —Sí: y mira en lo que has venido a parar —replicó la generala—. No has
ahogado en la bebida todo sentimiento noble, puesto que ese recuerdo te
produce tal emoción. Y, sin embargo, has amargado la vida de tu mujer. En vez
de ser un ejemplo para tus hijos, has hecho que te llevaran a la cárcel por
deudas. Vete de aquí, padrecito, escóndete en cualquier sitio, en un rincón,
detrás de una puerta, y llora. Y puede que Dios te perdone si recuerdas el
tiempo en que eras un hombre puro. Vete: te hablo en serio. El mejor modo de
corregirse es pensar con remordimiento en el pasado.
No necesitaba insistir. El general poseía la sensibilidad corriente en los
beodos habituales y, como todos aquellos a quienes la bebida ha hecho perder
una posición brillante, sólo pensaba en el pasado con disgusto. Levantóse,
pues, y se dirigió dócil, hacia la puerta. Aquella humildad enterneció a
Lisaveta Prokofievna.
—Vamos, Ardalion Alejandrovich, amigo mío —dijo—; quédate un poco
más. Todos somos pecadores. Cuando creas que tu conciencia te dirige menos
reproches que ahora, ven a nuestra casa y pasaremos un rato juntos,
recordando los viejos tiempos. Quizá yo misma tenga cincuenta veces más
culpas que tú… Bueno, bueno, adiós… No tienes nada que hacer aquí —
concluyó, con repentina inquietud, viéndole volver.
—Por ahora, vale más que no le vigiles —dijo Michkin a Kolia, que se
preparaba a seguir a su padre—. Si no, se exaltará de aquí a un momento y
desaparecerán todas sus buenas disposiciones presentes.
—Eso es; déjale en paz. Ya irás a buscarle dentro de media hora —apoyó
la generala.
—¡Hay que ver lo que es hacer oír la verdad a un hombre, aunque sólo sea
por una vez en su vida! ¡Se ha emocionado hasta llorar! —permitióse
comentar Lebediev.
Lisaveta Prokofievna le atajó en el acto.
—¡También tú debes ser buena pieza si es verdad lo que he oído decir de
ti!
Gradualmente se fue precisando la situación recíproca de las diversas
personas reunidas en torno al príncipe. Éste podía ver y apreciar todo el interés
que le testimoniaban las Epanchinas. Declaróles, pues, que él, antes de su
visita, se proponía ir a verlas, pese a lo avanzado de la hora. Lisaveta
Prokofievna, mirando a los visitantes, le contestó que nada le impedía poner
en práctica su proyecto. Ptitzin, hombre muy delicado, se apresuró a retirarse
al pabellón del funcionario, a quien de buena gana hubiese arrastrado consigo.
Lebediev le prometió reunirse con él en seguida. Varia, que hablaba con las
jóvenes, no se movió de su asiento. Tanto ella como su hermano estaban muy contentos de la ausencia de su padre. Gania se retiró poco después que Ptitzin.
Durante los pocos minutos pasados en la terraza, bajo las miradas de las
Epanchinas, había asumido una actitud modesta y digna, sin perder la
serenidad ni aun cuando Lisaveta Prokofievna le midió severamente con los
ojos de pies a cabeza. Los que le habían conocido antes le encontraban muy
cambiado. Aglaya se sintió satisfecha.
—¿Es Gabriel Ardalionovich el que acaba de salir? —preguntó
súbitamente.
Gustábale lanzar en medio de la conversación bruscas preguntas, no
dirigidas a nadie en particular.
—Sí —repuso el príncipe.
—No le hubiera reconocido. Está muy cambiado… y favorablemente.
—Me alegro mucho de oírla hablar así —dijo Michkin.
—Gania ha estado muy enfermo —añadió Varia, con acento de
conmiseración, mixta de contento.
La observación de Aglaya había sorprendido y casi inquietado a su madre.
—¿En qué sentido ha ganado? —preguntó con irritación—. ¿De dónde
sacas eso? No ha ganado nada. ¿Qué encuentras de mejor en él?
—No hay cosa más admirable que el «hidalgo pobre» —intervino Kolia,
que se apoyaba en el respaldo del sillón de la generala.
—Lo mismo creo —dijo, riendo, el príncipe Ch.
—Soy de igual opinión —acrecentó Adelaida con solemnidad.
—¿De qué «hidalgo pobre» hablan? —inquirió la generala, molesta. Y
mirando con desagrado a todos los que acababan de hablar, continuó, con
irritación, al ver que Aglaya se ruborizaba—: ¡Alguna absurdidad debe de ser!
¿Quién es ese «hidalgo pobre»?
Aglaya, con una indignación mezclada de desprecio, respondió:
—¿Acaso es la primera vez que ese mozalbete, favorito tuyo, desvirtúa el
sentido de las palabras del prójimo?
La joven tenía excesiva costumbre de estas salidas, pero aun en ellas, tan
violentas al parecer, se expresaba un fondo tan infantil que a veces, mirándola,
resultaba imposible conservar la gravedad. Esto, naturalmente, aumentaba la
exasperación de Aglaya en tales casos, pues no comprendía ni por qué se reían
de ella, ni «cómo podían u osaban reírse». En el momento presente, su ira
excitó la hilaridad de sus hermanas y del príncipe Ch. Kolia, triunfante, estalló
en carcajadas. Aglaya se enfureció definitivamente, y ello le hizo parecer doblemente hermosa. Su ira y agitación le sentaban maravillosamente.
—¿Acaso —continuó— no ha desvirtuado muchas veces sus palabras?
Kolia replicó con viveza:
—Yo me apoyaba en una opinión manifestada por usted misma. Hace un
mes, hojeando usted el «Don Quijote», dijo textualmente: «No hay cosa más
admirable que el «hidalgo pobre». No sé de quién hablaba usted, ni si era de
Don Quijote, de Eugenio Pavlovich, o de cualquier otro; lo cierto es que se
refería a alguien. Luego hubo una larga conversación…
—Veo, querido, que vas demasiado lejos en tus conjeturas —interrumpió,
casi colérica, la generala.
—¿Soy el único en hacerlo? —repuso, audazmente, Kolia—. Todos
hablaron de ello entonces y hablan aún. Hace un momento, el príncipe Ch.,
Adelaida Ivanovna y los demás se han declarado admiradores del hidalgo
pobre. Luego el hidalgo pobre existe, debe necesariamente existir, y creo que,
de no ser por Adelaida Ivanovna, sabríamos todos hace rato quién es.
—¿Qué culpa tengo yo de que no lo sepan? —dijo Adelaida, sonriendo.
—La de no querer pintar su retrato. Aglaya Ivanovna le rogó que
reprodujese los rasgos del «hidalgo pobre», y hasta le dio los detalles del
cuadro tal corno ella los concebía. ¿Se acuerda del tema? Y usted no quiso…
—Pero ¿cómo hacer un retrato así? ¿A quién iba a representar? Por los
datos que teníamos, ese «hidalgo pobre».
De su yelmo la visera
no alzó ante nadie jamás.
¿Qué rostro podía yo pintar, pues? ¿Iba a pintar una visera? ¿Un semblante
anónimo?
—No entiendo una palabra de nada. ¿Qué visera es ésa? —dijo la generala,
con enfado.
Pero, para sí, comenzaba a adivinar de lo que se hablaba en términos
embozados. El «hidalgo pobre» era una denominación convencional que sus
hijas tenían costumbre de emplear entre ellas desde hacía tiempo. Aquella
broma desagradaba tanto más a Lisaveta Prokofievna cuanto que advertía la
turbación de Michkin, que aparecía más confuso a la sazón que un niño de
diez años.
—¿Va a durar indefinidamente esa necedad? —prosiguió la generala—.
¿Me explicaréis alguna vez quién es ese «hidalgo pobre» o no? ¿Es un secreto
tan terrible que no puede revelarse a nadie? Sólo obtuvo como contestación nuevas carcajadas. El príncipe Ch. aclaró
al fin con notorio deseo de cambiar de conversación:
—Se trata sencillamente de una poesía rusa titulada El hidalgo pobre, un
fragmento carente de principio y de fin. Hace un mes, después de comer,
mientras hablábamos, se puso sobre el tapete la cuestión de cuál había de ser
el tema del futuro cuadro de Adelaida Ivanovna. Usted sabe que ésta es desde
hace tiempo tarea común a toda la familia. Todos votaron por el «hidalgo
pobre». No recuerdo quién fue el primero en proponerlo…
—¡Aglaya Ivanovna! —exclamó Kolia.
—Tal vez. No lo niego, pero no me acuerdo —repuso el príncipe Ch.—.
Unos se rieron de la propuesta, otros dijeron que no cabía encontrar motivo
más elevado, pero que para presentar al hidalgo pobre hacía falta buscar un
semblante. Se hizo memoria de todas las amistades, mas ninguna convenía, y
la cosa quedó en suspenso. Eso es todo. No comprendo cómo Nicolás
Ardalionovich ha tenido la ocurrencia de evocar aquel caso. Lo que entonces
era divertido y oportuno, ahora no lo es.
—Acaso encierre alguna nueva necedad; alguna nueva broma de mal
género —dijo, con severidad, la generala.
—No hay nada de eso, sino una muestra de profundo aprecio —dijo de
repente Aglaya, con gravedad inesperada.
Toda huella de su agitación anterior había desaparecido. A juzgar por
ciertos indicios, la joven parecía ver con agrado el desenvolvimiento que
adquiría la broma. Aquel cambio se produjo en la joven precisamente en el
momento en que aumentaba más la confusión de Michkin.
—Primero ríen como locos y luego manifiestan de pronto un aprecio
profundo, no sé a quién… ¡Esto no tiene sentido común! ¿Por qué ese aprecio?
Contesta en seguida. ¿Qué quieres decir con eso del aprecio profundo? —
inquirió, con acento áspero, la generala.
—Repito mis palabras; aprecio profundo —repuso Aglaya con idéntica
gravedad—. En ese poema se representa a un hombre capaz de sentir un ideal
y de consagrarle toda su vida. Y ello no se encuentra a menudo en nuestra
época. El poema no nos dice concretamente en qué consistía el ideal del
hidalgo pobre, pero sí se sabe que era una imagen radiante, una imagen llena
de «belleza pura». Y también nos consta que el enamorado caballero llevaba
un rosario al cuello, en vez de gorguera… Además, existía una divisa
enigmática grabada en su escudo: las letras A. N. B.
—A. M. D. —rectificó Kolia.
—Digo A. N. B. y quiero decirlo así —respondió Aglaya, con energía—. Una cosa resulta clara en todo caso, y es que, quien quiera que fuese su dama,
e hiciese lo que hiciera, ello, importaba poco a ese hidalgo pobre. La había
elegido, la creía su «belleza pura» y eso bastaba para que no cesase de
inclinarse ante ella, para que, puesto que se había declarado su servidor,
rompiese lanzas por ella, aun cuando a continuación la viera convertirse, por
ejemplo, en una ladrona. Parece que el poeta quiso encarnar así la noción del
amor platónico, tal como lo concebían los caballeros de la Edad Media, en un
tipo extraordinario. Naturalmente, todo eso es mero ideal. En el «hidalgo
pobre», tal sentimiento llega al máximo grado: alcanza el ascetismo. Preciso
es confesar que la facultad de amar así habla mucho en pro de quien la posee.
Es un rasgo de carácter que denota un alma sublime y, en cierto sentido, es
cosa muy loable. El «hidalgo pobre» es un Don Quijote, pero un Quijote serio
y no cómico. Al principio yo no comprendía al personaje y me reía de él de
buena gana, pero ahora le admiro y sobre todo, respeto sus altas proezas…
Aglaya dejó de hablar. Era difícil saber, mirándola, si había hablado en
serio o en broma.
—Bueno, pues ese tipo es un imbécil, y lo mismo digo de sus altas proezas
—manifestó la generala—. Y en cuanto a ti, hija mía, te has pasado un buen
rato diciendo necedades: ¡nos has dado toda una lección de ellas! Creo que el
papel no te va… En todo caso, es incorrecto. ¿Y esos versos? A ver: recítalos.
¡Supongo que los debes de saber! Y yo quiero conocerlos. Nunca he tolerado
la poesía, sin duda por un presentimiento; ésta es la verdad… Ten paciencia,
príncipe. ¡Por Dios te lo ruego! Es lo único que tú y yo podemos hacer… —
añadió, dirigiéndose a Michkin.
Estaba evidentemente muy incomodada.
El príncipe quiso hablar, pero su confusión no le permitió articular palabra.
Aglaya, que se había permitido tantas licencias en su «lección», conservaba su
seguridad y parecía hasta satisfecha. Dijérase que se hallaba pronta a recitar
los versos en cuestión y que sólo esperaba que se la invitase. Siempre seria y
grave, se levantó en el acto, colocándose en medio de la terraza, ante el sillón
del príncipe. Todos la miraban con sorpresa, y la mayoría —su madre, sus
hermanas, el príncipe Ch— veían con desagrado aquella nueva chiquillada,
que rezaba desagradablemente la incorrección. Era, sin embargo, notorio que
Aglaya encontraba vivo placer en todos aquellos preparativos que habían
precedido a la recitación del poema. Lisaveta Prokofievna estuvo a punto de
mandarle autoritariamente que se sentara. Pero en el preciso momento en que
la joven comenzaba a declamar la célebre poesía, aparecieron en la terraza dos
hombres que hablaban en alta voz. Eran Ivan Fedorovich Epanchin y un joven.
Su presencia produjo cierta conmoción en los reunidos.
VII
El joven que acompañaba al general aparentaba unos veintiocho años. Era
alto y bien formado, con el rostro hermoso e inteligente, y tenía grandes ojos
negros que brillaban con malicia y jovialidad. Aglaya, sin volver siquiera la
cabeza, prosiguió recitando los versos, fingiendo no mirar sino a Michkin y no
declamar más que para él. El príncipe comprendía que la joven hacía todo
aquello con alguna finalidad, y advertía que su situación personal era muy
molesta. Pero la llegada de los visitantes le permitió modificarla un tanto. Al
verles, se levantó, hizo un amable saludo al general y le indicó con un signo
que no turbase el recitado. Luego se situó detrás de su sillón, acodándose en el
respaldo, lo que le sirvió para escuchar los versos de un modo más cómodo y
menos absurdo. Lisaveta Prokofievna, con un ademán imperioso, invitó por
dos veces a los visitantes a que se detuvieran.
Michkin miró con particular interés al compañero del general.
Preguntábase si aquel joven sería Eugenio Pavlovich Radomsky, del que había
oído hablar mucho y en quien pensara más de una vez. Sólo existía un detalle
que desconcertaba a Michkin. Había oído decir que Eugenio Pavlovich era
militar y el recién llegado vestía traje civil. Mientras duró la declamación, una
sonrisa burlona vagó por los labios del joven como si también él hubiese
tenido noticias del hidalgo de marras.
«Acaso haya inventado él esto», pensó Michkin.
Pero el caso de Aglaya era diferente. Ponía en sus palabras tal vehemencia,
parecía tan profundamente imbuida del espíritu y significado del poema, que
hacía olvidar la afectada pomposidad con que comenzó. Pronunciaba cada
verso con sincera convicción y acabó cautivando la atención general. Acaso
todo fuese efecto de la sincera impresión que causaban en la joven los versos
que había resuelto recitar. Sus ojos lanzaban fulgores. Por dos veces recorrió
su hermoso rostro un ligero estremecimiento de entusiasmo. El poema decía
así:
Había un hidalgo pobre,
sencillo, franco y veraz,
de rostro pálido y triste,
de alma sincera y audaz.
Una radiante visión
que nadie podría pintar se supo en su corazón
profundamente grabar.
Ardiendo en fuego interior
no miró a mujeres más,
y prometió hasta su muerte
a mujer ninguna hablar.
Siempre ostentaba un rosario
de la gorguera en lugar;
de su yelmo la visera
no alzó ante nadie jamás.
Las letras N. F. B.
quiso en su escudo trazar
con sangre, a su puro amor
y a un dulce sueño leal.
Y cuando en la Palestina
pronunciaba, al pelear,
cada paladín el nombre
de su adorada beldad,
Lumen coeli, sancta Rosa
solía el hidalgo clamar
y el fuego de su amenaza
aterraba al musulmán.
Vuelto a su antiguo castillo,
cual a un retiro claustral,
silencioso, triste y loco
expiró en su soledad…
Más tarde, recordando aquellos momentos, Michkin se atormentó
formulándose una pregunta, insoluble para él: ¿Cómo podía unirse un
sentimiento tan bello y verdadero a una burla tan maligna y patente? Porque
Michkin no dudaba de que se trataba de una burla, y tenía buenas razones
sobre las que fundar su convicción. Aglaya, al recitar los versos, había substituido las letras A. M. D. por N. F. B. El príncipe estaba seguro de
haberlas entendido perfectamente, y más adelante pudo comprobarlo así. En
todo caso, la burla —porque sin duda lo era, y no poco cruel— se agravaba
por la premeditación con que se había preparado. Hacía un mes que todos
hablaban del «hidalgo pobre», riéndose de él. No obstante, en vez de subrayar
las letras irónicamente, en lugar de hacer que resaltasen ante todos, Aglaya las
pronunció con gravedad imperturbable, con una sencillez tan cándida e
inocente corno si realmente fueran las que se contenían en el texto. El príncipe
sintió una punzada en el corazón. Lisaveta Prokofievna, naturalmente, no notó
la variante introducida en el poema. Ivan Fedorovich no reparó sino en que se
estaban declamando unos versos. De los demás oyentes, hubo muchos que
comprendieron la alusión y se sorprendieron de su atrevimiento y de la
insinuación que encerraba. Michkin notó que Eugenio Pavlovich, por el
contrario, había comprendido y deseaba hacer ver que había comprendido. Su
sonrisa, francamente burlona, no podía tener otro significado.
—¡Qué hermoso es! —exclamó la generala, con admiración, cuando su
hija concluyó de recitar—. ¿Quién ha escrito ese poema?
—Puchkin, maman. ¡No nos pongas en evidencia! —dijo Adelaida.
—Lo único raro es que yo no sea más necia aún de lo que soy, teniendo las
hijas que tengo —repuso la generala, con acritud Cuando volvamos a casa,
dadme el libro en que están esos versos.
—Creo que no tenemos ningún libro de Puchkin en casa.
—Sí: hay dos tomos en muy mal estado, que andan por allí desde tiempo
inmemorial —dijo Alejandra.
—Enviad a comprar la obra a San Petersburgo. Que vayan Fedor o Alejo
en el primer tren. Mejor Alejo. Ven aquí, Aglaya; abrázame. Has declamado
muy bien la poesía. Pero si la recitaste sinceramente —agregó en voz muy
baja—, lo siento por ti. Y si se trató de una broma, no puedo aprobar tus
sentimientos. En un caso u otro, no has hecho bien. ¿Comprendes? Ea, vete.
Podría decirte mucho más, pero no acabaríamos nunca.
Entre tanto Michkin cambiaba los usuales cumplimientos con Radomsky, a
quien Ivan Fedorovich acababa de presentarle.
—Le he recogido de camino, ¿sabe? —decía el general—. Llegaba en
aquel momento, y cuando ha sabido que yo venía aquí, donde estaba reunida
toda mi familia…
—Y también donde estaba usted —interrumpió Eugenio Pavlovich,
dirigiéndose a Michkin—. Siendo así que deseaba conocerle hace tiempo, y
deseaba igualmente su amistad, no he querido perder el tiempo, y… ¿Ha estado usted enfermo? Ahora mismo acabo de enterarme…
—Me encuentro muy bien y celebro conocerle —repuso Michkin,
tendiendo la mano al visitante—. He oído hablar mucho de usted, y el príncipe
Ch. y yo hemos charlado mucho a su propósito.
Tras el cambio de las usuales cortesías, los dos hombres se apretaron la
mano, a la vez que cada uno fijaba en el rostro del otro una mirada tan rápida
como penetrante. La conversación se hizo general. Michkin, cuya curiosidad
estaba muy agudizada, se fijaba en todo y acaso imaginase ver cosas que no
existieran realmente. Notó que el traje civil de Radomsky causaba a toda la
reunión un asombro extraordinario, hasta el punto de hacer olvidar de
momento todo lo demás. Dijérase que aquel cambio de atavío constituía un
hecho de excepcional importancia. Adelaida y Alejandra miraban con
estupefacción a Radomsky. El príncipe Ch., pariente del joven, parecía muy
inquieto. Ivan Fedorovich hablaba con cierta agitación. Sólo Aglaya
permaneció impasible, limitándose a mirar por un instante a Eugenio
Pavlovich con la mera curiosidad de ver si vestía de uniforme o no. Luego
volvió la cabeza y dejó de dedicarle atención. Lisaveta Prokofievna se abstuvo
de toda pregunta, aunque no dejase de sentir cierta inquietud. El príncipe creyó
notar que Eugenio Pavlovich no gozaba de las simpatías de la generala.
—Me ha dejado sorprendido, trastornado… —decía Ivan Fedorovich en
contestación a todas las preguntas acerca de Radomsky—. Cuando le encontré
en San Petersburgo no quise creerlo. ¿Por qué ha hecho eso tan de repente?
Eso es lo extraño. Eugenio Pavlovich ha sido siempre el primero en decir que
en estos casos no hay por qué obrar atropelladamente…
Radomsky recordó a los reunidos que hacía tiempo que albergaba la
intención de pedir el retiro. Era verdad; pero como siempre que lo decía
parecía hablar en broma, no le creían nunca y ahora la decisión les parecía
mucho más seria. Por otra parte, Radomsky hablaba siempre de las cosas más
graves con un aire tan burlón, que nunca se sabía a qué atenerse con él, sobre
todo si se empeñaba en conseguir aquel efecto.
—Renuncio al servicio provisionalmente; a lo más por unos meses —dijo,
riendo.
—Pero, que yo sepa, no tenía usted necesidad alguna de retirarse —repuso
el general, con animación.
—¿Y la necesidad de visitar mis propiedades? Usted mismo me lo
aconsejó. Además, quiero irme al extranjero…
La conversación tomó pronto otro rumbo, sin que por ello se calmase la
agitación general. El príncipe, observador atento de cuanto pasaba en torno
suyo, encontraba muy extraña la emoción producida por una circunstancia tan insignificante. «Debe de encerrarse algo más en el fondo de todo esto», se
decía.
—¿De modo —preguntó Radomsky, acercándose a Aglaya— que aún
continúa de moda el hidalgo pobre?
Con gran extrañeza de Michkin, la joven miró a Radornsky afectando
profunda sorpresa, como dándole a entender que no tenía por qué tratar con él
del «hidalgo pobre», y que ni siquiera le constaba a qué se refería.
Kolia afirmaba a Lisaveta Prokofievna:
—Le digo y le diré tres mil veces seguidas que no es momento de enviar a
San Petersburgo a buscar un torno de Puchkin. ¡Es muy tarde!
Radomsky, que ya se había separado de Aglaya, ratificó la opinión del
escolar.
—Sí. Es muy tarde. Incluso creo que deben de estar cerradas las tiendas en
San Petersburgo. Son más de las ocho —dijo después de mirar su reloj.
—Puesto que se ha esperado hasta ahora, bien se puede esperar hasta
mañana —apoyó Adelaida.
—Y además —dijo Kolia— es incorrecto que las gentes distinguidas se
interesen tanto por la Literatura. Pregunten a Eugenio Pavlovich si no es
mucho más elegante poseer un charabán amarillo con ruedas rojas.
—¡Otra vez una cita de cosas leídas, Kolia! —le reprochó Adelaida.
—Nunca habla sino a base de citas de frases que lee en las revistas —
declaró Radomsky—. Hace tiempo que tengo el gusto de disfrutar de la
conversación de Nicolás Ardalionovich, y lo sé. Sin embargo, esta vez no
repite lo que ha leído, sino que alude a mi coche amarillo con ruedas
encarnadas. Sólo que ya no tiene razón en lo que dice, porque he cambiado de
coche.
Michkin escuchaba lo que Radomsky decía pareciéndole que el joven era
correcto, amable y sencillo. A la broma de Kolia había respondido de modo
amistoso y como de igual a igual, detalle que agradó al príncipe más que nada.
—¿Qué es eso? —preguntó la generala a Vera, que, en pie ante ella a la
sazón, le ofrecía varios volúmenes, todos de gran tamaño, bien encuadernados
y casi nuevos.
—Las obras de Puchkin —dijo Vera—. Mi padre me ha mandado que se
las traiga.
—¿Cómo? ¿Es posible? —exclamó, sorprendida, Lisaveta Prokofievna.
—No se los regalo, no —dijo precipitadamente Lebediev, apareciendo—. No me atrevo a tomarme tal libertad. Se los cedo por su justo precio. Es
nuestro Puchkin, la colección de nuestra familia, de la edición de Annenkov,
que no se encuentra hoy en sitio alguno. Se la doy por lo que vale. Propongo
respetuosamente a Vuecencia que me la compre para extinguir la noble sed
literaria que la devora.
—¡Ah! ¿Quieres venderlo? Está bien: gracias. No perderás nada; no temas.
Pero no hagas extravagancias, padrecito. He oído hablar de ti; dicen que eres
muy inteligente. Quiero hablar contigo alguna vez. ¿Por qué no me llevas tú
mismo esos libros?
—Con el mayor placer… y respeto —contestó Lebediev, haciendo
extraordinarias muecas, hijas de la satisfacción que experimentaba.
Y tomó los volúmenes de manos de su hija.
—Llévalos con respeto o sin él, con tal de que no pierdas ninguno en el
camino —repuso Lisaveta Prokofievna—; pero con una condición: que no
cruces el umbral de mi puerta, porque hoy no me propongo recibirte. En
cambio, puedes mandar cuando te parezca a tu hija Vera. Esta muchacha me
agrada mucho.
—¿Por qué no hablar al príncipe de esos hombres que le esperan? —dijo
Vera, con impaciencia, dirigiéndose a su padre—. Si no se les anuncia,
entrarán de todos modos. Ya empiezan a alborotar. León Nicolaievich —
agregó, hablando a Michkin que ya había cogido su sombrero—, hay ahí
cuatro hombres que desean verle desde hace rato. Papá no quiere recibirles y
no hacen más que renegar.
—¿Quiénes son? —inquirió Michkin.
—Dicen que vienen a hablarle de negocios; pero si no se les deja pasar son
capaces de pararle en plena calle. Vale más que los reciba, León Nicolaievich.
Así quedará tranquilo después. Grabiel Ardalionovich y Ptitzin están tratando
de hacerles entrar en razón, pero inútilmente, pues ellos no quieren hacerles
caso.
—¡Es el hijo de Pavlitchev, el hijo de Pavlitchev! ¡Pero no vale la pena de
preocuparse, no vale la pena…! —dijo Lebediev, agitando las manos—. No
hay por qué hacerles caso. Sería molesto para usted, ilustrísimo príncipe; le
desagradaría. ¡Eso es! No merecen que se les escuche.
—¡Dios mío! —exclamó Michkin, muy turbado—; ¡El hijo de Pavlitchev!
Ya, ya… Pero yo había encargado de ese asunto a Gabriel Ardalionovich. Y
acaba de decirme…
Gania salía de la casa en aquel momento y se presentó en la terraza,
seguido por Ptitzin. De la habitación contigua llegaba ruido de voces, entre las que destacaba la sonora del general Ivolguin, quien parecía empeñado en gritar
más que los otros.
—Esto es muy interesante —comentó Radomsky. «Veo que está enterado
del asunto», pensó Michkin.
—¿El hijo de Pavlitchev? ¿Y quién es el hijo de Pavlitchev? —preguntó el
general Epanchin, sorprendido.
Y mirando con curiosidad a los presentes, notó con extrañeza que era el
único en ignorar aquella nueva complicación.
Todos los semblantes reflejaban la expectación; todos los ánimos estaban
en suspenso. Michkin no acertaba a comprender cómo un asunto tan personal
podía haber despertado ya un interés tan general y vivo.
Aglaya se acercó a él con gravedad.
—Convendría —dijo— que cortase usted, en persona y de modo
definitivo, este asunto; pero permítanos asistir a ello. Se le quiere humillar,
príncipe. Es preciso que su justificación constituya un triunfo, que yo celebro
de antemano.
—Yo quiero también que se haga justicia y se desenmascare esa
desvergonzada pretensión —dijo la generala—. Vamos, príncipe, vapuléalos
como se merecen: no tengas piedad con ellos. Ya me suenan los oídos de tanto
oír mencionar ese asunto y tengo quemada la sangre de pensar en él. Será cosa
curiosa verlos. Hazlos pasar; nosotros nos quedaremos. Aglaya ha tenido una
buena idea. ¿Ha oído usted hablar de esto, príncipe? —preguntó, dirigiéndose
a Ch.
—He oído hablar en casa de usted —repuso Ch—. Y tengo deseos de ver a
esos buenos mozos.
—Son nihilistas, ¿verdad?
Lebediev, adelantándose, bastante impresionado también al parecer,
explicó:
—No son nihilistas. Forman otro grupo, un grupo particular que, según mi
sobrino, es aún más avanzado que el nihilista. Se engaña usted, Excelencia, si
cree que su presencia les intimidará. No se dejan intimidar por nada. Entre los
nihilistas se encuentran hombres cultos e incluso sabios; pero éstos van más
lejos en el sentido de que son hombres de acción. A decir verdad, su grupo es
una derivación del nihilismo, pero apenas se le conoce sino indirectamente,
porque, para expresarlo de algún modo, no manifiestan sus ideas a través de la
Prensa. Van derechos al bulto. Para ellos, por ejemplo, no se trata de demostrar
que Puchkin es un imbécil o que hay que dividir Rusia en pedazos, no; pero
opinan que si sienten vivo deseo de alguna cosa, no tienen por qué retroceder ante nada y les asisten todos los derechos. Incluso el de saltar por encima de
seis u ocho personas que… En todo caso, querido príncipe, no le aconsejo…
Pero Michkin se había levantado ya para abrir la puerta a los visitantes. —
Vamos, Lebediev, no los calumnie —dijo, sonriendo—. Ya veo que la
conducta de su sobrino le ha impresionado mucho… No le crea usted,
Lisaveta Prokofievna. Les garantizo que gentes como Gorsky o como Danilov
no son más que excepciones y que no están otra cosa que… equivocados… No
obstante, no me parece oportuno tratar con esa gente ante ustedes. Perdóneme,
Lisaveta Prokofievna, pero… En fin, les haré entrar, para que los vean, y luego
saldré con ellos. Hagan el favor de acercarse, señores.
En su interior había otra idea que le inquietaba, atormentándole
cruelmente: ¿no sería todo aquello un golpe de efecto preparado por alguien?
¿No se habría dado a aquellos individuos la consigna de presentarse en un
momento en que Michkin estuviese rodeado de visitas, con la esperanza de
que la explicación condujese a su humillación y no al triunfo que dijera
Aglaya? Pero el príncipe se reprochó en seguida con amargura su «perversa y
monstruosa desconfianza». De haber podido leer alguien en su mente aquel
pensamiento, se habría muerto de vergüenza. Y cuando pasaron los nuevos
visitantes, Michkin se sentía dispuesto a admitir que él personalmente valía
menos que cualquier otra de las personas reunidas en torno suyo.
Entraron cuatro individuos seguidos por el general Ivolguin, quien llegaba
muy agitado y hablando con irritación. «El general está de mi parte, sin duda»,
se dijo Michkin, sonriendo. Kolia se había mezclado al grupo y hablaba con
calor a su amigo Hipólito, que era uno de los intrusos y escuchaba a Kolia con
la cara contraída en una mueca.
El príncipe ofreció asiento a aquellos señores. Todos eran muy jóvenes, y
su extrema juventud comunicaba a la gestión que allí les llevaba un carácter
más insolente todavía. Ivan Fedorovich Epanchin, ignorante de todo, se
indignó al ver semejantes mozalbetes y a buen seguro hubiera protestado de un
modo u otro, de no observar el apasionamiento, desconcertante para él, con
que su esposa se interesaba en los asuntos de Michkin. Quedó, pues, presente,
en parte por curiosidad y en parte por el deseo altruista de ayudar al príncipe
en caso necesario, pensando que, de ser preciso, podía imponer su autoridad a
los jovenzuelos. Pero el saludo que en aquel momento le dirigió el general
Ivolguin le irritó vivamente y resolvió mantener un silencio absoluto.
Entre los jóvenes figuraba un hombre de unos treinta años, el subteniente
retirado que daba lecciones de boxeo y que cuando se incorporó a la banda de
Rogochin, en ocasión de apelar a la caridad pública, afirmaba tener la
costumbre de regalar, en sus buenos tiempos, quince rublos a cada mendigo
que le pedía limosna. Veíase en seguida que se había incorporado a los otros para prestarles su auxilio moral y, de ser menester, material. El que figuraba
como «hijo de Pavlitchev», si bien se presentó con el nombre de Antip
Burdovsky, era un joven de veintidós años, delgado, rubio y bastante alto, que
parecía el más sobresaliente de sus compañeros. Vestía pobremente y con
desaliño. Las mangas de su levita brillaban como un espejo; su grasiento
chaleco iba abotonado hasta el cuello, sin dejar ver indicio alguno de camisa;
una bufanda de seda negra, increíblemente sucia y anudada como un cordel,
rodeaba su garganta. Tenía las manos sin lavar, y su rostro, cubierto de granos,
expresaba lo que cabría definir como un sentimiento de ingenua insolencia. En
aquel semblante no se apreciaba la menor huella de ironía, ni la más ligera
reflexión, ni ninguna otra cosa salvo la inquebrantable convicción de su propio
derecho, unido a una extraña necesidad de creerse y sentirse siempre ofendido.
Hablaba con agitación, y articulaba las palabras con dificultad y
precipitadamente, al punto de que podía parecer tartamudo o bien extranjero,
pese a que la sangre que circulaba por sus venas era de indiscutible pureza
rusa. Le acompañaban el sobrino de Lebediev, ya conocido del lector, e
Hipólito Terentiev. Este último no tenía más de diecisiete o dieciocho años. Su
inteligente fisonomía testimoniaba una viva inquietud y una continua
agitación. Su delgadez esquelética, su palidez casi lívida, el brillo de sus ojos,
las manchas rojas de sus mejillas, todo revelaba en él, en cuanto se le veía, una
víctima de la tuberculosis, ya en último grado. A cada palabra y a cada soplo
de aire que salía de su pecho seguía un acceso de tos. No parecía posible que
pudiera quedarle más de dos o tres semanas de vida a lo sumo. Iba muy
fatigado y, mientras sus compañeros, hacían algunos cumplidos, él se dejó caer
sin demora en una silla. Todos estaban algo turbados y, en su temor de
exteriorizarlo, lo procuraban ocultar bajo un aspecto intimidatorio, tan
afectado, que concordaba muy mal con su pretensión de ser hombres que
despreciaban por sistema todos los prejuicios y convencionalismos sociales,
negándose a admitir lo que no fuera puro interés personal.
—Me llamo Antip Burdovsky —dijo precipitadamente «el hijo de
Pavlitchev».
—Vladimiro Doktorenko manifestó, con orgullo, como si su apellido fuese
un timbre de gloria, el sobrino de Lebediev.
—Keller —murmuró el ex subteniente.
—Hipólito Terentiev —anunció el último con voz insólitamente chillona.
Los recién llegados tomaron asiento en una hilera de sillas frente al
príncipe, arrugaron a la vez el entrecejo y cambiaron de mano sus sombreros,
como para adquirir mayor soltura. Todos se preparaban a hablar y todos
callaban, esperando no se sabía el qué con un aire de reto que parecía
significar: «¡A mí no me engañas, amigo!». Era notorio que a la primera palabra proferida por alguno romperían a hablar a la vez y a porfía.
VIII
—No esperaba la visita de ninguno de ustedes, señores —principió
Michkin—. Hasta hoy me he encontrado enfermo.— Y dirigiéndose a
Burdovsky manifestó—: Hace un mes puse el asunto de usted en manos de
Gabriel Ardalionovich Ivolguin, como entonces le comuniqué ya. No me
niego, por supuesto, a una explicación personal con usted, pero bien
comprenderá que a esta hora… No obstante, le propongo pasar a otra
habitación, donde le atenderé, siempre que no me exija mucho tiempo. Estoy
en este momento acompañado de amigos y…
—Cierto. Está usted con amigos, y es una hora muy avanzada; pero
permítame decirle que podía usted haber sido un poco más amable con
nosotros y no hacernos pasar dos horas en la antesala —dijo el sobrino de
Lebediev con tono enérgico, mas sin levantar la voz aún.
—¡Eso es! ¡Ya veo que se porta como un príncipe! Pero yo… Y usted…
usted es un general… ¡Pero yo no soy criado de ustedes! —vociferó Antip
Burdovsky, con extraordinaria agitación.
Sus labios temblaban, echaba espumarajos por la boca y se advertía en
todo su aspecto la exasperación de un alma desgarrada. Mas hablaba con tal
excitación que apenas fue posible comprender dos palabras de su violento ex
abrupto.
—¡Sí, se porta como un príncipe! —confirmó Hipólito, con voz chillona.
—Si se hubiese procedido así conmigo… —gruñó el boxeador—. Es decir,
si yo, hombre de honor, estuviese en el lugar de Burdovsky, yo…
—Les aseguro, señores, que ignoraba hasta ahora su visita. Sólo me he
enterado de ella hace un momento —afirmó el príncipe.
—Sean quienes sean sus amigos, príncipe, no les tememos. ¡Por algo nos
asiste la razón!, —declaró el sobrino de Lebediev.
La voz chillona de Hipólito resonó de nuevo:
—Permítame preguntarle con qué derecho somete usted el asunto de
Burdovsky al juicio de los amigos de usted. Ese juicio no nos interesa: ¡ya
podemos imaginarnos cuál será!
Semejante principio presagiaba una discusión borrascosa. El príncipe,
consternado, logró al fin hacerse oír en medio de los clamores de losvisitantes.
—Si usted, señor Burdovsky, no desea hablar aquí —dijo—, renuevo mi
proposición de pasar a otra estancia. Y respecto a ustedes en general, repito
que sólo he conocido su presencia hace un momento.
—¡Pero usted no tiene derecho, usted no tiene derecho, usted no tiene
derecho! ¡Y sus amigos…! ¡Eso es! —vociferó Burdovsky, examinando a
todos con aire de desafío y excitándose más cuanto menos seguro se sentía—.
¡No tiene usted derecho!
Se interrumpió bruscamente, e inclinándose mucho hacia adelante fijó en
el príncipe la mirada de sus ojos miopes, estriados de rojo. Michkin,
asombrado, guardó silencio y miró a Burdovsky abriendo mucho los ojos
también.
Lisaveta Prokofievna intervino de improviso.
—Lee esto ahora mismo, León Nicolaievich —dijo—. Se refiere al asunto.
Y con brusco ademán le ofreció un semanario satírico, señalándole un
artículo con el dedo. En el momento de entrar los visitantes, Lebediev,
obstinado en captarse la simpatía de la generala, se había dirigido vivamente
hacia ella y sacado en silencio la publicación del bolsillo de su levita,
poniéndola bajo los ojos de Lisaveta Prokofievna e indicándole una columna
rodeada con un trozo de lápiz. Lo que la generala había tenido tiempo de leer
bastó para trastornarla.
—En vez de leer ahora y en alta voz, ¿no sería preferible… que lo leyese
más tarde y a solas? —balbució Michkin, muy conturbado.
Lisaveta Prokofievna arrancó el semanario de manos del príncipe y lo
tendió a Kolia, gritándole:
—¡Ea, lee tú… y lee en voz alta, en voz alta! ¡En voz alta, para que se
enteren todos!
Lisaveta Prokofievna, mujer impulsiva, tenía a veces la costumbre de levar
todas las anclas y hacerse a la mar sin pensar en posibles temporales. Ivan
Federovich se estremeció, inquieto. Los demás no sintieron de momento sino
curiosidad y extrañeza. Kolia desplegó el semanario e inició en voz alta la
lectura del artículo siguiente, que Lebediev se apresuró a señalarle:
«PROLETARIOS Y ARISTÓCRATAS. — UN EPISODIO DE LOS
ROBOS DE CADA DÍA Y DE TODOS LOS DÍAS. — ¡PROGRESO!
¡REFORMA! ¡JUSTICIA!
Pasan en verdad cosas harto raras en esta nuestra sedienta Santa Rusia, en
esta época de reformas y de grandes compañías, en este siglo de patriotismo en el que todos los años emigran al extranjero cientos de millones, en el que se
estimula la industria y los brazos laboriosos están paralizados, etc. Como no
terminaríamos nunca la enumeración, vayamos al grano, señores. Acaba de
producirse un curioso episodio con uno de los descendientes de nuestra
agonizante aristocracia. (¡De profundis!). Los abuelos de esos nobles
descendientes se arruinaron en la ruleta, los padres tuvieron que servir como
tenientes o alféreces y a más de uno se le ha visto morir la víspera de que se
descubriesen ciertas inocentes ligerezas en el manejo de los caudales públicos.
En cuanto a los hijos, unos nacen idiotas, como el protagonista de nuestro
relato, otros van a dar a los banquillos de los tribunales, donde son absueltos
por el jurado con la esperanza de que se corrijan, y otros terminan mezclados
en uno de esos asuntos escandalosos que son la afrenta de nuestro tiempo.
Hace seis meses, es decir, el invierno pasado, nuestro aristócrata vástago
volvió, a Rusia calzando polainas como un extranjero y tiritando de frío bajo
un capote lo peor forrado que cupiera figurarse. Llegaba de Suiza, donde había
seguido con fortuna un tratamiento contra el idiotismo (sic). La suerte le
favoreció, puesto que, aparte su interesante enfermedad, de la que curó en
Suiza (ojo, lectores: ¿qué les parece? ¡Curar el idiotismo!), su caso demuestra
la verdad del proverbio ruso: «Sólo los tontos tienen suerte». Y si no, que
juzgue el lector: nuestro gran señor era niño de pecho cuando perdió a su
padre, el cual murió precisamente poco antes de ser sometido a consejo de
guerra por haberse jugado todo el dinero de la compañía en que servía como
oficial, aparte de por haber hecho azotar despiadadamente a uno de sus
subordinados (¡oh, los antiguos tiempos, señores!). El huérfano fue educado
gracias a la generosidad de un rico hacendado ruso. Este personaje, a quien
llamaremos P., poseía en los buenos tiempos pasados cuatro mil almas…
(¡poseer cuatro mil almas! ¿Comprenden ustedes, señores, esa expresión? Yo
no. Es preciso buscar el significado en un diccionario: «la cosa es nueva, sí,
pero increíble»). Parece que el tal hacendado era uno de esos holgazanes, de
esos parásitos rusos que pasan en el extranjero su existencia ociosa,
permaneciendo el verano en los balnearios y en invierno en París, en beneficio
de los empresarios de bailes públicos… Puede afirmarse que el gerente del
«Châteaux des Fleurs» se ha embolsado (¡oh, hombre feliz!) la tercera parte al
menos del dinero que produjeron los siervos rusos a sus propietarios en la
época de la esclavitud. Como quiera que fuere, el mencionado P. educó
principescamente al huérfano, proporcionándole ayos e institutrices (bonitas
sin duda) que hizo venir adrede de París. Pero el aristocrático niño, último
vástago de su noble raza, era idiota. Las institutrices reclutadas en el «Château
des Fleurs» fracasaron estruendosamente y su discípulo alcanzó la edad de
veinte años sin haber aprendido ningún idioma, ni siquiera el ruso. Claro que
la ignorancia de este último idioma era lo de menos. Al fin una idea feliz
acudió a la mente de P., el rico propietario de siervos rusos: enviar al idiota a Suiza para que aprendiera a ser inteligente. La idea no podía ser más lógica:
un rico ocioso es natural que suponga que todo pueda comprarse con dinero,
incluso la inteligencia… y sobre todo en Suiza. El tratamiento, a cargo de un
célebre doctor helvético, duró cinco años y costó decenas de miles de rublos.
Sobra decir que el idiota no se convirtió en inteligente, pero pudo adquirir la
apariencia —aproximada, claro está— de un hombre. Entre tanto, P. murió de
repente. Como ocurre con frecuencia, no había hecho testamento y dejó sus
asuntos en pleno desorden. Entonces surgió un montón de ávidos herederos
que ni siquiera pensaban en últimos vástagos de nobles razas tratados en Suiza
a expensas del difunto, a fin de curar su idiotismo hereditario. El vástago,
aunque idiota, supo engañar al doctor y éste le trató en Suiza durante dos años
más sin cobro alguno, ignorando la muerte de P., que el idiota logró ocultarle.
Pero el médico, que era a su vez un viejo pícaro, preocupado al no recibir
dinero y asustado, en especial, del buen apetito de su paciente, le calzó unas
polainas viejas, le regaló un capote inservible y le envió «nach Russland» en
un coche de tercera clase. Cabía creer que la suerte había vuelto la espalda a
nuestro héroe. Pero no: la fortuna, que hace perecer de hambre a pueblos
enteros, prodigó todos sus dones al joven aristócrata, semejante a la nube de
Krilov, que, pasando sin descargar sobre campos sedientos, va a verterse,
inútil, en el océano… Casi a la vez que el idiota llegaba a San Petersburgo,
moría en Moscú un pariente de su madre —la cual, advirtámoslo, procedía de
una familia burguesa—. El nuevo difunto era un viejo comerciante barbudo,
un antiguo creyente, soltero y sin hijos, que dejaba varios millones en buen
dinero constante, todos los cuales pasaron a nuestro noble, a nuestro caballero
de las polainas que venía de ser tratado como idiota en un sanatorio de Suiza.
¡Cambio completo de decoración! En torno a nuestro polainístico aristócrata
—quien empezó por enamorarse de una beldad fácil—, se congregó en
seguida multitud de amigos. Aparecieron inesperados parientes; infinitas
jóvenes distinguidísimas ardieron en deseos de unirse a él mediante legítimo
matrimonio… ¿Cabe, en efecto, imaginar partido de más ventaja? ¡Aristócrata,
millonario, idiota: todo lo tiene! No se encontraría otro semejante ni
buscándolo con la linterna de Diógenes; no se le conseguiría ni de encargo…»
—¡Oh! ¡Esto es demasiado! —protestó Ivan Federovich, en el colmo de la
indignación.
—Basta, Kolia —dijo Michkin, con voz implorante.
Se oían exclamaciones por todas partes. Lisaveta Prokofievna, que sólo
lograba contenerse a costa de un violento esfuerzo, ordenó:
—¡Qué se lea! ¡Qué se lea, pase lo que pase! Si se suspende la lectura,
príncipe, reñimos tú y yo.
«Pero mientras el joven millonario se encontraba, si vale la expresión, en el Empíreo, sobrevino una circunstancia muy diferente. Un día llegó a su casa
un hombre de rostro tranquilo y severo, de aspecto modesto, pero distinguido.
Con lenguaje, aunque cortés, digno y justo, el visitante —en quien se
evidenciaba, desde luego, un espíritu progresista— expuso el motivo de su
presencia: era abogado y venía de parte de un joven cliente que le había
confiado cierto asunto. Ese joven era ni más ni menos que el hijo de P., aunque
llevase otro nombre. En su juventud, el libertino P. había seducido a una joven
pobre y honrada, la cual había recibido una educación a la europea, aunque
sólo fuese una sierva en casa de aquél (quien es de suponer que aprovecharía
las ventajas de sus derechos señoriales en los viejos días de la servidumbre…)
Al notar las inevitables consecuencias de su relación con ella, la casó con un
hombre honrado, que amaba hacía tiempo a la muchacha. Dicho hombre era
funcionario y trabajaba, además, en el comercio. Al principio, P. ayudó al
joven matrimonio, pero pronto cesó tal ayuda, por impedirlo el noble carácter
del marido. Gradualmente, el inconsciente hacendado olvidó a la muchacha y
al hijo que tuviera con ella y murió sin hacer testamento. El hijo de P., nacido
después del casamiento de su madre, halló un padre verdadero en el hombre
generoso cuyo nombre ostentaba. Pero, muerto su padre adoptivo, el joven se
halló solo para subvenir a sus necesidades y a las de una madre enferma,
valetudinaria, inválida de las piernas, que vivía en una provincia lejana. El
joven se fue a la capital, y gracias a su honrado trabajo cotidiano se procuró
recursos que le permitieron seguir primero los cursos superiores y luego
ingresar en la Universidad. Pero ¿de qué sirve dar lecciones en casas de
comerciantes rusos, que las pagan a diez kopecs, sobre todo cuando ha de
atenderse al sustento de una madre enferma? La muerte de la anciana apenas
disminuyó para el joven las dificultades de la vida. Y ahora, una pregunta: si el
noble descendiente a que nos referimos fuese un hombre justo, ¿cómo debía
razonar? El lector juzgará sin duda que debía decir así: P. me ha colmado de
beneficios mientras vivió; gastó decenas de miles de rublos para educarme,
procurarme institutrices y mantenerse, en Suiza, en una casa de salud. Y ahora
yo poseo millones y el hijo de P., ese joven inocente de las faltas de un padre
ligero y olvidadizo, se muere miserablemente de hambre dando lecciones.
Cuanto P. hizo por mí, debió, en recta justicia, hacerlo por él. Las sumas
enormes que gastó en mi beneficio, no me correspondían en realidad. Sólo me
aproveché de ellas por un capricho de la ciega fortuna: pero correspondían al
hijo de P. Él debía haberse aprovechado de ellas, no yo, por quien P. se
interesó caprichosamente, olvidando sus deberes paternales. Si he de obrar
como hombre realmente noble, delicado, justo, debo ceder la mitad de mi
herencia al hijo de mi bienhechor. Pero como el dinero, para mí, es antes que
todo y como por otra parte sé bien que esa reclamación no es sostenible
jurídicamente, no le daré la mitad de mis millones. Mas yo cometería una
bajeza demasiado indignante, una infamia en exceso desvergonzada si no entrego ahora, por lo menos, al hijo de P. las decenas de miles de rublos que
éste gastó para curarme de mi idiotismo. Esta es una cuestión de conciencia y
de estricta justicia. ¿Qué habría sido de mí si P. no se hubiese encargado de mi
educación y, en vez de atenderme, hubiera atendido a su hijo?
Pero no, lectores. Nuestros nobles descendientes no son así. El abogado
que sólo por amistad con el joven, a su pesar y casi a la fuerza, se había
encargado de los intereses del hijo de P., invocó en vano toda clase de
consideraciones de justicia, de delicadeza, de honor y no de mero cálculo. El
ex pupilo del sanatorio suizo permaneció inflexible. Y aun todo esto no tendría
importancia. Lo realmente imperdonable, lo que ninguna enfermedad, por
interesante que sea, puede hacer dispensar, es que ese millonario recién salido
de las polainas de su médico no pudo comprender siquiera que el noble joven
que se mata a trabajar dando lecciones para vivir no le pedía una caridad, ni un
socorro, sino que alegaba un derecho justo, aunque no sea legal, además de
que, hablando en puridad, no era él, sino sus amigos, quienes hacían tal
gestión en su favor. Con la serena insolencia de un rico muy seguro tras sus
millones, el noble descendiente sacó majestuosamente de su cartera un billete
de cincuenta rublos y lo envió al joven a manera de humillante limosna. ¿Os
asombráis, lectores? ¿Rompéis en gritos de indignación, os escandalizáis, os
indignáis? No importa: ese hombre ha obrado así. El dinero, por supuesto, le
fue devuelto o, más exactamente, tirado a la cara. Y como el asunto no es de la
competencia de los tribunales, no queda sino someterlo al juicio de la opinión
pública, que es lo que nosotros hacemos, garantizando al lector la exactitud de
todos los detalles que relatamos. Uno de nuestros más conocidos escritores
humorísticos ha compuesto un delicioso epigrama, que merece ser conocido,
no sólo en los ambientes provincianos rusos, sino en los de la capital. Helo
aquí al pie de la letra:
«Durante cinco años, Leoncito
anduvo de Schneider con el capote,
viviendo como un niño y con frecuencia
jugando como un niño… o como un zote.
De polainas volvió a Rusia calzado,
y se halló en heredero convertido,
y de este modo el millonario idiota
expoliador de un estudiante ha sido».
Cuando Kolia terminó la lectura alargó precipitadamente el semanario a
Michkin y luego, en silencio, corrió a un rincón y se cubrió el rostro con las
manos. Un inexpresable sentimiento de vergüenza se había adueñado de él: su alma infantil, poco habituada todavía a las mezquindades humanas, se
sublevaba infinitamente. Parecíale que acababa de suceder algo extraordinario,
una catástrofe repentina, y que él mismo era el causante de todo, por el mero
hecho de haber leído el artículo en voz alta.
También todos los demás parecían experimentar una impresión análoga.
Las jóvenes se sentían inquietas y avergonzadas. Lisaveta Prokofievna se
esforzaba en contener su violenta indignación y, acaso lamentando su
intervención en aquello, permanecía callada. A Michkin le sucedía algo muy
frecuente en las personas tímidas, y era que la mala conducta ajena le causaba
vergüenza propia. Estaba tan humillado por el innoble comportamiento de sus
visitantes, que no se atrevía a mirarles siquiera. Ptitzin, Varia, Gania y hasta
Lebediev, parecían muy turbados. Y, lo que era más extraño aún, Hipólito y el
«hijo de Pavlitechv» se mostraban un tanto sorprendidos. El sobrino de
Lebediev exteriorizaba un notorio descontento. Únicamente el boxeador
conservaba una perfecta serenidad, retorcíase los bigotes con acompasada
mesura y, si bien bajaba la vista, no era por confusión, sino, a lo que parecía,
por caballerosa modestia, como hombre que no quiere abusar de su triunfo.
—Cualquiera diría —murmuró el general Epanchin— que se han reunido
cincuenta miserables lacayos para escribir ese artículo.
—Permítame preguntarle, señor, el motivo de que se permita formular
suposiciones tan injuriosas —dijo Hipólito, temblando de pies a cabeza.
—Eso, eso, eso… Eso, general, debe usted convenir en que es insultante
para un hombre de honor —exclamó el boxeador a su vez, retorciéndose el
bigote, mientras contraía el dorso y los hombros.
—En primer lugar no soy para usted ni «usted», ni «general», y en segundo
no pienso darle explicación alguna —dijo Ivan Fedorovich con vehemencia.
Y, sin añadir palabra, se levantó, dirigióse a la escalera que comunicaba la
terraza con la calle y allí permaneció en pie sobre el primer peldaño, de
espaldas a los reunidos. Estaba indignado contra su mujer, que ni aun entonces
parecía dispuesta a retirarse.
—¡Señores, señores, déjenme hablar! —exclamó el príncipe con anhelosa
agitación—. Les ruego que hablemos de modo que podamos entendernos.
Prescindo del artículo, señores, y me limito a decirles que es falso del
principio al fin, como ustedes saben muy bien. Es una cosa vergonzosa. Les
aseguro que me extraña que lo haya escrito uno de ustedes.
—Yo ignoraba hasta ahora la existencia de ese artículo —dijo Hipólito— y
no lo apruebo.
—Yo sabía que había sido escrito, pero… no hubiese aconsejado su publicación, por prematura —declaró el sobrino de Lebediev.
—Yo lo sabía, pero… yo tengo el derecho de… —comenzó el «hijo de
Pavlitchev»
—¿Ha sido usted quien ha redactado todo eso? —dijo Michkin, mirando
con curiosidad a Burdovsky—. ¡No es posible!
—Se podría discutir el derecho de usted a formular semejantes preguntas
—sugirió el sobrino de Lebediev.
—Me sorprende que el señor Burdovsky haya podido… Pero lo que yo
quería decir era esto: que me sorprende que, una vez dada por ustedes
publicidad al asunto, se molestasen ante la posibilidad de mencionarlo ante
mis amigos.
—¡Es el colmo! —exclamó Lisaveta Prokofievna, irritada.
Lebediev, sin poder contenerse más, se adelanté entre las sillas, casi febril:
—Olvida usted, príncipe —dijo—, que, si ha consentido en recibir y
atender a esta gente, sólo ha sido en virtud de la bondad de su corazón, que es
incomparable. Porque no tienen derecho alguno a exigir nada. Y además había
usted confiado el asunto a Gabriel Ardalionovich, lo que ha sido por parte de
usted otra inmensa muestra de bondad. Usted olvida también, ilustre príncipe,
que estando rodeado de un grupo de amigos muy distinguidos, no tiene
derecho a sacrificarlos a estos hombres y que sólo depende de su voluntad
ponerlos en la puerta inmediatamente. Como dueño de la casa, yo tendría el
mayor placer en…
—¡Muy bien dicho! —apoyó con calor el general Ivolguin.
—Basta, Lebediev, basta… —empezó Michkin, Pero sus palabras
quedaron sofocadas bajo un verdadero estallido de indignación.
—No, príncipe, no basta —dijo el sobrino de Lebediev, logrando dominar
el tumulto con su voz—. Es preciso exponer el asunto con claridad, porque
veo que no lo comprenden así. Ya se hace intervenir aquí la cuestión jurídica,
y en nombre de ella se amenaza con ponernos en la puerta. Realmente, ¿nos
cree usted tan necios que no conozcamos que nuestra reclamación no posee
fundamento jurídico y que desde el punto de vista legal no tenemos derecho a
reclamar un rublo? Pero sabemos, en cambio, que si el derecho positivo está
contra nosotros, tenemos en cambio a favor el derecho humano, el derecho
natural, el derecho del buen sentido y de la conciencia, cuyas prescripciones,
aunque no figuren en los mezquinos códigos de los leguleyos, no por eso dejan
de obligar a todo hombre sincero y honrado, es decir, a todo hombre de sano
juicio. Si hemos venido sin temor de que se nos pusiese en la puerta (con lo
que se nos ha amenazado hace un instante) en virtud del carácter imperativo de nuestra reclamación y de la visita a tal hora (aunque no era tal cuando
vinimos y lo es a causa de nuestra larga espera en la antesala), si hemos
entrado, repito, sin temor, ha sido precisamente porque contábamos encontrar
en usted un hombre de buen sentido, esto es, de honor y de conciencia. Es
verdad que no nos hemos presentado humildemente, como sus parásitos y
aduladores, sino con la cabeza alta, como conviene a hombres independientes,
y que no hemos formulado una petición, sino una intimación orgullosa y
abierta (porque fíjese en que no solicitamos, sino que exigimos). Nosotros le
preguntamos, con toda energía y franqueza: ¿cree usted tener razón en el
asunto de Burdovsky? ¿Reconoce usted que Pavlitechv le colmó de beneficios
y hasta acaso le salvó de la muerte? Si lo reconoce así, lo que es superfluo
preguntar, ¿no encuentra usted ajustado a la equidad indemnizar al
desgraciado hijo de Pavlitechv, aun cuando lleve el nombre de Burdovsky? ¿Sí
o no? Si es «sí», o, en otras palabras, si usted posee lo que en el lenguaje de
ustedes se llama honor y conciencia y nosotros, con más precisión, llamamos,
en el nuestro, buen sentido, entonces satisfaga nuestra demanda y asunto
terminado. Atiéndanos sin ruegos ni agradecimientos por nuestra parte, y no
espere nada de nosotros, porque lo que haga no será por nosotros, sino por la
justicia. Si se niega usted a satisfacernos, si dice «no», nos retiraremos y el
asunto quedará terminado también. Pero entonces le diremos en la cara, ante
todos los presentes, que es usted un hombre de espíritu grosero y de un
desenvolvimiento moral ínfimo y le negaremos el derecho de hablar en
adelante de su honor y su conciencia, puesto que será un derecho que querrá
comprar muy barato. He concluido. La cuestión está planteada. Expúlsenos, si
se atreve. Puede hacerlo, porque ello está en su mano. Pero recuerde que
exigimos y no imploramos. ¡Exigimos, no imploramos!
Y pronunciadas estas palabras con extraordinaria vehemencia, el sobrino
de Lebediev guardó silencio.
—¡Exigimos, exigimos, exigimos y no imploramos! —tartamudeó
Burdovsky, rojo como una langosta.
A raíz del discurso del sobrino de Lebediev, se produjo en los reunidos
cierta conmoción. Oyéronse murmullos; pero todos, excepto Lebediev, cada
vez más excitado, procuraban no inmiscuirse en el asunto. Era de notar que el
funcionario, aunque estuviese de parte del príncipe, parecía orgulloso de la
elocuencia de su sobrino. Al menos paseó sobre la concurrencia una mirada en
que se traslucía cierta vanidosa satisfacción familiar.
—Creo —comenzó Michkin, con un tono moderado— que tiene usted
razón, señor Doktorenko, en la mitad de cuanto ha dicho. Incluso consentiría
en darle la razón en absoluto, si no olvidase usted cierto aspecto del asunto. Lo
que ha olvidado es que no puedo definirle con precisión, pero es cosa
indudable que para que su lenguaje sea justo le falta algo. Mas, dejando eso y yendo al grano, ¿quieren decirme, señores, por qué han publicado ese artículo?
No contiene una palabra que no sea una calumnia, y además, en mi opinión,
con él han cometido ustedes una vileza.
—¡Perdón, pero…!
—¡Señor mío…!
—¡Esas palabras! —exclamaron a la vez todos los excitados visitantes.
—Respecto al artículo —dijo Hipólito, con voz chillona—, ya le he dicho
que ni los demás ni yo lo aprobamos. ¡Miren quién lo ha escrito! —agregó,
señalando al boxeador, que se hallaba sentado junto a él—. Reconozco su
estilo, en el que prescinde del buen lenguaje y de la corrección. ¡Es cosa muy
propia de un hombre de su calaña! Convengo en que este hombre es un
imbécil mixto de truhan y no me muerdo la lengua para decírselo en su cara
todos los días. Pero, aun así, tiene razón en parte. La publicidad es un medio al
que todos tienen derecho, y, por tanto, Burdovsky también. Respecto a la otra
parte, que el autor responda de sus absurdidades. En cuanto a la protesta que
yo he formulado antes contra la presencia de sus amigos, considero necesario
aclarar que sólo he protestado con miras a afirmar nuestro derecho; pero ahora
declaro que en realidad deseamos que haya testigos. Antes de entrar aquí, los
cuatro estábamos de acuerdo en ese punto. Que los testigos fuesen amigos de
usted, era cosa que no nos importaba. Y puesto que no pueden dejar de
reconocer el derecho de Burdovsky, derecho que es de una exactitud
matemática, es preferible que los testigos sean amigos de usted, porque así la
verdad se impondrá con mayor evidencia.
—Es verdad: todos estamos de acuerdo en eso —apoyó el sobrino de
Lebediev.
—Pues entonces —dijo Michkin, con extrañeza—, ¿por qué comenzaron
por entrar de aquel modo?
El boxeador, que experimentaba una excitación creciente, y que ardía en
deseos de intervenir (e incluso parecía que la presencia de las mujeres obraba
en él como un fuerte e inequívoco estimulante) tomó la palabra:
—Respecto al artículo, príncipe, reconozco ser su autor, aunque mi amigo
(a quien suelo perdonar muchas cosas en razón a su mal estado de salud) acabe
de criticarlo tan acerbamente. Lo escribí y publiqué en el periódico de un
amigo en forma de carta. Lo único no mío son los versos, debidos en realidad
a un escritor satírico. Sólo lo leí a Burdovsky, aunque no completo, y él me
autorizó en el acto a publicarlo. Usted convendrá que yo podía haberlo hecho
imprimir incluso sin su consentimiento. El derecho a la publicidad es un
derecho de todos, y un derecho conveniente y útil. Creo, príncipe, que es usted
lo bastante progresista para osar negarlo… —No niego nada; pero reconozca que ese artículo…
—¿Quiere usted decir que es duro? Tal vez; pero, en cierto modo, el interés
de la sociedad lo exige así, como usted mismo admitirá, sobre todo en un caso
flagrante como el presente. Será lamentable para los culpables, sí; pero
beneficioso para la sociedad. En cuanto a alguna pequeña inexactitud, a alguna
exageración, por decir así, ¿no es cierto que lo importante es el fin, la
intención, la iniciativa? En principio se trata de un ejemplo moral, tras el que
cabe examinar los casos particulares. Y en cuanto al estilo, se trata de un
artículo humorístico y no me negará usted que todo el mundo escribe así. ¡Ja,
ja, ja!
—Yo les aseguro, señores —declaró Michkin—, que han seguido ustedes
un camino erróneo. Usted ha publicado el artículo en la certeza de que yo no
consentiría en dar satisfacción al señor Burdovsky y, fundándose en ello, ha
insertado ese ataque para intimidarme y vengarse de mi presunta negativa.
Pero, ¿qué sabían ustedes respecto a mis intenciones? Podía ser que yo
hubiese decidido atender al señor Burdosky. Y es más: les declaro ahora sin
rodeos, en presencia de testigos, que pienso hacerlo así…
—Esas son palabras nobles e inteligentes propias de un hombre inteligente
y nobilísimo —proclamó el boxeador.
—¡Dios mío! —se lamentó Lisaveta Prokofievna.
—¡Es intolerable! —rezongó Epanchin.
—Permítanme, señores, permítanme —rogó el príncipe—. Les voy a
exponer el asunto. Hace cinco semanas recibí la visita del señor Tchebarov,
apoderado del señor Burdovsky. Usted, señor Keller —intercaló Michkin,
volviéndose al ex oficial, con una sonrisa— hace en su artículo una
descripción muy halagüeña de Tchebarov, pero a mí no me agradó
extraordinariamente. Desde el primer momento comprendí que Tchebarov era
el alma de todo esto y que, hablando francamente, había abusado de la
ingenuidad del señor Burdovsky para promover esta reclamación.
—¡Usted no tiene… derecho! ¡Yo no soy… un ingenuo! —balbució
Burdovsky, agitadísimo.
—No tiene usted el derecho de sugerir tales apreciaciones —declaró, con
tono de autoridad, el sobrino de Lebediev.
—Lo que dice usted es infinitamente ofensivo —clamó Hipólito—. Se
trata de una suposición gratuita, hiriente y fuera de lugar.
—Perdonen, señores —se apresuró a excusarse Michkin—. Les ruego que
me dispensen. He creído mejor obrar por ambas partes con entera sinceridad;
pero si prefieren que se obre de otro modo… Respondí a Tchebarov que, como no estábamos en San Petersburgo, yo iba a encargar a un amigo que aclarara el
asunto, del cual yo enviaría más adelante noticias a usted, señor Burdovsky.
No vacilo en decirles, señores, que fue la intervención de Tchebarov en este
caso lo que me hizo sospechar que se trataba de un engaño. No se ofendan de
mis palabras, señores. ¡No sean tan susceptibles, por amor de Dios! —exclamó
el príncipe, viendo que Burdovsky se irritaba de nuevo y que los otros
comenzaban a protestar otra vez—. Si les digo que consideraba el asunto
como un engaño, nada en ello les afecta personalmente. Yo no conocía a
ninguno de ustedes; ignoraba sus nombres, y sólo formé opinión sobre
Tchebarov. Hablo en general… ¡Si supiesen la cantidad de engaños de que me
han hecho objeto desde que heredé los bienes que poseo!
—Sí; es usted asombrosamente cándido, príncipe —observó, irónico, el
sobrino de Lebediev.
—Y, con todo, es príncipe y millonario. Quizá tenga usted, en efecto, un
corazón sencillo y bondadoso, pero no puede eximirse a la ley general —dijo
Hipólito.
—Es posible, es posible —admitió Michkin—, aunque no sé a qué ley
general se refiere usted. Continúo. Pero no se ofendan sin motivo, porque les
aseguro que no me propongo afrentarles en modo alguno. Y veo que no puede
decirse una sola palabra sincera sin que ustedes se irriten. En primer lugar,
quedé muy asombrado cuando Tchebarov me mencionó un hijo de Pavlitchev
cuya existencia yo desconocía, así como que se encontrara en situación tan
dolorosa. Pavlitchev había sido mi bienhechor y amigo de mi padre… Y a
propósito, señor Keller: ¿con qué fundamento imputa usted a mi padre hechos
absolutamente indemostrados? Estoy positivamente convencido de que no
dilapidó dinero alguno de la compañía ni maltrató a ningún subordinado suyo.
¿Cómo ha podido escribir usted semejante cosa? Y en lo que concierne a
Pavlitchev, sus afirmaciones son intolerables. De un hombre tan noble no han
vacilado ustedes en hacer un libertino, acusándole de serlo con tanta certeza
como si dijesen la verdad, cuando lo cierto es que jamás ha existido en el
mundo hombre de conducta más morigerada. Era, además, un verdadero sabio,
mantenía correspondencia con diversas celebridades científicas y gastó mucho
dinero en bien de la ciencia. En cuanto a su corazón y sus buenas acciones…
Bien, en eso ha tenido usted razón escribiendo que yo era entonces casi idiota
y que no era capaz de comprender nada (aunque sí entendía y hablaba el ruso);
pero ahora comprendo cuanto Pavlitchev hizo por mí y le doy su verdadero
valor.
—Dispénseme —intervino Hipólito—. ¿No le parece demasiado
sentimentalismo? No somos niños, ¿sabe? Acuérdese de que son más de las
nueve. Vayamos, pues, directamente a los hechos. —Bueno, bueno, señores —repuso Michkin—. Los hechos son que acogí
la noticia al principio con desconfianza; pero luego pensé que acaso me
equivocara y Pavlitchev hubiera, en efecto, dejado un hijo. Sólo me sorprendió
la facilidad con que ese hijo revelaba el secreto de su nacimiento y deshonraba
así a su madre. Tchebarov, en su primera conversación conmigo, me amenazó
ya con la publicidad…
—¡Qué necio! —exclamó el sobrino de Lebediev.
—¡No tiene usted el derecho… no tiene usted el derecho! —protestó
Burdovsky.
—El hijo no es responsable de las inmoralidades de su padre, y la madre
no tiene culpa alguna —añadió Hipólito, con fogosidad.
—Lo cual —observó tímidamente Michkin— me parece una razón más
para evitarle…
—Veo, príncipe, que no sólo es usted cándido, sino que rebasa los límites
de la candidez —declaró el sobrino de Lebediev, con despectiva expresión.
—Y, además, ¿qué derecho tenía usted…? —insistió Hipólito, con voz más
forzada que antes.
—Ninguno, ninguno —se apresuró a confesar el príncipe—. En eso tiene
usted razón. Juzgué de aquel modo involuntariamente y en seguida pensé que
no me asistía el derecho de atenerme en este caso a mis sentimientos
personales, así como que, si creía justo atender los deseos del señor Burdovsky
en consideración a la memoria de Pavlitchev, debía hacerlo a todo evento, esto
es, tanto si el señor Burdovsky despertaba mi estimación como en el caso
contrario. Si he mencionado eso, señores, fue para hacerles comprender que
me pareció poco natural que un hijo divulgase así los secretos de su madre. Sí:
eso me llevó a considerar que Tchebarov era un miserable que había sabido
engañar al señor Burdovsky para formular aquella demanda.
—¡Es intolerable! —exclamaron los visitantes, varios de los cuales se
levantaron de sus asientos.
—Fue precisamente por eso, señores, por lo que opiné que el señor
Burdovsky debía ser un hombre ingenuo, desvalido, fácil instrumento en
manos de granujas, y por lo que me creí en la obligación de ayudarle en su
calidad de «hijo de Pavlitchev», empezando por sustraerle a la influencia de
Tchebarov y convirtiéndome luego en un guía afectuoso y adicto para él…
Decidí, además, darle diez mil rublos, importe a que ascienden, según mis
cálculos, los gastos que Pavlitchev pudo hacer conmigo.
—¡Solamente diez mil! —exclamó Hipólito.
—Creo, príncipe, que o no está usted muy fuerte en aritmética… o lo está demasiado, aunque finja ser un bendito de Dios —manifestó el sobrino de
Lebediev.
El boxeador se inclinó hacia Burdovsky por detrás del respaldo de la silla
de Hipólito y aconsejó a su amigo, en un rápido cuchicheo:
—¡Acepta, Antip! Toma eso por ahora y después ya veremos.
—Permítame decirle, señor Michkin —expuso Hipólito con voz fuerte—
que nosotros no somos los imbéciles lisos y rasos que usted se figura y se
figuran todos los presentes, incluyendo a estas señoras que nos miran con
sonrisas tan despreciativas, y a ese gran señor —y señalaba a Eugenio
Pavlovich—, a quien no tengo el gusto de tratar, aunque creo haber oído
hablar de él…
El príncipe le interrumpió, muy agitado:
—Dispénsenme una vez más, señores, porque una vez más no me han
comprendido. En primer lugar, señor Keller, usted exagera mucho en su
artículo la importancia de mis bienes. Lejos de tener millones, mi herencia
acaso no pasará de la octava o décima parte de lo que usted presume. En
cuanto a mi estancia en Suiza no pudo costar decenas de miles. Schneider
percibía seiscientos rublos por año, y mi pupilaje sólo se pagó durante los tres
primeros. En cuanto a las bellas institutrices que Pavlitchev hacía venir de
París, no existieron nunca sino en la imaginación del señor Keller. ¡Una
calumnia más! En mi opinión, el conjunto de las cantidades gastadas conmigo
está muy por debajo de los diez mil rublos, pero aun así me atuve a esa cifra, y
ustedes convendrán conmigo en que, si se trataba de saldar una deuda, no
podía ofrecer más al señor Burdovsky, por muy bien dispuesto que me sintiera
hacia él. Y aunque quisiera hacerlo, mi delicadeza me lo impediría, porque era
tanto como darle una limosna. ¡No comprendo, señores, cómo no lo ven así!
Por otra parte, no contaba con que mi interés por el desgraciado señor
Burdovsky terminase con esto, sino que me proponía seguir interesándome
amistosamente en mejorar su suerte. Era notorio que le habían engañado,
porque, si no, no habría podido consentir en una bajeza como la de que el
señor Keller divulgara la vergüenza de su madre… Pero, ¿por qué vuelven a
indignarse, señores? ¡Así no acabaremos de entendernos jamás! Y ahora los
hechos me han dado la razón. Acabo de convencerme por mis propios ojos de
que mi suposición era justa.
Michkin insistía en persuadir a los visitantes, en calmar su excitación, y no
reparaba en que sólo conseguía hacerla crecer. Le interpelaron a coro, airados:
—¿Convencerse de qué?
—En primer lugar, he podido formarme una idea exacta de quien es el
señor Burdovsky; es decir, he podido cerciorarme del carácter que tiene… Es un hombre ingenuo, a quien cualquiera sería capaz de engañarle. Un hombre
desventurado, desvalido… y por lo tanto debo disculparle… En segundo lugar,
Gabriel Ardalionovich, en la entrevista que ha tenido conmigo hace una hora,
me ha puesto al corriente de todos los designios de Tchebarov, me ha dicho
que posee todas las pruebas de la maldad de sus planes y me ha confirmado
que Tchebarov es precisamente lo que yo suponía. Sé, señores, que mucha
gente me considera como un idiota. Fundándose en mi reputación de hombre
que afloja fácilmente los cordones de la bolsa, Tchebarov ha juzgado posible
engañarme, explotando principalmente el buen recuerdo que conservo de
Pavlitchev. Pero lo principal… ¡Déjenme acabar, señores! Lo principal es que
ha resultado que el señor Burdovsky no es hijo de Pavlitchev. Gabriel
Ardalionovich me ha comunicado antes ese descubrimiento y asegura que
posee pruebas definitivas. ¿Qué les parece? ¿No es cierto que tal cosa se
creería imposible después de cuanto se ha dicho aquí? Pero observen que
existen, a lo que creo, pruebas positivas… No es que yo lo crea todavía, e
incluso diría resueltamente que no lo creo, ya que Gabriel Ardalionovich no ha
tenido tiempo de darme detalles completos. Pero de que Tchebarov es un
canalla no puedo seguir dudando ya. Ha engañado al infeliz señor Burdovsky
y a todos ustedes, señores, que han acudido caballerosamente en apoyo de su
amigo (quien, ya lo comprendo, necesita, en efecto, apoyo), complicándoles a
todos en una estafa, pues este asunto en el fondo no es otra cosa.
—¡Una estafa! ¡Qué no es el «hijo de Pavlitchev»! ¡No es posible!
Aquellas palabras sólo expresaban muy débilmente la estupefacción en que
las palabras de Michkin habían sumido a todo el grupo de Burdovsky.
—Sí: una estafa. Puesto que el señor Burdovsky no es hijo de Pavlitchev,
su reclamación no constituiría ni más ni menos que una tentativa de estafa, en
el supuesto de que él hubiese conocido la verdad. Pero le han engañado e
insisto en este punto para justificarle y repito que su ingenuidad le hace digno
de compasión y de apoyo. De ser de otro modo, figuraría en este asunto como
un granuja. Mas estoy seguro de que no se da cuenta de lo que sucede. Yo me
hallaba en una situación parecida a la suya antes de ir a Suiza; balbucía, como
él, palabras incoherentes; quería expresar mi pensamiento y no podía… Me
hago cargo de eso, y por ello estoy en mejor situación para compadecer al
señor Burdovsky. Como me he encontrado en idéntico estado que él, tengo
motivos para hablar de ello. De modo que, aun cuando no haya nada parecido
a que el señor Burdovsky sea hijo de Pavlitchev, y aunque todo resulte ser un
engaño, no cambiaré y estoy dispuesto a darle diez mil rublos en memoria de
Pavlitchev. Antes de recibir la reclamación del señor Burdovsky me proponía
dedicar esa cantidad a fundar una escuela para honrar la memoria de mi
bienhechor; pero la honraré de igual modo ofreciendo esos diez mil rublos al
señor Burdovsky, puesto que, si no es «hijo de Pavlitchev», ha sido tratado por él casi como un hijo. Esa circunstancia fue la que permitió a un canalla
engañarle, haciéndole creer sinceramente que era «hijo de Pavlitchev».
Atiendan, pues, señores a Gabriel Ardalionovich. Vamos, no se irriten, no se
inquieten: siéntense… Gabriel Ardalionovich va a explicárnoslo todo
inmediatamente. Yo mismo, lo reconozco, ardo en deseos de conocer el asunto
en todos sus detalles. Gabriel Ardalionovich dice que incluso ha visitado a su
madre, en Pskov, señor Burdovsky. Su madre, que no ha muerto, aunque así lo
diga el periódico… Siéntense señores, siéntense…
El príncipe se sentó y logró que le imitase todo el grupo de Burdovsky. En
el curso de los diez o veinte últimos minutos, Michkin, impacientado por las
continuas interrupciones, había levantado la voz y hablado con más energía,
por lo que a la sazón lamentaba ciertas palabras que se le habían escapado en
el calor de la peroración. De no haberle apremiado los visitantes de tal modo,
no se habría permitido expresar tan abiertamente ciertas suposiciones. Y
cuando calló, punzantes remordimientos laceraban su alma. Además de
ofender a Burdovsky declarando ante testigos que le creía víctima de la
enfermedad de que él se había curado en Suiza, se reprochaba como una
grosera indelicadeza el haberle ofrecido diez mil rublos en presencia de todos.
Y pensaba: «Debí esperar hasta mañana y ofrecerle ese dinero cuando nos
hallásemos a solas. Ahora ya no hay remedio: el mal está hecho. Sí, soy un
idiota, un verdadero idiota», concluyó Michkin para sí, en un paroxismo de
vergüenza y disgusto.
Hasta entonces Gania se había mantenido apartado de todos sin hablar. Al
interpelarle Michkin, se colocó al lado de éste y con voz clara y reposada
comenzó a explicar el desarrollo de la gestión que se le había confiado. Todas
las conversaciones se interrumpieron. Los reunidos, y en particular el grupo de
Burdovsky, escuchaban con viva curiosidad.
IX
—No negará usted —empezó Gania, dirigiéndose a Burdovsky, que le
escuchaba con atención, abriendo mucho los ojos, en un estado de agitación
extraordinario—, no negará usted en serio, digo, que su nacimiento tuvo lugar
dos años después del matrimonio de su madre con su padre, el secretario del
colegio, señor Burdovsky. Nada más sencillo que establecer con hechos la
fecha de su nacimiento, por lo cual sólo puede ser un capricho de la mente del
señor Keller la sugestión, tan ultrajante para la madre de usted, que ha dado
motivo a todo este revuelo. Cierto que su fin, al alterar así la verdad, era servir
mejor a usted, presentando su derecho como más legítimo. El señor Keller afirma que le leyó ese artículo previamente, mas no completo. Seguramente
omitió ese párrafo…
—No se lo leí, en efecto —interrumpió el boxeador—, pero los hechos me
habían sido comunicados por una persona enterada, y…
—Perdón, señor Keller —atajó Gania—. Déjeme hablar. Le aseguro que en
el momento oportuno hablaremos de su artículo y entonces podrá usted
explicarse. Pero por ahora es innecesario anticipar los hechos. De un modo
casual, por intermedio de mi hermana, Bárbara Ardalionovna Ptitzina, obtuve
de su íntima amiga, la viuda Vera Alexievna Zubkona, una carta escrita a esta
señora hace veinticuatro años por Nicolás Andrievich Pavlitchev, quien estaba
entonces en el extranjero. Una vez en relación con Vera Alexievna, me dirigí,
en virtud de sus indicaciones, al coronel retirado Timoteo Fedorovich
Viazovkin, pariente lejano y antiguo amigo íntimo del señor Pavlitchev. El
coronel me entregó otras dos cartas de Pavlitchev, escritas también desde el
extranjero. Estos tres documentos, sus fechas y los hechos que mencionan,
demuestran del modo más irrefutable que dieciocho meses antes del
nacimiento de usted, señor Burdovsky, Nicolás Andrievich se fue al
extranjero, donde pasó tres años consecutivos. Y usted sabe, señor Burdovsky,
que su madre no ha salido nunca de Rusia. Es muy tarde y considero superfluo
leer ahora esas cartas; me limito a testimoniar su existencia. Pero si usted
quiere, señor Burdovsky, vaya mañana a mi casa, con todos los testigos que
quiera, y con peritos en grafología, y me comprometo a probarle la plena
exactitud de cuanto le comunico. Y desde ese momento, naturalmente, la
cuestión quedará zanjada.
Las palabras de Gabriel Ardalionovich produjeron hondo asombro. En
medio de una excitación general, Burdovsky volvió a levantarse.
—Siendo así, he sido engañado, engañado… hace mucho tiempo… Pero
no por Tchebarov… No quiero peritos… no quiero ir a su casa… no quiero los
diez mil rublos… Renuncio a todo. Adiós…
Cogió su sombrero y empujó hacia atrás su silla, para retirarse. Gania le
dijo amablemente:
—Le ruego que espere cinco minutos si le es posible, señor Burdovsky
Debo revelar ciertos hechos de la mayor importancia, en especial para usted.
Por lo menos, hechos muy curiosos. Considero indispensable que los conozca
y seguramente no lamentará usted que este asunto llegue a su total
esclarecimiento.
Burdovsky volvió a sentarse en silencio e inclinó la cabeza, cual un
hombre sumido en profundas meditaciones. El sobrino de Lebediev, que se
había levantado para acompañar a su amigo, se sentó, también. Doktorenko no había perdido su confianza en sí mismo, ni su presencia de ánimo, pero se le
notaba cierto desasosiego. Hipólito parecía anonadado y, en apariencia, muy
sorprendido. En aquel momento sufrió un violento acceso de tos, llevóse el
pañuelo a la boca y lo retiró manchado de sangre. El boxeador estaba casi
aterrorizado.
—Antip —dijo con cierto reproche—, ya te advertí anteayer que acaso en
realidad no fueses hijo de Pavlitchev.
Se oyeron risas sofocadas. Dos o tres de los presentes rieron más
fuertemente que los demás.
—Lo que acaba usted de comunicarnos tiene mucho valor, señor Keller —
declaró Gabriel Ardalionovich—. Ahora bien, los rigurosos datos que poseo
me autorizan a creer que el señor Burdovsky, aunque perfectamente informado
de la fecha de su nacimiento, desconocía esa permanencia de Pavlitchev en el
extranjero, donde pasó casi toda su vida, no viniendo a Rusia sino para
estancias muy cortas. Además, el viaje de que se trata es un hecho lo bastante
insignificante en sí para que los amigos de Pavlitchev lo recuerden con
precisión después de veinte años. Con mayor razón, pues, debe ignorarlo el
señor Burdovsky, que no había nacido. Claro que, como se acaba de probar, no
es imposible hallar la prueba de la ausencia de Pavlitchev. Pero debo
reconocer que mis gestiones fueron facilitadas por la casualidad, sin la cual
acaso no hubieran tenido éxito. Realmente era casi imposible para los señores
Burdovsky y Tchebarov el informarse en debida forma, aun suponiendo que
hubieran tenido la idea de realizarlo. Pero acaso no pensaron en ello
siquiera…
Hipólito, súbitamente, interrumpió a Gania diciendo con irritación:
—Permítame, señor Ivolguin. ¿A qué viene todo esto? El asunto está claro
y nosotros damos por cierto el hecho principal. ¿Para qué, pues, entrar en
detalles penosos y tristes? ¿Acaso quiere usted jactarse de la habilidad de sus
pesquisas y alardear ante el príncipe y ante nosotros de ser un hábil
«detective»? ¿O se propone disculpar a Burdovsky acreditando que se ha visto
envuelto en este asunto por ignorancia? Eso es una insolencia, señor Ivolguin.
Burdovsky, como puede usted comprender, no necesita que usted le exculpe.
Ello constituye una ofensa para Burdovsky, y su situación es ya bastante
dolorosa y delicada sin necesidad de que usted la agrave. ¿Cómo no se hace
cargo de ello?
—Calma, señor Terentiev, calma —respondió Gania—. Tranquilícese y no
se irrite. Creo que no se encuentra usted bien, ¿verdad? Lo siento… Si usted
quiere, terminaré resumiendo brevemente lo que, según mi opinión, no sería
inútil expresar con todo detalle. —Y notando entre los oyentes una agitación
semejante a la impaciencia, añadió—: Deseo únicamente hacer constar, para informe de todos los interesados, que si el señor Pavlitchev se mostró tan
benévolo con la madre del señor Burdovsky, fue únicamente porque dicha
señora era hermana de una joven de la que Pavlitchev había estado enamorado
en su primera juventud, y con la que sin duda se hubiese casado si ella no
hubiese muerto de repente. Poseo pruebas de que esta circunstancia,
absolutamente cierta, no ha dejado sino un recuerdo muy confuso, o, con más
exactitud, nulo del todo. Podría explicarles cómo su madre, señor Burdovsky,
fue recogida, cuando sólo contaba diez años, por Pavlitchev, quien atendió a
su educación y más tarde le dio una dote importante. Esta cariñosa solicitud
inquietó a los numerosos parientes de Pavlitchev, los cuales llegaron a suponer
en él intenciones de casarse con su protegida. Pero el caso fue que, en fin de
cuentas, la joven, al llegar a los veinte años, se casó por amor, como puedo
acreditarlo del modo más indiscutible, con un funcionario público, un
agrimensor, llamado Burdovsky. De los datos recogidos por mí resulta que
dicho señor Burdovsky, al recibir los quince mil rublos que constituían la dote
de su mujer, abandonó el empleo para lanzarse a empresas comerciales y,
como era un hombre sin espíritu práctico, le engañaron, perdió cuanto tenía y
se entregó a la bebida para olvidar sus desgracias. Sus excesos acortaron su
existencia, y murió a los ocho años de casado. Su viuda, según declaración de
ella misma, quedó en la miseria y habría muerto de hambre de no ser por la
generosa ayuda de Pavlitchev, quien le asignó una pensión mensual de
seiscientos rublos. Hay innumerables testimonios, señor Burdovsky, de que
Pavlitchev se mostró muy cariñoso con usted desde que era usted un niño muy
pequeño. De esos testimonios, ratificados por la aserción de su madre, resulta
que Pavlitchev le quería, sobre todo, porque era usted tartamudo, enclenque y
enfermizo. Y Nicolás Andrievich, como se me ha demostrado, ha sentido
siempre predilección por todos los infelices de ese género, en especial si eran
niños. A mi juicio, ello tiene mucha importancia en este caso concreto.
Finalmente, y para acabar de hacer ostensibles mis talentos de investigador, les
diré que he llegado a descubrir un detalle fundamental, y es que, viendo el
vivo afecto que Pavlitchev demostraba hacia usted, señor Burdovsky, porque
gracias a él cursó usted los estudios superiores y le enseñó de un modo
especial, los parientes y criados de Nicolás Andrievich acabaron
persuadiéndose gradualmente de que era usted hijo suyo y de que el difunto
señor Burdovsky no había sido más que un esposo engañado. Pero notemos
que esa idea no se convirtió en creencia positiva y general sino en los últimos
años de la vida de Pavlitchev, es decir, cuando sus parientes temían perder la
herencia, cuando los hechos primitivos se habían olvidado y cuando no existía
modo de aclarar directamente las cosas. Sin duda usted mismo, señor
Burdovsky, se informó de aquella suposición y no vaciló en admitirla como
una verdad. Su madre, a quien he tenido el honor de conocer recientemente,
estaba informada de todos esos rumores, pero aun hoy ignora (y yo se lo he ocultado) que usted los acogiese con tanta complacencia. Yo, señor
Burdovsky, he encontrado en Pskov a su muy honorable señora madre,
sumida, efectivamente, en la miseria en que cayó a raíz de la muerte de
Pavlitchev, y ella me ha informado, con lágrimas de reconocimiento, de que
sólo vive gracias a la ayuda de su hijo… Espera mucho y cree sinceramente en
sus éxitos futuros…
—¡Acabemos! —dijo el sobrino de Lebediev, con vehemencia—. ¡Es
insoportable! ¿A qué viene toda esta novela?
—¡Es indignante e increíble! —acrecentó Hipólito, con un violento
ademán.
Burdovsky calló y permaneció inmóvil.
—¿A qué viene? —repitió, con burlona sorpresa, Gabriel Ardalionovich—.
En primer lugar, supongo que ahora el señor Burdovsky estará convencido de
que Pavlitchev le quería por magnanimidad, no por sentimiento paterno. Urgía
informar de ello al señor Burdovsky, quien hace muy poco, después de la
lectura del artículo que saben, aprobó y sostuvo al señor Keller. Hablo de esta
manera, señor Burdovsky, porque le considero un hombre honrado. En
segundo lugar, resulta evidente que en todo el caso no ha habido intento de
estafa, ni aun por parte de Tchebarov, lo que es importante para mí hacer
constar, porque en el calor de sus palabras el príncipe ha sugerido que yo había
descubierto las maquinaciones ilegales de Tchebarov. Por el contrario, todos
han procedido de buena fe, y aunque bien puede ocurrir que Tchebarov sea un
perfecto granuja, en este caso ha obrado como un abogado hábil e inteligente.
Ha visto aquí un asunto que podía dejarle mucho dinero, y no ha calculado
mal, porque contaba por una parte con el desinterés del príncipe y su
respetuoso agradecimiento hacia el difunto Pavlitchev, y por otra con el punto
de vista caballeresco desde el cual considera el príncipe los deberes impuestos
por el honor y la conciencia. En cuanto al señor Burdovsky, dadas ciertas ideas
que profesa, puede afirmarse que se ha lanzado a este asunto sin ningún
pensamiento de lucro personal, sino instigado por Tchebarov y los que le
rodeaban y creyendo firmemente lo que le decían, esto es, que se trataba de
hacer un servicio a la justicia, al progreso y a la humanidad. En resumen, llego
a la conclusión de que el señor Burdovsky es, aunque las apariencias le
condenen, un hombre irreprochable, y el príncipe puede con razón ofrecerle su
amistad y el auxilio en metálico que le ha prometido poco antes, cuando habló
de la escuela y de Pavlitchev…
—Calle, Gabriel Ardalionovich, calle —interrumpió Michkin, realmente
disgustado.
Pero era tarde. Burdovsky vociferó, con indignación: —¡Ya he dicho no sé cuántas veces que no quiero ese dinero! No lo tomaré
porque… porque no quiero… Y ahora me voy…
Ya se alejaba precipitadamente de la terraza cuando el sobrino de Lebediev
le detuvo cogiéndole por el brazo y cuchicheándole unas palabras al oído.
Burdovsky volvió bruscamente sobre sus pasos, sacó del bolsillo un envoltorio
sin abrir, en el que se veía escrita una dirección, y lo arrojó sobre una mesita
que se hallaba al lado de Michkin.
—¡Ahí tiene su dinero! ¡Su dinero! ¿Cómo se atrevió… cómo…?
—Son los doscientos cincuenta rublos que le envió usted por intermedio de
Tchebarov aclaró Doktorenko.
—¡Y en el artículo se habla de cincuenta! —exclamó Kolia.
El príncipe se acercó a Burdovsky.
—Perdone, señor Burdovsky, la culpa es mía… No obré bien con usted, lo
reconozco, pero no le envié esa cantidad como una limosna. Me reprocho
ahora… y debí reprocharme antes…
Michkin, muy emocionado, parecía abatido por la fatiga y apenas
pronunciaba más que palabras incoherentes.
—He hablado de estafas y de granujas, pero mis palabras… no se referían
a usted… Me he equivocado… He dicho que usted estaba… enfermo como
yo… Pero usted no es como yo… Usted… usted da lecciones; mantiene a su
madre… He dicho que deshonraba usted el nombre de su madre… Pero usted
la quiere: ella misma lo dice… Perdóneme… Gabriel Ardalionovich no me
había explicado… Me he atrevido a ofrecerle… diez mil rublos… Pero he
hecho mal… Debí proponérselo de otro modo… Y ahora, ya no hay
remedio… Y usted me desprecia…
—¡Esta es una casa de locos! —exclamó la generala.
—Una verdadera casa de locos, sí —apoyó Aglaya, ásperamente.
Aquellas palabras se perdieron en el bullicio general. Todos hablaban a la
vez: unos disputaban, otros comentaban, algunos reían. Iván Fedorovich,
indignado hasta el extremo, mostrando el severo aspecto de la dignidad
ultrajada, sólo esperaba, para marcharse, a que se le reuniese su mujer. El
sobrino de Lebediev tomó la palabra:
—Hay que hacerle justicia, príncipe. Sabe usted sacar muy buen partido de
su… digamos de su enfermedad, por emplear una expresión cortés. Usted se
las ha arreglado para ofrecer su amistad y su dinero de modo tan hábil, que
ahora es imposible para un hombre honrado aceptar ni una ni otro. Es usted
muy cándido… o muy inteligente… Usted sabe mejor que nadie cuál de las dos palabras es aplicable en este caso.
—Dispensen, señores —dijo Gania, que había abierto entre tanto el
envoltorio—. Aquí sólo hay cien rublos y no doscientos cincuenta. Lo quiero
hacer notar así, príncipe, para evitar equívocos.
—Deje, deje —dijo Michkin, haciendo signo a Gania de que callase.
—No, no «deje» —atajó vivamente el sobrino de Lebediev—. Su «deje»,
príncipe, es muy ofensivo para nosotros. Nosotros no tenemos por qué ocultar
nada; obramos a la luz del día. Es verdad que ahí van cien rublos y no
doscientos cincuenta, lo que no es igual.
—No, no es igual —dijo Gania con ingenua extrañeza.
—No me interrumpa señor abogado. No somos tan tontos como usted cree
—repuso el sobrino de Lebediev, con despecho—. Es claro que entre
doscientos cincuenta y ciento existe una diferencia, pero aquí lo importante es
el principio, la iniciativa. La falta de ciento cincuenta rublos es un mero
detalle. Lo importante, excelentísimo príncipe, es que Burdovsky no acepta su
limosna y se la tira a la cara. Desde este punto de vista lo mismo da que haya
ahí cien rublos o doscientos cincuenta. Acaba usted de ver que Burdovsky ha
rehusado diez mil rublos. Y de no ser un hombre honrado, no le habría
devuelto los cien rublos. Los ciento cincuenta que faltan han sido dados a
Tchebarov para compensarle de los gastos que tuvo que hacer cuando fue a
visitar al príncipe. Puede usted burlarse de nuestra torpeza e inexperiencia en
los negocios: es igual, porque ya nos ha puesto bastante en ridículo. Pero le
aconsejo que no nos acuse de hombres sin honradez. Esos ciento cincuenta
rublos, señor mío, los reuniremos entre todos para reembolsarlos al príncipe, y
pagaremos la deuda íntegra, con los intereses, aunque sea rublo a rublo.
Burdovsky es pobre y no millonario, y Tchebarov le pasó la cuenta después de
su viaje. Y nosotros contábamos salir con éxito de esta empresa… ¿Quién no
hubiera hecho lo mismo en nuestro lugar?
—¡Vaya una ocurrencia! —exclamó el príncipe Ch.
—¡Aquí acabaré perdiendo la cabeza! —dijo la generala.
—Esto me recuerda —comentó Eugenio Pavlovich, riendo— la célebre
defensa reciente de un abogado que, queriendo justificar a un asesino que
había matado a seis personas para robarles, invocaba la pobreza de su
defendido como una atenuante. «Es muy natural (concluyó el defensor) que,
dada la miseria en que se encontraba, mi patrocinado resolviese matar a seis
personas. ¿Quién de nosotros, señores, no habría pensado lo mismo en su
lugar?».
—¡Basta! —rugió Lisaveta Prokofievna, temblorosa de ira—. Ya es horade poner término a esta insensatez…
Y, presa de espantosa sobreexcitación, echó la cabeza hacia atrás y su
mirada relampagueante, preñada de amenazas y retos, fulminó a todos los
presentes, en quienes, en su exaltación, no distinguía, sin duda, los amigos ni
los adversarios. Su cólera, largo tiempo contenida, sentía la imperiosa
necesidad de descargar sobre alguien. Los que conocían a Lisaveta
Prokofievna comprendieron que su indignación rebasaba todos los límites. Al
día siguiente, su marido decía solemnemente al príncipe Ch.: «Mi mujer suele
padecer accesos nerviosos, pero casi nunca como el de ayer. Pueden
producirse una vez cada tres años, pero no tan a menudo, no tan a menudo…»
—Déjeme en paz, Ivan Fedorovich —exclamó Lisaveta Prokofievna—. ¿A
santo de qué se le ocurre ofrecerme el brazo ahora? Usted es marido y cabeza
de familia: su deber era haberme sacado de aquí aunque fuese arrastrándome
por los pelos si yo cometía la necedad de negarme a marchar. Al menos, pudo
usted pensar en sus hijas… Pero ahora sabremos volver solas; no se preocupe.
¡Tengo bastante vergüenza encima para todo un año! Esperen: quiero dar las
gracias al príncipe. Sí, príncipe, muchas gracias por el placer que nos has
procurado. Me has permitido escuchar a esos jóvenes. ¡Oh, qué infinita bajeza!
¡Qué escándalo y qué caos! ¡Parece una pesadilla! ¿Es posible que haya otros
tipos como éstos? ¡Silencio, Aglaya! ¡A callar, Alejandra! Esto no es cosa
vuestra. No dé vueltas a mi alrededor, Eugenio Pavlovich; me es usted
insoportable… Y tú, querido —y ahora se dirigía a Michkin—, ¿vas a pedirles
perdón, verdad? ¡Claro! ¿Qué menos puedes hacer sino rogarles que te
perdonen después de que les has hecho la ofensa de ofrecerles una fortuna? —
Y mirando al sobrino de Lebediev, vociferó—: ¿Puede saberse de qué te ríes,
charlatán? «Nosotros no solicitamos: exigimos; nosotros rechazamos los diez
mil rublos…» ¡Cómo si no supieses muy bien que mañana este idiota irá en
busca vuestra para ofreceros otra vez su amistad y su dinero! ¿Verdad que irás,
príncipe? ¿Verdad que sí? Vamos, habla: ¿irás o no?
—Iré —repuso Michkin, con dulzura y humildad, pero firmemente.
—Ya lo has oído. Y tú contabas con ello —prosiguió la generala,
interpelando al sobrino de Lebediev—. Tú estás ahora tan seguro del asunto
como si tuvieses el dinero en el bolsillo, y aun pretendes alardear de
magnánimo, para echarnos arena a los ojos… ¡No, hijo mío: a otras con ésas!
¡A mí no me engañas con tus cuentos! ¡Te comprendo muy bien!
—¡Lisaveta Prokofievna! —imploró Michkin.
—Vayámonos, Lisaveta Prokofievna; ya es hora. Nos llevaremos al
príncipe con nosotros —dijo Ch., sonriendo, con la voz más tranquila que
pudo. Las jóvenes, realmente asustadas, se mantenían aparte de los demás. Su
padre estaba aterrorizado. El lenguaje de su mujer había dejado estupefactos a
todos. Algunos, fuera del grupo, sonreían a escondidas. El rostro de Lebediev
expresaba un verdadero éxtasis.
—Escándalos y caos como éste, señora, se encuentran en todas partes —
repuso Doktorenko, procurando dominar el desconcierto que le poseía.
—¡Cómo éste, no! ¡Cómo éste con que nos has obsequiado, no, padrecito!
—bramó histéricamente generala—. ¿Quieren dejarme en paz de una vez? —
dijo con violencia a los que se esforzaban en tranquilizarla—. Si como acaba
de contar usted, Eugenio Pavlovich, un abogado ha dicho en pleno tribunal
que la miseria justifica el asesinato de seis personas, ello demuestra que nos
aproximamos al fin del mundo. ¡No había oído aún tal enormidad! Ahora lo
comprendo todo, ¿acaso creen que este sietemesino —y señalaba al anonadado
Budovsky— no acabará cometiendo algún asesinato? ¡Apuesto a que lo
comete! Es posible que rechace el dinero del príncipe, porque su conciencia
sin le permita tomarlo, pero luego irá a robarle por la noche y se apoderará de
sus rublos después de asesinarle. Y robará con plena tranquilidad moral. No lo
considerará como una deshonra, sino como un estallido de «noble
indignación», o como «una protesta», o Dios sabe como qué… ¡Qué asco!
Todo está revuelto, todo anda trastornado… A lo mejor se encuentran
muchachas que han sido cuidadosamente educadas en la casa paterna y que de
pronto, en plena calle, saltan a un fiacre y dicen: «Mamá: me he casado el otro
día con Fulano o Mengano: adiós». ¿Y esto les parece bien? ¿Es digno y
natural un proceder así? ¿Constituye también una parte de los derechos de la
mujer? El otro día este mocoso —y señalaba a Kolia— me hablaba de «la
cuestión feminista». ¡Pero aunque la madre de ese tipo de Burdovsky sea una
imbécil, su deber de hijo es respetarla! ¿Qué es eso de presentarse
insolentemente aquí, de noche cerrada, con esa cara dura y decir a este necio
del príncipe: «Concédenos todos los derechos, y ojo con rechistar en presencia
nuestra. Muéstranos el más profundo respeto o te trataremos peor que al
último criado»? En su artículo le han calumniado como villanos, y, sin
embargo, se jactan de hombres que luchan por la verdad y la justicia. «No
imploramos: exigimos; no te daremos las gracias: bástete la satisfacción de tu
conciencia». ¡Qué magnífica moral! Pero si vosotros creéis que el príncipe no
tiene derecho a vuestro agradecimiento, con igual razón puede él no sentir
ninguno hacia Pavlitchev. Vosotros no le habéis prestado dinero; no os debe
nada. ¿En qué podéis fundaros sino en el agradecimiento? Y puesto que
apeláis a ese sentimiento en los otros, ¿por qué vosotros os consideráis con
derecho a no ser agradecidos? ¡Están locos! Consideran a la sociedad bárbara
e inhumana porque desprecia a una joven seducida. Pero, si es cierta, esa
barbarie consiste en hacer sufrir a la mujer a causa del desprecio de la
sociedad. ¡Y para arreglar las cosas proclamáis la deshonra de la mujer en los periódicos, de modo que sufra más aún! ¡Locos! ¡Insensatos! ¡No creen en
Dios; no creen en Cristo! Pero yo os predigo que, en la vanidad y la soberbia
que os roen, acabaréis devorándoos los unos a los otros. ¿No es esto caótico,
no es absurdo, no es infame? ¡Y pensar que después de todo lo ocurrido este
desgraciado les pide perdón! ¿Es posible que haya otros individuos como
éstos? ¿Por qué sonríe usted? ¿Por qué me rebajo a hablarle? Pero ya me he
rebajado y no hay remedio… —Y volviéndose a Hipólito, continuó—: ¡Basta
de muecas, saco de huesos! ¡Está casi en la agonía y aun se dedica a pervertir
al prójimo! Tú has maleado a este chiquillo —y señalaba a Kolia otra vez—,
tú le has trastornado la cabeza, tú le enseñas a ser un incrédulo, tú no crees en
Dios, cuando, por tu edad, aun necesitarías unos buenos azotes… ¡Maldito
chicuelo! Príncipe León Nicolaievich: ¿piensas ir mañana a casa de estos
hombres?
—Sí.
—Bueno, pues no vuelvas a presentarte ante mí jamás. —Y tras un brusco
movimiento para retirarse, se volvió de pronto—: ¿Vas a ir a casa de este ateo?
Señalaba a Hipólito. De repente, con un espantoso alarido, se lanzó hacia
el muchacho, cuya sonrisa burlona la exasperaba.
—¡Lisaveta Prokofievna! ¡Lisaveta Prokofievna! ¡Lisaveta Prokofievna!
—se oyó gritar por todas partes.
—¡Qué vergüenza, maman! —exclamó Aglaya.
La generala había asido el brazo del joven y lo oprimía con violencia,
mientras le miraba con ojos fulgurantes de cólera.
—No se preocupe, Aglaya Ivanovna —dijo Hipólto serenamente—. Su
madre no es capaz de agredir a un moribundo. Y, si ella me lo permite,
explicaré el motivo de mi sonrisa.
Un fuerte acceso de tos que se prolongó más de un minuto le impidió
terminar la frase.
—¡Está agonizando y aun habla y habla! —clamó Lisaveta Prokofievna,
soltando el brazo de Hipólito, aterrada al ver la sangre que acudía a los labios
del joven—. ¿Por qué te empeñas en perorar? ¡Más te valdría irte a la cama,
desgraciado!
—Es lo que pienso hacer —dijo él, con voz ronca—, en cuanto vuelva a
casa. Sé muy bien que no he de vivir más de quince días. El propio Botkin me
lo ha dicho la semana pasada. Y por esta razón, si usted me lo permite,
quisiera pronunciar dos palabras de despedida.
—¿Estás loco? ¡Lo que necesitas es cuidarte! ¿A qué viene hablar más en
este momento? ¡Pronto, a la cama! —dijo la generala, más aterrorizada cadavez.
—Cuando guarde cama será para no levantarme más —dijo Hipólito,
sonriendo—. Ayer me proponía ya acostarme para morir, pero, puesto que mis
piernas podían sostenerme aún, resolví concederme dos días de tregua… a fin
de acompañar a éstos… Mas estoy muy fatigado…
—Siéntate, siéntate… ¿Por qué estás de pie?
Y Lisaveta Prokofievna acercó una silla al enfermo.
—Gracias —dijo él, suavemente—. Siéntese usted frente a mí y hablemos.
Es preciso que hablemos, Lisaveta Prokofievna —añadió, volviendo a sonreír
—. Hágase cargo de que me encuentro por última vez al aire libre y en
compañía, ya que dentro de dos semanas no estaré ya en este mundo con toda
certeza. Así que mis palabras son en cierto modo mi última despedida a la
naturaleza y a los hombres. No soy, ciertamente, un sentimental, y, sin
embargo, me complace que esto suceda en Pavlovsk. Al menos se contempla
el verdor y…
—No hables, muchacho —dijo Lisaveta Prokofievna, muy asustada—.
¿No ves que tienes fiebre? Te has pasado el tiempo gritando y ahora no puedes
ya ni respirar. ¡Estás exhausto!
—Ya descansaré luego. ¿Por qué no satisfacer mi último deseo? Hace
mucho tiempo que deseaba conocerla, Lisaveta Prokofievna; Kolia, el único
ser viviente que está casi siempre a mi lado, me ha dicho muchas cosas de
usted. La considero una mujer original, incluso extravagante, como acabo de
comprobar ahora mismo. Y, sin embargo, eso es lo que me ha hecho
simpatizar con usted.
—¡Y yo que he estado a punto de darle un golpe, Dios mío!
—No lo hizo gracias a Aglaya Ivanovna, ¿verdad? ¿No es esa joven su hija
Aglaya Ivanovna? Tan bella es que, a pesar de no haberla visto nunca, la he
reconocido en cuanto llegué aquí. Déjeme contemplar, siquiera una vez en mi
vida, semejante belleza —dijo Hipólito, forzando una sonrisa—. Está usted
acompañada por el príncipe, por su esposo, por sus amigos… ¿Por qué
negarme la satisfacción de un último deseo?
—¡Una silla! —pidió la generala.
Y, cogiéndola ella misma, se sentó frente al joven, y ordenó a Kolia:
—Llévale luego a su casa tú mismo. Mañana, yo le visitaré.
—Si me lo permiten, pediré al príncipe una taza de té. ¡No puedo más!
Creo, Lisaveta Prokofievna, que quería usted llevar al príncipe a tomar el té en
su casa. ¿Sabe lo que se podía hacer? Quedarse usted aquí, pasar la velada todos juntos y tomar el té que seguramente el príncipe encargará para todos.
Perdóneme que no ande con cumplidos. Yo sé que usted es buena… y el
príncipe lo es también. Realmente, todos somos buenas personas. ¡Es
gracioso!
Michkin se levantó para dar órdenes. Lebediev salió a toda prisa, seguido
de Vera.
—Eso es cierto —declaró, tajante, la generala—. Habla, pero despacio y
sin exaltarte. Me has conmovido… Príncipe, no mereces que yo tome el té en
tu casa; pero, no obstante, me quedaré. Mas no pienso presentar excusas a
nadie. ¡A nadie! ¡Sería absurdo! De todos modos, príncipe, si te he ofendido,
perdóname…, si quieres perdonarme, por supuesto… Además, no obligo a
nadie a que se quede —dijo volviéndose a su esposo e hijas con aspecto tan
irritado como si le hubiesen inferido alguna grave injuria—. ¡Sé volver sola a
casa perfectamente!
No la dejaron concluir. Todos se congregaron en torno suyo. Michkin instó
a los reunidos para que tomasen el té y se excusó por no habérsele ocurrido la
idea antes. Epanchin contestó con algunas frases corteses y preguntó a su
mujer si no tenía frío en la terraza. Casi estuvo a punto de interrogar a Hipólito
si concurría a la Universidad, pero no llegó a hacerlo. Eugenio Pavlovich y el
príncipe Ch. se mostraron súbitamente joviales y amables. Adelaida y
Alejandra parecían extrañadas aún; pero sus semblantes expresaban
satisfacción.
En resumen todos se alegraban de que la crisis de la generala hubiese
pasado. Tan sólo Aglaya conservaba su expresión sombría y procuraba
mantenerse al margen de los demás.
Los demás visitantes se quedaron también. Nadie quiso retirarse, ni aun el
general Ivolguin. Lebediev, al pasar, cuchicheó a éste unas palabras,
probablemente no muy agradables, porque Ivolguin se apresuró a disimularse
en un rincón. El príncipe invitó también a Burdovsky y sus amigos a tomar el
té. Murmuraron, con aspecto cohibido, que esperarían a Hipólito, y se
sentaron, juntos, en el más lejano extremo de la te Traza. Lebediev debía haber
mandado preparar el té hacía rato, porque fue servido inmediatamente. Daban
las once.
X
Tras humedecer los labios en el vaso de té que lo ofreció Vera Lebediev,
Hipólito lo dejó en la mesa y miró en torno suyo con cierto embarazo. —Fíjese, Lisaveta Prokofievna —comenzó con extraña precipitación—:
este servicio de té, que parece de auténtica porcelana, no ha sido usado nunca
y está siempre guardado en el aparador de Lebediev. Su mujer se lo aportó en
dote y él lo guarda celosamente bajo llave. Pero ahora nos ha servido el té en
esta vajilla, en honor de usted, y sintiendo mucha satisfacción en hacerlo.
Se proponía decir algo más, pero se interrumpió.
—Está cohibido, como yo suponía —cuchicheó Radomsky al oído de
Michkin—. Es mala señal, ¿no cree? Estoy seguro de que ahora su despecho le
hará prorrumpir en alguna salida de tono que ponga a Lisaveta Prokofievna
fuera de sí.
Michkin le miró, interrogativo.
—Veo que eso no le preocupa, príncipe —prosiguió Radomsky—. Le
confieso que a mí tampoco. Incluso deseo esa salida de tono de que hablo.
Conviene que Lisaveta Prokofievna reciba un castigo hoy mismo,
inmediatamente… Y hasta que no lo reciba, no quisiera irme… Pero crea que
está usted febril…
—Sí; no estoy bien… Luego hablaremos —repuso el príncipe con
impaciencia, sin atender apenas a Radomsky.
Acababa de oír a Hipólito pronunciar su nombre.
—¿No lo cree usted? —decía el enfermo, con risa nerviosa—. Lo
comprendo… Pero el príncipe no vacilará en creerlo, ni se asombrará lo más
mínimo…
—¿Oyes, príncipe, oyes? —dijo Lisaveta Prokofievna, volviéndose a
Michkin.
Sonaban risas en el grupo. Lebediev gesticulaba animadamente ante la
generala.
—Dicen —continuó Lisaveta Prokofievna— que este payaso, el dueño de
tu casa, se encargó de corregir el artículo en que se hablaba de ti, príncipe.
Michkin miró con sorpresa a Lebediev.
—¿Por qué no hablas? —exclamó la generala, golpeando el suelo con el
pie.
—Ya veo —dijo Michkin, que continuaba examinando a Lebediev— que,
en efecto, se han encargado de corregirlo.
—¿Es verdad? —preguntó la generala al funcionario.
Éste se llevó la mano al corazón. —Es la pura verdad, excelencia —declaró sin el menor titubeo.
La generala, al oír aquella contestación, expuesta con toda firmeza, estuvo
a punto de dar un salto.
—¡Pues no se envanece de ello encima! —exclamó.
—Soy muy vil, muy vil… —comenzó a balbucir Lebediev, inclinando la
cabeza con humildad y golpeándose el pecho.
—¿Y a mí qué me importa que lo seas? El miserable imagina que con decir
«soy muy vil», se zafa del asunto. Y tú, príncipe (te lo pregunto una vez más),
¿no te avergüenzas de convivir con semejantes canallas? No te lo perdonaré
nunca.
Lebediev, con acento enternecido y de convicción, afirmó:
—El príncipe me perdonará.
Keller, levantándose repentinamente de su asiento, se aproximó a Lisaveta
Prokofievna.
—Hasta este momento, señora —dijo con sonora voz— he guardado
silencio por hidalguía, ocultando el hecho de esta corrección, aunque el propio
que la hizo nos amenazara antes con ponernos en la puerta. A fin de hacer
resplandecer la verdad, debo decir que he utilizado en efecto sus servicios y
que se le han pagado seis rublos por ellos. Pero no le encargué de corregir mi
estilo, sino de que me informara, en calidad de hombre bien enterado, de cosas
que me eran desconocidas casi en absoluto. Los detalles de las polainas, del
apetito del príncipe en el sanatorio suizo, la cifra de cincuenta rublos en
substitución de la de doscientos cincuenta, son todos obra de este hombre, y
por ellos ha cobrado sus seis rublos. Pero conste que el estilo no lo ha
corregido.
—Quiero advertir que sólo corregí la primera parte del artículo —dijo
Lebediev, con una especie de impaciencia febril, que despertó la hilaridad de
los presentes—. Al llegar a la mitad del trabajo, no nos pusimos de acuerdo
sobre cierto concepto y, por consecuencia, no conozco la segunda parte del
escrito. No cabe, pues, atribuirme las numerosas incorrecciones de forma que
se hallan en él…
—¡Fíjense en lo que le preocupa! —exclamó Lisaveta Prokofievna.
—Permítame preguntarle —dijo Eugenio Pavlovich a Keller— cuándo fue
corregido ese artículo.
—Ayer por la mañana —respondió Keller— celebramos una entrevista que
todos prometimos por nuestro honor mantener secreta.
—¡Y entre tanto este gusano se arrastraba ante ti y te aseguraba su adhesión, príncipe! ¡Qué gentuza! Ya puedes guardarte tu Puchkin, ¿lo oyes,
tú? Y que no se le ocurra a tu hija poner los pies en mi casa.
La generala hizo un movimiento para levantarse, pero, viendo reír a
Hipólito, le preguntó con irritación:
—Has querido ponerme en ridículo, ¿verdad?
—No lo permita Dios —dijo él, con forzada sonrisa—. ¡Me sorprende
mucho su extraordinaria originalidad, Lisaveta Prokofievna! Si le he
mencionado la doblez de Lebediev, ha sido a propósito, porque sabía el efecto
que iba a causarle. A causarle sólo a usted, porque el príncipe lo perdonará
todo o, mejor dicho, ya lo ha perdonado. De seguro ha buscado y encontrado
mentalmente una excusa para Lebediev. ¿No es así, príncipe?
A cada palabra que pronunciaba, la excitación del muchacho crecía.
Respiraba con inmensa dificultad.
—¿Y qué? —preguntó la generala, extrañada por el acento del joven.
—He oído contar acerca de usted, Lisaveta Prokofievna, muchas cosas
parecidas, que me han producido viva satisfacción y me han acostumbrado a
apreciarla —continuó Hipólito.
Hablaba de un modo que parecía querer significar lo contrario de lo que
expresaba. Adivinábase en él una intención irónica y a la vez se le notaba
vivamente agitado. Miraba en torno suyo con desasosiego, se turbaba y perdía
a cada instante el hilo de sus ideas. Todo esto, unido a su rostro de tuberculoso
y a la expresión extraviada de sus ojos encendidos, atraía forzosamente la
atención sobre él.
—Podría extrañarme (aunque empiezo por confesar que no conozco nada
del mundo), no sólo el que permaneciese usted tanto tiempo en compañía de
gentes como nosotros, que no somos de su ambiente, sino que dejase a estas…
señoritas oír hablar de un asunto tan escandaloso, incluyendo la lectura del
artículo de marras. Ya supongo, eso sí, que habrán visto cosas parecidas en las
novelas… Desde luego, no sé bien… y además no acierto a expresarme…,
pero ¿quién si no usted, señora, hubiese accedido a la petición de un
muchacho (sí, de un muchacho; lo reconozco) relativa a que pasase la velada
con él y se tomase… interés por todo esto, es decir… por una cosa de la cual
seguramente se avergonzará usted mañana? Insisto en que no me expreso
adecuadamente. Todo esto es para mí muy estimable y respetable, aunque la
cara de Su Excelencia (me refiero a su marido, Lisaveta Prokfievna) indique
bien lo incorrecto que le parece este conjunto de cosas. ¡Ja, ja!
Rompió a reír y de súbito le acometió un acceso de tos que le impidió
durante un par de minutos seguir hablando. —¡Se ahoga literalmente! —dijo la generala, mirándole con fría curiosidad
—. Basta, hijo, basta. Nosotros nos marchamos…
Ivan Fedorovich, harto ya, tomó, la palabra.
—Permítame indicarle, señor —dijo con irritación—, que mi mujer está
aquí en casa del príncipe León Nicolaievich, nuestro común amigo, y que en
todo caso no es usted quién, joven, para juzgar los actos de Lisaveta
Prokofievna, como no es usted quién tampoco para expresar públicamente en
presencia mía la opinión que le merece la expresión de mi rostro. Esto es. Y si
mi mujer está aquí —continuó el general con creciente enojo—, se debe a una
curiosidad muy comprensible hoy día para todos: el interés de comprobar el
extraño modo de ser de ciertos jóvenes… Yo mismo me he quedado acá como
me paro a veces en la calle, para contemplar algo que se puede considerar
como…, como…
Eugenio Pavlovich, viendo navegar al general en busca de una
comparación que no lograba asir, acudió en su ayuda, diciendo:
—Como una rareza.
—Exacto y verdadero —repuso Ivan Fedorovich, satisfecho—; como una
rareza. Pero, en todo caso, lo más asombroso para mí, lo más aflictivo, si la
gramática autoriza en este caso tal expresión, es que usted, joven, no haya
sabido comprender que Lisaveta Prokofievna ha consentido en quedar a su
lado simplemente porque le ve enfermo (usted mismo dice que está
moribundo), esto es, a causa de una compasión producida en ella por sus
palabras de queja, señor. Y, además, me extraña igualmente que no comprenda
usted que el nombre, carácter y posición de mi esposa la ponen por encima de
cualquier bajeza. ¡Lisaveta Prokofievna —concluyó, rojo de ira—, si quieres
venir, despidámonos de nuestro amigo el príncipe, y si no…!
—Gracias por la lección, general —dijo Hipólito, con gravedad insólita,
mirando, pensativo, a Ivan Fedorovich.
—Vámonos, maman. ¡Es demasiado! —exclamó Aglaya con impaciencia,
incorporándose.
—Permítame dos minutos más, Ivan Fedorovich —dijo la generala, con
dignidad—. Creo que el muchacho tiene mucha fiebre y delira; lo leo en sus
ojos. No podemos dejarle volver a San Petersburgo en ese estado. ¿No podría
quedarse en tu casa, León Nicolaievich? ¿Se aburre usted, querido príncipe?
—añadió dirigiéndose al príncipe Ch.—. Ven aquí, Alejandra. Estás
despeinada. Practicó en el cabello de su hija un leve arreglo innecesario y la
besó, lo cual era el motivo real de haberla llamado.
—Yo les creía capaces de elevarse un poco —declaró Hipólito, saliendo de su especie de ensueño. Y con la alegría de quien acaba de recordar una cosa
olvidada, agregó—: Eso es lo que yo quería decir. Vean. Burdovsky ha querido
con toda sinceridad defender a su madre. Y aquí se opina que la deshonra. El
príncipe quiere ayudar a Burdovsky y le ofrece su amistad y una buena suma
de dinero. Acaso sea el único de ustedes que no siente desdén por Burdovsky.
Y, sin embargo, ahí los tienen, hostiles como verdaderos enemigos. ¡Ja, ja, ja!
Todos ustedes aborrecen a Burdovsky porque su modo de obrar, respecto a su
madre les extraña y repele. ¿Verdad que sí? ¿No es cierto? ¿No es cierto?
Todos ustedes son esclavos de la elegancia y la distinción de formas. Sólo les
preocupa eso, ¿no? Hace mucho que me lo figuraba. Pues, no obstante
(¡entérense!) es posible que ninguno de ustedes haya querido a su madre como
Burdovsky a la suya. Ya sé, príncipe, que usted ha enviado dinero
secretamente a esa anciana por intervención de Ganetchka. Pues bien: creo que
Burdovsky juzga indelicado ese proceder. ¡Je, je, je! —rio histéricamente—.
¡Eso es! ¡Ja, ja, ja!
Su respiración volvió a entrecortarse. Rompió a toser.
—¿Has acabado ya? ¿Has acabado ya de una vez? Anda y vete a acostarte.
Tienes fiebre —dijo, impaciente, Lisaveta Prokofievna, cuya mirada inquieta
no se separaba del enfermo—. ¡Dios mío! Aun va a hablar más…
—Me parece que se ríe usted. ¿Por qué se burla de mí? He notado que no
deja usted de reírse a mi costa —dijo Hipólito, con acento irritado, a Eugenio
Pavlovich, que reía, en efecto.
—Sólo quería preguntarle, señor Hipólito; perdón, pero he olvidado su
apellido.
—Señor Terentiev —dijo Michkin.
—Eso es. Gracias, príncipe; lo había oído antes, pero no me acordaba.
Quería preguntarle, señor Terentiev, si es cierto lo que he oído decir de usted:
y es que, caso de poder hablar a la gente desde una ventana durante un cuarto
de hora, se juzga capaz de convencer a cuantos pasen y ganarlos a sus ideas.
—Es posible que lo haya dicho así —repuso Hipólito, tras un rato de
parecer buscar en sus recuerdos—. ¡Sí: lo he dicho! —exclamó de pronto con
animación, fijando en Eugenio Pavlovich una mirada de confianza.
—¿Qué deduce usted de eso?
—Nada en absoluto. Sólo se lo preguntaba a título de informe
complementario.
Radomsky no dijo más, pero Hipólito continuó mirándole, esperando con
impaciencia otras palabras.
—¿Has concluido, padrecito? —preguntó la generala a Eugenio Pavlovich —. Termina pronto: ¿no ves que el muchacho necesita acostarse? ¿O es que no
tienes nada que decirle? —concluyó muy enfadada.
—Añadiré algo más —repuso Radomsky sonriendo—. Creo, señor
Terentiev, que lo que usted y sus amigos acaban de exponer con tan
indiscutible elocuencia se refiere a esta tesis: el triunfo del derecho ante todo,
con independencia de todo, con exclusión de lo restante y acaso incluso antes
de haber averiguado en qué consiste el derecho. ¿Me equivoco?
—Por supuesto que se equivoca. Ni siquiera le comprendo. ¿Qué más?
Eleváronse murmullos, incluso en el rincón de los amigos de Burdovsky.
El sobrino de Lebediev murmuró algunas palabras en voz baja.
—Ya he terminado casi —siguió Radomsky Sólo quería observar que de
esas premisas se desprende fácilmente la posibilidad de deducir el derecho de
la fuerza, esto es, el derecho de los puños del capricho personal. Por lo demás,
ya se ha alcanzado esta conclusión antes de ahora. Proudhon ha llegado a
admitir el derecho de la fuerza. Durante la guerra de Norteamérica algunos de
los más avanzados liberales se declararon partidarios de los plantadores
alegando que la raza negra es inferior a la blanca y que, por tanto, el derecho
de la fuerza estaba en los blancos.
—¿Y qué más?
—¿No niega usted el derecho de la fuerza?
—¿Qué más?
—Parece que es usted consecuente. Pero quería hacerle observar que del
derecho de la fuerza al de los tigres o los cocodrilos, o al de los Danilov o los
Gorsky, no media ni un paso.
—No lo sé. ¿Qué más?
Hipólito no escuchaba apenas a Radomsky. Profería sus «¿Qué más?»,
maquinalmente, por costumbre de hablar, sin el menor interés en la pregunta.
—Nada más. Eso es todo.
—Le advierto que no estoy enojado contra usted —dijo súbitamente
Hipólito.
Y, sin darse apenas cuenta de lo que hacía, tendió la mano a Radomsky y
hasta sonrió. Tal arranque dejó asombrado de momento a Eugenio Pavlovich.
Pero, sin embargo, tocó con grave talante la mano que se le ofrecía en signo de
perdón.
—Debo decirle —manifestó luego con el mismo equívoco aire de
gravedad— que le agradezco la benevolencia con que me ha consentido explicarme, ya que, nuestros liberales tienen la costumbre de no permitir a los
demás poseer una opinión propia, y se apresuran a contestar a sus antagonistas
con injurias, cuando no recurren a argumentos más desagradables aún.
—Es muy cierto —comentó Ivan Fedorovich.
Y, cruzándose las manos a la espalda, se dirigió, con airado aspecto, a la
escalera de la terraza, donde permaneció en pie, temblando de cólera.
—Vamos, basta. ¡Me carga usted! —dijo Lisaveta Prokofievna a
Radomsky.
Hipólito se levantó, inquieto, casi asustado.
—Es muy tarde —dijo mirando a todos con turbación—. Les he
entretenido mucho y tengo que dejarles. Quería explicárselo todo… Pensaba
que todos… tratándose de la última vez… Pero era una fantasía…
Era notorio que le asaltaban aislados arrebatos de animación durante los
cuales salía de su especie de sueño. Y entonces, devuelto por unos instantes a
la plena conciencia de sí mismo, el enfermo hablaba, recordando las ideas que
le poseían en sus largas y dolientes noches de insomnio.
—¡Adiós! —exclamó bruscamente—. ¿Creen que es fácil para mí decirles
«adiós»? ¡Ja, ja!
Sonrió de ira al darse cuenta de lo torpe de la pregunta. Y, como furioso de
no acertar a decir nunca lo que quería, prosiguió en voz fuerte e irritada:
—Excelencia, tengo el placer de invitarle a mi entierro, si se digna
honrarlo con su presencia. Extiendo a todos ustedes, señores, la misma
invitación que al general.
Y rio con la risa de un demente. Lisaveta Prokofievna, inquieta, acercóse a
él y le tomó por un brazo. Él la miró fijamente, sin dejar de reír. Al cabo, su
rostro adquirió una expresión seria.
—¿Sabía usted que he venido aquí para ver los árboles? —Y señalaba a los
del parque—. ¿Es ridículo? Dígame, ¿lo es? —preguntó con insistencia a
Lisaveta Prokofievna.
Y se tornó pensativo. Un momento después alzó la vista y la dirigió al
grupo, como si buscase a alguien. Aquel alguien era Eugenio Pavlovich, que
seguía en el mismo sitio, a la derecha del muchacho. Pero Hipólito, olvidando
su objeto, siguió paseando la mirada sobre toda la reunión. Al fin distinguió a
Radomsky y le dijo:
—¿No se había marchado? Hace poco se reía usted pensando en mi
propósito de arengar a la gente desde una ventana durante un cuarto de hora.
¿Sabe usted que no tengo todavía dieciocho años? Pues bien, acostado en mi lecho o en pie ante la ventana, he pasado mucho tiempo reflexionando en
todas las cosas, y… En fin: un muerto no tiene edad, ya lo sabe… La pasada
semana, una noche que desperté a altas horas, estuve pensando y comprendí…
¿Sabe usted lo que temen ustedes más en el mundo? Nuestra sinceridad,
aunque nos desprecien. Esa idea se me ocurrió aquella noche. Lisaveta
Prokofievna, ¿ha creído antes que pretendía burlarme de usted? Le aseguro
que toda idea de mofa estaba muy lejos de mi ánimo. Lo que quería era
elogiarla. Kolia me ha dicho que el príncipe la consideraba como una niña…
Pero… Yo tenía algo más que decirle…
Se cubrió la cara con las manos para concentrar sus ideas.
—Ya lo sé. Cuando ha querido usted irse, he pensado de repente: «A todas
estas personas reunidas aquí no volverás a verlas jamás, jamás… Es también
la última vez que ves los árboles. Desde ahora no tendrás ante tu vista, más
allá de tu ventana, sino una pared de ladrillos encarnados: la casa Meyer.
Diles, pues, todo esto… Ahí hay una linda joven; tú en cambio eres un muerto.
Preséntate como tal, háblales como y de todo lo que un cadáver les podría
hablar, y no habrá quien pueda encontrar incorrecta semejante cosa». ¡Ja, ja!
¿Se ríen? —añadió paseando en torno suyo una mirada inquieta—. Les
aseguro que en mis noches, con la cabeza en la almohada, han acudido a mí
muchas ideas. Y he adquirido la convicción de que la naturaleza es muy
irónica. Antes decían ustedes que yo era un ateo; pero, ¿no saben ustedes que
esta naturaleza…? ¿Por qué se ríen otra vez? ¿Cómo son tan crueles? —añadió
dirigiendo a sus oyentes una mirada de melancólico reproche. Y con acento
grave, convencido, muy distinto al anterior, acabó—: ¡Yo no he pervertido a
Kolia!
—¡Cálmate! —dijo la generala, dolorosamente emocionada—. Nadie se
burla de ti. Mañana te visitará otro doctor. El primero se ha equivocado. Pero
siéntate; no puedes tenerte en pie. Estás delirando. ¿Qué haríamos por él? —
exclamó angustiada, haciéndole sentarse en un sillón.
Una lágrima surcó las mejillas de Lisaveta Prokofievna. Al observarlo,
Hipólito quedó sobrecogido de estupor. Luego, alargando la mano hacia el
rostro de la generala, tocó aquella lágrima con el dedo y sonrió de un modo
infantil.
—Yo… usted… —comenzó, alegre—. Usted no sabe cómo yo… ¡Kolia
me ha hablado siempre de usted con tal entusiasmo…! Por ese entusiasmo es
por lo que me agrada. Yo no le he pervertido jamás. Voy a abandonarle
también, como a todos. Y era mi único amigo. Quisiera haberle dejado todos
mis amigos; pero no he tenido ninguno… ¡Cuántas cosas he querido hacer! Y
tenía el derecho de hacerlas… Pero ahora ya no deseo nada, renuncio a toda
voluntad; lo he jurado. ¡Qué los hombres busquen la verdad sin mí! Sí: la naturaleza es irónica. Si no —añadió, con insólita vehemencia—, ¿por qué
crea hombres superiores para burlarse de ellos a continuación? Cuando algún
ser ha sido reconocido como perfecto en la tierra, la naturaleza le ha dado por
misión decir cosas capaces de producir tales torrentes de sangre que, vertidos
de una vez, hubiesen ahogado a la humanidad entera. Más vale que yo muera.
Porque, si no, acabaría diciendo alguna espantosa mentira. ¡Ya se encargaría
de ello la naturaleza! No he corrompido a nadie. Aspiré a vivir para procurar
la dicha de todos los hombres, para buscar y difundir la verdad. Miraba por la
ventana la casa Meyer y juzgaba que me bastaría un cuarto de hora de hablar
desde allí para convencer a todos, a todos. Y para una vez que entro en
contacto, no con la multitud, sino con ustedes, ¿qué ha resultado? Nada. ¡Ha
resultado que me desprecian! Y no habré conseguido dejar el menor recuerdo
de mí. Ni un acto, ni una voz, ni una huella, ni una sola idea propagada. No se
burlen de este imbécil. Olvídenle, olvídenle para siempre. ¡No tengan la
crueldad de acordarse de él! ¿Saben que, si no estuviera tuberculoso, me
mataría?
Parecía desear seguir hablando; pero calló de repente, se desplomó en un
sillón y, tapándose el rostro con las manos, se puso a llorar como un niño
pequeño.
—¡Dios mío! ¿Qué hacemos con él? —exclamó Lisaveta Prokofievna,
lanzándose hacia el enfermo, y estrechando contra su pecho aquella cabeza
agitada por los sollozos—. Vamos, vamos, vamos, basta ya. No llores. Veo que
eres un buen muchacho. Dios te perdonará considerando tu inexperiencia. Sé
hombre. Luego te arrepentirás de haber llorado…
—En casa —dijo Hipólito, levantando la cabeza— tengo un hermano y
hermanas. Son niños pequeños, pobres, inocentes. Ella acabará
pervirtiéndolos… Es usted una santa, es usted… una niña… Sálvelos:
quíteselos a ella. Es una mujer sin pudor… Ayúdelos, socórralos… ¡Dios le
devolverá ciento por uno! ¡Hágalo por amor de Dios… por amor de Cristo!…
—Ivan Fedorovich —estalló la generala— haz algo, di lo que hacemos,
rompe ese mayestático silencio… Si no decides algo, te aseguro que me
quedaré aquí a pasar la noche. ¡Estoy harta de que me tiranices con tu
despotismo!
La generala hablaba con exaltada ira, esperando una contestación
inmediata. Pero en casos así, los oyentes, por numerosos que sean, suelen
contentarse todos con callar, reservando para más tarde el expresar sus
opiniones. Entre las personas allí reunidas había varias —como, por ejemplo,
Bárbara Ardalionovna— que hubieran permanecido hasta la mañana siguiente
sin proferir palabra. La hermana de Gania no había abierto la boca en todo el
tiempo, acaso porque tuviese especiales razones para callar. —Mi opinión, querida —dijo el general—, es que una enfermera sería
mucho más útil que tú, con tu agitación. Acaso tampoco estuviese de más
buscar un hombre de confianza… En todo caso, hay que consultar al príncipe
y dejar descansar al enfermo. Mañana podremos ocuparnos de él.
—Nosotros nos vamos. Es casi medianoche —dijo Doktorenko a Michkin,
con tono enojado—. ¿Se va Hipólito con nosotros o se queda con usted?
—Si quieren, pueden quedarse con él. Sitio no falta —repuso Michkin.
Con gran asombro de todos, Keller adelantó vivamente hacia el general.
—Excelencia —dijo—, si se requiere un hombre seguro, de confianza,
para velar a Hipólito por la noche, cuenten conmigo. Estoy dispuesto a
sacrificarme por mi amigo. ¡Tiene un alma tan elevada! Hace mucho que le
considero como un gran hombre, excelencia. Reconozco que mi instrucción ha
sido descuidada; pero los pensamientos de este joven son perlas, verdaderas
perlas, excelencia.
El general se apartó, lleno de desesperación.
—Encantado con que se quede —contestó Michkin a las vehementes
instancias de Lisaveta Prokofievna—. Sin duda le será difícil volver a San
Petersburgo.
—Pero, ¿te dormirás? Porque ya ves su estado… Si no quieres que se
quede aquí, le llevaré a mi casa… ¿Qué te sucede a ti? ¡Si apenas puede
sostenerse en pie, Dios mío!
Al no encontrar a Michkin en su lecho de muerte, Lisaveta Prokofievna,
juzgando por el buen aspecto del príncipe, le había creído mejor de lo que
estaba en realidad. Pero su reciente dolencia, los penosos recuerdos a ella
referentes, las emociones de la tarde, el incidente del «hijo de Pavlitchev» y
ahora el de Hipólito, habían excitado al príncipe al extremo de reducirle a un
estado casi febril. En aquel momento, además, se leía un nuevo temor y una
nueva preocupación en sus ojos. Contemplaba a Hipólito con inquietud, como
si esperase alguna nueva ocurrencia del muchacho.
De pronto Hipólito se incorporó. Su rostro, espantosamente pálido y
descompuesto, revelaba una infinita vergüenza lo que se manifestaba sobre
todo en la mirada horrible, casi desesperada, que paseó sobre los reunidos, y
en la sonrisa que crispó, con extravío, sus temblorosos labios. Bajó los ojos y
con paso vacilante fue a reunirse a Burdovsky y Doktorenko, que esperaban a
la entrada de la terraza, decidido a marcharse con ellos.
—¡Lo que yo temía! —gritó Michkin—. ¡Lo que había de suceder!
Hipólito se volvió súbitamente a él, presa de una rabia frenética que hacía
temblar todos los músculos de su rostro. —¡Lo que usted temía! ¡Lo que había de suceder, según usted! Pues
óigame: si a alguien aborrezco de los que hay aquí (¡y los odio a todos, a
todos!) —gritó con voz ronca y sibilante, que brotaba de su boca entre una
granizada de saliva—, es a usted. ¡A usted, alma jesuítica, espíritu de almíbar,
millonario filantrópico, idiota! ¡Le odio más que a todos! Hace tiempo que le
he comprendido y odiado: desde que oí hablar de usted empecé a detestarle
con todas las fuerzas de mi corazón. ¡Es usted quien ha provocado todo esto,
usted quien ha motivado el acceso que sufro! Usted ha impelido a un
moribundo a deshonrarse; usted, usted, usted ha sido la causa de mi cobarde
pusilanimidad… Si yo no muriese, le mataría. No necesito sus bondades; ni
aceptaré nada de nadie; ¿lo oye? Antes he delirado; no tenga la audacia de
creerse triunfador… ¡Les maldigo a todos de una vez para siempre!
Hubo de callar; le faltaba el aliento.
—Se avergüenza de sus lágrimas —dijo Lebediev, en voz baja, a la
generala—. No podía ser de otro modo. ¡Qué hombre ese príncipe! Había
leído en su alma…
Lisaveta Prokofievna no se dignó contestar al empleado. Con el busto
orgullosamente erguido, la cabeza hacia atrás, examinaba a aquella «gentuza»
con curiosidad desdeñosa. Por su parte, cuando Hipólito dejó de hablar, el
general se encogió de hombros. Su mujer le examinó de arriba abajo como
pidiéndole una explicación de su ademán, y luego se volvió hacia Michkin.
—Gracias, príncipe, gracias extravagante amigo de nuestra familia, por la
agradable velada que nos ha procurado a todos. Tengo la seguridad de que
ahora está satisfecho al haber conseguido asociarnos a sus extravagancias. No
nos son necesarias más, mi querido amigo. Gracias en todo caso por habernos
ofrecido una oportunidad de conocerle bien.
Con mano temblorosa de cólera, empezó a arreglarse el chal, esperando la
marcha de aquella «gentuza». En aquel momento llegó el coche de alquiler
que por orden de Doktorenko, había ido a buscar quince minutos antes el hijo
menor de Lebediev. El general Epanchin se juzgó obligado a reforzar las
palabras de su mujer.
—La verdad, príncipe, es que yo no hubiera esperado nunca semejante
cosa, teniendo en cuenta que… dadas nuestras amistosas relaciones…
Además, Lisaveta Prokofievna…
—¿Cómo ha podido ocurrírsele esto? ¡Parece mentira…! —dijo Adelaida
acercándose rápidamente al príncipe y tendiéndole la mano.
Michkin sonrió a la joven, turbado. En aquel momento sintió un cuchicheo
junto a su oído. —Si no pone usted a esa chusma en la puerta, le aborreceré toda mi vida
—decía la voz sorda de Aglaya.
Hablaba como en un frenesí. Pero antes de que Michkin pudiese mirarla,
volvió el rostro. Por otra parte, ya no había oportunidad de poner en la puerta a
nadie, dado que en el intervalo Hipólito había sido instalado, mal o bien, en el
coche, y éste había partido.
—¿Hasta cuándo vamos a estar aquí, Ivan Fedorovich? ¿Qué te parece?
¿Hasta cuándo voy a tener que soportar a estos chicuelos mal educados?
—Estoy dispuesto, querida… ¡No faltaba más! Y el príncipe…
No obstante, el general tendió la mano a Michkin; pero luego, sin esperar
que éste se la estrechase, se unió a su mujer, quien se retiraba ya evidenciando
vivísima indignación. Adelaida, el novio de ésta y Alejandra se despidieron de
Michkin con sincera cordialidad. Eugenio Pavlovich, único que conservaba su
jovialidad, les imitó.
—Ha sucedido lo que yo preveía. Lo único lamentable, querido príncipe,
es que haya pagado usted las consecuencias —murmuró con amable sonrisa.
Aglaya salió sin despedirse.
Pero aquella velada debía terminar con un último lance. Lisaveta
Prokofievna estaba destinada a tener aún otro encuentro inesperado. En el
momento en que la generala, descendiendo la escalera, se aproximaba al
camino que circuía el parque, un magnífico carruaje tirado por dos caballos
pasó al galope ante la casa de Michkin. En el carruaje iban sentadas dos damas
elegantísimas. Como diez pasos más allá, los caballos se detuvieron de
repente, obligados por el cochero, y una de las damas volvió la cabeza de
pronto, tal que si acabase de ver por casualidad un rostro conocido.
—¿Eres tú, Eugenio Pavlovich? —gritó una voz melodiosa y fresca cuyo
sonido hizo estremecerse al príncipe y acaso a alguien más—. ¡No sabes
cuánto me alegro de haberte encontrado! Te envié dos propios a San
Petersburgo. ¡Se han pasado todo el día buscándote!
Eugenio Pavlovich se quedó inmóvil en la escalera. Aquellas palabras le
habían producido el efecto de un latigazo. Lisaveta Prokofievna se detuvo
también, aunque no experimentase el espanto y el estupor que clavaban a
Radomsky en el mismo sitio en que fuera interpelado. El orgullo, el frío
desdén con que antes examinara la generala a la «gentuza» reaparecieron en su
rostro cuando distinguió a la insolente, y cuando, un instante después, miró, a
Radomsky. —Hay novedades —siguió la voz cantarina—. No te preocupes de
los pagarés que firmaste a Kupfer. He conseguido que Rogochin los rescatara
por treinta mil rublos. Así que tienes tres meses de tranquilidad. Con Biskup y toda esa gentecilla ya nos arreglaremos. Son conocidos. Así que las cosas van
bien. ¡Alégrate, hombre! ¡Hasta mañana!
El coche reanudó la marcha y en breve desapareció.
—¡Está loca! —exclamó Pavlovich, rojo de ira, mirando en torno suyo con
extravío—. ¡No comprendo una palabra de lo que dice! ¿A qué pagarés se
refiere? ¿Y quién es?
Lisaveta Prokofievna le contempló con fijeza durante un par de segundos.
Luego, con súbito movimiento, tomó el camino de su casa, seguida por los
demás. Un minuto después, Michkin vio llegar a la terraza a Eugenio
Pavlovich, agitadísimo.
—Con franqueza, príncipe. ¿Sabe usted lo que ha significado todo eso?
—No sé nada en absoluto —repuso el príncipe, que parecía trastornado—.
¿No?
—No.
—Pues yo menos —dijo Eugenio Pavlovich con una repentina risotada—.
Le aseguro que no tengo nada que ver con pagaré alguno. Le doy mi palabra
de honor. Pero, ¿qué le pasa? ¿Se siente mal?
—No, no; de verdad que no…
XI
Tres días transcurrieron antes de que se calmara la cólera de las
Epanchinas. Aunque Michkin, como de costumbre, se atribuyese gran parte de
la culpa y se creyera realmente merecedor de castigo, no había supuesto que
Lisaveta Prokofievna hablase seriamente y más bien la juzgaba furiosa
consigo misma. Así, tan largo lapso de animosidad hízose sentir, al tercer día,
una sombría y dolorida sorpresa. Aun había otras circunstancias que
contribuían a confundirle, y una, en especial, adquirió gradualmente a los ojos
de Michkin una importancia enorme, excitando aún más su sensibilidad. Hacía
tiempo que venía observando en sí mismo, con harto disgusto, dos tendencias
opuestas, tan exageradas la una como la otra; de una parte su excesiva,
inoportuna e insensata inclinación a confiar demasiado en la gente; de otra una
tenebrosa desconfianza. En resumen, el incidente de la extravagante mujer que
interpelara desde su coche a Eugenio Pavlovich había alcanzado en el espíritu
de Michkin alarmantes y misteriosas proporciones. Para él, el fondo del
enigma se reducía a esta pregunta: ¿era él, hablando en rigor, digno de censura
por aquella nueva «monstruosidad», o era…? Pero no acertaba con quién podría ser. Respecto a las letras N. F. B., no veía en ellas más que una broma
inocente, la más pueril de las chanzas. Y se hubiese reprochado casi como
deshonroso el atribuir importancia a cosa semejante.
De todos modos, al día siguiente de la fatal velada cuya responsabilidad se
reprochaba a Michkin tan amargamente, recibió por la mañana la visita de
Adelaida y el príncipe Ch., quienes habían salido juntos a dar un paseo «y
acudían principalmente para informarse de la salud» de su amigo. Poco antes,
Adelaida había descubierto en el parque un árbol maravilloso, de crispadas
ramas y fronda perenne, y quería dibujarlo por encima de todo, hasta el
extremo de que no habló de otra cosa durante la media hora que se prolongó la
visita. El príncipe Ch. se mostró amable y cortés como de costumbre, encarriló
la conversación sobre cosas lejanas y evocó las circunstancias de su primer
encuentro con León Nicolaievich. Apenas se habló, por lo tanto, de los
sucesos del día anterior. Adelaida acabó por confesar, sonriendo, que los dos
habían ido de incógnito, y aunque no dijo más, aquel incógnito daba a
entender que la familia (es decir, Lisaveta Prokofievna principalmente)
estaban mal dispuestos hacia el príncipe. Los novios no hablaron ni una sola
palabra del general, de su esposa o de Aglaya. Cuando se despidieron de
Michkin para proseguir su paseo, no le instaron a que les acompañase, ni le
invitaron a visitarles en casa. Adelaida dejó escapar incluso una expresión
sintomática. Al hablar de una de sus acuarelas, manifestó el repentino deseo de
mostrarla a Michkin, y dijo:
—¿Cómo me arreglaré para enseñársela pronto? ¡Ya! Se la enviaré hoy por
Kolia, que irá a visitarnos, y si no, mañana, cuando salga a pasear con el
príncipe, yo misma se la traeré.
Y parecía encantada de haber hallado aquella solución.
Al ir los visitantes a retirarse, el príncipe Ch. pareció recordar alguna cosa.
—¿Sabe usted, querido León Nicolaievich —preguntó—, quién era aquella
persona que interpeló ayer en voz alta a Eugenio Pavlovich?
—Nastasia Filipovna —repuso Michkin—. ¿La desconocía usted? Pero no
sé quién estaba con ella.
—Sé que era Nastasia Filipovna, puesto que estuve presente —dijo el
príncipe Ch.—. Pero, ¿qué quería decir con aquellas palabras? Confieso que
para mí…, y para otros, son un enigma.
Y parecía muy intrigado al asegurarlo así.
—Habló de ciertos pagarés que Rogochin había rescatado en favor de
Eugenio Pavlovich —contestó sencillamente Michkin— y aseguró que
Rogochin concedería tres meses de espera a Eugenio Pavlovich. —Ya lo oí, ya, querido príncipe, pero no puede ser exacto. Es imposible
que Eugenio Pavlovich, que es rico, haya firmado pagarés. Cierto que antaño,
a causa de su atolondramiento, atravesó ciertas dificultades pecuniarias… Yo
mismo le he sacado de algunas… Pero que, en su situación, haya aceptado
pagarés a un usurero y que tenga en consecuencia motivos de preocupación…
es inadmisible. Tampoco puede tutearse con Nastasia Filipovna, y ésta es,
sobre todo, la clave del problema. El asegura que no lo comprende, y le creo.
Pero quisiera preguntarle, príncipe, si sabe usted algo. Es decir, que, si por
alguna casualidad, no había llegado a sus oídos algún rumor…
—No sé nada y le aseguro que no he intervenido para nada en eso.
—¡Príncipe, por Dios! ¡No le reconozco! ¿Cómo iba yo a suponerle
cómplice de semejante cosa? ¡No está usted hoy en sus cabales!
Y abrazó a Michkin con efusión.
—¿Semejante cosa? Yo no veo que eso pueda calificarse de «semejante
cosa».
—Sí, porque sin duda esa persona ha querido perjudicar a Eugenio
Pavlovich atribuyéndole ante testigos malas cualidades que él no tiene ni
puede tener —repuso, harto secamente, el príncipe Ch.
Michkin, turbado, miró a su interlocutor como pidiéndole explicación de
sus palabras; pero Ch. calló. Entonces Michkin insistió con cierta impaciencia:
—¿Acaso no se trataba de meros pagarés? ¿No fue eso lo que dijo
literalmente?
—Pero le repito (y usted mismo puede juzgarlo), ¿qué puede haber de
común entre esa mujer y Eugenio Pavlovich… y sobre todo entre éste y
Rogochin? Además, Radomsky es muy rico; me consta. Y tiene en perspectiva
la herencia de su tío. Nastasia Filipovna se ha propuesto únicamente…
El visitante se interrumpió. Sin duda no quería hablar de aquella mujer ante
Michkin. Tras un instante de silencio, éste indicó:
—Lo que creo que prueba lo de ayer es, en todo caso, que ambos se
conocen.
—Han podido conocerse antes, porque Eugenio Pavlovich es muy ligero
de cascos. Pero, de conocerse, debe ser cosa que se remonta a hace dos o tres
años. Por entonces él trataba a Totzky. Además, en ningún caso cabe que
mantuvieran relaciones que autorizasen el tuteo. Usted sabe, en fin, que ella no
estaba aquí; había desaparecido. Hay muchos que aún ignoran su regreso. Sólo
hace tres días que yo vi su coche.
—¡Qué es soberbio! —ponderó Adelaida. —Sí, soberbio.
Después, los visitantes se separaron de Michkin en los términos más
afectuosos, y hasta se podría decir más fraternales.
Su marcha dejó muy preocupado a Michkin. Cierto que desde la noche
precedente (y acaso desde antes) había sospechado diversas cosas; pero hasta
esta visita no había tenido plena certeza de lo que pudiese existir de fundado
en sus temores. Ahora el príncipe Ch. acababa de confirmárselos. Se
engañaba, sin duda, en la interpretación del hecho; mas aun así, Ch. no estaba
lejos de la verdad al adivinar en todo aquello una intriga. «Por ende —se decía
Michkin— acaso él se dé perfecta cuenta de la realidad, y haya querido
esconderla ante mis ojos». Un punto indudable era que sus visitantes (o al
menos el príncipe Ch.) habían ido a su casa con la intención de obtener
aclaraciones, y, pues era así, le imaginaban directamente complicado en la
intriga. Y, además, si aquello tenía tal importancia, Nastasia Filipovna
perseguía notoriamente un fin y un fin terrible. Pero, ¿cuál? La pregunta
espantaba al príncipe. ¿Cómo impedírselo? «Cuando esa mujer resuelve una
cosa, nadie es capaz de conseguir evitar que la ponga en práctica». Michkin lo
sabía por experiencia. «¡Está loca, loca!».
Aquel día se produjeron otras muchas circunstancias enigmáticas, todas las
cuales requerían aclaración urgente. Michkin, pues, sentíase muy disgustado.
La visita de Vera Lebedieva, que acudió con Lubochka, le procuró alguna
distracción. Ambos hablaron alegremente de muchas cosas. Después de Vera
llegó su hermanita, y más tarde el hijo de Lebediev, que concurría al instituto.
El muchacho aseguró que, según la interpretación de su padre, la estrella que
en el Apocalipsis cae «sobre las fuentes de las aguas», simbolizaba la red de
ferrocarriles extendidos sobre Europa. El príncipe no quiso creer que tal fuese
la explicación de Lebediev y resolvió preguntárselo a la primera oportunidad.
Vera añadió que Keller se había instalado en la casa desde la víspera y que,
según todas las apariencias, no se proponía abandonarla en bastante tiempo.
Por lo pronto ya había estrechado sus relaciones con el general Ivolguin, y
declarado que no se quedaba entre ellos sino para completar su instrucción.
Michkin cada vez tomaba más cariño a los hijos de Lebediev. Kolia no
apareció en todo el día; habíase ido a San Petersburgo temprano, de mañana.
Lebediev, requerido por ciertos asuntillos, estaba fuera de casa desde muy
pronto también. El príncipe esperaba con impaciencia la visita de Gabriel
Ardalionovich, que se había ofrecido a entrevistarse con él aquel día sin falta.
Gania llegó, en efecto, después de la comida, a cosa de las seis. A la
primera mirada que le dirigió Michkin se dijo que el visitante debía conocer
todos los detalles del asunto. ¿Y cómo no, si podía informarse cerca de
personas tan bien enteradas como su hermana y Ptitzin? Pero las relaciones
que los dos hombres mantenían eran de una naturaleza muy particular: así, por ejemplo, el príncipe había puesto el asunto de Burdovsky en manos de Gabriel
Ardalionovich, y esta muestra de confianza no era la única que le diera. Mas
existían ciertos extremos sobre los que ambos evitaban hablar por una especie
de acuerdo tácito. Parecíale a veces a Michkin que Gania hubiese deseado más
franqueza y cordialidad en su trato mutuo. Ahora, por ejemplo, Michkin creyó
advertir, cuando vio entrar al joven, que éste juzgaba llegado el instante de
romper el hielo. Por otra parte, Gabriel Ardalionovich tenía prisa, ya que su
hermana le esperaba en casa de los Lebediev y ambos habían de hacer algunas
cosas.
Pero si Gania esperaba toda una serie de preguntas impacientes, de
confidencias involuntarias, de expansiones amistosas, se hallaba
extraordinariamente equivocado. Durante los veinte minutos que su visitante
estuvo con él, el príncipe permaneció pensativo, distraído, sin formular una
sola de las preguntas que Gania esperaba. Y éste resolvió entonces atenerse a
igual reserva. Mientras hablaron, charló sin cesar, bromeó jovialmente, con
ligereza y gracia, y se abstuvo de tocar el punto esencial.
Gania contó, entre otras cosas, que Nastasia Filipovna sólo llevaba cuatro
días en Pavlovsk y ya había atraído la atención general. Moraba con Daría
Alexievna en una mala casa de la calle Matrossky; pero tenía el mejor carruaje
de Pavlovsk. Nastasia Filipovna se comportaba correctamente y vestía bien.
Sin lujo, pero con un gusto que producía tanta envidia a las demás mujeres
como su belleza y su coche. Infinidad de adoradores, jóvenes y viejos, giraban
en torno suyo. Cuando paseaba en su carruaje, iba escoltada a veces por
señores a caballo. Nastasia Filipovna era, como siempre, muy caprichosa en la
elección de sus amigos y sólo recibía a los que se le antojaba. Y, con todo, la
rodeaba un verdadero regimiento de ellos. De necesitarlos, hubiéranle sobrado
defensores. Un señor que veraneaba en una villita había roto ya con una joven
a la que estaba prometido, y un general anciano habíase querellado con su hijo
por Nastasia Filipovna. Ésta salía a pasear frecuentemente con una
encantadora joven de dieciséis años, pariente lejana de Daría Alexievna. La
muchachita cantaba muy bien y ello atraía muchos visitantes a las veladas de
la casa.
—El extravagante incidente de ayer ha sido premeditado, sin duda, y no
hay que tomarlo en consideración —opinó Gania, antes de concluir—. Para
encontrar alguna falta a Nastasia Filipovna habrá que espiar mucho o
calumniarla, lo que, desde luego, no tardará en suceder.
Gania esperaba que su interlocutor le preguntase el motivo de que pudiera
considerarse como premeditado el incidente con Radomsky y por qué no
tardaría en ser calumniada Nastasia Filipovna. Pero Michkin no preguntó
nada. Sin ser interrogado, Gania habló ampliamente a propósito de Eugenio
Pavlovich. A juicio de Gabriel Ardalionovich, Radomsky no podía conocer
mucho a Nastasia Filipovna, ya que le había sido presentado incidentalmente
cuatro días antes, y probablemente no había estado nunca en su casa. Respecto
a los pagarés, no constituían una cosa imposible: Gania sabía que la fortuna de
Eugenio Pavlovich era vasta, pero algunos asuntos relacionados con ella
estaban un poco confusos. Gania interrumpióse súbitamente al hablar de esto.
Y en cuanto al sorprendente episodio del día anterior, no hizo otra alusión
que la señalada.
Bárbara Ardalionovna se presentó en busca de su hermano y sólo
permaneció un momento en las habitaciones del príncipe. Este no trató de
hacerla hablar; pero ella le dijo que Eugenio Pavlovich pasaba en San
Petersburgo todo aquel día y acaso el siguiente, y que Ptitzin estaba en San
Petersburgo también, probablemente en relación con los asuntos de Eugenio
Pavlovich, lo que demostraba que algo había sucedido en realidad. Añadió que
Lisaveta Prokofievna se encontraba de pésimo humor y que Aglaya había
reñido con toda su familia, incluso sus dos hermanas, lo que «no podía ser
buena señal». Después de dar estos informes, el último de los cuales pareció
muy significativo al príncipe, Varia se fue con su hermano. Gania, por falsa
modestia, o acaso para no herir los sentimientos de Michkin, no pronunció una
palabra sobre el asunto del «hijo de Pavlitchev». De todos modos, Michkin le
dio las gracias por su intervención en tal asunto.
Satisfecho al hallarse solo, el príncipe salió de la terraza, cruzó el camino y
entró en el parque. Se proponía meditar sobre un proyecto que acababa de
acudir a su mente. Pero era un proyecto de esos que exigen un arranque,
porque no resisten a una reflexión madura. Michkin acababa de sentir el súbito
deseo de abandonarlo todo, de volver al remoto lugar de que viniera, de
hundirse en una lejana soledad, de desaparecer en el acto, sin despedirse de
nadie. Preveía que, de aplazar su marcha sólo unos pocos días, quedaría
definitivamente afincado en aquel ambiente y no podría desprenderse de él
jamás. Mas le bastaron menos de diez minutos para reconocer que una fuga así
era imposible, que incluso representaba una cobardía y que ante él se
presentaban problemas que se hallaba en la obligación de solucionar. Y así,
hostigado de estos pensamientos, volvió a su casa tras un paseo de un cuarto
de hora escaso, sintiéndose auténticamente desdichado en aquellos instantes.
Lebediev no había vuelto aún. Hacia el caer de la noche, Keller logró
introducirse en el cuarto de Michkin y, aunque no se hallaba ebrio, abrumó al
príncipe con sus confidencias y expansiones. Declaró en primer lugar que
deseaba contar a Michkin toda su vida, y que sólo para ello se había quedado
en Pavlovsk. No había modo de desembarazarse de él o inducirle a irse. Keller
llevaba preparado un largo discurso; pero tras algunas palabras incoherentes a guisa de preámbulo, saltó a la conclusión, manifestando que, como
consecuencia de haber dejado de creer en el Omnipotente, había perdido «toda
huella de moralidad», convirtiéndose en un verdadero ladrón.
—¿Lo cree? ¿Le parece posible?
—Escuche, Keller —dijo el príncipe—: no tiene por qué confesar
semejante cosa, no siendo en caso de necesidad absoluta. Pero creo que se
calumnia usted adrede.
—Se lo digo a usted, a usted solo, y únicamente pensando en mi mejora
moral. No lo he dicho a nadie, ni lo diré; mi secreto me acompañará a la
tumba. Pero, ¡si usted supiese, príncipe, qué difícil es en nuestra época
procurarse dinero! ¿Dónde encontrarlo, dígame? La contestación es siempre la
misma: «Tráiganos garantía en oro o diamantes y le haremos un préstamo». Es
decir, que me proponen precisamente lo que no puedo hacer. ¿Es concebible
semejante cosa? Una vez me enfadé y dije: «¿No me prestaría también dinero
sobre esmeraldas?». «También sobre esmeraldas», me contestaron. «Bien»,
repuse. Tomé el sombrero y salí. ¡Malditos bribones!
—¿Tenía usted esmeraldas?
—¡Tener yo esmeraldas! ¡Con qué cándida serenidad, bucólica casi,
considera usted aún la vida, príncipe!
Michkin comenzaba a sentir desazón y disgusto pensando en aquel hombre
y preguntábase si no se podría hacer algo por él, sometiéndole a una buena
influencia. No confiaba precisamente en su influencia propia, y no porque la
despreciase por humildad, sino porque tenía un modo especial de ver las cosas.
Gradualmente, la conversación se animó e hízose tan interesante que ninguno
de los interlocutores pensaba en terminarla. Keller confesó con extraordinaria
naturalidad actos de los que nadie se hubiera reconocido culpable. A cada
nuevo relato que iniciaba se afirmaba arrepentido y «deshecho en lágrimas
íntimas»; pero luego, relatando, parecía jactarse de sus malas acciones. A ratos
se explicaba de un modo tan cómico, que el príncipe y él acabaron riendo
como locos.
—Lo notable es que hay en usted una confianza extraordinaria e infantil —
dijo Michkin, al final—. ¿Sabe que eso le redime de muchas cosas?
—Soy noble, noble, caballerescamente noble —repuso Keller—, pero esta
nobleza, príncipe, no existe sino en sueños, como un ideal, y no se manifiesta
jamás en la práctica. ¿Por qué? No acierto a comprenderlo.
—No desespere. Puede decirse, sin temor a equivocarse, que me ha
contado usted al detalle toda su existencia. Al menos, me parece imposible que
usted pueda añadir nada a lo ya relatado. ¿Verdad? —¡Imposible! —exclamó, con aire compasivo, el ex subteniente—. ¡Oh,
príncipe! ¡Qué completamente «á la Suisse» interpreta usted la naturaleza
humana!
—¿Cree —dijo el príncipe, extrañado y tímido— que se pueden añadir
más cosas a las que me ha contado? Y ahora, Keller, dígame con franqueza lo
que esperaba de mí y por qué ha venido a hacerme esas confesiones.
—¿Lo que esperaba de usted? En primer lugar, el agradable espectáculo de
su bondad. El mero hecho de hablar con usted es mi placer por sí solo. Con
usted se tiene la certeza de hablar con un hombre muy virtuoso… Y además,
además…
Parecía turbado. Viéndole vacilar, el príncipe acudió en su ayuda.
—¿Deseaba pedirme dinero?
Pronunció aquellas palabras con mucha sencillez, en tono grave y casi
tímido.
Keller se estremeció, miró bruscamente y exteriorizando sorpresa el rostro
de Michkin y asestó en la mesa un fuerte puñetazo.
—Eso, príncipe, es lo que me aniquila y me derrota por completo. Es usted
de una bondad y una inocencia que no se han conocido ni en la edad de oro, y
a la vez lee usted en el alma humana como el psicólogo más perspicaz. Pero
todo esto exige alguna explicación, porque me siento muy confuso. Mi fin, en
resumen, era pedirle un préstamo; pero usted me hace esa pregunta como si mi
objeto no tuviese nada de reprensible, como si fuera lo más natural…
—En usted es muy natural.
—¿Y no le indigna?
—¿Por qué ha de indignarme?
—Atiéndame, príncipe. Me he quedado aquí desde ayer, en primer
término, porque tengo muy particular estima por el arzobispo francés
Bourdalone (cuyos escritos hemos estado saboreando en la habitación de
Lebediev hasta las tres de la madrugada) y en segundo, y principal (le juro por
lo más sagrado que digo la verdad pura), porque quería, haciendo ante usted
una confesión cordial y completa, favorecer mi desarrollo moral. Tal era mi
idea, que me hizo deshacerme en llanto cuando me dormí, a las cuatro de la
madrugada. Si quiere creer en la palabra de un hombre de honor, en el minuto
preciso en que me dormía, colmado de lágrimas (y externas, porque recuerdo
perfectamente que me quedé dormido sollozando), se me ocurrió una idea
diabólica: «¿Y si después de tu confesión le pidieses dinero?». De modo que
toda la confesión ha sido un ardid para asegurar el éxito del golpe y conseguir
al final que me prestase usted ciento cincuenta rublos. ¿No le parece esto unabajeza?
—No habla usted con exactitud. Una cosa se ha mezclado a otra y nada
más. Las dos ideas se han confundido, lo que pasa muy a menudo. Lo mismo
me sucede siempre a mí. Por lo demás, el experimentarlo no es cosa
conveniente y usted sabe, Keller, que soy el primero en reprochármelo.
Cuando usted hablaba antes, me parecía oír mi propia historia. A veces he
llegado a pensar que toda la gente debía ser así —continuó el príncipe, a quien
el tema parecía interesar sumamente— y esto me consolaba en parte,
haciéndome admitir la imposibilidad de luchar contra esas ideas mixtas,
aunque yo lo haya ensayado. ¡Sólo Dios sabe cómo se originan semejantes
pensamientos! Y usted, al hablar de este caso, lo califica rotundamente de
bajeza. Desde ahora tales ideas van a producirme temor. De todos modos, no
soy yo el llamado a juzgarle, pero me parece que calificar de bajeza su acción
es ir demasiado lejos. ¿Qué le parece? Ha empleado usted una astucia para
pedirme dinero; pero usted jura que, independientemente del motivo, su
confesión es sincera. En cuanto al dinero lo quiere usted para bebérselo,
¿verdad? Y ello, después de su confesión, es, realmente, una cobardía. Pero,
¿cómo renunciar en un instante al hábito de beber? Es imposible. ¿Qué hacer,
pues, en este caso? Lo mejor es dejarlo al juicio de su propia conciencia. ¿Qué
le parece?
Michkin miraba a Keller con viva curiosidad. Era evidente que la cuestión
de las ideas mixtas o dobles le preocupaba desde hacía tiempo.
—¡No comprendo cómo, después de oírle, puede calificársele de idiota,
príncipe! —exclamó el boxeador. Michkin se ruborizó ligeramente.
—El mismo predicador Bourdalone no habría justificado a todos los
hombres, y, sin embargo, usted me justifica, me juzga humanamente. Para
castigarme y probarle que me ha conmovido, no le aceptaré los ciento
cincuenta rublos. Deme sólo veinticinco y me bastarán. No necesito más, al
menos en dos semanas. Antes de quince días no volveré a pedirle dinero.
Quería hacer un regalo a Agachka, pero en realidad no lo merece. ¡Dios le
bendiga, querido príncipe!
Entró Lebediev, que volvía de San Petersburgo. El ver un billete de
veinticinco rublos en la mano del boxeador le hizo arrugar el entrecejo; pero
Keller, sintiéndose ya opulento, no tardó en desaparecer. Cuando hubo salido,
Lebediev comenzó a criticarle.
—Es usted injusto con él. Está sinceramente arrepentido —atajó el
príncipe.
—¿Y en qué consiste ese arrepentimiento? Le pasa lo mismo que a mí ayer
cuando decía: «¡Soy muy vil, muy vil!». Pero todo se queda en palabras. —¿Sólo en palabras? Yo creía lo contrario.
—Le diré la verdad. Pero a usted solo, porque usted sabe adivinar el
pensamiento de los hombres. En mí, hechos y palabras, verdad y mentira, todo
se mezcla y todo es sincero en absoluto. La verdad y el hecho es que siento un
arrepentimiento real. Créalo usted o no lo crea, el hecho es así; se lo juro. Pero
palabras y mentiras me son dictadas por un pensamiento infernal, siempre
presente en mí: la idea de engañar a la gente empleando en algo útil mis
lágrimas de arrepentimiento. ¡Se lo aseguro! A otro no se lo diría, para no
concitarme su burla o su execración. Pero usted, príncipe, sabe juzgar
humanamente.
—Eso mismo, palabra por palabra, se me decía hace un momento —
exclamó Michkin—. Y tanto Keller como usted parecen jactarse de ser así.
Los dos me asombran por igual, pero Keller es más sincero, mientras usted
convierte esos sentimientos en un verdadero modo de traficar. Vamos, no
ponga esa expresión tan desconsolada. No se lleve la mano al corazón,
Lebediev… ¿No venía a decirme algo?
Lebediev comenzó a hacer muecas.
—Todo el día le he esperado para formularle una pregunta. Hágame el
favor de contestar la verdad por una vez en su vida, sin rodeos. ¿Ha
intervenido usted en el incidente de ayer? Hablo de lo del coche.
Nuevas muecas de Lebediev. Luego comenzó a reír, se frotó las manos, y
hasta emitió algunos sonidos guturales, pero no dijo una palabra.
—Ya veo que ha intervenido usted en ello.
—Indirectamente, sólo indirectamente. Le digo la pura verdad. Me he
limitado a hacer saber oportunamente a cierta persona el hecho de que estaban
reunidos en mi casa ciertos señores y señoras…
—Me consta que ha enviado usted su hijo a decirlo: él mismo me lo ha
contado antes. Pero, ¿a qué viene toda esta intriga? —exclamó el príncipe, con
impaciencia.
—No soy yo quien la ha urdido —afirmó Lebediev, agitando los brazos
como para rechazar una amenaza—, no soy yo. La han maquinado otros. Y,
hablando en rigor, más bien es una fantasía que una intriga.
—Pero, ¿de qué se trata? ¿No comprende cuánto me afecta este asunto?
¿No ve que se ha arrojado una mácula sobre Eugenio Pavlovich?
El rostro de Lebediev volvió a contraerse.
—¡Príncipe! ¡Ilustre príncipe! No me deja usted decir toda la verdad.
Varias veces he querido hacérsela saber; pero nunca me ha permitido ustedcontinuar…
El príncipe calló y quedó pensativo. Era notorio que se libraba en su ánimo
una violenta lucha. Al fin articuló penosamente:
—Bien: diga toda la verdad.
—Aglaya Ivanovna… —comenzó Lebediev, bajando la voz.
—¡Silencio, silencio! —gritó Michkin, ruborizándose, lleno de ira y acaso
de vergüenza también—. Todo eso es imposible y absurdo. Sólo usted u otros
locos como usted pueden haberlo inventado. ¡Qué no le vuelva a oír decir una
palabra sobre ese asunto!
Eran más de las diez de la noche cuando Kolia llegó de San Petersburgo,
cargado de noticias: unas de San Petersburgo; otras de Pavlovsk. Relató,
premioso, lo esencial de las noticias de San Petersburgo (muchas de ellas
relativas a Hipólito y a la escena del día antes) y pasó a las noticias de
Pavlovsk, pensando insistir después en las primeras. Kolia había tornado tres
horas antes de la capital, yendo primero a visitar a las Epanchinas. «¡Aquello
es terrible!», comentó. En primer plano estaba el incidente del carruaje; pero
había sucedido algo más, ignorado por Michkin.
—Naturalmente —dijo Kolia—, no he hecho preguntas ni tratado de
olfatear nada. Se me ha recibido, y mejor de lo que esperaba; pero de usted no
se habló una sola palabra, príncipe.
Lo más importante era que Aglaya se había incomodado con su familia a
causa de Gania. Kolia ignoraba los detalles del asunto: sólo sabía que, por
absurdo que pareciese, Gania figuraba en él para algo. La disputa, por lo
violenta, debía de tener un motivo grave. El general había aparecido tarde y
malhumorado, mas Eugenio Pavlovich, que le acompañaba, fue acogido muy
afectuosamente y por su parte se mostró amable y jovial. Pero lo más
impresionante de todo era que Lisaveta Prokofievna había enviado a buscar a
Bárbara Ardalionovna, que estaba con sus hijas, y, cortésmente, pero con
decisión, le había prohibido para siempre volver a pisar su casa.
—La misma Varia me dijo que la prohibición fue en términos amables —
aclaró Kolia.
Varia hubo de dejar la casa, y cuando se despidió de las hermanas, éstas no
sabían que estaban diciéndole adiós por última vez.
—¡Pero si Bárbara Ardalionovna ha estado aquí a las siete! —exclamó
Michkin, sorprendido.
—Y fue despedida a las ocho, o poco antes. Lo siento por Varia y por
Gania; pero la verdad es que se pasan la existencia urdiendo intrigas. Al
parecer, no pueden vivir sin ellas. Nunca he podido saber lo que traman… ni me importa. Aun así, le aseguro, querido príncipe, que Gania es hombre de
corazón. Sin duda muy corrompido en ciertos aspectos, pero tiene cualidades
que se le descubren en cuanto se buscan… Jamás me perdonaré no haberle
comprendido antes… No sé si debo seguir visitando a las Epanchinas después
de lo sucedido con Varia. Aunque me he situado allí desde el principio en una
independencia completa respecto a mi familia, debo pensar la cosa.
—No tiene por qué sentir tanto lo de su hermano —dijo Michkin—. Si las
cosas han llegado a ese extremo, es que Gabriel Ardalionovich parece
peligroso a Lisaveta Prokofievna, lo cual indica que sus esperanzas están en
vías de realizarse.
—¿Qué esperanzas? —inquirió Kolia con extrañeza—. ¿Cree usted que
Aglaya…? ¡No es posible! Michkin calló.
—Es usted un terrible escéptico, príncipe —declaró Kolia—. Observo que
desde hace algún tiempo no cree en nada y sospecha de todo… Pero no he
empleado con justeza la palabra «escéptico» …
—Creo que sí, aunque tampoco estoy muy seguro.
—¡No! Retiro la palabra. ¡He hallado otra explicación! —gritó Kolia—.
¡No es usted escéptico, sino celoso! Los sentimientos de Gania por cierta
orgullosa señorita le producen unos celos infernales.
Y Kolia, levantándose súbitamente, rompió a reír como no riera en su vida.
El rubor que cubrió el rostro de Michkin acrecentó la hilaridad del escolar. Le
divertía enormemente la idea de que el príncipe pudiera sentir celos a causa de
Aglaya. Pero su risa se cortó, en cuanto pudo observar que disgustaba a
Michkin. Tras esto, ambos mantuvieron una conversación muy seria, que se
prolongó por una hora o más.
Al día sucesivo, un asunto urgente obligó a Michkin a pasar parte de la
jornada en San Petersburgo. Eran más de las cuatro cuando, al disponerse a
volver a Pavlovsk, encontró en la estación al general Ivan Fedorovich. Éste
asió en seguida el brazo del príncipe y tras mirar a su alrededor con inquietud,
le hizo subir a un coche de primera clase, proponiéndole hacer el viaje juntos,
ya que quería hablarle de cosas de alguna importancia.
—Ante todo, querido príncipe, no te enfades conmigo. Si estás molesto por
algo, olvídalo. Por mí, te hubiese visitado ayer mismo, pero no sabía cómo
podría tomarlo mi mujer… Mi casa se ha convertido en un infierno. Parece
haberse instalado allí una inescrutable esfinge y por vueltas que se den a las
cosas no se puede sacar nada en limpio. A mi juicio, tú eres menos culpable de
lo que pasa que cualquiera de nosotros, aunque gran parte de ello haya
sucedido por causa tuya. Mira, príncipe, es agradable ser filántropo; pero no
conviene exagerar la nota. Acaso te hayas dado cuenta de lo que te digo. Me gusta, por supuesto, la bondad; estimo a mi mujer; pero…
El general siguió hablando mucho tiempo en parecida forma, con no poca
incoherencia en sus palabras. Se le notaba turbado por alguna cosa
incomprensible para él. Al fin se expresó con más claridad.
—Para mí es indudable que tú no has intervenido en nada de esto; pero te
ruego, como amigo, que no vayas a casa en algún tiempo, hasta que no
cambien los vientos que corren allí. En lo que concierne a Eugenio Pavlovich
—aseguró, acalorándose lo que se ha dicho de él es una insensata calumnia, la
más calumniosa calumnia que cabe imaginar. Se trata de una impostura y una
intriga encaminada a echar abajo nuestros planes mutuos y a indisponernos.
Entre nosotros, príncipe, puedo decirte que Eugenio Pavlovich no ha
pronunciado una sola palabra aún, ¿comprendes? Hasta ahora, nada nos une.
Pero la palabra puede ser pronunciada, y acaso pronto, y acaso en seguida…
¡Y se ha querido impedirlo! Ignoro por qué y para qué. Esa mujer es
desconcertante, excéntrica; me asusta hasta el punto de quitarme el sueño… Y
luego ese carruaje, esos caballos blancos… Son realmente «chic». Sí, «Chic»,
como se dice en francés. ¿Quién la mantiene con ese boato? Anteayer formulé
un juicio temerario: pensé que podría ser Eugenio Pavlovich. Pero él me ha
demostrado la imposibilidad de semejante cosa. Y entonces, ¿qué interés tiene
Nastasia Filipovna en provocar una ruptura entre nosotros? ¡Ese es el
problema! ¿Se propone reservarse a Eugenio Pavlovich para sí? Pero te repito,
te juro por la santa cruz, que los dos no se tratan y que esos pagarés son una
invención. ¡Y con qué desvergüenza le tutea en plena calle! ¡Se trata de una
maniobra evidente! Claro que nosotros debemos rechazarla con desprecio y
duplicar la estima que profesamos a Eugenio Pavlovich. Así lo he dicho a
Lisaveta Prokofievna. Y ahora te confesaré lo que pienso en el fondo: que
Nastasia Filipovna obra así por rencor personal contra mí. A causa del pasado,
¿sabes?, aunque yo nunca le haya hecho nada. Sólo al pensarlo, me
avergüenzo. Y ahora, ya la tenemos otra vez en escena, cuando yo la creía
desaparecida definitivamente. Y ¿dónde está Rogochin?, ¿quieres decírmelo?
Yo creía que ella era hace mucho tiempo mujer de Rogochin…
En resumen, el general estaba desorientado en absoluto. En la hora larga
que duró el viaje, hizo preguntas, contestólas lo mismo, estrechó la mano de
Michkin, y convenció a éste de que no le juzgaba complicado ni remotamente
en el incidente del coche. Esto era lo principal para Michkin. El general
terminó con algunas palabras referentes al tío de Eugenio Pavlovich, jefe de
un departamento ministerial de San Petersburgo:
—Ocupa un buen cargo, cuenta setenta años, y es un viveur, un gourmand,
un viejo que sigue al pie del cañón… ¡Ja, ja! Sé que ha oído hablar de Nastasia
Filipovna y que incluso ha pretendido conseguir sus favores. Fui a visitarle
hace poco; pero se hallaba enfermo y no recibía. Es rico, muy rico, tiene muy buena posición y… Dios le dé muchos años de vida, claro; pero el caso es que
su fortuna irá a parar a Eugenio Pavlovich. Sí… sí… Y, no obstante, temo
algo, no sé el qué; pero una cosa que me asusta. Me parece notar algo
amenazador que se cierne en el aire, como un murciélago… y tengo miedo,
tengo miedo…
Sólo al tercer día, como ya dijimos, se produjo la reconciliación formal de
las Epanchinas con León Nicolaievich.
XII
Eran las siete de la tarde. El príncipe se disponía a salir al parque cuando
vio aparecer en la terraza a Lisaveta Prokofievna. Iba sola.
—Ante todo —principió la generala—, no te figures que vengo a pedirte
perdón. ¡Nunca! Toda la culpa es tuya.
El príncipe quedó silencioso.
—¿Eres culpable o no?
—Tanto como usted. Por lo demás, ninguno hemos procedido con mala
intención. Anteayer me creía culpable; pero ya me he convencido de que me
engañaba.
—¡Eres el mismo de siempre! Vamos, escucha y siéntate, porque no me
propongo estar aquí en pie.
Se sentaron.
—En segundo lugar, ni una palabra sobre aquellos descarados mozalbetes.
Sólo puedo dedicarte diez minutos. Aunque acaso imaginases Dios sabe el
qué, sólo he venido aquí a pedirte un informe. Y si haces una sola alusión a
aquellos chicuelos, me voy y todo ha terminado entre nosotros.
—Bien —repuso Michkin.
—Permíteme una pregunta: ¿has escrito una carta, hace dos meses o dos
meses y medio, sobre Pascua poco más o menos, a mi hija Aglaya?
—Sí.
—¿Con qué objeto? ¿Qué decías en esa carta? ¡Enséñamela!
Los ojos de la generala relampagueaban. Todo su cuerpo se estremecía de
impaciencia.
—No la tengo —contestó Michkin con timidez—. Si esa carta no ha sidodestruida, está en poder de Aglaya Ivanovna.
—No eludas la cuestión. ¿Qué le decías?
—No eludo nada, y no temo nada. No veo por qué no había de escribirle…
—¡Cállate! Ya hablarás después. ¿Qué decías en la carta? ¿Por qué te has
ruborizado?
Michkin reflexionó un instante.
—No sé lo que piensa usted, Lisaveta Prokofievna; pero veo que esa carta
le desagrada mucho. Reconozca que podría negarme a contestar a semejante
pregunta. Mas para probarle que no temo nada como consecuencia de mi carta,
y que no deploro haberla enviado, y que no me ruborizo de ella —mientras
hablaba su rubor iba acentuándose más cada vez—, voy a repetírsela, porque
creo recordarla de memoria.
Y el príncipe reprodujo, casi palabra a palabra, su epístola a Aglaya
Ivanovna.
—¡Qué cantidad de insensateces! ¿Quieres decirme lo que significan esas
tonterías? —preguntó severamente Lisaveta Prokofievna, que había escuchado
con extraordinaria atención.
—No lo sé a punto fijo ni yo mismo. Sólo sé que las escribí a impulsos de
un sentimiento sincero. Yo experimentaba entonces momentos de vida intensa
y de ardientes esperanzas.
—¿Qué esperanzas?
—Me sería difícil explicarlas; pero no eran las que usted puede suponer.
Yo esperaba… En una palabra, yo forjaba sueños de porvenir y de dicha;
esperando que acaso alguna vez llegase a no ser un extraño allí donde vivía.
Sentíame repentinamente satisfecho de estar en mi país. Una mañana de sol,
tomé la pluma y escribí la carta. ¿Por qué a Aglaya Ivanovna? No lo sé… A
veces siente uno la necesidad de saberse querido, y tal vez atravesara yo uno
de esos momentos —concluyó Michkin, tras de una pausa.
—Estás enamorado de ella, ¿verdad?
—No. Le escribí como a una hermana. Incluso firmé: «Su hermano».
—Hum… Eso, como es fácil de comprender, lo hiciste a propósito.
—Me resulta penoso contestar preguntas así, Lisaveta Prokofievna.
—Lo sé; pero me tiene sin cuidado. Escucha y dime la verdad como si
estuvieses ante Dios: ¿Me estás mintiendo o no?
—No miento. —¿Y es verdad que no estás enamorado de mi hija?
—Creo que es absolutamente verdadero.
—¡Crees! ¡Confiaste tu carta a un chiquillo!
—Pedí a Nicolás Ardalionovich…
—¡Te digo que a un chiquillo!
Michkin contestó firmemente, aunque sin alzar la voz:
—No a un chiquillo, sino a Nicolás Ardalionovich.
—Bien, hijo, bien… Lo tendré en cuenta… —Y tras un minuto en el que la
generala se esforzó en recobrar el aliento y calmar su agitación, siguió—: ¿Y
qué es eso del «hidalgo pobre»?
—No lo sé, ni creo que sea nada. Debe tratarse de una broma.
—Me alegra enterarme de ello de una vez… Pero, ¿es posible que Aglaya
sienta inclinación por ti? Siempre te califica de demente, de idiota…
—Podría usted haber prescindido de decírmelo —repuso el príncipe, con
acento de reproche, si bien casi en voz baja.
—No te enfades. Es una chica voluntariosa, una loca, una niña mimada.
Cuando se le antoja se burla de la gente en voz alta ante sus mismas barbas.
Yo era lo mismo a su edad. Pero no te envanezcas, querido: Aglaya no está
enamorada de ti ni lo estará nunca. ¡No puedo creerlo! Te lo advierto para que
obres en consecuencia desde ahora. Oye: júrame que no te has casado con esa
mujer.
Michkin casi dio un salto de sorpresa.
—¿Qué dice usted, Lisaveta Prokofievna?
—¿No has estado a punto de casarte?
—He estado a punto de casarme —contestó él, inclinando la cabeza.
—Y estás enamorado de ella, ¿verdad? ¿Y has venido aquí por ella?
—No he venido aquí para casarme, se lo aseguro —replicó Michkin.
—¿Hay alguna cosa sagrada para ti en el mundo?
—Sí.
—Pues júrame que no has venido para casarte con esa mujer.
—Se lo juro por lo que usted quiera.
—Te creo. Abrázame. ¡Menos mal que puedo respirar al fin! Pero te
advierto que Aglaya no te quiere y que no se casará contigo mientras yo viva.¿Entiendes?
—Sí.
El príncipe, en su confusión, no osaba mirar a la cara a la Epanchina.
—Toma nota de ello. Yo esperaba tu regreso como si fueras mi providencia
(¡y eso que no te lo mereces!), lloraba por las noches, empapando la almohada
de lágrimas… Naturalmente que no por ti, puedes estar seguro… Tengo
también otro disgusto, un disgusto perenne y siempre el mismo. Pero si te
esperaba con tal impaciencia es porque sigo creyendo que Dios te ha enviado a
mí como amigo y hermano. No trato con nadie excepto con la vieja
Bielokonsky, que de momento está ausente. Además, la mucha edad la ha
vuelto tan loca como una cabra. Ahora contéstame sencillamente sí o no:
¿sabes por qué esa mujer ha dado anteayer aquel escándalo?
—Le doy mi palabra de honor de que no he participado en eso, ni sé nada.
—Te creo. Yo también he cambiado de opinión sobre el asunto. Anteayer,
desde luego, acusaba a Eugenio Pavlovich. Ahora ya no puedo dejar de
compartir su criterio de que se le ha hecho víctima de una burla infame. ¿Por
qué y para qué? Es cosa problemática y se presta a muchas y desagradables
suposiciones. En todo caso, Radomsky no se casará con Aglaya: te lo digo yo.
Es posible que sea un hombre intachable; pero no importa. Hasta ahora he
dudado, mas ya estoy resuelta. Hoy he dicho a mi marido: «Empieza por
ponerme en el ataúd y enterrarme. Después de eso, tu hija se casará con quien
quieres». ¿Ves cuánta confianza tengo en ti?
—Sí, y la estimo en lo que vale.
Lisaveta Prokofievna examinó, escudriñadora, a Michkin. ¿Querría
observar el efecto que le causaba el informe relativo a Eugenio Pavlovich?
—¿Sabes algo acerca de Gabriel Ardalionovich?
—Mucho.
—Entonces, no ignorarás que mantiene correspondencia con Aglaya.
La noticia causó al príncipe tan profundo estupor que incluso le hizo
sobresaltarse.
—Lo ignoraba en absoluto —dijo—. ¿Qué Gabriel Ardalionovich está en
correspondencia con Aglaya Ivanovna? ¡Es imposible!
—Desde hace poco tiempo, lo está. Su hermana le ha abierto el camino
durante todo el invierno mediante un trabajo de zapa…
—No lo creo —repuso Michkin, tras unos momentos de reflexión—. De
ser así, lo sabría yo. —¿Te figuras que él hubiese venido a confesártelo llorando y
estrechándote contra su corazón? ¡Qué inocente eres! Todos te engañan
como… como… ¿No te da vergüenza confiar en él? Ya veo que se ha burlado
de ti como ha querido.
—Sé que a veces me engaña a medias —dijo Michkin, en voz baja y como
a su pesar—, y él no ignora que lo sé… —añadió, interrumpiéndose
bruscamente.
—¿De modo que lo sabes y esperabas, sin embargo, que te hiciese
confidencias? ¡No faltaba más! Claro que en ti todo es natural. ¿Cómo puede
extrañarme nada? ¡Vamos! ¿Y sabes que ese Gania o esa Varia la han puesto
en relación con Nastasia Filipovna?
—¿A quién?
—A Aglaya.
—¡No lo creo! ¡No es posible! ¿Para qué?
Y se levantó precipitadamente.
—Tampoco yo lo creo, aunque tengo pruebas convincentes. Es una
muchacha caprichosa, fantástica, loca… ¡Una mala hija! ¡Sí, sí, sí! Lo repetiré
durante mil años, si hace falta. Todas son mis hijas, lo son ahora, hasta esa
pava mojada de Alejandra. Pero Aglaya resaba todos los límites. ¡Y de todos
modos no lo creo! ¡Acaso porque no quiero creerlo! —añadió, como para sí, la
generala, que prosiguió después, dirigiéndose al príncipe con brusquedad—:
¿Por qué no has ido a vernos? ¿Por qué no pasas por casa desde hace tres días?
—concluyó con impaciencia.
Michkin comenzó a exponer sus razones; pero Lisaveta Prokofievna le
interrumpió:
—¡Todos te consideran un imbécil y te engañan! Ayer has ido a San
Petersburgo: apuesto a que has visitado a aquel bribón y te has puesto de
rodillas ante él para que aceptase tus diez mil rublos.
—No se me ocurrió siquiera hacerlo así. No le he visto. Y además no es un
bribón. He recibido carta de él.
—¡A verla!
Michkin sacó una hoja de su cartera y la ofreció a la generala. La carta
rezaba así:
«Muy señor mío: A juicio de la gente, yo no tengo, sin duda, derecho a
poseer amor propio. En opinión del mundo soy demasiado insignificante para
eso. Pero lo que es cierto a los ojos de los demás hombres no lo es a los de
usted. Me he convencido, señor, de que acaso vale usted mucho más que los otros. Respecto a esto estoy en desacuerdo absoluto con Doktorenko; y me he
separado de él, por lo tanto. Jamás aceptaré de usted ni un kopec; pero usted
ha socorrido a mi madre y le estoy agradecido, aunque ello sea una flaqueza.
En todo caso, he cambiado de opinión sobre usted, y me considero obligado a
comunicárselo. Pero estimo, a la vez, que no pueden existir entre nosotros
relaciones de ninguna clase.
Antip Burdovsky.
P. S. —Los doscientos rublos que le debo le serán debidamente abonados
más adelante».
—¡Qué necedad! —dijo la generala, devolviendo la carta a Michkin con
brusco ademán—. ¡No valía ni la pena de leer eso! ¿Por qué sonríes?
—Confiese que esa lectura le ha complacido.
—¿El qué? ¿Leer esa colección de tonterías vanidosas? ¿No ves que todos
esos tipos están atiborrados de orgullo y vanidad?
—Pero el caso es que Burdovsky ha reconocido su error, incluso en contra
de Doktorenko. Y puesto que es vanidoso, más mérito tiene que haya
dominado su vanidad. ¡Es usted una niña, Lisaveta Prokofievna!
—¿Quieres que te dé una bofetada?
—No, de ningún modo. Pero, ya que la carta le agrada, ¿por qué lo oculta?
¿Por qué se avergüenza de sus sentimientos? ¡Siempre es usted la misma!
—¡Ahora sí que no volveré a permitirte poner los pies en casa jamás! —
dijo ella, levantándose, pálida de ira—. ¡No quiero respirar el mismo aire que
tú!
—Y de aquí a tres días vendrá a pedirme que la visite. No se avergüence de
esos sentimientos, que son lo mejor de su alma. No hace usted más que
atormentarse en vano.
—¡Así me muera si vuelvo a visitarte otra vez! ¡Olvidaré hasta tu nombre!
¡Ya lo he olvidado!
Y se alejó bruscamente del príncipe.
—Antes de esa prohibición, ya se me había vedado visitarla —le gritó
Michkin.
—¿Queeeé? ¿Quién te lo había prohibido?
Y se volvió de repente, con un movimiento tan vivo como si se hubiese
pinchado con una aguja. Michkin, comprendiendo que acababa de hablar más
de la cuenta, titubeó. —¿Quién te ha prohibido ir a nuestra casa? —insistió con irritación,
Lisaveta Prokofievna.
—Aglaya Ivanovna.
—¿Cuándo? ¡Habla!
—Esta mañana me ha informado de que no debo volver a pisar su casa.
Lisaveta Prokofievna, aunque casi paralizada por el estupor, se esforzó en
reunir sus ideas.
—¿Cómo te lo ha hecho saber? ¿A quién te ha enviado? ¿A ese chiquillo
para que te lo dijera? ¿O te ha buscado otra persona? —preguntó
precipitadamente.
—He recibido carta suya —repuso Michkin.
—¿Dónde está? ¡Dámela ahora mismo!
Tras un momento de reflexión, el príncipe sacó del bolsillo de su chaleco,
no una carta, sino un trocito de papel en el que se veían escritas las líneas
siguientes:
«Príncipe León Nicolaievich: Si después de todo lo sucedido se propone
usted asombrarme presentándose en nuestra casa, tenga la certeza de que no
figuraré entre aquellos a quienes complazca su visita.
Maya Ivanovna».
La generala meditó un instante, luego se lanzó hacia Michkin, le aferró el
brazo y le arrastró consigo.
—¡Pronto! ¡Ven! ¡Es absolutamente necesario que vengas en seguida! —
dijo con energía, manifestando una impaciencia y una agitación
extraordinarias.
—Pero me expone usted…
—¡Dios mío, qué necio! ¡No parece un hombre! Vamos: quiero verlo yo
misma, con mis propios ojos…
—Déjeme, siquiera, coger el sombrero…
—Toma tu horroroso sombrero, y vámonos. ¡Ni siquiera has sabido
elegirlo de una forma un poco más elegante! ¡Aglaya ha escrito eso! ¡Lo ha
escrito después de lo sucedido anteriormente! —balbucía Lisaveta
Prokofievna, mientras caminaba llevando al príncipe sujeto por el brazo y
obligándole a seguirla—. Antes te he defendido y he dicho que obrabas como
un imbécil no visitándonos… De otro modo, ella no habría escrito esa carta
estúpida, incorrecta, indigna de una joven distinguida, bien educada, inteligente… ¡Hum! —continuó—. ¿Será que acaso…? ¿Acaso que está
ofendida porque no vas? Pero no ha comprendido que no se puede escribir así
a un idiota, ya que lo tomará todo al pie de la letra, como ha sucedido… ¿Por
qué me escuchas con tanto interés? —le interpeló, comprendiendo que había
hablado demasiado—. Aglaya necesita un tipo corno tú para reírse de él. Hace
tiempo que no ha tratado otro semejante y por eso desea volver a verte. Y yo
me alegraré mucho, ¡mucho!, de que ella se burle de ti… ¡Muchísimo! ¡Te lo
mereces! Y ella sabrá ponerte en ridículo, ten la certeza…
****
TERCERA PARTE
I
En Rusia no se oyen sino quejas constantes relativas a la falta que
padecemos de personas prácticas. Tenemos plétora de políticos y generales;
incluso se encuentran hombres de negocios de todas clases en un caso dado;
pero no poseemos hombres prácticos, o al menos siempre estamos deplorando
su carencia. Dícese a todas horas que nos faltan ferroviarios eficientes; que no
es posible encontrar una compañía naviera bien administrada. Con frecuencia
oímos hablar de choques de trenes y de hundimiento de puentes en líneas de
nueva construcción. Otras veces se trata de convoyes detenidos por la nieve en
pleno campo y que permanecen parados durante cinco días, cuando el viaje
debió terminar en pocas horas. O de toneladas de mercancías que se pudren
durante dos o tres meses antes de ser expedidas. Y he oído decir (aunque no
me parece verosímil) que el empleado de una casa comercial, al insistir en sus
reclamaciones al efecto, recibió un puñetazo que le asestó en una oreja el
encargado de facturaciones, quien justificó su acto diciendo que el reclamante
le había hecho perder la paciencia. Existen tantas oficinas gubernativas, que
uno siente vértigos al pensar en su número: todos han servido, sirven o se
proponen servir al Estado, y, sin embargo, no se logra dirigir razonablemente
una vía férrea o una línea de vapores.
A esto suele darse una respuesta tan sencilla que la explicación parece casi
increíble. Cierto es, se nos dice, que todos han servido o sirven al Estado ruso,
y que el sistema ha sido seguido durante doscientos años y con arreglo al
mejor modelo alemán, de abuelos a nietos; pero los funcionarios son la gente
menos práctica de todas, y las cosas han alcanzado extremo tal que un carácter
puramente teórico y una falta total de conocimientos prácticos han llegado a
considerarse, incluso en los medios oficiales, casi como la calificación y recomendación más altas. Pero aquí no se trata de discutir esos medios, sino
de ceñirnos al asunto de los hombres prácticos. No hay duda alguna que la
desconfianza y la carencia absoluta de iniciativa han sido consideradas
siempre como los signos principales de que un hombre es práctico y siguen
siendo juzgadas así. Y si opinión tal es sostenida por acusatoria, ¿por qué
censuramos únicamente a nosotros mismos? Desde el principio de las cosas, la
falta de originalidad ha sido apreciada en el mundo entero como la principal
característica y mejor recomendación en favor de un hombre activo y práctico,
y al menos el noventa y nueve por ciento de los miembros sostienen desde
siempre esta opinión, mientras sólo el uno por ciento, como máximo,
propugna la contraria.
Inventores y hombres geniales no han sido considerados cosa mejor que
locos en los inicios de su carrera, y muy frecuentemente a su fin también. Esta
es cosa familiar y palmaria a todos. Si, por ejemplo, tras centenares de años en
que las gentes han depositado sus fondos en los Bancos, al cuatro por ciento,
la Banca dejase pronto de existir, esos capitales se perderían infaliblemente,
invertidos en especulaciones, aun las más disparatadas, o pasando a poder de
los timadores…, lo que sin duda está muy de acuerdo con las normas de la
propiedad y de la decencia. Sí: de la decencia, porque una adecuada
desconfianza y una completa carencia de originalidad han sido, repitámoslo,
universalmente aceptadas como las características esenciales del hombre
práctico, del caballero; y una transformación súbita sería, pues, absolutamente
anticaballeresca y casi indecente. ¿Qué tierna y abnegada madre no se
estremecería de terror si pensase en que su hijo o hija había de apartarse un
solo pelo del camino trillado? «No, más le vale ser feliz y vivir con comodidad
y sin originalidad», pensarán todas mientras mecen la cuna. Y nuestras niñeras
opinan lo mismo: «Al niñito le veremos cubierto de oro, llevando una
charretera de general, es el hombre original, o, en otras palabras, el general ha
sido considerado en Rusia como el pináculo de la dicha humana y alcanzado la
categoría de la más popular idea nacional respecto a lo que debe ser una vida
tranquila y feliz. Y en efecto: ¿qué ruso, después de sufrir, sin distinguirse, un
examen, no puede, pasados treinta y cinco años de servicio, obtener el grado
de general y tener una cuenta en el Banco? De este modo, el ruso alcanza la
posición de hombre práctico e importante sin el menor esfuerzo. La única
persona, entre los rusos, que puede fracasar en el intento de llegar a general, es
el hombre original, o, en otras palabras, el hombre de espíritu inquieto. Acaso
haya en ello algún error; pero, generalizando, lo dicho se considera verdadero,
y la sociedad rusa se muestra perfectamente correcta cuando define de tal
modo al hombre práctico.
Pero casi todo esto es superfluo. En realidad sólo me propongo decir
algunas palabras explicatorias acerca de nuestros amigos, los Epanchin. Esta
familia, o al menos los miembros más reflexivos de ella, sufrían perennemente al notar en su carácter una peculiaridad común a todos ellos: su absoluta
oposición a las virtudes que hemos examinado en los párrafos anteriores.
Aunque no apreciasen claramente el hecho, a causa de que es difícil apreciarlo
en uno mismo, no dejaban de sospechar a veces que las cosas no marchaban
en su casa como en las demás. Mientras todos sus conocidos llevaban una
existencia apacible, rutinaria, uniforme, la de los Epanchin estaba pletórica de
turbulencias; mientras todos corrían como sobre rieles, ellos estaban siempre
descarrilados. En otras casas todos eran correctamente discretos; pero en la
suya, no. Tal vez fuese Lisaveta Prokofievna la única que hiciera tan ingratas
observaciones, ya que las muchachas, a las que no les faltaba, de cierto,
penetración ni causticidad, eran jóvenes aún, y el general tenía una mente
perspicaz, si bien un tanto tortuosa. En los casos difíciles que se presentaban
en su vida familiar solía contentarse con decir: «Hum…», dejando la solución
de los problemas a su mujer. A ella, pues, le incumbía también la
responsabilidad, y no era que aquella familia se distinguiese por iniciativa
particular alguna, ni que sus contratiempos tuviesen por causa una tendencia
consciente a la originalidad, lo que hubiera sido muy incorrecto. No, en su
proceder no existía meditación, y, pese a ello, la familia Epanchin, aunque
estimada, no era en absoluto lo que debe ser una familia rodeada de la
consideración social. Hacía tiempo que había arraigado en la cabeza de la
generala la idea de que todo dependía de ella y de su «desgraciado» carácter,
convicción que aumentaba su disgusto. Maldecía, pues, sin cesar su
excentricidad «estúpida e inconveniente», y siempre inquieta, siempre alerta,
en espera de imaginarias complicaciones, viviendo en perenne perplejidad, no
sabía cómo proceder en los asuntos más comunes de la vida.
Dijimos al principio de nuestro relato que los Epanchin gozaban de la
consideración general. Ivan Fedorovich, a pesar de su oscuro origen, era
recibido con respeto en todas partes. Lo merecía en realidad, por su fortuna y
su elevada posición, y además porque era un hombre muy correcto, aunque no
tuviese un talento muy poderoso. De otra parte, cierta torpeza mental parece
muy indicada, si no para todo hombre público, al menos sí para todo
funcionario público. Por ende el general tenía buenas maneras, era modesto,
sabía callar cuando convenía y a la vez no se dejaba atropellar de nadie, no por
ser general, sino por ser hombre honrado. Finalmente, lo que era más
importante aún, gozaba de altas protecciones. Lisaveta Prokofievna, como
sabe el lector, descendía de una familia aristocrática. Cierto que en nuestra
Rusia se consideran más las buenas relaciones que el nacimiento; pero la
generala era querida y apreciada por personas cuyo ejemplo se convierte en
ley para la sociedad. Superfluo es decir que sus preocupaciones familiares no
tenían fundamento alguno, o al menos que su imaginación las agrandaba de un
modo ridículo. Mas si uno tiene una verruga en la frente o en la nariz, se figura
que esa verruga atrae la atención general, que nadie se ocupa sino en burlarse de ella, y que a causa de ese defecto se le condena a uno aunque haya
descubierto América. Era cierto que Lisaveta Prokofievna pasaba en sociedad
por una «original», y aunque no por eso se la estimaba menos, la pobre mujer
había terminado creyendo en la inexistencia de tal estima, y ésta era su mayor
desventura. Al pensar en sus hijas, decíase con dolor qué estaba perjudicando
su porvenir, que tenía un carácter grotesco, incorrecto, insoportable.
Naturalmente, la culpa no podía ser sino de los que la rodeaban, y de aquí que
de mañana a noche disputase con su marido y sus hijas, a pesar de que los
quisiera de un modo que llegaba hasta el olvido de sí misma, hasta la pasión.
Lo que más la disgustaba era la sospecha de que sus hijas se convertían
gradualmente en tan originales como ella misma, y la certeza de que no
resultaba natural que hubiese, ni debiera haber, mujeres semejantes en el
mundo. «Se están volviendo unas nihilistas. ¡Eso es!», repetíase a cada
instante. Un año que tal idea le torturaba cotidianamente a la generala. «Ante
todo, ¿por qué no se casan? —preguntábase sin cesar—. Por disgustar a su
madre. ¡No tienen otra finalidad en la vida! No, no puede ser otra cosa. Son las
ideas nuevas, la maldita cuestión feminista. ¿Pues no quiso Aglaya, hace seis
meses, cortarse esa magnífica cabellera que tiene? ¡Cuándo ni yo en mis
tiempos la poseía igual! Ya tenía las tijeras en la mano y hube de arrodillarme
ante ella para hacerla renunciar a tal locura. Admito que obrase por maldad,
por disgustar a su madre, porque es una muchacha mala, caprichosa, una niña
mimada, pero sobre todo mala, mala, mala… Pero ¿no quería también esa loca
de Alejandra cortarse igualmente el pelo, sólo porque Aglaya le había
asegurado que así dormiría mejor y no sufriría jaquecas? ¡Y cuántos partidos,
cuántos, se les han presentado en estos cinco años últimos! Y algunos buenos,
muy buenos inclusive… ¿Qué esperan? ¿Por qué no se casan? Sólo por
molestar a su madre. No tienen otra razón; absolutamente ninguna».
Al fin el sol pareció iluminar un tanto su maternal corazón al ver que una
de sus hijas, Adelaida, estaba comprometida. «Al menos eso será una
tranquilidad para mí», declaró cuando vino el caso de manifestar su criterio en
voz alta, aun cuando en su interior se sirviese de expresiones mucho más
tiernas. Y ¡qué feliz y correctamente se había convenido todo! En sociedad no
se hablaba de aquella boda sino con franca aprobación. El novio era un
hombre decente, conocido, príncipe, rico y, por ende, agradable a su futura.
¿Qué más podía pedirse? Pero Lisaveta Prokofievna se había inquietado
siempre menos por Adelaida que por sus otras dos hijas, aunque las
inclinaciones artísticas de la joven no dejasen de causarle cierta aprensión.
«En cambio, tiene buen carácter y muy buen sentido; una muchacha nunca se
pierde cuando es así», decíase siempre al final la generala, tranquilizándose
con tal reflexión. Lo que la inquietaba más era el porvenir de Aglaya.
Respecto a Alejandra, no sabía si preocuparse o no. A veces su hija mayor le
parecía un «caso desesperado»: ya tenía veinticinco años. ¿Se quedaría para vestir imágenes? ¡Y con aquella belleza! La desgraciada madre pasaba las
noches llorando, mientras quien motivaba aquellas inquietudes dormía con el
más tranquilo de los sueños. «¿Qué será? ¿Una nihilista o meramente una
tonta?». Lisaveta Prokofievna sabía muy bien que lo último era inexacto.
Tenía en alta estima la inteligencia de Alejandra y le solía pedir consejo con
frecuencia. Pero el que su hija era «una pava mojada», no ofrecía duda alguna.
«Tiene una tranquilidad tal, que no la inmuta nadie… Y el caso es que las
«pavas mojadas» no suelen tener nada de tranquilas. No entiendo una
palabra…» Alejandra Ivanovna inspiraba a su madre una especie de
inexpresable compasión que la generala no experimentaba por Aglaya en la
misma medida, aunque la última fuese su ídolo. Pero los arranques de mal
humor con que Lisaveta Prokofievna solía manifestar su solicitud materna, los
epítetos análogos al de «pava mojada», no provocaban más que la hilaridad de
Alejandra. A veces, las cosas más insignificantes exasperaban a la generala, la
ponían fuera de sí. Alejandra, por ejemplo, solía dormir mucho y normalmente
tenía sueños; pero sueños de candidez semejante a los de un niño de siete
años. Y la inocencia misma de aquellos sueños irritaba a su madre. Una vez la
joven soñó con nueve gallinas, lo cual motivó una discusión cuya causa sería
imposible decir. Otra vez —la única, es cierto— soñó con un monje encerrado
en una celda obscura en la que ella temía penetrar. Aglaya y Adelaida, entre
grandes risas, fueron a contarlo a su madre, quien se enojó y trató a sus tres
hijas de necias. «Hum… Está tan plácida como una imbécil; es una verdadera
«pava mojada»; no la emociona nada, y, sin embargo, parece triste. Hace días
que da pena verla. ¿Por qué estará triste, por qué?». A veces la generala
planteaba la cuestión a su marido, y ello febrilmente, en tono de amenaza,
como tenía por costumbre. Ivan Fedorovich fruncía el entrecejo, se encogía de
hombros, y al fin expresaba su opinión abriendo mucho los brazos y diciendo:
—Necesita un marido.
Lisaveta Prokofievna estallaba como una bomba:
—¡Dios permita que no sea un hombre como tú, Ivan Fedorovich; con
sentimientos tan groseros como los tuyos Ivan Fedorovich!
El general se iba y Lisaveta, tras aquella «explosión», se calmaba. Aquella
misma tarde mostrábase ya extraordinariamente solícita, dulce y afable con
Ivan Fedorovich. Porque no había dejado de quererle, estaba realmente
enamorada de él, y él por su parte estimaba mucho a Lisaveta Prokofievna.
El mayor tormento de la madre, y un tormento continuo, lo constituía
Aglaya. «Es como yo, mi vivo retrato —decía la generala—: un diablo
despótico y malvado. Una nihilista, una original, una insensata, una loca, loca,
loca… ¡Oh, Señor, qué desgraciada va a ser!».
Como dijimos, la seguridad de que Adelaida se casaba fue un bálsamo para Lisaveta Prokofievna. Durante un mes olvidó sus inquietudes. El inmediato
casamiento de Adelaida motivó que en sociedad se hablase por entonces
bastante de Aglaya. Y la joven se portaba tan bien, tenía modales tan gratos,
una actitud tan inteligente y un encanto tan subyugador… Hasta su orgullo
parecía en ella una gracia más. Hacía un mes que se mostraba amable y cortés
con la generala. («Claro que es preciso tomarse tiempo para conocer mejor a
ese Eugenio Pavlovich y estudiarle a fondo. Además, Aglaya no parece
mirarle con mejores ojos que a los demás», se decía Lisaveta Prokofievna.) Lo
esencial era el admirable cambio surgido en el carácter de la joven. Y luego
era tan hermosa, tan hermosa… «¡Sí, parece embellecer de un día a otro, Dios
mío!». Y ahora…
Ahora aquel miserable principillo, aquel idiota, no hacía más que aparecer
y lo echaba todo a rodar, trastornando la casa.
En realidad, ¿qué había sucedido?
Para otras personas, nada seguramente. Pero Lisaveta Prokofievna tenía la
peculiaridad de descubrir en las circunstancias más comunes de la vida
detalles y concatenaciones que la atemorizaban al punto de hacerla casi
enfermar. Júzguese lo que debió sentir cuando, en medio de sus inquietudes
quiméricas, vio producirse un incidente de real gravedad y justificativo de
serias preocupaciones.
«¿Quién y cómo se habrá atrevido a escribirme esa maldita carta anónima
en que se me dice que aquella mujerzuela está en relación con Aglaya?»,
pensaba la generala por el camino, arrastrando a Michkin con ella.
Y cuando, llegada a su casa, hizo sentar al príncipe ante la mesa redonda
en torno a la cual se reunía toda la familia, Lisaveta Prokofievna recayó en sus
reflexiones: «¿Cómo se habrán atrevido a eso? Me moriría de vergüenza si
creyese una sola palabra de esa carta o si la enseñase a Aglaya. ¡Cómo se burla
la gente de nuestra familia! Y la culpa de todo, de todo, la tiene Ivan
Fedorovich. ¿Por qué nos iríamos de Elaguin? ¡Bien lo propuse yo! Quizás
haya sido Varia quien escribió la carta, o tal vez… No sé; pero la culpa de todo
la tiene Ivan Fedorovich. ¡Tuya es la responsabilidad de esto, Ivan
Fedorovich! Esa mujer lo ha imaginado todo para burlarse de él. En recuerdo
de su antigua relación ha querido ponerle en ridículo, como ya le puso cuando
lo de las perlas… Pero también nosotras, tus hijas y yo, estamos mezcladas en
esto, Ivan Fedorovich. ¡Y son señoritas de la mejor sociedad, muchachas
casaderas! Y estuvieron allí, se quedaron allí, lo oyeron todo, se enteraron de
la historia de aquellos mozalbetes… ¡Vamos, Ivan Fedorovich, ya puedes estar
satisfecho! ¡Estaban allí y se enteraron de todo! No se lo perdono a ese
principillo; no se lo perdonaré jamás. ¿Y por qué tiene Aglaya desde hace tres
días tanta excitación nerviosa? ¿Por qué ha reñido con sus hermanas, incluso con Alejandra, a quien besaba a diario con tanto respeto como si fuese su
propia madre? ¿Por qué hace tres días que se muestra como un enigma para
todos? ¿Y qué tiene que ver Gabriel Ardalionovich con esto? ¿Por qué estuvo
ayer Aglaya hablando tan bien de él, y por qué lloró luego? ¿Por qué se habla
en el anónimo de ese maldito «hidalgo pobre», y por qué Aglaya no enseñó a
sus hermanas la carta recibida del príncipe? ¿Y por qué… por qué he corrido a
casa de él como una loca y le he arrastrado conmigo? ¡Qué de tonterías acabo
de hacer! ¡Estoy loca, Señor! ¡Hablar a un hombre joven de los secretos de mi
hija! Y, además, de secretos que en cierto modo se refieren a él mismo. ¡Dios
mío! Menos mal que es de confianza… e idiota… ¿Es posible que Aglaya se
interese por cretino semejante? ¿En qué pienso, Señor? ¡Qué tipos los de esta
familia… empezando por mí! Se nos podía poner bajo un fanal y exhibirnos
por diez kopecs… ¡No te lo perdonaré nunca, Ivan Fedorovich, no te lo
perdonaré nunca!… ¿Y por qué Aglaya no se burla de ese idiota? Había
prometido burlarse de él y no lo hace. ¡Con qué atención le mira! ¡Qué pálido
está! ¡Y ese maldito charlatán de Eugenio Pavlovich, que no para de hablar un
momento! No deja meter la cuchara a nadie: monopoliza la conversación. En
cuanto consiga hacerles cambiar de tema, lo sabré todo».
El príncipe, en efecto, estaba muy pálido. Parecía muy a disgusto y, sin
embargo, había momentos en que un éxtasis inefable e incomprensible se
adueñaba de su alma. ¡Cómo temía mirar cierto rincón desde donde le
contemplaban los ojos negros, tan conocidos! A la vez se sentía feliz de
encontrarse en medio de aquella familia y oír aquella voz, pese a lo que se le
escribiera. ¿Qué se le ocurriría a Aglaya decirle ahora? En cuanto a él, atento a
las ocurrencias de Eugenio Pavlovich, no había proferido una sola palabra.
Pocas veces había parecido Radomsky más satisfecho y elocuente que aquella
tarde. Michkin le escuchaba, es cierto, pero pasó bastante tiempo antes de que
entendiese lo que el joven decía. Toda la familia estaba presente, excepto el
general, que no había vuelto aún de San Petersburgo. El príncipe Ch. se
hallaba también en la casa. Sin duda la reunión se proponía ir a oír música
antes del té. A poco, surgió Kolia en la terraza. «De modo que continúan
recibiéndole», se dijo Michkin.
La casa de los Epanchin era una hermosa villa con aspecto de chalet suizo.
Se veían flores y verdor por doquier. Un jardín, pequeño pero bien cuidado,
rodeaba el edificio. Como en casa del príncipe, todos estaban sentados en la
terraza, que era mayor y ofrecía una perspectiva más bella.
Al llegar Michkin, la conversación versaba sobre un tema que parecía
desagradar a algunos. Notábase que acababa de tener lugar una viva discusión.
Todos hubiesen preferido hablar de otra cosa, pero Eugenio Pavlovich, en su
vehemencia, no lo advertía. Y aún se animó más cuando apareció Michkin.
Lisaveta Prokofievna arrugó el entrecejo, si bien aún no sabía de qué se trataba. Aglaya, algo aparte, no se retiró. Escuchaba, encerrándose en un
obstinado silencio.
—Dispénseme —declaró con calor Radomsky— pero no he dicho nada
contra el liberalismo en general. Yo sólo ataco al liberalismo ruso, y si lo
ataco, es porque el liberal ruso no es un liberal ruso, sino un liberal anti-ruso.
Muéstrenme un liberal ruso y le abrazaré ante todos ustedes.
—Si él se deja abrazar —dijo Alejandra, muy excitada, como lo daba a
entender el vivo color de sus mejillas.
«Una mujer tan flemática, que no hace más que comer y dormir, que no se
altera por nada, se ha excitado con esto. ¡Es incomprensible!», pensó la
generala.
Michkin creyó notar que el tono de Radomsky distaba de agradar a
Alejandra Ivanovna. Ésta creía que el joven trataba demasiado a la ligera un
tema serio, ya que, a pesar del fuego que ponía en sus palabras, tenía
verdaderamente el talante de bromear.
—Yo sostenía hace un momento, cuando ha entrado usted, príncipe —dijo
Eugenio Pavlovich—, que en Rusia los liberales se han reclutado hasta ahora
exclusivamente entre los propietarios de siervos y las familias de popes. Lo
mismo pasa con los socialistas. Y como las dos castas citadas son cosas al
margen de la nación, y cada vez más independientes de ella, resulta que cuanto
hacen es siempre no-nacional.
—¿Así que los progresos obtenidos en Rusia son anti-rusos? —protestó
Ch.
—Son no-nacionales. Rusos, pero no nacionales. Nuestros liberales no son
rusos, ni nuestros conservadores tampoco. Y pueden estar seguros de que la
nación no aceptará nunca lo que hagan los señores territoriales ni los
estudiantes de seminario.
—¡Es demasiado! ¿Cómo puedes sostener esa paradoja y hacer
afirmaciones contra los propietarios rusos? ¡Si tú mismo lo eres! —objetó con
energía el príncipe Ch.
—No hablo de los propietarios rusos en el sentido en que tú lo tomas. Esa
clase es muy respetable, tanto más cuanto que ha dejado de ser casta y, sobre
todo, dado que yo pertenezco a ella…
—¿Así que cree usted que tampoco la literatura rusa es nacional? —dijo
Alejandra.
—No soy autoridad en literatura; pero aun así creo que la literatura rusa no
es nacional, exceptuando acaso a Gogol, Lomonosov y Puchkin. —No está mal. Sólo que uno de ellos era un campesino y los otros dos
propietarios —dijo Alejandra, riendo.
—Cierto, pero no cante victoria. Pues que ésos, entre todos los escritores
rusos, han sido quienes han dicho algo propio, no tomado de ajenos, son, por
ese solo hecho, nacionales. Cualquier ruso que hable o escriba cosas que se le
ocurran espontáneamente, sin tomarlas o plagiarlas de los demás, es
inevitablemente nacional, aunque no se exprese en buen ruso. Esto me parece
un axioma. Pero antes no hablábamos de Literatura, sino de los liberales y
socialistas rusos, y yo decía que no hay un solo socialista ruso, ya que todos
son propietarios de siervos o gentes de formación seminarística. Todos los
socialistas confesados, en Rusia y fuera de ella, no son más que liberales
procedentes de la nobleza territorial de la época de la servidumbre. ¿Por qué se
ríen? Muéstrenme sus libros, teorías y tratados y, aunque no soy un crítico
literario, les haré la crítica literaria más acabadamente demostratoria de que
cada página de sus libros, libelos y memorias, ha sido escrita por un
propietario ruso al antiguo estilo. Sus iras, sus protestas, su humorismo, son
típicas de los de su clase y anteriores a la época de Famusov. Sus arrebatos,
sus lágrimas, sus éxtasis pueden ser auténticos; pero son lágrimas, arrebatos y
éxtasis de gran propietario rural o de seminarista. ¿Se ríen otra vez? ¿También
usted, príncipe? ¿No está de acuerdo conmigo?
En realidad las palabras de Radomsky habían provocado la hilaridad
general. El mismo Michkin sonreía.
—No puedo decirle si soy de su opinión o no —declaró el príncipe,
dejando de sonreír. Su azorada fisonomía parecía la de un colegial sorprendido
en falta—. Pero le aseguro que le escucho con vivo placer.
Hablaba con ahogada voz. Un frío sudor perlaba su frente. Era la primera
vez que despegaba los labios desde su llegada. Quiso mirar en torno, pero no
se atrevió. Eugenio Pavlovich, notándolo, esbozó una sonrisa.
—Voy a citarles un hecho, señores —continuó Radomsky con aquella
mezcla de acaloramiento y expresión risueña que siempre hacían presumir
irónicas sus palabras, por sinceras que pareciesen—. Un hecho cuyo
descubrimiento tengo el honor de reivindicar para mí. A menos nadie, que yo
sepa, lo ha descubierto antes. En él se revela todo el fondo del liberalismo ruso
a que me refiero. ¿Qué es, hablando en general, el liberalismo sino un ataque
(que tenga razón o no es cosa distinta) al orden de cosas establecido? Es eso,
¿no? Pues el descubrimiento realizado por mí consiste en que el liberalismo
ruso no es un ataque al estado de cosas existentes, sino a las cosas mismas, es
decir, al país. El liberal que yo considero es un ser que odia a Rusia, que
maltrata, pues, a su madre… Toda desgracia de Rusia le embriaga de júbilo.
Odia las costumbres nacionales, la historia rusa, todo… Su excusa, si alguna tiene, es que no sabe lo que hace y que su aversión a Rusia le parece la más
profunda muestra de liberalismo. Aquí encontrarán ustedes con frecuencia
liberales a quienes aplauden los reaccionarios y que son, sin saberlo, los
conservadores más absurdos, obtusos y peligrosos de todos. Algunos de
nuestros liberales confundían hasta hace poco el odio a Rusia con el verdadero
amor a la patria y se jactaban de comprender ese sentimiento mejor que los
demás. Pero ahora son más francos, la mera palabra «patriotismo» los
avergüenza, y rechazan el concepto como molesto y despreciable. Trátase de
un fenómeno de que ninguna época ni país ha proporcionado ejemplo. ¿Cómo
se produce entre nosotros? Por la razón que he dado antes: la de que el liberal
ruso es un liberal no-ruso. A mi juicio no hay otra explicación.
—Todo lo que has dicho es una broma, Eugenio Pavlovich —repuso, con
gravedad, el príncipe Ch.
—No he tratado a todos los liberales y no puedo juzgarlos —añadió
Alejandra Ivanovna—, pero me indigna oírle. Toma usted un caso particular y
lo erige en norma general. De modo que su acusación es calumniosa.
—¿Un caso particular? ¡Ya se ha pronunciado la palabra! ¿Qué le parece,
príncipe? Lo que afirmo, ¿se refiere o no a un caso particular?
—Debo decirle —repuso Michkin— que he tratado y visto pocos liberales;
pero creo que puede usted tener razón en parte y que ese liberalismo ruso de
que usted habla se inclina, en cierta medida, a odiar a Rusia y no sólo a sus
instituciones. Pero ello, por supuesto, sólo es verdad en un sentido, y no
resultaría justo extender tal juicio a todos…
Se interrumpió, confuso. Su turbación no le vedaba sentir un gran interés
en lo que se discutía. Una de las peculiaridades de Michkin, era la
extraordinaria y cándida atención con que prestaba oído a cuanto le interesaba,
así como la seriedad con que respondía si se le preguntaba en aquellos casos.
Su expresión, su aspecto eran el de un hombre de buena fe incapaz de
suponerse objeto de burla. Eugenio Pavlovich, que hasta entonces sonriera de
un modo particular mirando al príncipe, quedó sorprendidísimo de su
contestación y le examinó con gravedad.
—¿Cómo? ¿Qué decía? ¿Me ha contestado en serio, príncipe?
—¿Acaso no me ha interrogado usted en serio? —dijo Michkin, con
extrañeza.
Todos rompieron a reír.
—No le haga caso —intervino Adelaida Ivanovna—. Eugenio Pavlovich
tiene la costumbre de burlarse de la gente. ¡Si supiese las cosas que cuenta a
veces con la mayor seriedad! —Opino que esta conversación es desagradable y habría valido más no
comenzarla —observó Alejandra, con acritud. Se había hablado de dar un
paseo…
—Vayamos a darlo —convino Eugenio Pavlovich—. Pero para probarles
que esta vez he hablado con seriedad y para probarlo sobre todo al príncipe…
(Porque me ha interesado usted mucho, príncipe, y le juro que, aunque frívolo,
no lo soy tanto como debo parecerle.) Para probarlo, digo, haré, señores, si me
lo permiten, una última pregunta al príncipe. Y con eso concluiremos. Se trata
de una mera curiosidad privada. Esa pregunta se me ha ocurrido mentalmente
como a propósito (ya ve, príncipe, que también pienso a veces en cosas serias)
y la he contestado; pero me gustaría saber la opinión del príncipe. Hace un
momento hablábamos del «caso particular». Esas dos palabritas suenan muy a
menudo en Rusia. Últimamente la prensa y el público se han ocupado en ese
horrendo asesinato de seis personas por un… joven, y del curioso discurso del
defensor; quien dijo, entre otras cosas, que, dada su pobreza, el inculpado
debía sentir «naturalmente» el impulso de cometer seis asesinatos. La frase
literal del abogado no fue ésa, pero el sentido sí. A mi juicio, al hablar de tal
modo, el defensor estaba convencido de pronunciar las palabras más
progresistas, liberales y humanitarias que se puedan decir en nuestra época.
¿Qué le parece, pues? Esa perversión de ideas y convicciones, la posibilidad
de un modo de ver las cosas tan notoriamente falso, ¿es un caso particular o
general?
Siguió un nuevo estallido de hilaridad.
—Particular, por supuesto —dijeron, riendo, Alejandra y Adelaida.
—Permíteme recordarte, Eugenio Pavlovich —dijo el príncipe Ch.—, que
esa broma está ya muy gastada.
—¿Cuál es su opinión, príncipe? —insistió Radomsky, sin hacerle caso, al
sentir fija en él la mirada seria de León Nicolaievich—. ¿Es un caso particular
o genera!? Confieso que me lo he preguntado acordándome de usted.
—No, no es un caso particular —repuso Michkin, en voz baja pero firme.
—¡Por Dios, León Nicolaievich! —exclamó, casi enojado, el príncipe Ch.
— ¿No ve que la pregunta es un ardid que le tienden?
Michkin se sonrojó.
—Creí que Eugenio Pavlovich hablaba en serio —dijo, bajando la vista.
—Acuérdese, querido príncipe —continuó Ch.—, de la conversación que
usted y yo tuvimos hace tres meses. Nos referíamos precisamente al gran
número de abogados distinguidos con que cuenta el foro desde la reforma de
los tribunales y citamos varios prudentes veredictos emitidos por nuestros jurados. ¡Cuánto celebraba usted tal estado de cosas y qué satisfacción me
causaba su alegría! Decíamos ambos que ello justificaba un orgullo legítimo.
Esa torpe defensa, ese argumento absurdo no es más que una casualidad, una
excepción entre miles de ejemplos contrarios.
Michkin reflexionó unos instantes, y luego, con aspecto de honda
convicción, aunque en voz baja y casi tímida, repuso:
—Sólo quería decir que la perversión de las ideas (para emplear la
expresión de Eugenio Pavlovich) se encuentra muy a menudo, siendo,
desgraciadamente, un caso mucho más general que particular. De no estar tan
difundida esa perversión no se verían crímenes tan increíbles como…
—¿Crímenes increíbles? Yo le aseguro que crímenes así y todavía más
espantosos, sucedían también antes, y han sucedido siempre, no sólo en Rusia,
sino en todas partes. Y, a mi juicio, seguirán sucediendo durante mucho
tiempo. Pero antes no existían nuestros medios de publicidad y hoy la gente se
ocupa de los criminales, comenta sus hechos y gestos con la pluma o de
palabra, y por ello los delitos así parecen constituir un hecho nuevo en la
sociedad. Su error, príncipe, consiste en eso, y le aseguro que es un error muy
ingenuo —acabó, con sonrisa algo burlona, el príncipe Ch.
—Sé muy bien que antaño se han cometido crímenes tan espantosos como
los de ahora. Recientemente he visitado cárceles y he trabado conocimiento
con detenidos, tanto preventivos como condenados. Existen criminales mucho
más terribles que ese del que tratamos, gentes que han asesinado a diez
personas y no se arrepienten de ello. Pero lo que he visto en mi trato con esos
delincuentes es que el asesino más endurecido, el más inaccesible a los
remordimientos, sabe que es un criminal, es decir, que cree en conciencia
haber obrado mal, aun cuando no se arrepienta de sus actos. Todos son así
mientras que aquellos a los que se refería Eugenio Pavlovich se niegan a
reconocerse culpables, opinan que estaban en su derecho y que han procedido
bien… Tal es, poco más o menos, su convicción. Eso, a mi criterio, representa
una diferencia terrible. Y observé que todos son jóvenes, o sea que están en la
edad en que la perversión de ideas se produce más fácilmente.
El príncipe Ch., dejando de reír, miró a Michkin con sorpresa. Alejandra
Ivanovna, que desde bastante rato atrás se proponía hacer una observación,
guardaba silencio y parecía tener un motivo particular para callarse. Eugenio
Pavlovich, francamente extrañado, miraba al príncipe, y esta vez su rostro no
mostraba huellas de burla.
—¿Por qué le mira con ese asombro? —exclamó Lisaveta Prokofievna—.
No le creía tan inteligente como usted, ¿verdad? ¿Le juzgaba incapaz de
razonar? —No es eso lo que me sorprende —repuso Eugenio Pavlovich—. Pero
entonces, príncipe (y perdóneme), si ve usted las cosas tan claramente, ¿cómo
puede ser que en ese asunto (¡perdón una vez más!) … en ese asunto de
Burdovsky no haya encontrado usted esa misma perversión de las ideas y las
convicciones morales? Porque el caso es idéntico. Y entonces no me pareció
que usted opinara nada de lo que hoy dice.
—Vamos, padrecito —interrumpió la generala— todos hemos notado lo
mismo y no alardeamos de nuestra sagacidad ante el príncipe. Pero éste ha
recibido hoy una carta de uno de aquellos individuos, el principal, el del rostro
granujiento, ¿te acuerdas, Alejandra? Ese hombre, en su carta al príncipe, le
pide perdón (claro que a su manera) y dice que disiente de aquel otro
compañero. ¿Te acuerdas, Alejandra? Y añade que cree en la razón del
príncipe. De modo que nosotros, que no hemos recibido cartas semejantes,
haríamos bien en no vanagloriamos y darnos importancia ante el príncipe.
—Hipólito ha venido ya a vivir al campo, con nosotros —anunció Kolia en
aquel momento.
—¿Cómo? ¿Ya está aquí? —inquirió Michkin, verdaderamente alarmado.
—Llegó conmigo en el momento en que acababa usted de salir con
Lisaveta Prokofievna.
—Apuesto —dijo con súbita ira la generala, olvidando que un momento
antes había tomado la defensa de Michkin—, apuesto a que el príncipe ha ido
a buscar a ese miserable mozo en su chiribitil, le ha pedido perdón de rodillas
y le ha suplicado que se trasladase aquí. ¿Le has visitado ayer? ¿Le visitaste
ayer? ¡Confiésalo! ¿Es verdad? ¿Te has arrodillado ante él?
—Nada de eso —intervino Kolia—. Al contrario. Hipólito, ayer, tomó la
mano del príncipe y la besó por dos veces. Yo he sido testigo. A eso se limitó
toda la explicación, aparte que el príncipe le dijo sencillamente que estaría
mejor en el campo. Hipólito contestó que iría cuando su estado se lo
permitiera.
—Hace usted mal en contar todo eso, Kolia —exclamó Michkin
levantándose y cogiendo su sombrero.
—¿Adónde vas? —preguntó la generala.
—No se moleste, príncipe —dijo Kolia con vehemencia—. Hipólito está
descansando de la molestia del viaje y creo que su presencia le turbaría más
que otra cosa. Mañana le verá. Esta mañana me ha dicho que hace seis meses
que no se sentía tan bien y tan fuerte. Y en realidad tose tres veces menos.
Michkin notó que Aglaya, abandonando su lugar anterior, se acercaba a la
mesa. No osó dirigirle la mirada, pero adivinaba que ella le estaba mirando, acaso con talante amenazador, y que seguramente los ojos negros de la joven
relampagueaban y su rostro estaba cubierto de púrpura.
—Me parece, Nicolás Ardalionovich, que ha hecho usted muy mal en
traerle a Pavlovsk…, si se refiere usted a ese muchacho tuberculoso que el
otro día lloraba y nos invitaba a su entierro —comentó Eugenio Pavlovich—.
Habló con tanta elocuencia de la pared frontera a su casa, que seguramente
tendrá nostalgia de ella, créame…
—Eso es cierto: disputará contigo, te armará un escándalo y se irá. ¡Eso es
lo que te espera!
Y sin hacer caso de que todos se habían levantado ya para salir de paseo,
Lisaveta Prokofievna, con digno ademán, atrajo hacia sí la cesta que contenía
su labor.
—Recuerdo que pronunció muchas frases a propósito de aquella pared —
continuó Eugenio Pavlovich. Sin ella no podrá morir elocuentemente, lo que
es muy importante para él.
—Si usted —dijo Michkin— no quiere perdonarle, morirá lo mismo sin su
perdón… Ahora viene aquí para ver los árboles y…
—Por lo que a mí respecta, se lo perdono todo. Puede decírselo.
—Lo que he dicho no debe considerarse en tal sentido —murmuró
Michkin en voz baja y como a su pesar, con la mirada fija en tierra—. Es
necesario también que acceda usted a recibir su perdón.
—¿Qué le he hecho yo? ¿En qué le he perjudicado?
—Si usted no lo comprende… Pero sí lo comprende… En ese caso, él
quisiera bendecirle y recibir su bendición. Nada más.
El príncipe Ch., algo inquieto, cambió una mirada con algunos de los
presentes; y dijo:
—Querido príncipe, no es fácil conseguir el paraíso en este mundo. Y me
parece que se hace usted ilusiones en sentido contrario. El paraíso es cosa
difícil de hallar, príncipe, mucho más difícil de lo que juzga su buen corazón.
Más vale que dejemos las cosas como están. Si no, habrá desasosiego para
todos y luego…
—Vayamos a oír la banda —decidió bruscamente Lisaveta Prokofievna,
levantándose de su asiento.
Y los demás la imitaron.
II
Michkin se dirigió súbitamente a Radomsky.
—Eugenio Pavlovich —díjole con insólita vehemencia, estrechándole la
mano—, tenga la certeza de que le considero a pesar de todo, como el mejor y
más noble de los hombres…
En su asombro, Radomsky retrocedió un paso. Luchó por un instante
contra un vivo deseo de reír; pero luego, mirando detenidamente a parecióle
notar que éste no tenía conciencia de sus actos, o al menos se hallaba en un
estado muy especial.
—Apuesto, príncipe —dijo—, a que no quería usted decirme eso, ni tal vez
dirigirme la palabra. Pero ¿qué le pasa? ¿Se siente mal?
—Acaso… Es muy posible. Ha notado usted con mucha perspicacia que
yo me proponía no hablarle.
Y al pronunciar tales palabras el príncipe tenía en los labios una sonrisa
extraña, casi absurda. Prosiguió con calor:
—No me recuerde mi comportamiento de anteayer. Me siento
profundamente avergonzado; sé que soy culpable…
—Pero, ¿qué crimen tan horrible cree usted haber cometido?
—Ya veo que debe usted, Eugenio Pavlovich, estar más avergonzado de mí
que nadie. Se ruboriza usted, lo que delata que tiene buen corazón. Pero voy a
marcharme en seguida; esté usted seguro.
—¿Qué le pasa? ¿No se inician así los ataques del príncipe? —preguntó,
aterrorizada, la generala a Kolia.
—No se asuste, Lisaveta Prokofievna: no voy a sufrir ningún ataque. Pero
sí a irme. Sé que soy… un anormal. Desde mi nacimiento hasta que cumplí los
veinticuatro años he estado enfermo. Consideren mi actitud como cosa de un
hombre enfermo aún. Voy a marcharme en seguida; no lo duden. No estoy
avergonzado (sería absurdo avergonzarse de ello, ¿no es cierto?); pero me
siento fuera de mi centro en la sociedad.
No hablo así por amor propio. He reflexionado mucho en estos tres días y
he decidido que debía hablarles clara y francamente. Existen ciertas ideas
elevadas de las que no me es permitido hablar, porque hago reír a todos. El
príncipe Ch. me lo ha recordado hace muy poco. No tengo los ademanes
adecuados, ni el sentido de la ponderación; mi lenguaje no responde a mi
pensamiento, y, así, al hacerme portavoz de esas ideas las ridiculizo. Además,
no tengo el derecho… Poseo una sensibilidad morbosa y… Sé que nadie se propone herir mis sentimientos en esta casa y que se me estima aquí más de lo
que merezco; pero sé (lo sé del modo más positivo) que una enfermedad de
veinticuatro años de duración ha debido dejar huellas forzosamente, y, por lo
tanto, es imposible no burlarse de mí… a veces… ¿No es cierto?
Y miró en torno, como aguardando respuesta. Sus oyentes, penosamente
sorprendidos, no sabían qué pensar de aquel lenguaje insólito, inesperado,
morboso, sin motivo aparente. Pero la extraña ocurrencia del príncipe produjo
un episodio no menos extraño.
—¿Por qué dice usted eso aquí? —gritó de repente Aglaya—. ¿Y por qué
lo dice a éstos? ¡A éstos, a éstos!
La joven parecía indignada en extremo: sus ojos lanzaban llamas. Michkin
enmudeció al oírla y se puso muy pálido.
—Aquí no hay nadie que merezca tales palabras —estalló Aglaya—. ¡No
hay ni uno que valga lo que un dedo meñique de usted, lo que su alma o su
corazón! ¡Es usted más honrado que todos, más noble que todos, mejor que
todos, más inteligente que todos! Cuantos hay aquí son indignos de recoger el
pañuelo que pueda usted dejar caer. ¿Por qué se humilla y se rebaja así? ¿Por
qué ha destruido usted cuanto posee de bueno? ¿Por qué no tiene orgullo?
—¡Quién podía esperar esto, Dios mío! —exclamó la generala
golpeándose las manos.
—¡El hidalgo pobre! ¡Hurra! —gritó Kolia con entusiasmo.
—¡Cállate! Y tú, ¿cómo permites que me injurien así en tu casa? —increpó
la joven a su madre. Se hallaba ya en ese estado histérico en que no se mide el
alcance de las palabras—. ¿Por qué me atormentan todos desde hace tres días?
¡Desde hace tres días, príncipe, no dejan de perseguirme por culpa suya! ¡Pero
yo nunca me casaré con usted por nada del mundo! ¡Sepa que no consentiría
en ser su esposa bajo ningún pretexto! ¡Sépalo! ¿Cómo casarme con un
hombre tan ridículo? Mírese a un espejo y verá el aspecto que tiene. ¿Por qué
me torturan repitiéndome sin cesar que voy a casarme con usted? ¡Debe usted
saberlo! Está de acuerdo con ellos.
—Nadie te ha torturado con nada —repuso Adelaida, inquieta.
—Nunca se ha hablado de ello, ni pensado siquiera —añadió Alejandra
Ivanovna.
—¿Quién la ha torturado? ¿Cuándo? ¿Quién ha podido hablarle de tal
cosa? ¿Se habrá vuelto loca? —preguntaba la generala dirigiéndose a todos y
temblando de ira.
—¡Todos, todos, hasta el último, llevan tres días machacándome los oídos
con ello! ¡Pero jamás me casaré con él! ¡Jamás! Y tras esta exclamación, Aglaya se deshizo en llanto. Tapóse el rostro con
el pañuelo y se dejó caer en una silla.
—Pero si no ha pedido aún tu…
—No he pedido su mano, Aglaya Ivanovna —dijo Michkin,
involuntariamente.
—¿Cóooomo? ¿Qué dice? —exclamó la generala, arrastrando las sílabas,
con sorpresa, indignación y espanto, sin dar crédito a sus oídos.
—He querido decir… he querido decir —repuso el príncipe, balbuciente—
… deseaba sólo manifestar a Aglaya Ivanovna… tener el honor de explicarle
que yo no tenía la intención… el honor de pedir su mano… nunca… Le
aseguro, Aglaya Ivanovna, que la culpa no es mía, que no soy culpable de
nada… Jamás he pensado en eso, nunca se me ha ocurrido tal idea ni se me
ocurrirá. Ya lo verá: puede usted estar segura. Sin duda me ha calumniado ante
usted algún malvado. ¡Tranquilícese!
Y diciendo esto se acercó a Aglaya. Ella retiró el pañuelo con que se había
cubierto la cara, miró a Michkin, que parecía profundamente inquieto, recordó
las palabras que acababa de dirigirle y rompió repentinamente a reír. Aquella
hilaridad contagió primero a Adelaida, quien, después de contemplar un
momento al príncipe, se aproximó a su hermana, la besó y dióse a reír no
menos alegremente que ella. Michkin, mirándolas, sonrió también y exclamó:
—¡Loado sea Dios, loado sea Dios!
Ahora fue Alejandra quien no supo contenerse y estalló en risas, como sus
hermanas. Aquella risa se prolongaba; parecía infinita.
—¡Están locas! —rezongó Lisaveta Prokofievna Primero le asustan a uno
y al minuto siguiente…
Todos reían ya: el príncipe Ch., Eugenio Pavlovich, Kolia, el mismo
Michkin…
—Vayámonos a pasear juntos y que el príncipe nos acompañe —propuso
Adelaida—. No tiene razón alguna para negarnos su compañía, amigo mío.
¿Verdad que es muy simpático, Aglaya? ¿Verdad, maman? No tengo más
remedio que besarle para… para recompensar su explicación con Aglaya hace
un momento. Querida maman, ¿me permite besarle? ¿Me permites, Aglaya,
besar a tu príncipe?
Y hablando así aproximóse a Michkin y le besó en la frente. Él le tomó la
mano, apretóla hasta casi arrancar a la joven un grito de dolor, la contempló
con inmensa alegría y luego, con rápido movimiento, llevóse aquella mano a
los labios y la besó tres veces. —Vamos —dijo Aglaya—. Usted me acompañará, príncipe. ¿Qué te
parece, maman? Un acompañante que no quiere nada conmigo… Porque ha
rehusado usted a mi mano en definitiva, ¿verdad, príncipe? Pero no se da así el
brazo a una dama. ¿No sabe usted cómo? Ea, así… Vamos, vamos. Nosotros
los primeros. ¿No le gusta ir de este modo, téte á téte?
Hablaba sin interrumpirse, riendo nerviosamente.
—¡Alabado sea Dios! ¡Alabado sea Dios! —repetía Lisaveta Prokofievna,
sin saber a punto fijo de qué se regocijaba.
«Esta gente es muy curiosa», pensaba el príncipe Ch., acaso por centésima
vez desde que conocía a los Epanchin. Pero, curiosa o no, aquella gente le
agradaba. No nos atreveríamos a afirmar que sintiese lo mismo respecto a
Michkin. Cuando emprendieron el paseo, Ch. parecía algo preocupado y
sombrío, Eugenio Pavlovich parecía de muy buen humor. Durante todo el
camino hasta la estación del ferrocarril habló alegremente con Alejandra y
Adelaida, quienes reían de tal modo oyendo su charla, que él llegó a pensar
que no le escuchaban siquiera. Tal pensamiento, sin que él mismo supiera
explicarse por qué (seguramente porque tal era su carácter), hízole reír a su
vez. Las dos jóvenes no separaban los ojos de Aglaya y Michkin, que
marchaban delante. Era notorio que las desconcertaba el modo de proceder de
su hermana menor. El príncipe Ch., acaso para cambiar el curso de la
conversación, esforzábase en hablar de cosas triviales con la generala, sin otro
resultado que aburrirla lo indecible. Lisaveta Prokofievna parecía
desconcertada, contestando las preguntas sin interés y a veces de ningún
modo. Aglaya, por su parte, planteó más enigmas aún durante aquel día. El
último estuvo reservado a Michkin. Cuando se hallaban a cien pasos de la
casa, la joven dijo a su compañero, que no pronunciaba palabra:
—Mire a la derecha.
Él volvió los ojos en aquella dirección.
—Mire más atentamente. ¿Ve aquel banco verde, junto a esos tres árboles
grandes?
El príncipe dijo que sí.
—¿Le gusta el lugar? Pues a veces, a las siete de la mañana, mientras todos
duermen, yo voy ahí y me siento, sola…
Michkin balbució que el lugar le encantaba.
—Ahora déjeme; suélteme el brazo… O, si no, siga dándomelo, pero no
hable.
No quiero que turbe mis pensamientos. La indicación era, desde luego, superflua, porque para guardar silencio
durante todo el paseo el príncipe no había necesitado que nadie se lo ordenase.
Su corazón latió con violencia cuando Aglaya le habló del banco; pero tras un
minuto de reflexión alejó de su mente la absurda idea que acababa de
ocurrírsele.
Sabido es que el público que acude a oír la banda en Pavlovsk los días
laborables es más «selecto» que el de los domingos o días festivos, en los
cuales afluyen desde San Petersburgo visitantes «de todas clases». Las
señoras, los días laborables, aparecen vestidas con elegancia. Se considera
distinguido congregarse allí en torno a la música. La banda es acaso la mejor
de las de su estilo en Rusia y a menudo toca partituras nuevas. Las leyes de la
corrección se observan estrictamente, aunque todos estén allá, en cierto modo,
como en familia. Quienes veranean en Pavlovsk van en gran número a oír la
música; pero no tanto por la música en sí como por encontrar a sus amigos.
Son poco frecuentes las escenas desagradables, aunque no dejen de ocurrir
alguna vez que otra; incluso los días laborables. Pero eso, ¿quién podría
impedirlo?
La tarde era magnífica; había mucho público en el parque. Como todos los
lugares próximos a la banda estaban ya ocupados, el grupo se sentó a la
izquierda de la salida que comunicaba con la estación. La gente, la música
distrajeron algo a la generala y a sus hijas: cambiaban miradas con los
conocidos insinuaban desde lejos amables saludos, examinaban los vestidos,
descubrían ciertas extravagancias en ellos y las comentaban con sonrisas
burlonas. Eugenio Pavlovich saludaba muy a menudo. Varios repararon en
Michkin y Aglaya, que continuaban juntos. En breve se acercaron a las
Epanchinas varias personas de su amistad, y algunas quedáronse para entablar
conversación. Todos eran amigos de Eugenio Pavlovich. Entre ellos iba un
joven oficial muy gallardo, de muy buen humor y de trato agradable. Este
hombre se apresuró a interpelar a Aglaya, haciendo los mayores esfuerzos para
cautivar la atención de la joven, quien le correspondió con mucha gentileza.
Eugenio Pavlovich indicó al príncipe su deseo de presentarle aquel amigo, y
aunque Michkin apenas se dio cuenta de lo que le decían, se realizó la
presentación. Ambos hombres, pues, se estrecharon la mano. El amigo de
Radomsky dirigió una pregunta a Michkin, quien masculló unas palabras de
modo tan extraño, que el oficial no pudo por menos de examinarle con
atención y extrañeza. Después miró a Eugenio Pavlovich, y comprendió por
qué Radomsky había querido presentarlos. El oficial sonrió ligeramente y
volvió a hablar con Aglaya. Únicamente Radomsky observó que la joven se
había ruborizado durante aquella escena.
Michkin, lejos de notar que otros platicaban con Aglaya en términos
galantes, casi no se daba cuenta de que se hallaba al lado de la joven. Había ocasiones en que deseaba desaparecer definitivamente, irse a algún lugar
desierto, melancólico, si hubiera podido encontrarse en alguna parte un sitio
donde poder hallarse a solas con sus pensamientos. Y ahora, ya que otra cosa
no, quería hallarse en su casa, en su terraza, solo, sin ver a nadie, ni aun a
Lebediev o a sus hijos. De buena gana hubiese pasado treinta y seis horas
tendido en un diván, con el semblante hundido en el cojín. A ratos soñaba en
las montañas, y sobre todo en cierto punto de ellas, su lugar preferido cuando
moraba en Suiza. Desde allí había salido contemplar la aldea, las nubes
blancas, las ruinas de un antiguo castillo, la cascada semejante a un hilo
blanco casi invisible. ¡Cuánto habría dado por hallarse allí, pensando en una
sola cosa, siempre grata de imaginar aun cuando viviese mil años! Aquí le era
igual que se le olvidara en absoluto. Incluso le parecía preferible. Habría
querido que nadie le tratara jamás, que todas las visiones de aquellos instantes
fueran sólo un sueño. Y en realidad, ¿no lo eran? A veces contemplaba a
Aglaya sin apartar de ella los ojos en cinco minutos, con extraña mirada.
Parecía que mirase a la joven como si se tratara de un objeto situado a dos
verstas de él, o como un retrato y no una persona viviente.
—¿Por qué me mira así, príncipe? —preguntó ella, de pronto, dejando de
reír y de hablar con los que la rodeaban—. Me asusta usted. En estos casos
pienso siempre que va usted a tender el dedo y tocarme el rostro para
convencerse de que soy real. ¿Verdad que lo parece, Eugenio Pavlovich?
Michkin, sorprendido de que le hablasen, escuchó, trató de comprender y
no debió conseguirlo, porque no contestó una sola palabra. Pero viendo que
Aglaya y los demás reían, abrió la boca y se asoció a la general hilaridad. Ello
redobló las risas. El oficial, que debía de ser hombre muy alegre, se
contorsionaba. Aglaya, irritada, murmuró para sí:
—¡Idiota!
—¿Es posible que esté enamorada de semejante…? ¿Es posible que esté
tan rematadamente loca? —gruñó la generala.
Alejandra se inclinó hacia su madre y le habló al oído.
—Es una broma, una broma como la del otro día con el «hidalgo pobre», y
nada más —aseguró— la joven Aglaya no quiere más que mortificarle, pero
exagera un poco. Hay que terminar con esto, maman. Antes Aglaya ha estado
fingiendo para asustarnos…
—Menos mal que se le ha ocurrido obrar así con un idiota… —murmuró
Lisaveta Prokofievna, algo tranquilizada.
Michkin oyó que le calificaban de idiota y se estremeció, no a causa del
calificativo (que olvidó casi en el acto), sino porque, no lejos del lugar donde
estaba sentado, percibió al mismo tiempo un rostro pálido, de cabellos oscuros y rizados, con una sonrisa y una mirada que él conocía bien. Aquella visión
fue fugaz como un relámpago; podía incluso ser una alucinación. Sólo le
quedaba el recuerdo de una sonrisa torcida, de dos ojos y de una presuntuosa
corbata de color verde pálido. ¿Dónde estaba ahora el hombre a quien
pertenecía la corbata? ¿Se había perdido entre el público o entrado en la
estación? Michkin no supo decidirlo.
Un minuto después comenzó a dirigir inquietas miradas en torno. Aquella
aparición debía presagiar otra. ¿Cómo no se le había ocurrido la posibilidad de
cierto encuentro cuando fue a oír la música con las Epanchinas? Cierto que, en
su turbación, salió de casa de Lisaveta Prokofievna sin saber a dónde iba. De
hallarse en situación de hacer observaciones, hubiese advertido desde quince
minutos antes la inquietud de Aglaya, quien paseaba entre el gentío miradas
inquisitivas, como buscando algo o a alguien. A medida que crecía la agitación
de Michkin se tornaba más visible también la de la joven. Y lo que ambos
esperaban con tal ansiedad no tardó en producirse.
En la entrada junto a la cual se habían acomodado las Epanchinas y sus
acompañantes, apareció un grupo como de una docena de personas. Delante
caminaban tres damas, dos de ellas de notable belleza, lo que no hacía extraño
que las siguiesen tantos adoradores. Pero había algo peculiar en el conjunto
del grupo, algo que lo diferenciaba de todo el resto de aquel público
congregado en torno a la música. La gente reparó en ellos, la mayoría fingió
no verles y sólo algunos jóvenes cambiaron entre sí sonrisas y palabras a
media voz. No obstante, era difícil desentenderse de la presencia de los recién
llegados, porque hablaban y reían harto alto y fuerte para poder pasar
inadvertidos. Era presumible que entre ellos iban algunos beodos. Aunque
ciertos miembros del grupo eran hombres vestidos con elegancia, otros
ostentaban trajes de extraña apariencia, tenían un extraño aspecto y mostraban
rostros extrañamente excitados. Había entre ellos varios militares y algunos
hombres maduros. No faltaban entre los forasteros personas con ropas de
excelente corte, anillos y botonaduras soberbias, patillas y cabellos relucientes
y bien peinados, y rostros de una dignidad majestuosa. Pero eran, con todo,
personas de esas de las que la sociedad huye como de la peste. Entre nuestros
lugares de placer de las cercanías de la capital hay sin duda algunos que se
distinguen por su respetabilidad y tienen una reputación de buen tono
perfectamente justificada; pero el hombre más precavido no puede garantizar
que en un momento dado no caiga sobre su cabeza una teja desprendida de una
techumbre. Y esta teja era la que acababa de precipitarse sobre el distinguido
público congregado allí para oír la música.
Para pasar de la estación al lugar en que se reunía el auditorio en torno a la
orquesta, había que descender tres escalones. Al llegar a éstos, el grupo se
detuvo y todos titubearon. Una mujer comenzó a bajar y sólo dos hombres osaron seguirla. Uno era un caballero maduro, de talante modesto y aspecto
bastante bueno en todos los sentidos, si bien parecía una de esas personas que
no conocen a nadie y a quienes nadie conoce. El otro audaz era hombre de
aspecto equívoco y ropas casi haraposas. A excepción de estos dos fieles,
nadie más siguió a la excéntrica dama; mas ella descendió los peldaños sin
mirar atrás, como indiferente a que la acompañasen o no. Como hasta
entonces, hablaba y reía en alta voz. Vestía muy bien y con muy buen gusto, si
bien con una elegancia algo exagerada. Pasó ante el tablado y se dirigió al
extremo del recinto. Se dirigía, sin duda, al carruaje, situado al borde de la
calzada.
Hacía más de tres meses que Michkin no la había visto. Desde su llegada a
San Petersburgo propúsose todos los días ir a visitarla; pero acaso un secreto
presentimiento se lo impidió. No sabía prever tampoco lo que podría suceder
cuando se encontrase con ella y, a veces, ensayaba, no sin aprensión, el
representárselo. Sólo una cosa resultaba curiosa: que tal encuentro le sería
penoso. Varias veces en aquellos seis meses había evocado la primera
impresión que le produjo, no ya aquella mujer, sino su retrato, y recordaba
muy bien que la impresión fue dolorosa. El mes pasado en provincias, viendo
casi a diario a Nastasia Filipovna, habíale colmado de tales torturas, que en
ocasiones el príncipe deseaba olvidar aquella época. En el rostro de esta mujer
existía un algo que a Michkin le parecía desgarrador y que procuraba traducir,
hablando a Rogochin, con las palabras «compasión infinita». Y era verdad:
sólo el ver el retrato de Nastasia Filipovna le había henchido el corazón de una
piedad rayana en el sufrimiento. Aquella simpatía dolorosa, punzante, persistía
aún, más fuerte que nunca. Pero Michkin descubrió ahora una laguna en las
palabras que dijera a Rogochin: sólo hoy, cuando Nastasia Filipovna aparecía
ante él de improviso, advertía acaso, por una intuición inmediata, que no lo
había dicho todo a Rogochin. Debía haber añadido que a su compasión se unía
el horror. Sí: el horror. En este momento comprendía plenamente, se hallaba
seguro, por razones que él conocía, de que Nastasia Filipovna estaba loca.
Supóngase que amando a una mujer como a nada en el mundo, se la viese
cubierta de cadenas, tras una verja de hierro, bajo el bastón de un celador, y se
tendría una idea de las sensaciones que agitaban al príncipe en aquel
momento.
Aglaya le miró, tocóle ingenuamente el brazo y murmuró con voz rápida:
—¿Qué le pasa?
Michkin se volvió a su amiga y advirtió en sus ojos negros una luz cuyo
significado no supo comprender. Quiso sonreír a Aglaya; pero de súbito, como
olvidando la presencia de la joven, tomó los ojos hacia la derecha, buscando la
extraordinaria visión que le fascinaba desde hacía unos instantes. Nastasia
Filipovna pasó entonces ante las sillas ocupadas por las jóvenes. Eugenio Pavlovich seguía hablando con mucha volubilidad, contando a Alejandra
Ivanovna algo que debía de ser muy divertido e interesante. Michkin recordó
después que Aglaya había cuchicheado: «¡Vaya una…!», reprimiéndose en el
acto y dejando sin acabar aquella frase vaga, indefinible.
Pero había bastado. Nastasia Filipovna, que avanzara hasta entonces sin
fijarse en nadie, se volvió bruscamente hacia las Epanchinas y pareció reparar
por primera vez en la presencia de Eugenio Pavlovich.
—¡Ah! ¡Si está aquí! —exclamó, deteniéndose—. ¡Ya podía una enviarte
recados! ¿Cómo iba a encontrársele si está donde menos se esperaba? Yo te
creía en casa de tu tío.
Eugenio Pavlovich, enrojeciendo, dirigió a Nastasia Filipovna una furiosa
mirada. Luego volvió apresuradamente la cabeza. Ella siguió:
—Pero ¿no lo sabes? ¡Figúrense! ¡No lo sabe! ¡Si se ha matado! Tu tío se
ha saltado esta mañana la tapa de los sesos. No lo supe hasta hace dos horas;
pero ahora ya lo conoce medio San Petersburgo. Según unos, tu tío deja un
descubierto de trescientos cincuenta mil rublos; otros hablan de quinientos
mil. Yo había esperado siempre que tú heredarías de él una buena fortuna, pero
se la ha comido toda. Era un viejo libertino… Ea, adiós, y bonne chance. ¿No
te vas? ¡Has acertado, sin querer, al retirarte a tiempo del servicio! Pero no; ¡es
imposible que no lo supieras! ¡Tenías que saberlo; quizá ya desde ayer!…
No podía caber duda ya de que el proclamar con tan pública insolencia su
intimidad con aquel hombre perseguía algún propósito. No obstante, Eugenio
Pavlovich se había propuesto al principio no contestar a aquella actitud sino
con el desdén. Pero las palabras de Nastasia Filipovna le fulminaron como un
rayo. Al oír hablar de la muerte de su tío púsose blanco como una sábana y se
volvió hacia su informadora. En aquel momento la generala se levantó con
precipitación y, seguida por el grupo que la rodeaba, salió casi a la carrera.
Michkin y Eugenio Pavlovich fueron los únicos que no se decidieron a
marchar en el acto. El primero parecía irresoluto; el segundo no había
recobrado aún su serenidad. Mas apenas las Epanchinas habían dado veinte
pasos, se produjo una escena escandalosa. El oficial que hablara con Aglaya, y
que resultó ser amigo íntimo de Radomsky (quien al parecer le había hecho
anteriores confidencias), indignóse en grado extremo y dijo casi a gritos:
—Aquí se impone una buena tanda de latigazos. ¡Sin eso nunca
acabaremos con esta individua!
Nastasia Filipovna se volvió hacia él con ojos relampagueantes de cólera.
A dos pasos de ella estaba un joven a quien no conocía y que tenía un
junquillo entre las manos. Nastasia Filipovna se lo arrancó y golpeó con él,
con toda su fuerza, el rostro del que la había ofendido. Todo sucedió en un segundo. El oficial, fuera de sí, se precipitó sobre la joven, no protegida ya por
ninguno de sus guardias de corps. El hombre maduro se había eclipsado y el
andrajoso, apartándose, reía a mandíbula batiente. Sin duda la policía habría
intervenido un momento después; pero tarde, de seguro, para evitar a Nastasia
Filipovna un duro maltrato, a no haber surgido antes un inesperado socorro.
Michkin, que estaba a dos pasos de la joven, asió por detrás los brazos del
oficial. Éste forcejeó y dióle un empujón que hizo retroceder tres pasos al
príncipe derribándole sobre una silla. Mas ya surgían nuevos defensores de
Nastasia Filipovna. Cuando el oficial iba a lanzarse sobre ella, sobrevino el
boxeador que pertenecía a la partida de Rogochin y redactara el artículo sobre
el caso Eurdovsky.
—Keller, ex subteniente del ejército —anunció con serenidad—. Si siente
usted el deseo de un pugilato, capitán, tendré mucho gusto en sustituir al sexo
débil. El boxeo inglés no tiene secretos para mí. No se excite, capitán: me
hago cargo de que ha recibido usted una afrenta en público; pero no puedo
permitirle que ejercite sus puños con una mujer y ante gente. Si usted, como
caballero y hombre de honor, prefiere otro procedimiento… No tengo más que
decirle, capitán: ya me comprende.
El capitán, dueño ya de sí, no escuchaba a Keller. Rogochin salió en aquel
instante de entre el gentío, tomó el brazo de Nastasia Filipovna y la hizo
alejarse. Parfen Semenovich estaba pálido y tembloroso y parecía muy
emocionado. Antes de irse se fijó en el rostro del golpeado y exclamó, con risa
maligna de plebeyo jubiloso:
—¡Anda! ¡Le ha bañado la cara en sangre! ¡Anda!
El oficial se había cubierto la cara con un pañuelo. Sereno ya, y
comprendiendo bien con quién debía tratar y con quién no, dirigióse
cortésmente al príncipe, que acababa de levantarse de la silla en que había
caído.
—Hablo al príncipe Michkin, a quien he tenido hace poco el honor de ser
presentado, ¿verdad?
—¡Está loca, demente, se lo aseguro! —exclamó el príncipe con voz
agitada, tendiendo al oficial sus manos temblorosas en un movimiento
maquinal sin duda.
—Seguramente. No puedo jactarme de estar informado sobre el asunto.
Pero deseaba recordar su nombre, señor.
Saludó con una inclinación de cabeza y se fue. La policía apareció a los
cinco segundos justos de haber desaparecido los actores de la precedente
escena. El escándalo no había durado más de un par de minutos. Algunos de
los presentes se levantaron y salieron; otros, limitáronse a cambiar de lugar. No faltó gente a quien agradase el asunto, que al menos daba pábulo a vivas y
animadas conversaciones. En resumen todo terminó como si no hubiese
pasado nada. La banda comenzó a tocar otra vez. Michkin se creyó obligado a
reunirse un las Epanchinas. Si cuando el oficial le empujó hubiese mirado a la
izquierda de la silla en que fue a caer, Michkin habría podido ver a Aglaya,
quien, sorda a los requerimientos de su madre y hermana, se había detenido
para asistir a la tumultuosa escena. El príncipe Ch. dirigiéndose a ella, la
persuadió al fin de que se marchase. Cuando la joven se reunió a su familia.
Lisaveta Prokofievna, advirtiendo su agitación, creyó que su hija no había
entendido siquiera lo que pasara ante sus ojos. Pero dos minutos después, al
entrar en el parque, Aglaya dijo, con su habitual acento indiferente y
caprichoso:
—Quería ver el desenlace de la comedia.
III
Aquel escándalo había casi colmado de terror a la generala y sus hijas.
Lisaveta Prokofievna, inquieta y alarmada, volvió a casa con las jóvenes a
paso de carrera. De acuerdo con sus nociones e ideas, había pasado algo tan
grave y héchose luz sobre tantas cosas, que su cerebro, aun en su turbación,
empezaba a formular ciertos pensamientos muy definidos. Las jóvenes
comprendían, como su madre, que había ocurrido un hecho importante y que,
acaso por fortuna, estaba a punto de descubrirse un grave secreto. Pese a todas
las afirmaciones del príncipe Ch., Eugenio Pavlovich, ahora, había sido
desenmascarado, y quedado públicamente convicto de mantener relaciones
con aquella mujer. Así pensaban la generala y sus hijas mayores. Pero ello no
aclaraba cosa alguna. Aunque ambas estuviesen un tanto indignadas contra su
madre por aquella marcha, tan precipitada que se asemejaba a una huida, no
osaron exteriorizar su disgusto, en la turbación de los primeros momentos. Por
otra parte, parecíales que su hermana Aglaya estaba mucho más al corriente de
la razón de lo ocurrido que todas ellas, incluso su madre. El príncipe Ch.,
sombrío como la noche, parecía absorto en profundos pensamientos. Durante
todo el trayecto Lisaveta Prokofievna no le dirigió palabra, sin que él reparase,
aparentemente, en el silencio de la generala. Adelaida quiso hacerle hablar.
—¿Qué tío es ese del que hablaban y qué ha sucedido en San Petersburgo?
Pero él, con rostro enojado, contestó vagamente que urgía hacer
averiguaciones y que todo ello debían de ser cosas absurdas.
—Sin duda —repuso Adelaida, desistiendo de interrogar a su prometido. Aglaya conservaba toda su serenidad. Mientras volvían hizo observar que
no era necesario correr tanto. Volviendo la cabeza descubrió a Michkin, que se
esforzaba en alcanzarlos. Viendo su precipitación, la joven sonrió con burla y
no tornó más la cabeza para mirarle. Cerca ya de la casa, encontraron al
general que, llegando de San Petersburgo y no hallando a su familia, había
salido a su encuentro. Lo primero que hizo el general fue pedir noticias de
Eugenio Pavlovich. Lisaveta Prokofievna, cuyo rostro había adquirido una
expresión amenazadora, pasó junto a su marido sin dignarse responderle ni
aun mirarle. El aspecto de sus hijas y del príncipe Ch., hicieron comprender al
general que corrían tiempos tempestuosos. Él mismo parecía víctima de una
agitación insólita. Tomó vivamente por un brazo al príncipe Ch. y le retuvo un
momento a la puerta de la casa. Los dos hombres conversaron un momento a
media voz y cuando aparecieron en la terraza y se acercaron a Lisaveta
Prokofievna, los rostros de ambos delataban que habían recibido alguna
noticia extraordinaria. Gradualmente todos fueron subiendo al gabinete de la
generala, y sólo quedó en la terraza Michkin, quien, sentado en un rincón,
parecía esperar no se sabía qué. Pero él mismo no sabía lo que esperaba, ni por
qué permanecía allí, ni siquiera por qué no se retiraba en vista del trastorno
que cundía en la familia. Era como si, olvidando el universo entero, estuviese
dispuesto a echar raíces en cualquier lugar para continuar allí dos años
seguidos sin moverse. Llegaban desde arriba los ecos de una animada
conversación. ¿Cuánto tiempo pasó a solas? Él mismo no habría sabido
decirlo. Pero era tarde ya y obscurecía cuando Aglaya compareció en la
terraza. La joven parecía tranquila, aunque un tanto pálida. Viendo a Michkin,
a quien evidentemente no esperaba hallar en una silla en un rincón de la
terraza, sonrió, con cierta perplejidad.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó acercándose a él.
El príncipe, confuso, tartamudeó una turbada respuesta y se incorporó
precipitadamente. Pero Aglaya se sentó a su lado y él volvió a instalarse en la
silla. Después de contemplarle con atención, la joven miró distraídamente
hacia la ventana y volvió a fijar la vista en Michkin.
«Acaso quiera burlarse de mí —pensó el príncipe—. Pero no: lo había
hecho ya».
—¿Quiere que pida té? —dijo ella tras un silencio.
—No… No sé.
—¿Cómo puede no saberlo? Oiga otra cosa: si alguien le provocase a un
desafío, ¿qué haría usted? Quería preguntárselo antes, pero…
—Si… si, nadie va a desafiarme.
—Supongamos que le desafía. ¿Qué haría usted? ¿Asustarse? —Creo que sí. Tendría miedo…
—¿En serio? ¿Es usted cobarde?
—No, acaso eso fuera decir demasiado —repuso el príncipe. Y tras un
momento de reflexión añadió, sonriendo—: El cobarde es quien tiene miedo y
huye; pero quien tiene miedo y no huye no es un cobarde.
—¿Y usted no huiría?
—Tal vez no —repuso él, jovial.
Las preguntas de Aglaya terminaron por hacerle reír.
—Yo, aunque soy una mujer, creo que no huiría —comentó ella, con
talante casi ofendido—. Pero, como de costumbre, usted se burla de mí y hace
muecas, como suele, para parecer más interesante. Dígame, ¿no es verdad que
lo corriente es batirse a doce pasos, e incluso a diez? Siendo así,
necesariamente tiene que resultar uno de los dos muerto o herido.
—Opino que la gente muere pocas veces en duelo.
—¿Sí? ¿Y Puchkin?
—Tal vez una casualidad…
—Nada de eso. Era un duelo a muerte y murió uno de los duelistas.
—La bala le hirió muy bajo y sin duda Dantes apuntó hacia arriba. Nadie
dispara en otra forma. Por consecuencia, lo más probable es que Puchkin fuese
herido por casualidad. Lógicamente no debió haber sido tocado. Así me lo han
dicho personas competentes.
—Pues a mí, un soldado con quien hablé una vez, me dijo que, según las
ordenanzas militares, cuando se despliega en guerrilla hay que apuntar a
medio cuerpo. Así me lo dijo: «a medio cuerpo». No al pecho ni a la cabeza.
Luego pregunté a un oficial y me confirmó lo dicho por el soldado.
—Pero eso es debido, probablemente, a que en la guerra se dispara a
mucha distancia.
—¿Sabe usted tirar?
—No he tirado nunca.
—Y a lo mejor no sabe usted ni cargar una pistola.
—En efecto, no lo sé. Es decir, me hago cargo de cómo se hace, pero no he
probado jamás.
—Entonces es como si no supiese, porque lo esencial es la práctica.
Escúcheme, pues, y entérese: en primer lugar compre buena pólvora, no húmeda, sino muy seca, que es la mejor, según dicen. Pídala fina, pólvora de
pistola y no de la que se emplea para cargar cañones. Las balas creo que las
preparan los mismos armeros. ¿Tiene usted pistolas?
—No, ni las necesito —rio el príncipe.
—¡Qué tontería! No deje de comprarlas. Elíjalas francesas o inglesas que,
según dicen, son las mejores. Luego coja un dedal de pólvora, o acaso dos, y
póngala en la pistola. Más vale que ponga un poco más. Atáquela con pelote
(el pelote es necesario según dicen, aunque no sé por qué). Puede encontrarlo
en cualquier sitio y, en caso necesario, sacarlo de un colchón. También hay
puertas que tienen los burletes de pelote. Una vez introducido el pelote, mete
la bala. ¿Entiende? La pólvora primero, la bala después. Si no, no dispara.
¿Por qué se ríe? Deseo que se ejercite diariamente en el manejo de las armas
de fuego y aprenda a tirar bien. ¿Lo hará?
El príncipe comenzó a reír. Aglaya, enojada, golpeó el suelo con el pie. La
gravedad con que hablaba la joven sorprendió a Michkin. Pensaba
confusamente que debía informarse, preguntar y, en todo caso, hablar de cosas
más serias que del modo de cargar una pistola. Pero todo había huido de su
mente. No sabía sino que Aglaya se encontraba sentada ante él y que ambos se
miraban. Dijérale ella lo que le dijese, al príncipe le era poco más o menos lo
mismo.
Apareció en la terraza Ivan Fedorovich, que salía con rostro grave,
anheloso y resuelto.
—¡Ah! ¿Eres tú, León Nicolaievich? ¿Adónde vas? —preguntó, aunque
Michkin no daba la menor señal de proponerse cambiar de sitio—. Ven
conmigo. Quiero hablarte dos palabras.
—Hasta la vista —dijo Aglaya, tendiendo la mano a Michkin.
La oscuridad que invadía la terraza ocultaba la expresión del rostro de la
joven. Un minuto después, fuera ya de la casa y en compañía del general,
Michkin se ruborizó de repente y apretó con fuerza su propio puño derecho.
Al parecer, Epanchin llevaba el mismo camino que él. Pese a lo avanzado
de la hora, parecía tener prisa y necesidad de ir a discutir algún asunto con
alguien. Se puso a hablar a Michkin con mucha volubilidad y no poca
incoherencia, mencionando frecuentemente el nombre de Lisaveta
Prokofievna. De haber prestado Michkin más atención, habríale parecido que
el general se proponía sondearle o hablarle francamente acerca de alguna cosa,
pero que, no atreviéndose, daba rodeos en torno al tema. Desgraciadamente, el
príncipe estaba tan absorto que al principio no entendió siquiera las palabras
del general y cuando éste, parándose ante su interlocutor, le dirigió una
pregunta a boca de jarro, Michkin hubo de reconocer que no habíacomprendido lo que se le decía.
El general se encogió de hombros.
—¡Qué personas tan raras son todos ustedes! —comenzó—. No puedo
entender los terrores y las ideas de Lisaveta Prokofievna. Sufre ataques de
nervios, llora, dice que hemos sido deshonrados y puestos en ridículo… ¿Por
quién? ¿Cómo? ¿Cuándo y por qué? Confieso que yo puedo ser censurado en
algún sentido, pero, en el caso peor, es fácil poner coto a las insolencias de esa
mujer, recurriendo en último extremo a la policía. Uno de estos días me
propongo hablar con alguien que… Espero, además, que todo se arregle por
las buenas, sin violencias ni escándalos. Convengo también en que se
presentan muchas posibilidades oscuras para el porvenir y que tampoco faltan
complicaciones en el presente; que hay una intriga en todo esto… Y el caso es
que si aquí no se sabe nada, y allí tampoco, y si ni tú, ni yo, ni un tercero, ni
un cuarto, ni un quinto, conocemos una palabra acerca de todo esto, ¿a quién
preguntarlo? ¿Quieres decírmelo? A no ser que la mitad de ello sea fantástico,
irreal, reflejo, como, por ejemplo, la luz de la luna, u otra cosa por el estilo…
—Está loca —murmuró Michkin, recordando con pena la escena de antes.
—Si te refieres a esa mujer, te diré que yo he tenido la misma idea poco
más o menos, y que eso no me quita el sueño ciertamente. Pero ahora creo que
tu apreciación es justa y no insensata. Es una mujer sin sentido común, cierto;
pero no una loca. Lo que ha dicho hoy sobre Kapiton Alexievich lo acredita.
Cierto que lo ha contado, con malignidad, tendiendo a miras particulares…
—¿Quién es Kapiton Alexievich?
—¡Dios mío, León Nicolaievich! ¡No te enteras de lo que digo! Te he
estado hablando de Kapiton Alexievich hace un momento. ¡Estoy tan
conmovido, que aun me tiemblan los brazos y las piernas! Por eso he venido
tan tarde de San Petersburgo. Kapiton Alexievich Radomski, el tío de Eugenio
Pavlovich…
—¿Qué? —preguntó el príncipe.
—Se ha matado a las siete de esta mañana. Un anciano, un hombre
considerado, un septuagenario, un epicúreo… Y lo que ella ha dicho es muy
verdadero: el suicida deja un fuerte desfalco en la caja pública que tenía a su
cargo.
—¿Y cómo ella…?
—¿Lo sabe? ¡Ja, ja! ¿No ves que desde su llegada tiene en torno todo un
estado mayor de admiradores? ¡Si supieras los personajes que la visitan y
piden el «honor» de serle presentados! Y esos visitantes, naturalmente, han
podido informarla, porque a estas horas todo San Petersburgo conoce lo ocurrido, y la mitad de Pavlovsk, si no todo también, está al cabo de la calle. Y
¡con qué sagacidad ha sabido insinuar que Eugenio Pavlovich había dejado el
servicio previendo esto! ¡Qué diabólica sugestión! Eso no es muestra de
locura. Claro que me niego a creer que Eugenio Pavlovich supiese de
antemano que tal día, a las siete… Pero ha podido presentirlo. Y yo, y todos
nosotros, y el príncipe Ch., esperábamos que Eugenio Pavlovich heredase una
fortuna. ¡Es horrible! Desde luego, no acuso de nada a Eugenio Pavlovich,
pero, de todos modos, parece sospechoso… El príncipe Ch. ha quedado
impresionadísimo. ¡Una cosa tan extraña!
—¿Qué encuentra usted de sospechoso en Eugenio Pavlovich?
—Nada. Su conducta es muy honorable. No aludo a nada. Creo que su
fortuna está intacta. Pero mi esposa no quiere ni oír hablar de él… Lo malo
son todas estas catástrofes domésticas, estas menudencias o como las
queramos llamar… Tú, León Nicolaievich, eres un amigo de la familia, en
toda la extensión de la palabra, y se te puede explicar… ¡Figúrate que, según
parece, y a lo que acabamos de averiguar, Eugenio Pavlovich se declaró hace
un mes a Aglaya y fue rechazado!
—¡Es imposible! —exclamó. Michkin con vehemencia.
El general, en su asombro, quedó de pronto como clavado en el suelo.
—¿Es que sabes algo? —preguntó—. Acaso, amigo mío, haya hecho mal
en hablarte con esta franqueza, pero ha sido porque tú… como eres un hombre
tan excepcional… Dime, ¿sabes algo?
—No sé nada respecto a Eugenio Pavlovich —balbució el príncipe.
—Tampoco yo. En cuanto a mí, hijo mío, parece que todos quisieran
verme muerto y enterrado. Nadie piensa que una situación así es insoportable
para cualquier hombre. Hace un momento ha habido una escena espantosa. Te
hablo como a un hijo. Lo más grave es que Aglaya se burla literalmente de su
madre. Como acabo de decirte, hace un mes que tuvo una explicación con
Eugenio Pavlovich y le rechazó abiertamente… Al menos eso han dicho sus
hermanas, y, si bien lo exponen a título de conjetura, creo que han acertado.
Aglaya es la mujer más fantástica y despótica que puedes imaginarte. Concedo
que posee grandeza de alma e inmejorables cualidades de espíritu y de
corazón; pero además es caprichosa, se burla de todos y, en una palabra, tiene
un carácter infernal y también lleno de fantasías. Se ha mofado hace poco, en
las barbas de todos, de su madre, de sus hermanas, del príncipe Ch… Ya no
hablo de mí, porque rara vez me perdona en sus burlas… Pero, en fin, la
quiero mucho y me gusta casi más cuando me toma el pelo. Y creo que es por
eso por lo que esa diablilla me quiere más que a los otros. Apuesto a que
también se ha mofado de ti. Acabo de encontraros juntos, después de la tempestad que hemos tenido arriba, y estaba tan serena como si no hubiese
sucedido nada.
Michkin más ruborizado todavía, apretó el puño con fuerza otra vez, no
dijo una sola palabra.
—Mi querido y bondadoso León Nicolaievich —continuó, Epanchin en un
repentino arranque de sensibilidad—, yo… Y también Lisaveta Prokofievna,
que te ha devuelto toda su estimación y que me estima más a mí a causa tuya,
aunque yo no comprenda el motivo… En resumen, ella y yo, te queremos y
estimamos sinceramente, pese a todas las apariencias. Pero reconocerás,
querido amigo, que lo que ahora se plantea… Figúrate que hace un momento
esa muchacha ha dicho fríamente… Estaba en pie ante su madre con aspecto
de no conceder el menor valor a nuestras preguntas. Y sobre todo a las mías,
porque, ¡el diablo me lleve!, se me ocurrió hablarle con tono severo, como
cabeza de familia… ¡Qué necedad! Pues, como te digo, esa brujilla, con la
sonrisa en los labios, nos ha dirigido esta insólita tirada: «Esa loca… (Me
extraña que haya coincidido en esto contigo. Y lo peor es que luego agregó:
«¿Cómo no os habíais dado cuenta hasta ahora de que lo está?») esa loca se
propone casarme, cueste lo que cueste, con el príncipe León Nicolaievich». No
ha dicho más, no ha explicado más, y se ha puesto a reír. Y mientras nosotros
quedábamos con la boca abierta, ha salido dando un portazo. Luego he sido
informado de lo que antes pasó entre vosotros dos y… Escucha, príncipe, yo…
yo creo que tú eres hombre poco susceptible y muy razonable. Bien: pues me
ha parecido… no te ofendas… Me ha parecido que Aglaya se burla de ti. No
hay que tomárselo a mal, porque lo hace inocentemente, como una niña; pero
es así; se burla de ti como de todos nosotros. En fin, adiós… Tú ya sabes
nuestros sentimientos, nuestros sinceros sentimientos respecto a ti, ¿verdad?
Son invariables y nada podrá modificarlos… nunca. Ea: tengo que dejarte.
¡Hasta la vista! Nunca he estado tan sobre ascuas (¿se dice así?) como ahora…
¡Y luego se elogian los encantos del veraneo! ¡Vaya un día!
Una vez solo, el príncipe miró en torno suyo, atravesó rápidamente la calle
y se acercó a una casa que tenía la ventana iluminada. Entonces desdobló un
trozo de papel que había apretado en la mano derecha durante toda su
conversación con el general y, a la débil luz, leyó:
«Mañana, a las siete de la mañana, estaré en el banco verde, en el parque, y
le esperaré. Tengo que hablarle de una cosa muy importante y que le concierne
directamente.
P. S. Espero que no enseñe usted esta nota a nadie. Me cuesta mucho
trabajo hacerle esta recomendación, pero no me parece superfluo, dado su
absurdo carácter, que me llena de rubor mientras escribo estas líneas.
P. P. S. El banco verde a que me refiero es el que antes le indiqué. Debía caérsele la cara de vergüenza viendo que tengo necesidad de estas
explicaciones».
La nota había sido escrita precipitadamente y plegada de cualquier modo,
sin duda un momento antes de que Aglaya bajase a la terraza. Michkin, presa
de una agitación inexpresable, casi temerosa, se apartó de la ventana como un
ladrón al verse descubierto. Y en su brusco movimiento de retroceso tropezó
con un hombre que estaba tras él.
—He venido siguiéndole, príncipe —dijo aquel hombre.
—¿Es usted, Keller? —repuso, sorprendido y algo alarmado, Michkin.
—Le buscaba, príncipe. Le esperé junto a la casa de Epanchin, donde yo,
naturalmente, no puedo entrar. Y le he seguido cuando salió con el general.
Disponga como quiera de Keller, príncipe. Estoy a sus órdenes y dispuesto a
sacrificarme y a morir por usted.
—¿Morir? ¿Por qué?
—Porque puede usted tener la certeza de ser desafiado. El teniente
Molovtzov, a quién conozco muy bien… Personalmente no, pero… En fin, no
es hombre que soporte una injuria. Respecto a Rogochin y a mí es posible que
nos considere gente baja, y acaso no le falte razón, y, por lo tanto, usted es el
único que puede responderle de la ofensa. Usted tendrá que pagar los vidrios
rotos, príncipe. He oído decir que Molovtzov ha tomado informes sobre usted,
y es seguro que mañana enviará a su casa algún amigo… si es que éste no está
esperándole ya en ella. Si me honra usted eligiéndome como testigo, estoy
dispuesto a correr el riesgo de ser enviado a servir como soldado raso. Y para
decírselo le buscaba, príncipe.
—¿También usted viene a hablarme de duelos? —exclamó el príncipe.
Y, con gran sorpresa de Keller rompió a reír. El boxeador, incierto aún de si
su oferta sería aceptada, sentíase muy excitado y casi le ofendió aquella risa.
—Usted ha cogido a ese oficial por los brazos, príncipe. Un hombre de
honor difícilmente puede tolerar ser ofendido así en público.
—En cambio él me ha dado un golpe en el pecho —rio Michkin— y ésa no
es razón para que nos batamos. Yo me excusaré y todo concluido. Pero si no
hay más remedio que batirse, me batiré. ¡Casi prefiero que me lleven al
terreno! ¡Ja, ja! Ahora ya sé cargar una pistola. ¿Sabe usted cargarlas, Keller?
Ante todo hay que comprar pólvora, y elegirla seca y fina, es decir, diferente a
la que se emplea para cargar cañones. Se pone la pólvora en la pistola, se saca
pelote del burlete de una puerta y después se introduce la bala, teniendo
cuidado de poner la pólvora antes de la bala, porque si, no, no sale el disparo.
¿Oye, Keller? ¿Sabe usted que siento deseos de abrazarle, Keller? ¡Ja, ja, ja! ¡De qué modo tan repentino ha aparecido usted hace un momento a mis
espaldas! ¡Ande, venga a beber champaña conmigo! ¡Nos embriagaremos
todos! ¿No sabe que tengo doce botellas de champaña en la bodega de
Lebediev? Me las vendió anteayer. Llegaron a sus manos no sé de qué manera
y se las adquirí todas. Voy a reunir un grupo de amigos. ¿Piensa usted dormir
esta noche?
—Como siempre, príncipe.
—Pues le deseo sueños felices. ¡Ja, ja, ja!
Michkin atravesó la calle y se perdió en el parque, dejando muy intrigado a
Keller. El boxeador no había visto nunca al príncipe en un estado tan raro y no
le cabía imaginarle bajo aquel aspecto.
«Acaso tenga fiebre, ya que es muy nervioso y todas estas cosas le han
impresionado; pero no siente miedo. Esta gente no suele ser cobarde —
pensaba Keller ¡Hum! ¡Champaña! Doce botellas… No está mal… ¡Una
docenita! Apuesto a que a Lebediev se las han regalado. Realmente este
príncipe es muy amable. Me gusta la gente así. En fin, no hay que perder
tiempo: si se trata de tomar champaña, el momento es éste».
Michkin, que, en efecto, estaba febril, erró largo tiempo a través del parque
y al fin «se encontró» caminando a lo largo de un paseo de árboles. Más tarde
recordó haber paseado unas treinta o cuarenta veces desde el banco de la cita
de Aglaya a un elevado y añoso árbol situado cien pasos más lejos. Pero jamás
hubiese podido, por mucho que se lo propusiera, recordar lo que pensó durante
aquel paseo de una hora como mínimo. Además se descubrió dando
mentalmente vueltas a una idea que provocó de repente su hilaridad, aunque la
idea en sí no tuviese nada de cómica. Mas él experimentaba deseos de reír.
Decíase que la suposición de un duelo no había podido surgir sola, de la mente
de Keller, y que la charla sobre el modo de cargar las pistolas podía no ser a su
vez meramente casual. Después otra idea atravesó su mente, como un rayo de
luz: «Antes, Aglaya ha bajado a la terraza donde yo estaba sentado en un
rincón y se ha mostrado muy sorprendida al verme allá. Luego se rio,
preguntándome si quería té… Pero ya llevaba esta nota en la mano, de modo
que sabía que yo estaba en la terraza. ¿A qué vino su sorpresa? ¡Ja, ja, ja!».
Sacó el papel del bolsillo y lo besó, pero un momento después se tornó
pensativo. «¡Es extraño!», díjose tristemente al cabo de un minuto. En sus
momentos de alegría intensa experimentaba siempre una tristeza inexplicable.
Miró atentamente en torno suyo y se preguntó cómo había llegado hasta allí.
Sintiéndose muy cansado se acercó al banco para sentarse. Reinaba en torno
profundo silencio. Ya no tocaba la música. Quizá no hubiese nadie en el
parque: debían de ser sobre las once y media. Era una de esas noches claras,
tibias, serenas, no raras en San Petersburgo a primeros de junio; pero en la avenida de umbrosos árboles donde Michkin se había sentado reinaba una
oscuridad profunda.
Si alguien en aquel momento le hubiese dicho que estaba enamorado,
apasionadamente enamorado, habríase sorprendido ante la idea, rechazándola
con indignación. Y si se le dijera que la carta de Aglaya contenía una cita de
amor, Michkin se habría ruborizado oyendo tal lenguaje y acaso hubiera
desafiado a quien lo empleara. Todo esto era perfectamente sincero. Respecto
a ello no experimentaba duda alguna; no admitía ni la más mínima idea
«mixta» acerca de la posibilidad de un amor entre Aglaya Ivanovna y él.
Semejante pensamiento, la hipótesis de que «un hombre como él» pudiese ser
amado, se le antojaba monstruosa. De haber algo en aquello debía de ser,
según imaginaba, una broma de la joven, no obstante lo cual aceptaba la idea
con perfecta indiferencia, como cosa absolutamente normal. Lo que le
preocupaba era cuestión muy distinta. Antes el general, en su agitación, había
dejado escapar la apreciación de que Aglaya se mofaba de todos y de Michkin
en particular. Y Michkin admitía esta opinión y no se sentía lastimado por ello:
así debía ser, a su juicio. Pero lo importante era que mañana la vería, se
sentaría en el banco, a su lado, la contemplaría, oiríale contar cómo se carga
una pistola. No deseaba otra cosa. Una o dos veces se preguntó también cuál
sería aquel importante asunto que ella deseaba comunicarle y que le concernía
tan directamente. No dudó un solo momento de la existencia real de semejante
asunto; pero no pensó en él para nada, ni siquiera sintió el deseo de pensar.
Un rumor de pasos rápidos en la arena le hizo levantar la cabeza. Un
hombre, cuyo rostro resultaba impreciso en la oscuridad, llegó al banco y se
sentó junto a Michkin. Éste se acercó en brusco movimiento al recién llegado
y reconoció el rostro pálido de Parfen Semenovich.
—Hace tiempo que te buscaba. Ya sabía yo que andarías vagando por
algún sitio así —dijo Rogochin, entre dientes.
Era la primera vez que se hallaban cara a cara después de su encuentro en
el corredor del hotel. Sorprendido por aquella aparición imprevista, Michkin
permaneció unos instantes sin poder coordinar sus ideas, mientras una
sensación cruel despertaba en su corazón. Rogochin adivinó sin duda el efecto
que producía su presencia y, aunque desconcertado al principio, adoptó en
seguida un aire desenvuelto que Michkin estimó artificial. Pero pronto notó
que no lo era, y que Rogochin no experimentaba realmente embarazo alguno
al hablar. Si en sus gritos y palabras había cierta turbación, ésta no pasaba de
la superficie. Aquel hombre no cambiaba jamás.
—¿Cómo me has… encontrado aquí? —preguntó el príncipe, por decir
algo.
—He ido a tu casa, Keller me ha dicho que estabas paseando por el parque y pensé: «Bien; lo encontraré allí».
Estas palabras inquietaron a Michkin.
—¿Qué quieres decir? —preguntó con voz alarmada.
Rogochin se sonrojó, pero no agregó explicaciones…
—Recibí tu carta, León Nicolaievich… Todo es inútil… Tiempo perdido…
Pero ahora vengo a buscarte de parte de ella. Quiere hablarte por encima de
todo; necesita decirte una cosa urgente. Y me ha ordenado que fuese a tu casa
esta noche misma.
—Iré a verla mañana. Ahora me vuelvo a casa. ¿Quieres venir?
—¿Para qué? Ya te he dicho todo lo que tenía que decirte. Adiós.
—¿Por qué no vienes? —preguntó el príncipe con dulzura.
—Eres un hombre asombroso, León Nicolaievich.
Es imposible no admirarte de verdad —repuso Rogochin con amarga
sonrisa.
—¿Por qué? ¿Qué motivos tienes ahora para odiarme así? —replicó
Michkin con entristecido acento—. Bien sabes ahora que tus suposiciones son
falsas. Desde luego, yo sabía que continuabas odiándome. ¿Y sabes por qué?
Precisamente porque quisiste atentar contra mi vida. Pero te aseguro que el
único Parfen Semenovich a quien recuerdo es aquel con quien he fraternizado
una vez cambiando nuestras cruces. Ya te decía en mi carta de ayer que no
pensases en aquel delirio, y no eludieses mi presencia. ¿Por qué te apartas de
mí? ¿Por qué retiras la mano? Te repito que todo aquello es un delirio para mí.
Me consta en qué estado te encontrabas aquel día. Lo que te imaginas no
existió ni puede existir. ¿Por qué ha de persistir nuestra enemistad?
—¿Qué enemistad puede tenerse contigo? —contestó Rogochin, pagando
con una risotada las afectuosas palabras del príncipe.
Y hablando así, se había retirado, en efecto, dos pasos y mantenía las
manos escondidas. Añadió pausadamente, con grave acento:
—Es imposible que yo vaya ahora a tu casa.
—¿Tanto me aborreces?
—No te quiero, León Nicolaievich, ésa es la verdad. ¿Para qué, pues, voy a
ir a tu casa? Pareces, príncipe, un niño encaprichado con un juguete… Pero no
te haces cargo de las cosas. Lo que me dices, ya lo manifestabas en tu carta.
¿Y juzgas que no te creo? Creo en todas tus palabras, sé que no me has
engañado ni me engañarás nunca, y a pesar de todo no te quiero. Me decías
que todo está olvidado, que no recuerdas otro Rogochin sino aquel con quien fraternizaste y no el que alzó un cuchillo sobre ti. Pero —y Rogochin sonrió
de nuevo—, ¿qué sabes tú lo que siento yo? Acaso yo no me he arrepentido
nunca de lo que he hecho y tú en cambio me envías tu perdón fraternal. Bien
puede ser que hoy mismo yo pensara de otro modo y que…
—¡Lo hayas olvidado! —atajó Michkin—. Estoy seguro. Apuesto a que te
apresuraste a tomar el tren de Pavlovsk, que en cuanto llegaste fuiste al lugar
de la música y que buscaste a Nastasia Filipovna por todas partes, entre la
gente, exactamente lo mismo que hoy. ¡Y crees asombrarme diciéndome…!
Pero yo estoy seguro de que, de no hallarte en un estado que no te permitía
pensar en otra cosa, no hubieses alzado el puñal sobre mí. Aquel día, por la
mañana, mirándote, lo presentí. ¡No sabes el estado en que te encontrabas!
Acaso la idea empezara a agitarse en mi cerebro cuando cambiamos nuestras
cruces. ¿Por qué me llevaste a ver a tu madre? Era una precaución que
tomabas contra ti mismo, ¿verdad? Lo hiciste sin darte cuenta, por una especie
de instinto, como yo dudé de ti por instinto también. Los dos sentimos la
misma impresión en aquel momento. Si tú no hubieses alzado la mano (que
Dios detuvo) sobre mí, yo habría sido muy culpable al haber sospechado en la
forma que sospeché. No arrugues el entrecejo. ¿Por qué te ríes? Dices que no
estás arrepentido. Pero es que no lo estarías aunque quisieras, porque me
odias. Y aun suponiendo que yo procediese contigo tan ingenuamente como
un ángel, tú no podrías sufrirme jamás mientras creyeses que ella me prefería
en perjuicio tuyo. Todo eso no son más que celos. Mas yo, Parfen
Semenovich, voy a decirte la opinión que me he formado durante estos ocho
días: que ella te ama quizá como a nadie. ¿No lo sabías? Incluso te diré que
cuanto más te tortura, más te ama. No te lo dice, pero se adivina. ¿Por qué, en
resumen, quiere casarse contigo? Alguna vez te lo dirá ella misma. Hay
mujeres que gustan de ser amadas así, y ella es una. Deben de impresionarle
mucho tu carácter y tu pasión por ella. ¿No sabes que una mujer es capaz de
atormentar cruelmente a un hombre, de someterle a crueles sarcasmos, sin
experimentar un solo remordimiento de conciencia, sólo porque se dice para
sí: «Es verdad que le hago sufrir lo indecible; pero más tarde le compensaré
con mi amor»?
Rogochin, tras escuchar a Michkin hasta el final, rompió a reír.
—¿Acaso has encontrado una mujer semejante, príncipe? He oído algo por
el estilo, pero no quería creerlo.
—¿Cómo? ¿Qué has oído decir? —exclamó Michkin, turbado y
estremecido.
Rogochin seguía riendo. Había escuchado a su interlocutor con cierta
curiosidad, quizá no exenta de satisfacción, porque había sido una sorpresa y
un consuelo para él oír las palabras cálidas, afectuosas, persuasivas, deMichkin.
—No he oído gran cosa —dijo—, pero ahora veo que era verdad. Si no,
¿cuándo has hablado como acabas de hacerlo? Es un lenguaje muy poco
corriente en tu boca… De no haber sabido algo semejante sobre ti, no habría
salido a buscarte ni me hallaría en el parque a estas horas.
—No te comprendo, Parfen Semenovich.
—Hace tiempo que Nastasia Filipovna me ha hablado de eso, y hoy he
podido observarlo personalmente cuando te vi sentado junto a aquella mujer,
ante la orquesta. Ayer y hoy Nastasia Filipovna me ha asegurado que estás
enamorado como un loco de Aglaya Ivanovna Epanchina. Pero eso no me
importa, príncipe. Si tú no estás enamorado ya de…, ella lo sigue estando de
ti. Bien sabes que está empeñada en casarte con la Epanchina. Se ha jurado
conseguir ese matrimonio. ¡Ja, ja! Me ha dicho: «No nos casaremos hasta que
ellos no hayan ido a la iglesia antes». No lo comprendo: si te ama… y te ama
con un amor infinito…, ¿por qué quiere que te cases con otra? Siempre me
dice: «Deseo verle feliz». Y, por consiguiente, te ama.
—Ya te he dicho y escrito que Nastasia Filipovna tiene… tiene el cerebro
perturbado —repuso el príncipe, que sufría cruelmente oyendo las palabras de
Rogochin.
—¡Dios sabe! Acaso seas tú el que te equivoques. En fin, hoy, cuando me
la llevé después del escándalo, me fijó el día de la boda: de aquí a tres
semanas, y acaso antes, me ha asegurado que la conduciré a la iglesia. Lo ha
jurado besando un icono. Así que todo depende de ti, príncipe. ¡Ja, ja, ja!
—¡Qué insensatez! En cuanto a lo que se refiere a mí, lo que dices no
sucederá nunca. Mañana iré a veros, y…
—¿Dices que está loca? —interrumpió Rogochin—. Entonces, ¿por qué
todos la juzgan normal y sólo tú la miras como una alienada? ¿Y sus escritos?
De estar loca, se notaría en sus cartas.
—¿Qué cartas? —preguntó Michkin, anheloso.
—Las que escribe a Aglaya Ivanovna. ¿No lo sabías? Pues ya lo
averiguarás: te las enseñará ella misma.
—¡Es imposible! —exclamó el príncipe.
—¡Vamos, León Nicolaievich! Ya veo que sólo estás empezando a recorrer
tu sendero. Pero cuando te adentres más acabarás teniendo vigilantes a sueldo,
pasarás en vela noche y día, espiarás cuanto suceda en torno a la que quieres
y…
—¡No me hables más de eso! —interrumpió vivamente Michkin—. Escucha, Parfen: poco antes de tu llegada, yo paseaba solo y de pronto me
puse a reír. ¿De qué? No lo sé; sólo he recordado que mañana es mi
cumpleaños precisamente. Y ahora es casi medianoche. Ven a mi casa para
esperar, juntos, la llegada del día. Tengo vino: beberemos y tú desearás para
mí lo que yo no sé desear personalmente. Yo, en cambio, haré votos por tu
dicha. Si no quieres, devuélveme mi cruz. ¡No me la enviaste al día siguiente
de aquello! ¿La llevas aún sobre ti?
—Sí —respondió Rogochin.
—Bueno. Acompáñame. Quiero que asistas al principio de mi nueva vida.
¡Porque voy a inaugurar una existencia nueva! ¿No sabes, Parfen, que hoy ha
empezado una vida nueva para mí?
—Lo veo y advierto que ha comenzado. No dejaré de decírselo a ella. No
te hallas en tu estado normal, León Nicolaievich…
IV
Cuando se acercaba a su casa, Michkin quedó no poco maravillado al ver
una numerosa y alegre reunión en su terraza, muy iluminada. Sonaban joviales
risas, altas voces; incluso se advertían señales de animada discusión. No era
difícil comprender que los reunidos pasaban el tiempo de un modo muy
agradable. Al subir a la terraza encontraron, en efecto, a todos bebiendo
champaña. Algunos estaban ya medio beodos, lo que daba a entender que la
orgía había empezado rato atrás. Los circunstantes en su totalidad eran
conocidos de Michkin; pero resultaba raro que hubiesen acudido de consuno,
ya que él no había invitado a nadie y sólo por casualidad recordó poco antes
que era el día de su cumpleaños.
—Has dicho que invitabas a champaña y estos tipos, han acudido en tropel
—gruñó Rogochin, mientras ascendían a la terraza—. Los conozco. No hay
que llamarlos a grandes voces para que aparezcan —añadió con acritud
delatora de que recordaba un pasado harto reciente.
Michkin fue acogido con gritos y enhorabuenas. Todos, unos muy
vehementes, otros mucho más tranquilos, le rodearon, anhelosos de felicitarle,
ya que todos sabían que aquél era el aniversario de su natalicio. La presencia
de ciertos visitantes, Burdovsky, sobre todo, asombró a Michkin, pero lo que
le maravilló casi hasta el espanto fue ver a Eugenio Pavlovich entre los
reunidos. Casi no concedía crédito a sus ojos. Lebediev se apresuró a acercarse
al príncipe para darle explicaciones. Estaba muy rojo y no parecía del todo
dueño de su serenidad. A través de sus confusas palabras, el príncipe comprendió que aquella gente se había congregado allí del modo más natural
que pudiera darse. El primero en llegar, por la tarde, había sido Hipólito,
quien, hallándose mucho mejor, resolvió esperar en la terraza, tendido en un
diván, el regreso de Michkin. Sucesivamente se habían reunido en torno suyo
Lebediev, con toda su familia; el general Ivolguin; Burdovsky, que
acompañaba a Hipólito; Gania y Ptitzin, que cruzaron casualmente ante la casa
(su llegada había coincidido con la escena de Nastasia Filipovna y el oficial);
Keller, quien manifestó lo del cumpleaños y reclamó el champaña ofrecido, y,
en fin, Eugenio Pavlovich, quien sólo llevaba allí media hora. Kolia, uniendo
sus instancias a las de Keller, había insistido en que se celebrase a toda costa
una pequeña fiesta. Lebediev, así apremiado, apresuróse a servir vino.
—¡Pero del mío, del mío! —aseguraba a Michkin—. Yo convido. Además
tomaremos un bocado: mi hija lo está preparando ya. ¿Sabe lo que estamos
discutiendo, príncipe? ¿Recuerda la frase de «Hamlet»: «Ser o no ser»? Un
tema contemporáneo, moderno… Preguntas y contestaciones. El joven
Terentiev está muy animado. No quiere acostarse. No ha bebido más que
champaña, y eso no puede perjudicarle. Acérquese, príncipe, y corte la
discusión. Todos le esperaban, todos echaban de menos su luminosa
inteligencia…
Michkin percibió la bondadosa y dulce mirada de Vera Lukianovna
Lebedieva, que avanzaba hacia él abriéndose camino entre los reunidos, y le
tendió la mano antes que a nadie. Ella, enrojeciendo de contento, le deseó
«una vida feliz a partir de aquel mismo día». Luego corrió hacia la cocina,
donde los preparativos de la colación exigían su presencia. Ya desde antes de
que llegara Michkin había abandonado la cocina tantas veces como pudo, para
escuchar las charlas que tenían lugar en la terraza, aunque en general versasen
sobre temas abstractos y harto extraños a la joven. En la habitación contigua,
la hermana de Vera dormía sobre un baúl, con la boca abierta. En cambio, el
hijo de Lebediev, que se sentaba entre Hipólito y Kolia, habría pasado con
gusto dos horas escuchando. La animación de su rostro mostraba su interés en
lo que en torno suyo se debatía.
—Le esperaba con interés y celebro verle llegar tan satisfecho —dijo
Hipólito a Michkin, quien, tras recibir la felicitación de Vera, se había
aproximado al enfermo para estrecharle la mano.
—¿Por qué sabe que estoy tan «satisfecho»? —preguntó el príncipe.
—Se le nota en la cara. Salude a esos señores y venga luego a sentarse a mi
lado. Le esperaba con especial impaciencia —dijo Hipólito, con acento
significativo.
Habiendo manifestado Michkin su temor de que una velada tan larga
pudiese hacer daño al enfermo, éste contestó que le asombraba recordar que tres días antes había deseado morir, y que nunca se había sentido tan bien
como esta noche.
Burdovsky, incorporándose en su silla, manifestó que «sólo había venido
para acompañar a Hipólito», que en su carta de días atrás reconocía haber
escrito «muchas necedades», y que ahora se encontraba «sencillamente muy
contento» … Y, sin acabar, estrechó con efusión la mano del príncipe y volvió
a sentarse.
Una vez que hubo cambiado cumplidos con todos, Michkin se acercó a
Eugenio Pavlovich, quien le tomó por el brazo, diciéndole a media voz:
—Quisiera hablarle dos palabras a solas… Es un asunto muy importante.
Separémonos un momento.
—¡Dos palabras! —cuchicheó otra voz al oído de Michkin, mientras otro
brazo se deslizaba bajo el que el príncipe conservaba libre.
Michkin distinguió, con sorpresa, un rostro muy encarnado, que reía y
guiñaba los ojos bajo una despeinada masa de cabellos. Reconoció en el acto a
Ferdychenko, el bufón, que surgía ahora de nuevo, Dios sabía de dónde.
—¿Recuerda usted a Ferdychenko?
—¿De dónde sale usted? —dijo el príncipe, extrañado.
—¡Se ha arrepentido! —clamó Keller, acercándose—. Estaba escondido y
no quería presentarse ante usted. Pero se reconoce culpable y se arrepiente.
—¿Culpable? ¿De qué?
—Yo soy quien le he encontrado, príncipe; yo quien le he traído… Es uno
de mis mejores amigos. ¡Y se arrepiente!
—Mucho gusto, señores… Siéntense con los demás… Ahora mismo estoy
con ustedes —dijo Michkin, deseoso de librarse de ellos para hablar a solas
con Radomsky.
—Realmente uno se divierte mucho en su casa, príncipe —empezó
Eugenio Pavlovich cuando quedaron solos y aparte—. He pasado media hora
muy grata aguardándole. Lo que quería decirle, León Nicolaievich, es que he
arreglado el asunto de Kurmichev, y por ello he venido a tranquilizarle. No se
preocupe por nada. Kurmichev toma la cosa razonablemente…, aparte que, a
mi juicio, empieza por no tener razón.
—¿A qué Kurmichev se refiere?
—A aquel oficial a quien antes sujetó, los brazos. Estaba tan furioso que
quería enviarle los testigos mañana mismo, príncipe.
—¡Qué sandez! —Una sandez era, sin duda, y como tal habría terminado; pero hay
personas que…
—¿No le trae a usted otro motivo, Eugenio Pavlovich?
—Por supuesto, no es eso sólo por lo que venía —rio Radomsky—.
Mañana a primera hora tengo que irme a San Petersburgo con motivo de ese
lamentable asunto de mi tío. Imagine, querido príncipe, que cuanto se ha dicho
es verdad. ¡Y todos lo sabían menos yo! Tanto me ha asombrado la noticia,
que ni siquiera he visitado a la familia del general Epanchin, ni podré visitarla
mañana, ya que estaré en San Petersburgo, ¿comprende? Puede que no vuelva
hasta dentro de tres días. Para abreviar, le diré que mis cosas marchan bastante
mal. Aunque no se trate de un asunto muy grave, he creído necesario mantener
una franca explicación con usted, sin pérdida de tiempo, es decir, antes de
marcharme. Si usted me lo permite, me quedaré aquí hasta que se vayan sus
visitantes. No tengo nada que hacer y me hallo tan agitado que no lograría
dormirme… Además, y aunque sea incorrecto molestar a una persona sin
andarse con cumplidos, le diré con franqueza, querido príncipe, que he venido
con el propósito de apelar a su amistad. Usted es un hombre sin par, o sea, en
otras palabras, que no miente usted a cada momento… y acaso no haya
mentido nunca. Y yo necesito, en determinado asunto, un consejero y un
amigo, porque, a decir verdad, puedo contarme ahora entre las gentes
desafortunadas…
Y volvió, a reír.
—Lo malo es —dijo Michkin, tras un momento de reflexión— que sólo
Dios sabe cuándo se marcharán esos amigos. ¿No sería mejor que saliésemos a
dar una vuelta por el parque? Que me esperen y nada más. Ya les pediré que
me excusen.
—No, no. Por especiales razones, no deseo que se crea que hemos tenido
una conferencia extraordinaria y misteriosa. Hay aquí gente que se interesaría
mucho por conocer el trato que nos une. ¿No lo sabía, príncipe? Más vale que
mi visita se explique meramente ante su opinión como resultado de nuestras
relaciones afectuosas y que no se figuren… qué sé yo. ¿Me entiende? Dentro
de un par de horas se retirarán, y entonces, le ruego que me conceda veinte
minutos o media hora.
—Con mucho gusto. Celebro mucho oírle decir que median entre nosotros
relaciones afectuosas. Le agradezco mucho su amabilidad. Pero usted me
dispensará si me nota algo distraído. Como observará fácilmente, no consigo
concentrarme en nada en este momento.
—Ya lo veo —murmuró Eugenio Pavlovich con una leve sonrisa.
Parecía hallarse de un humor muy jovial. —¿Qué es lo que ve usted? —exclamó el príncipe, con un sobresalto.
Radomsky no contestó directamente. Continuó sonriendo y dijo:
—Supongo, príncipe, que no pensará que he venido a engañarle… y de
paso a hacerle hablar, ¿verdad?
Michkin acabó, por reír también.
—Que ha venido usted a hacerme hablar, es cosa evidente —repuso—, y
quizá lo sea igualmente que a engañarme un poquito también. Pero no le temo
y, aunque no lo crea, ahora todo me da lo mismo. Y como, después de todo, es
usted un hombre excelente, creo que terminaremos siendo buenos amigos. Me
es usted muy simpático. Eugenio Pavlovich; es usted un hombre… muy
correcto, verdaderamente correcto, según me parece.
—En todo caso, es muy grato tratar con usted, sea por el motivo que fuere
—concluyó Eugenio Pavlovich—. Ea, voy a vaciar una copa a su salud. Me
alegro mucho de hacerle esta visita. ¡Ah! —añadió, deteniéndose—. Ese
joven, Hipólito Terentiev, ¿ha venido a vivir con usted?
—Sí.
—Parece que no va a morir lo pronto que se creía.
—¿Y…?
—Nada. He pasado media hora charlando con él…
Mientras ambos hablaban aparte, Hipólito, en espera de Michkin, no había
dejado de observar a éste y a Eugenio Pavlovich. Cuando ambos se acercaron
a la mesa, el enfermo manifestó una nerviosidad febril. Estaba agitado,
excitado, tenía la frente perlada de sudor. Sus ojos inquietos y brillantes
expresaban una difusa impaciencia; su mirada vagaba de un sitio a otro sin
fijarse en nada concreto. Aunque tomaba parte en la conversación general, su
animación era puramente febril. No escuchaba lo que se decía, sus palabras
eran incoherentes, irónicas y negligentemente paradójicas; no desarrollaba las
ideas hasta el fin y a veces abandonaba de repente el tema que tratara con
entusiasmo un minuto antes. Michkin supo, con sorpresa y disgusto, que le
habían permitido beber dos copas grandes de champaña y que tenía ante sí una
tercera copa. Pero el príncipe no se informó de ello sino mucho más tarde. En
aquel momento no estaba en condiciones de reparar en nada.
—Celebro que sea hoy precisamente el día de su cumpleaños —declaró
Hipólito.
—¿Por qué?
—Ahora se lo diré… Pero siéntese… En primer lugar, porque toda su
gente está reunida aquí. Yo lo esperaba así y, por primera vez en mi vida, no he sido defraudado en mis esperanzas. Pero siento no haber sabido que era su
cumpleaños, pues, de saberlo, habría venido con algún regalo. Aunque acaso
se lo haya traído de todos modos. ¡Ja, ja, ja! ¿Cuánto falta para que amanezca?
—De aquí a un par de horas apuntará el sol —dijo Ptitzin, después de
mirar su reloj.
—¿Y qué necesidad hay de sol cuando tenemos tanta claridad que hasta
podríamos leer aquí mismo? —comentó alguien.
—Quiero ver salir el sol. Debíamos beber a la salud del sol, ¿no le parece,
príncipe?
Hipólito hablaba a todos con imperiosidad y altanería, pero al parecer no se
daba cuenta de ello.
—Bebamos. Pero usted debía irse a descansar, Hipólito, ¿no es cierto?
—No hace usted más que insistir en que me acueste. Es usted una
verdadera niñera para mí. En cuanto salga el sol y «comience a resonar» en el
cielo… ¿Qué poeta ha dicho: «En el cielo comienza el sol a resonar»? Es una
cosa sin sentido, pero bella… Pues cuando resuene el sol en el cielo me iré a
descansar. Lebediev, ¿será el sol la fuente de la vida? ¿Qué significa en el
Apocalipsis la expresión «las fuentes de la vida»? ¿Ha oído usted hablar de la
estrella del Apocalipsis, príncipe?
—He oído decir que Lebediev ve en esa estrella la red ferroviaria que
cubre Europa.
Comenzaron a sonar risas por todas partes. Lebediev se levantó de pronto.
—No, no, perdón; aquí no se trata de eso —dijo, agitando los brazos, como
para contener la hilaridad—. Con estos señores… porque todos estos
señores… —quiso aclarar, dirigiéndose a Michkin—, sobre ciertas cosas…
Eso es…
Y dio dos puñetazos en la mesa, lo que aumentó las risas generales.
Lebediev se hallaba en su estado habitual de todas las noches, pero
acababa de tener una discusión «científica» que le había irritado bastante. Y en
casos tales solía prodigar a sus adversarios las muestras del más hondo
desprecio.
—¡No es eso! Hace media hora, príncipe, se convino que nadie
interrumpiría, que nadie reiría, que cada uno podría exponer su pensamiento
libremente y que luego podrían aducirse réplicas y objeciones, incluso por
parte de los ateos que pudiese haber aquí. Y hemos otorgado la presidencia al
general. ¡Eso es! De otro modo, cabe poner en ridículo a cualquiera, incluso al
que desarrolle la idea más profunda y más alta… —Hable, hable; nadie le interrumpirá —exclamaron varias voces.
—Hable, pero no divague.
—En primer lugar, ¿qué estrella era ésa? —indagó uno.
—No tengo la menor idea —repuso el general Ivolguin, que desempeñaba
la presidencia con toda la dignidad propia del cargo.
—Me gustan mucho estas discusiones, príncipe —murmuraba entre tanto
Keller, quien, muy bebido por cierto, se movía sin cesar en su silla—. Y
también las políticas —y añadió interpelando a Radomsky, que se sentaba a su
lado—. Me encanta leer en los periódicos las sesiones del Parlamento inglés,
¿sabe? No es que me interesen los debates, porque yo no soy un político,
¿comprende?, pero me parece admirable el modo que tienen de hablar esas
gentes entre sí: «el noble vizconde que se sienta frente a mí; el noble conde
que comparte mi opinión; mi noble adversario cuya moción ha admirado a
Europa…» Todas esas expresiones, ese parlamentarismo de un pueblo libre, es
lo que me seduce, príncipe. Le juro, Eugenio Pavlovich, que en el fondo he
sido siempre un artista.
—¿Así que, según usted —exclamó Gania— los ferrocarriles son una
maldición, constituyen la perdición de la humanidad, el veneno caído sobre la
tierra para envenenar las «fuentes de la vida»?
Aquella noche Gabriel Ardalionovich, parecía bastante animado y, a lo que
estimó, Michkin, evidenciaba en su talante una especie de aspecto triunfal. La
pregunta dirigida a Lebediev era pura broma, desde luego, sin más fin que
acalorar al funcionario, pero acabó acalorándose él también.
—¡Los ferrocarriles no! —rebatió Lebediev, con un sentimiento mixto de
satisfacción intensa y violenta cólera—. Los ferrocarriles, considerados en sí
mismos, aisladamente, no corrompen las fuentes de la vida; pero todo aquello
de que forman parte es lo que considero maldito en conjunto: toda esta
tendencia de los últimos siglos, en su aspecto científico y práctico, es lo que
probablemente puede considerarse maldito, en efecto.
—¿Maldito con certeza, o sólo probablemente? Es importante discernirlo
—intervino Eugenio Pavlovich con seriedad.
—¡Es maldito, maldito, maldito con toda certeza! —replicó, con
vehemencia, Levediev.
—¡Prudencia, Levediev! Por las mañanas está usted mucho más ponderado
—sonrió, Ptitzin.
—Pero por las noches soy más franco. ¡Por las noches soy más franco y
más sincero! —afirmó fogosamente el empleado—. Sí: más cándido, más
preciso, más honrado, más respetable… Y aunque con esto le descubra mi punto débil, me tiene sin cuidado. Y yo desafío a todos los ateos a
contestarme: ¿cómo salvarán ustedes al mundo? ¿En dónde le encontrarán un
camino normal, ustedes, hombres de ciencia y de industria, partidarios de la
cooperación, de los salarios y de todo lo demás? ¿En el crédito? ¿Y qué es el
crédito? ¿A qué les conducirá el crédito?
—¡No pregunta usted poco! —observó Radomsky.
—Mi opinión es que quien no se interese en tales cuestiones no es más que
un chenapan, por distinguido que sea.
—El crédito, por lo menos, conduce a la solidaridad general y al equilibrio
de los intereses —sentenció Ptitzin.
—¿Y conseguirá usted eso sólo con el crédito? ¿Sin recurrir a ningún
principio moral? ¿Fundándose exclusivamente en el egoísmo privado y la
satisfacción del bienestar material? ¿La paz y la felicidad universales
dependen sólo de la satisfacción de las necesidades? ¿Debo entenderlo así,
señor mío?
—La necesidad universal de vivir, comer y beber, y la convicción plena y
científica de que sólo se satisfarán esas necesidades mediante la asociación
general y la solidaridad de intereses, es, me parece, una idea lo bastante sólida
para ofrecer un punto de apoyo y una «fuente de vida» a la humanidad en los
siglos venideros —dijo Gania, con calor.
—La necesidad de comer y beber… o sea únicamente el instinto normal de
conservación…
—¿Y no basta? El instinto de conservación personal es la ley común de la
humanidad.
—¿Quién le ha dicho semejante cosa? —intervino súbitamente Eugenio
Pavlovich—. Esa es una ley, sin duda, pero una ley no más ni menos normal
que la de la destrucción, e incluso la de la destrucción personal. ¿Acaso la
única ley normal de la humanidad consiste en el instinto de personal
conservación?
—¡Ah! —exclamó Hipólito de repente.
Y contempló a Radomsky con extraña mirada. Pero notando que
Radomsky reía, rio él también, tocó a Kolia con el codo y le preguntó
nuevamente la hora. Después, cogió él mismo el reloj de plata de su amigo y
examinó las manecillas con ansiedad. Luego, como olvidándolo todo, Hipólito
se tendió en el diván, púsose las manos cruzadas tras la cabeza y miró al cielo.
Medio minuto más tarde se incorporó, sentóse en una silla ante la mesa y
prestó oído a las palabras de Lebediev, que rebatía apasionadamente la
paradoja de Eugenio Pavlovich. —¡Es una idea pérfida y burlona, una idea insidiosa e hiriente! —
vociferaba el funcionario—. Ha sido lanzada aquí como una manzana de
discordia… y, sin embargo, es justa… Usted, oficial de caballería e irónico
hombre de mundo, a pesar de lo cual no está desprovisto de inteligencia, no
sabe bien lo verdadera y profunda que su idea es. ¡Sí: la ley de conservación
personal y la de destrucción personal son igualmente poderosas en el mundo!
El diablo seguirá conservando su imperio de siempre sobre la humanidad hasta
un momento y un límite que nos son desconocidos todavía. ¿Se ríe? ¿No cree
usted en el diablo? Pues yo le digo que la incredulidad en el diablo es una idea
francesa, y un concepto frívolo. ¿Sabe usted quién es el diablo? ¿Sabe cómo se
llama? Pues, no obstante, sin saberlo, se burla usted de su forma, a ejemplo de
Voltaire, de sus patas ganchudas, de su cola, de sus cuernos, de todo eso que
ustedes han inventado. En realidad, el demonio es un espíritu amenazador y
potente y no tiene cuernos ni cola: ustedes son quienes le atribuyen esos
detalles. ¡Pero ahora no se trata de él!
—Y, ¿por qué sabe usted que no se trata de él ahora? —preguntó Hipólito,
con una risa convulsiva.
—La idea es sutil e invita a pensar —aceptó Lebediev—; pero tampoco se
trata de eso. Se discutía si hemos debilitado o no las fuentes de la vida con la
extensión…
—¿De los ferrocarriles? —sugirió vivamente Kolia.
—No precisamente de los ferrocarriles, impetuoso joven, sino en general
con la tendencia de la que los ferrocarriles pueden ser considerados símbolo y
expresión. Se nos asegura que ellos, al apresurarse, al precipitarse, al correr,
trabajan por la dicha humana. «La humanidad es ya demasiado industrial y
demasiado agitada», deplora un pensador solitario. «Sí, pero el fragor de los
vagones que llevan pan a la humanidad hambrienta vale más que la
tranquilidad de espíritu», replica triunfalmente otro pensador, del que hallamos
ejemplares en todas partes. Y después continúa su camino, satisfecho. Pero yo,
el despreciable Lebediev, no creo en los vagones que transportan pan para la
humanidad. Porque, si les falta un principio moral de la acción, los vagones
que transportan pan, pueden, fríamente, privar de él a parte de la humanidad,
como ya se ha visto que sucede a veces…
—¿Son los vagones los que privan fríamente? —insinuó uno.
Lebediev no se dignó atender la interrupción.
—Se ha visto ya —repitió—. Malthus se consideraba un amigo de la
humanidad. Pero, cuando tiene principios morales inciertos, el más amigo de
la humanidad es un antropófago, aun prescindiendo de hablar del desprecio
con que la mira. Si quieren verlo, hieran la vanidad de uno de esos innumerables filántropos y verán como, para vengar su minúsculo amor
propio, será capaz de prender fuego al mundo por sus cuatro costados. Y para
ser justos, hemos de confesar que todos somos lo mismo. Yo personalmente
soy el más infecto de todos: sería capaz de acarrear el combustible y huir
luego para ponerme a salvo. ¡Pero tampoco se trata de eso!
—Pues entonces, ¿de qué?
—¡Es usted un cargante!
—Se trata de la anécdota siguiente, una anécdota de antaño, porque creo
absolutamente necesario citar una ocurrencia de otros tiempos. En nuestra
época, en nuestra patria, que, según creo, señores, ustedes aman tanto como
yo, y por la cual, en lo que me concierne, estoy dispuesto a verter hasta la
última gota de mi sangre…
—¡Al grano, al grano!
—En nuestra patria, como en Europa, terribles y generales hambres visitan
la humanidad a épocas fijas. A lo que puedo recordar, ahora no se presentan
sino cada cuarto de siglo, o, en otros términos, una vez cada veinticinco años.
No discuto la exactitud absoluta de la cifra: lo esencial es que esas hambres
son relativamente raras…
—¿Relativamente, a qué?
—A las del siglo doce y a los anteriores y posteriores a él. Porque
entonces, según aseguran los historiadores, las grandes escaseces sobrevenían
cada dos o tres años, hasta el punto de que, dado tal estado de cosas, el hombre
solía recurrir hasta la antropofagia, si bien, eso es cierto, a escondidas. Pues
bien, uno de esos caníbales, al llegar a una edad avanzada, declaró
espontáneamente y sin que le obligasen, que en el curso de su larga y mísera
vida había personalmente dado muerte y devorado en el más profundo secreto
a sesenta monjes y a algunos niños seglares. El número de éstos no pasaba de
seis, es decir, que resultaba insignificante en comparación al enorme número
de eclesiásticos consumidos por aquel hombre. Respecto a los adultos
seglares, se supo que no los tocaba jamás.
—¡Es imposible que eso sea cierto! —exclamó el general, casi enojado—.
Suelo discutir con Lebediev a menudo, señores, y siempre sobre cosas de ese
jaez, y no hace nunca sino contar absurdidades que molestan a todos los oídos.
Lo que ha dicho no tiene la menor apariencia de verdad.
—Pues, ¿y tu asedio de Kars, general? Y ustedes señores, deben saber que
mi anécdota es rigurosamente verídica. Quiero advertirles, de paso, que la
realidad, aunque sometida a leyes invariables, casi siempre parece inverosímil.
A veces una cosa es tanto más real cuanto más inverosímil parece. —¿Cómo puede nadie comerse sesenta monjes? —exclamaron riendo, los
oyentes.
—De una sola vez, claro que no; pero el hombre los devoró en un lapso de
quince o veinte años. La cosa así, resulta perfectamente comprensible y
natural…
—¿Natural?
—¡Natural! —insistió Lebediev con tenacidad y suficiencia—. No veo por
qué aquel hombre no podía atraer a sus víctimas a un bosque o a cualquier
lugar misterioso y hacer allí lo que he dicho. Tampoco discuto que la cantidad
de muertos no sea extraordinaria y no acredite gula…
—Eso puede ser cierto, señores —observó el príncipe, de improviso.
Hasta entonces había escuchado en silencio, sin intervenir en la
conversación. A menudo reía de corazón con todos los demás, notoriamente
satisfecho de ver que la gente se divertía, hablaba con animación y bebía en
abundancia. Acaso no hubiese dicho una palabra en toda la noche de no
ocurrírsele aquella inesperada salida. Ya la sazón habló con tal seriedad que
todos le miraron, curiosos.
—Quiero decir, señores, que antaño había grandes hambres con mucha
frecuencia. Así lo tengo entendido, aunque no conozco bien la historia. Y creo
que no podía ser de otro modo. Cuando yo vivía en Suiza miraba con estupor
las ruinas de antiguos castillos feudales encaramados sobre rocas escarpadas, a
media versta de altura como mínimo en línea vertical, lo que significa varias
millas de senderos tortuosos para llegar hasta ellos. Ya saben lo que es un
castillo: una montaña de piedras. ¡Un trabajo tremendo, increíble! Los que los
construían eran los siervos. Además, debían pagar toda clase de impuestos y
mantener a sus señores. ¿De qué vivirían, pues, y cuándo encontrarían tiempo
para dedicarse a las labores de la tierra en provecho propio? Es seguro que
pocos debían cultivarla y que los más debían perecer de hambre. Lo que yo me
pregunto con frecuencia es cómo la gente ha podido resistir, sin ser aniquilada,
tanta miseria. Lebediev no se ha engañado ciertamente al decir que entonces
debía de haber antropófagos, y en gran número. Pero, esto admitido, quiero
preguntarle: ¿cuál es su conclusión, Lebediev?
Hablaba con seriedad al dirigirse al funcionario, de quien todos se
mofaban, y su tono, exento de toda ironía. Contrastaba cómicamente con el de
los demás. De seguir así, corría el riesgo de que incluso se burlasen de él, mas
no lo advertía. Radomsky se inclinó hacia Michkin y le cuchicheó al oído:
—¿No ve usted que ese hombre está loco, príncipe? Antes me ha dicho que
le atrae la profesión forense y que piensa examinarse de abogado. ¡Habrá que
verlo! —Mi conclusión —dijo Lebediev, con voz tonante— contiene la respuesta
a uno de los mayores problemas de antaño y de hogaño. El culpable concluyó
entregándose a las autoridades. Dadas las costumbres de entonces, ¿qué
torturas no le esperaban, qué instrumentos de suplicio no se ofrecían ante él?
¿Qué le impulsó a denunciarse? ¿Por qué no se detuvo meramente en la cifra
de sesenta víctimas, ocultando el secreto hasta la hora de su muerte? ¿No
podía dejar en paz a los monjes e ir a hacer penitencia en un desierto? Pero
ésta es la clave del enigma. Para él había algo más fuerte que los suplicios, la
rueda, el fuego, el potro, algo más fuerte que una costumbre de veinte años.
Un sentimiento íntimo más poderoso que todas las calamidades de entonces
como el hambre, las torturas, la lepra; una idea que, guiando los corazones y
ampliando las fuentes de la vida, hacía soportable a la humanidad aquel
infierno. Pues bien, muéstrenme algo semejante en nuestro siglo de vicios y de
ferrocarriles… Ya sé que debía decirse «en nuestro siglo de vapores y de
ferrocarriles»; pero yo digo «en nuestro siglo de vicios y de ferrocarriles»,
porque puedo estar borracho, pero tengo razón. Señálenme una sola idea que
ligue entre sí a los hombres con la mitad de fuerza que aquélla los unía en tales
siglos. ¡Y aún se atreven ustedes a sostener que las fuentes de la vida no se han
debilitado y corrompido bajo esa «estrella», dentro de esa red en que los
hombres se encuentran apresados! No me hablen de prosperidad, de riquezas,
de la rareza de las carestías, de la rapidez de los medios de transporte… Hoy
hay más riquezas, pero menos fuerza. Ya no existe idea alguna que una los
corazones: todo se ha ablandado y relajado, todo está lisiado y nosotros
también. ¡Todo, todos! Pero en fin, no se trata tampoco de eso, respetable
príncipe. Se trata ahora de prepararnos para la colación que vamos a ofrecer a
nuestros visitantes.
Las palabras de Lebediev habían indignado a varios de los concurrentes
(debe advertirse que en el intermedio se habían descorchado varias botellas
más), pero su inesperada conclusión apaciguó los ánimos por completo. El
propio Lebediev definió tal modo de terminar su perorata como «un hábil
procedimiento abogacil de hacer cambiar de aspecto un asunto». El buen
humor de los visitantes se manifestó con nuevas risas. Todos, levantándose,
comenzaron a pasear por la terraza para desentumecer los miembros. Sólo
Keller se manifestó descontento y extremadamente agitado cuando Lebediev
acabó su discurso. Iba de uno a otro, exclamando con fuerte voz:
—¡Es monstruoso! Ataca la cultura, elogia el atraso del siglo doce, hace
espavientos a todo y, sin embargo, ¿es un hombre puro? ¿Quieren decirme
cómo se ha arreglado para comprar esta casa?
En otro rincón, el general Ivolguin peroraba ante un grupo de oyentes,
dirigiéndose en particular a Ptitzin, a quien había cogido por un botón de la
levita. —He conocido —decía— a un verdadero intérprete del Apocalipsis: el
difunto Gregorio Semenovich Burmistrov. Era un hombre que traspasaba los
corazones como un dardo de fuego. Poníase lentes, abría un enorme libro
encuadernado en negro, y ello, y su barba blanca, y las dos medallas que
pregonaban sus actos caritativos, añadían más prestigio a su persona.
Comenzaba a hablar en tono severo. Los generales se inclinaban ante él, las
damas se desmayaban. Pero este tipo concluye su discurso con el anuncio de
un ágape. ¡Eso rebasa todos los límites!
Ptitzin, cuando calló el general, hizo ademán de buscar su sombrero; pero,
si había pensado marcharse ello fue una idea fugaz, ya que no la llevó a efecto.
Antes de que los reunidos se levantaran de la mesa, Gania había dejado de
beber y apartado su vaso. Una sombra se extendía sobre su rostro. Luego,
levantándose también, fue a sentarse junto a Rogochin. Dijérase que existían
entre los dos las más amistosas relaciones. Rogochin, que al principio había
estado a punto de marcharse sin que los demás lo notaran, permanecía ahora
sentado, inmóvil, con la cabeza baja, olvidado de su proyecto de irse. Durante
toda la velada no bebió una gota de vino y se le veía sumido en hondas
reflexiones. Sólo de cuando en cuando alzaba la vista y examinaba a los
presentes. Parecía como si esperase algo muy importante para él y dijérase que
únicamente tal espera le había decidido a no retirarse.
Michkin sólo había bebido dos o tres vasos de champaña y en
consecuencia no se encontraba sino muy moderadamente alegre. Al levantarse
de la mesa sus ojos hallaron los de Radomsky, y, recordando la explicación
que debía tener con él, sonrió con gentileza. Eugenio Pavlovich hízole una
indicación con la cabeza, mostrándole a Hipólito que dormía tendido en el
diván.
—Dígame, príncipe, ¿por qué este condenado mozo ha venido a su casa?
—preguntó Radomsky, con evidente malicia—. Apuesto a que trama alguna
cosa.
—He observado, o al menos creído observar —repuso Michkin—, que
usted, hoy, se preocupa mucho de Hipólito. ¿Es así, Eugenio Pavlovich?
—A lo que puede añadirse que, dada mi situación personal, debía
preocuparme de otras cosas. Yo mismo me extraño de que esa desagradable
fisonomía atraiga invenciblemente mi atención desde el principio de la noche.
—Yo opino que tiene una cabeza muy hermosa…
—Mire, mire… —exclamó Radomsky, asiendo el brazo del príncipe—.
¡Mire!
Michkin examinó a su interlocutor con redoblada extrañeza.
V
Hipólito, que se había dormido cuando Lebediev llegaba al fin de su
discurso, despertó de pronto como si alguien le hubiese descargado un golpe
en el pecho. Se estremeció, incorporóse, miró en torno suyo y palideció. Sus
ojos se pasearon por los rostros de los circunstantes con cierta expresión de
inquietud, y cuando la memoria y la reflexión volvieron a su mente, no fue ya
inquietud, sino terror, lo que reflejó su semblante.
—¿Se van ya? ¿Ha terminado todo? ¿Sí? ¿Ha salido el sol? —inquirió
ansiosamente, tomando el brazo de Michkin—. ¿Qué hora es? ¡Dígamelo, por
el amor de Dios! ¿He dormido mucho? ¿Cuánto tiempo? —añadió con
desesperación, como si el dormirse le pusiera en riesgo de perder algún
negocio de que dependiese todo su destino.
—Sólo ha dormido usted siete u ocho minutos —contestó Radomsky.
—¡Ah! ¿Sólo eso? Entonces yo…
Y respiró hondamente, como si quedase aliviado de una carga penosa.
Acababa de comprender que no había «terminado todo», que aún no era de
día, que los presentes no se levantaban para irse, sino para hacer colación y
que si algo había concluido era únicamente la perorata de Lebediev. Sonrió,
pues, y las manchas rojas sintomáticas de la tuberculosis animaron sus
mejillas.
—Veo que ha contado usted los minutos de mi sueño, Eugenio Pavlovich
—dijo, con mofa—. Ya he notado o que desde el principio de la velada no me
quita usted la vista de encima. ¡Ah, Rogochin! Le he visto hace unos instantes
en sueños —murmuró al oído de Michkin, señalándole a Parfen Semenovich,
que se sentaba ante la mesa. Y pasando sin transición a una idea diferente,
preguntó—: ¿Y el orador? ¿Dónde está Lebediev? ¿Ha terminado de hablar?
¿Qué decía? ¿Es cierto, príncipe, que ha asegurado usted en una ocasión que la
belleza salvaría al mundo»? Señores —exclamó, dirigiéndose a todos—, el
príncipe afirma que la belleza salvará al mundo. Y yo afirmo, a mi vez, que la
causa de que tenga ideas tan curiosas, es que está enamorado. ¡Está
enamorado, señores! En cuanto le he visto entrar me he convencido de ello.
No se ruborice, príncipe: ¡va usted a darme lástima! ¿Qué clase de belleza será
la que salve el mundo? Kolia me lo ha dicho… ¿Es usted cristiano ferviente?
Kolia me asegura que sí…
Michkin le miró con atención, en silencio.
—¿Por qué no me contesta? ¿Cree usted que le aprecio mucho? —
preguntó bruscamente Hipólito. —No lo creo. Opino que no me aprecia nada.
—¿Cómo? ¿Ni después de nuestra entrevista de ayer? ¿No he sido franco
con usted ayer?
—Ayer ya sabía que usted no me apreciaba.
—¿Por qué? Porque estoy celoso de usted y le tengo envidia, ¿verdad?
Siempre lo ha creído usted así, y lo cree ahora, pero… En fin, no sé por qué he
hablado de esto. Quiero champaña. ¡Una copa, Keller!
—No puede usted beber más; no lo permitiré.
Y Michkin se apresuró a apartar la copa que el enfermo tenía ante sí.
—En realidad no le falta razón —reconoció Hipólito, pensativo—. ¿Qué se
diría, después? Aunque, en rigor, ¿qué importa lo que digan? ¿No es cierto, no
lo es? Que digan después lo que quieran, ¿verdad, príncipe? ¿Por qué
inquietarnos, yo y todos los demás, por lo que sucede después? Estoy medio
dormido aún. Y he tenido un sueño espantoso: ahora lo recuerdo… No le
deseo semejantes sueños, príncipe, aunque acaso no le estime en verdad. Pero
que no se estime a un hombre no es razón para desearle mal, ¿eh? ¿Y por qué
haré estas preguntas? ¡Me paso la vida preguntando! Deme la mano; quiero
estrechársela con calor; así… ¡Me ha tendido usted la mano! ¿De modo que
sabía que yo iba a estrechársela sinceramente? Bien: no beberé más. ¿Qué
hora es? Pero no es preciso que me lo digan: bien sé la hora que es. ¡Ha
llegado la hora! ¡Éste es el momento! ¿Van a servir la comida en aquel rincón?
¿Queda libre esta mesa? ¡Muy bien! Señores, yo… Veo que no escuchan. Me
proponía leerles una cosa, príncipe. La comida es sin duda muy interesante;
pero…
Y de pronto, entre la sorpresa general, Hipólito sacó del bolsillo de su
levita un fajo de papel, cerrado con un enorme sello rojo y lo puso en la mesa,
ante sí.
Aquella insólita circunstancia produjo mucho efecto. Los reunidos
esperaban algo raro, pero no de tal estilo. Eugenio Pavlovich se agitó en su
silla. Gania se precipité hacia la mesa y Rogochin hizo lo mismo, con una
expresión como de airado enojo, tal que si le constara la finalidad de la escena.
Lebediev, que estaba junto a Hipólito, se acercó más, mirando el fajo de papel
con sus ojillos curiosos, cual si quisiera adivinar de qué se trataba.
—¿Qué le pasa? —preguntó Michkin al joven, con inquietud.
—Cuando salga el sol descansaré, príncipe; ya lo he dicho. ¡Palabra de
honor! —repuso Hipólito—. ¡Ya lo verá! Pero ¿es posible que no se me crea
capaz ni de abrir este paquete? —añadió, paseando indistintamente sobre
todos una mirada de desafío. Michkin notó que el pobre muchacho estaba algo tembloroso.
—Ninguno de nosotros lo supone así —manifestó—. ¿Cómo se le ocurre
una idea tan extraña? ¿Qué sucede, Hipólito?
—¿Qué le pasa? ¿Qué ocurre? —inquirían los visitantes.
Y todos se acercaron, a pesar de que algunos habían empezado ya a comer.
El paquete y su sello rojo parecían ejercer un influjo magnético sobre todos.
—Yo he escrito esto ayer, después de prometerle venir a su casa, príncipe.
Este trabajo me ha ocupado todo el día de ayer y parte de la noche. Lo terminé
por la mañana. Me dormí poco antes de alborear, y tuve un sueño…
—¿No valdría más dejarlo para mañana? —sugirió el príncipe con timidez.
—¡Mañana no habrá tiempo! —e Hipólito rio histéricamente—. Pero no se
preocupen: mi lectura sólo durará cuarenta minutos o, a lo sumo, una hora.
Fíjense cómo se ha despertado la curiosidad general: todos se acercan, miran
el envoltorio… Si yo no hubiese puesto el escrito bajo sobre, el efecto habría
sido nulo. ¡Lo que es el misterio! ¿Lo abro o no, señores? —interrogó, riendo
como antes—. ¡Un secreto, un secreto! ¿Recuerda príncipe, quien dijo que «ya
no habría tiempo»? Lo profetizó en el Apocalipsis un ángel grande y
poderoso.
—Vale más no leer eso —declaró Radomsky, con inquieta expresión que
extrañó a algunos.
—No lo lea —apoyó Michkin, poniendo la mano sobre los papeles.
—No es momento de lecturas —comentó alguien—. Ahora vamos a
comer.
—¿Un artículo destinado a alguna revista? —inquirió otro.
—Seguramente será aburrido —acrecentó un tercero.
—Pero ¿qué es? —preguntaban los demás.
La inquietud que revelaba el ademán de Michkin pareció contagiar al
propio Hipólito.
—Así, ¿no leo? —dijo al príncipe en voz baja, con una sonrisa forzada que
crispó sus labios lívidos—. ¿No leo? —insistió envolviendo a todos en una
mirada donde se leía el ardiente deseo de desahogarse. Y luego, dirigiéndose
otra vez a Michkin, interrogó—: ¿Tiene usted miedo?
—¿De qué? —replicó el interrogado, cuya expresión cambió de un modo
evidente.
Hipólito se alzó bruscamente, como si le hubiesen arrancado de su asiento. —¿Hay quien tenga una pieza de veinte kopecs, o una moneda pequeña
cualquiera? —preguntó.
—Tome —repuso Lebediev, ofreciendo una a Hipólito, y pensando que el
joven debía haber enloquecido.
—Vera Lukianovna —dijo Hipólito con animación—, tome esta moneda y
arrójela al aire, sobre la mesa. Vamos a decidir a cara o cruz. Si sale cruz, leo.
La joven, alarmada, miró sucesivamente la moneda, a Hipólito y a su
padre. Luego hizo lo que le decían, muy turbada y levantando los ojos, como
si fuese cosa prohibida mirar la moneda. Ésta cayó sobre la mesa: era cruz.
La decisión de la suerte pareció consternar a Hipólito.
—¡Hay que leer! —exclamó, pálido como si acabase de serle notificada su
sentencia de muerte. Guardó silencio durante unos segundos y luego,
estremeciéndose y mirando con singular expresión de franqueza a quienes le
rodeaban, continuó—: ¿Qué es esto? ¿Es posible que yo acabe de jugar mi
suerte a cara o cruz? ¡Es una particularidad psicológica sorprendente! —
exclamó hablando a Michkin con acento delator de una extrañeza profunda. Y,
como una persona que recobra la conciencia de sí misma, prosiguió, con
animación—: Es… es inconcebible. Tome nota de esto, príncipe, ya que usted,
según me han dicho, recoge datos relativos a la pena de muerte. ¡Ja, ja, ja!
¡Qué absurdo, Dios mío!
Se sentó en el diván, acodóse en la mesa y apoyó la cabeza en las manos.
—Es casi una vergüenza… Pero, ¿qué más da que lo sea? —añadió, casi
en el acto, levantando el rostro. Y en seguida, con súbita resolución, anunció
—: Voy a rasgar el sobre, señores. Pero conste que no obligo a nadie a
escuchar.
Sus manos temblaban de emoción mientras abría el paquete, del que sacó
varias hojas pequeñas de papel de cartas cubiertas de una apretada escritura.
Una vez puestas ante él, comenzó a ordenarlas.
—¿Qué es eso? ¿Qué pasa? ¿Qué va a leernos? —murmuraban algunos,
malhumorados.
Los demás callaban. Todos atendían con curiosidad. Acaso esperasen
realmente algo extraordinario. Vera, inmóvil tras la silla de su padre, casi
lloraba de temor. Kolia no estaba menos inquieto que la joven Lebediev, que
ya se había sentado, incorporóse a medias, y acercó las luces a Hipólito para
que leyese mejor.
—Ahora verán lo que es esto, señores —dijo el muchacho iniciando la
lectura—: «Explicación necesaria» Lema: Après moi le déluge. —¡El diablo me lleve! —exclamó vivamente, con un movimiento tal como
el que haría de haberse quemado—. ¿Es posible que se me haya ocurrido un
lema tan tonto? Atención, señores… Les aseguro que, en resumen, puede que
esto no sea sino una colección de monstruosas sandeces. Se trata sólo de ideas
personales… Si creen ustedes que hay aquí algo de misterioso, de… en una,
palabra, de prohibido…
—Lee sin más preámbulos —atajó Gania.
—¡Cuánta afectación! —añadió otro.
—¡Demasiadas palabras! —apoyó Rogochin, hablando por primera vez en
aquella noche.
Hipólito le miró. Cuando los ojos de ambos se encontraron, Rogochin
sonrió con amargura y pronunció con voz lenta las siguientes extrañas
palabras:
—Ése no es el camino oportuno, muchacho, no es el camino…
Nadie, de cierto, comprendió bien lo que Rogochin quería decir, mas, aun
así, su frase produjo una rara impresión en el auditorio. A todos se les ocurrió
en el instante la misma idea. Las palabras de Rogochin causaron en Hipólito
un efecto tremendo: acometióle tal temblor que Michkin hubo de alargar el
brazo para sostenerle, y seguramente habría estallado en gritos, de no
ahogársele la voz en la garganta. Durante un minuto no consiguió articular una
palabra, ni dejó de mirar a Rogochin. Al fin pudo pronunciar:
—¿Así que era usted… era usted…?
—¿Yo? ¿Yo, qué? —repuso Rogochin, perplejo.
Hipólito, presa de repentina ira, enrojecido el rostro, clamó, con
vehemencia:
—¡Era usted quien entró en mi cuarto la semana pasada, por la noche,
entre una y dos de la madrugada, el día en que yo le visité por la mañana! ¡Era
usted! ¡Confiéselo! ¿Era usted?
—¿La semana pasada? ¿Por la noche? ¿Te has vuelto loco, muchacho?
Hipólito, sin hablar, llevóse el índice a la frente y reflexionó por un
instante. De improviso, la débil y temerosa sonrisa que crispaba sus labios
adquirió una expresión maligna, casi triunfal.
—¡Era usted! —repitió, casi en un murmullo, mas con intensa convicción
—. Usted entró en mi cuarto y se sentó, sin hablar, en una silla, junto a la
ventana. Allí permaneció una hora o más, porque llegó hacia las doce o la una
y eran más de las dos cuando se fue. ¡Era usted, usted! Pero lo que no puedo
comprender es por qué fue a espantarme, a torturarme… Y en su rostro se pintó, una expresión de odio inmenso. Su cuerpo se
estremecía de pies a cabeza.
—Van a saberlo todo… ahora mismo, señores… Porque yo…
Asió precipitadamente su manuscrito. Las hojas no estaban en orden y no
consiguió intercalarlas debidamente sino con mucho trabajo. Le temblaban las
manos terriblemente.
—Está loco, o delira —dijo Rogochin a media voz.
Al fin comenzó la lectura, titubeante y poco inteligible durante los
primeros cinco minutos a causa de la emoción que obstruía la garganta del
lector; luego clara y distinta cuando su voz se afirmó. En ocasiones, fuertes
accesos de tos le interrumpían. Estaba muy ronco cuan do llegó a la mitad de
su artículo. A medida que avanzaba en la lectura se animaba más y los oyentes
experimentaban una impresión cada vez más penosa. El trabajo rezaba así:
«UNA EXPLICACIÓN NECESARIA
Après mois le déluge.
»Ayer por la mañana el príncipe vino a mi casa y en el curso de nuestra
conversación me propuso ir a vivir con él en su villa. Yo sabía que él habría de
insistir en tal sentido, y estaba seguro de que, para persuadirme a aceptar su
oferta, me diría: «La muerte le será más dulce en el campo, entre personas y
árboles», porque es así como se suele expresar. Pero hoy no pronunció la
palabra «muerte», sino que dijo: «La vida le será más dulce…» lo cual, dada
mi situación, viene a ser, poco más o menos, lo mismo para mí. Le pregunté
qué importancia atribuía a esos «árboles» de que tanto me hablaba y que se
pasa la vida poniéndome ante los ojos. Su contestación me hizo conocer algo
que me sorprendió: parece que yo mismo dije la otra tarde que había ido a
Pavlovsk para ver los árboles por última vez. Le contesté que en el momento
de la muerte era igual tener a la vista árboles o un muro de ladrillo y que, para
quince días, no merecía la pena andar con tanto cumplido. El príncipe no se
negó a reconocerlo; pero dijo que, a su juicio, el aire puro y el verdor
producirían en mí sin duda un cambio físico. Creía también que mi agitación y
«mis sueños» no serían iguales en el campo, y que acaso resultaran menos
penosos. Le hice notar, riendo, que su lenguaje trascendía a la legua a
materialismo, a lo que me contestó con su sonrisa habitual que él había sido
siempre un materialista. Como no miente nunca, comprendí que no decía
palabras vanas. Su sonrisa —que ahora he observado bien— es muy
agradable. No sé si le estimo o no; me ha faltado tiempo para quebrarme la
cabeza con esa pregunta. Sólo quiero hacer constar una cosa: el odio que le
profesé desde hace cinco meses se ha desvanecido por completo en estas
últimas semanas. ¿Quién sabe si no fui a Pavlovsk sólo para verle? ¿Por qué, si no? ¿Y por qué, de todos modos, salí de mi alcoba de enfermo? Un
condenado a muerte no debe moverse de su rincón. Y de no haber tomado
ahora mi decisión final, de no haber resuelto aguardar hasta el último instante,
no abandonaría mi cuarto por nada en el mundo y no aceptaría la oferta de ir a
casa del príncipe, en Pavlovsk.
»Necesito apresurarme para concluir de hoy a mañana esta «explicación».
No voy a tener el tiempo de releer y corregir mi trabajo. La segunda lectura
que haga de él será la que realice mañana ante el príncipe y las dos o tres
personas que cuento encontrar en su casa. Y como en esto no habrá una sola
palabra falsa, sino que todo será verdad, la última y pura verdad, tengo la
curiosidad de saber qué impresión producirá sobre mí mismo en la hora y
momento en que vuelva a leer lo que escribo. Por lo demás era perfectamente
inútil escribir «última verdad», ya que si no vale la pena el vivir cuando sólo
se tienen quince días ante uno, tampoco vale la pena el mentir para tan poco
tiempo. Y ésta es la mejor prueba de que no voy a escribir sino la verdad.
(Nota: no olvidar esta idea: Actualmente, ¿no estaré loco, al menos a ratos?
Me han dicho que, a veces, en la última fase de su dolencia, los tuberculosos
pierden a menudo momentáneamente la razón. Comprobarlo mañana
observando la impresión que la lectura causa en los oyentes. No dejar de
aclarar por completo este punto, pues sin ese esclarecimiento previo no es
posible actuar.)
»Creo que acabo de escribir una tremenda tontería; pero ya he dicho que
no tengo tiempo de corregir. Aunque observe que me contradigo de una línea a
otra, no haré la menor corrección. No cambio nada, adrede, porque deseo
comprobar mañana si sigo un curso lógico en mis pensamientos y si reparo en
mis errores. De ser así, puedo dar por exactas todas las conclusiones que he
formulado razonando desde hace seis meses en esta habitación. En otro caso,
sabré que no son más que delirios.
»Si hace dos meses fuera, como ahora, a dejar en definitiva esta habitación
y despedirme del muro de Meyer, tengo la certeza de que me habría
entristecido. Pero ahora no siento nada, aunque mañana voy a abandonar para
siempre la habitación y el muro. Así, pues, mi convicción de que, para dos
semanas que faltan, no merece la pena lamentar nada ni entregarse a una
impresión cualquiera, ha triunfado de mi carácter y acaso desde ahora domine
todos mis sentimientos. Pero ¿es esto verdad? ¿Es cierto que mi carácter y
naturaleza están totalmente vencidos? Si en este momento me sometieran a
tortura, sin duda comenzaría a gritar en vez de decir que el sufrimiento es
insignificante cuando sólo quedan quince días de vida.
»Ahora bien, ¿es cierto que sólo me quedan quince días de vida? La otra
tarde, en Pavlovsk, falté a la verdad. Botkin no me dijo nada, ni me reconoció
nunca. Hace una semana me visitó un estudiante de medicina llamado Kislorodov, hombre materialista, nihilista e incrédulo. Por eso precisamente
quise saber su opinión: yo deseaba hallar una persona que me dijese la verdad
sin rodeos. Y, en efecto, me dijo, no sólo sin rodeos, sino incluso con visible
satisfacción (lo que me pareció demasiado), que me quedaba como un mes de
vida, y acaso algo más en circunstancias favorables, pero que también podía
acabar mucho antes. Según él, puedo morir de repente en cualquier momento:
por ejemplo, mañana. «Se han visto casos así —me dijo—. Anteayer mismo,
en Kolomno, una señora joven, tuberculosa, en condiciones muy semejantes a
las de usted, se sintió repentinamente mal en el momento en que iba a salir al
mercado para hacer la compra; se tendió en un diván, exhaló un suspiro y
murió». Kislorodov me habló en el tono más indiferente que pudiera pensarse,
y parecía darme un testimonio de aprecio al expresarse así. A sus ojos, yo
parecía ser un hombre superior, tan al margen de todo que no le preocupaba en
nada la vida. Sea como fuera, una cosa es cierta: que sólo me queda un mes de
vida. Estoy seguro de que Kislorodov, en eso, no me ha engañado.
»Me ha sorprendido antes oír hablar al príncipe de mis «malos sueños».
¿Cómo los habrá adivinado? Me dijo literalmente que en Pavlovsk «mi
agitación y mis sueños» se modificarían. O es médico, o posee una
inteligencia extraordinaria, que le permite adivinar muchas cosas, aunque no
quepa duda que, en fin de cuentas, es un «idiota». Precisamente cuando él vino
hacía una hora que yo había tenido un hermoso sueño (análogo a cientos de
otros semejantes que suelo tener ahora). Al dormirme, soñé que me encontraba
en un cuarto que no era el mío. La pieza era más clara, más espaciosa, más alta
de techo y mejor amueblada que mi alcoba. Había en ella una cómoda, un
armario, un diván y un lecho. Este último, ancho y grande, estaba cubierto por
una colcha de seda verde. Mas en la misma habitación percibí un espantoso
animal, una especie de monstruo. Se asemejaba a un escorpión, pero no lo era,
sino un ser mucho más horrible que me producía la impresión de ser el único
de su especie. Parecíame que había surgido expresamente para mí y esta
circunstancia se me figuraba lo más misterioso de todo. Pude examinarle bien:
era un reptil de unos cuatro verchoks de longitud, cubierto de un caparazón
castaño oscuro. La cabeza tenía el grosor de dos dedos, y el cuerpo se
adelgazaba paulatinamente hasta la cola, cuyo extremo no alcanzaba un
décimo de verchok. A un verchok de distancia de la cabeza surgían dos patas,
una a la izquierda y otra a la derecha, formando con el cuerpo un ángulo de
cuarenta y cinco grados. Medían como un par de verchoks, lo que daba al
animal, visto desde arriba, la forma de un tridente. No pude observarle bien la
cabeza, pero sí advertí en ella un par de antenas, semejantes a dos agujas
gruesas, y también de color castaño. Al extremo de la cola y de cada pata
surgían otras dos antenas iguales, de modo que tenía ocho en total. La bestia
corría muy rápidamente por la habitación, apoyándose en las patas y en la
cola, que se retorcían como minúsculas serpientes, a pesar de su caparazón. Esto era lo más horroroso de ver. Yo temía mucho ser picado por aquel animal,
porque se me había dicho, no sé cuándo, que era venenoso; pero aún sentía
una preocupación mayor: la de saber quién lo había puesto en mi cuarto.
«¿Qué me quieren hacer y qué secreto se encierra en esto?», me preguntaba
con ansiedad. El animal se ocultaba bajo la cómoda y el armario, y se
deslizaba en los rincones, en el asiento. El reptil cruzó el cuarto rápidamente y
desapareció no sé dónde, cerca de mi silla. Yo le busqué con los ojos, muy
asustado, si bien, dada la forma en que me había puesto, esperaba que no
pudiese alcanzarme. De pronto sentí un ruidillo seco tras de mí, muy cerca de
mi nuca. Volvíme y vi al reptil trepando el muro. Había llegado a la altura de
mi cabeza, y su cola, que se movía con rapidez, me rozaba ya los cabellos. Me
levanté bruscamente y el animal desapareció. No me atrevía a acostarme,
temeroso de que se deslizase bajo la almohada. Mi madre entró en la alcoba,
acompañada de un conocido, y ambos empezaron a perseguir al reptil, aunque
estaban tranquilos y no experimentaban temor alguno. Cierto que no
comprendían nada… De pronto el monstruo salió de su escondite y se dirigió a
la puerta. Esta vez se movía muy lentamente, sin ruido. Aquella lentitud, que
parecía deliberada, era más repugnante que todo lo demás. Mi madre abrió la
puerta y llamó a «Norma», nuestra perra, una terranova enorme de pelo negro
y rizado, que murió hace cinco años. «Norma» se precipitó en el cuarto y se
detuvo en seguida, como petrificada, ante el reptil. Éste se paró, pero seguía
retorciéndose. Las extremidades de su pata y su cola continuaban resonando
en el pavimento. Si no estoy engañado, los animales no sienten el terror de lo
desconocido. Y, sin embargo, yo creí notar entonces en la perra algo de
extraordinario, como si presintiese en aquella aparición el terror de una cosa
misteriosa, abominable. «Norma» retrocedió lentamente ante el reptil, y éste
avanzó con precaución hacia su enemigo, como si sólo esperase el momento
de lanzarse sobre él y picarle. La perra temblaba intensamente, pero, pese a su
espanto, miraba al monstruo con ojos de odio. De pronto abrió sus terribles
mandíbulas, mostró su ancha y roja boca y, decidiéndose, apresó entre los
dientes al reptil. Éste hizo un tremendo esfuerzo para liberarse, y «Norma»
hubo de atraparle otra vez al vuelo. Oí quebrarse el caparazón entre los dientes
del terranova. La cola y la cabeza del reptil, que salían de entre los dientes de
la perra, se agitaban frenéticamente. De pronto «Norma» lanzó un doloroso
quejido: el monstruo había logrado picarle en la lengua. Gimiente y aullante,
la pobre perra abrió las mandíbulas, y vi al reptil que, partido por la mitad, se
agitaba aún, vertiendo de su cuerpo roto, sobre la lengua del terranova, un
líquido blanco semejante al que sale de una cucaracha aplastada… entonces
me desperté y el príncipe entró…»
Hipólito, confuso, se interrumpió súbitamente.
—Señores —dijo—, no he vuelto a releer este escrito y temo haber
anotado en él muchas cosas inútiles. Este sueño… —No dices más que la verdad —se apresuró a indicar Gania.
—Reconozco que hay demasiados detalles personales, quiero decir,
demasiadas cosas que sólo se refieren a mí…
Hipólito, al hablar, se enjugaba con el pañuelo el sudor que cubría su
frente. Estaba, al parecer, cansado y exhausto.
—Sí, usted se ocupa demasiado de sí mismo —dijo Lebediev, con voz
sibilante.
—Repito, señores, que no exijo la atención de nadie. Si alguno no quiere
escuchar, puede irse.
—¡Pone a la gente a la puerta de una casa que no es la suya! —rezongó
Rogochin.
—¿Cómo vamos a hacerlo? ¿No ve que entonces nos iríamos todos? —
intervino Ferdychenko, que hasta entonces no había vuelto a hablar.
Hipólito bajó la cabeza y empuñó su manuscrito. Pero, casi
inmediatamente, volvió a levantar la cabeza, sus ojos relampaguearon y en sus
mejillas se acentuaron las dos manchas rojas.
—Ya veo que no me estima usted —dijo, contemplando a Ferdychenko
con fijeza.
Sonaron risas. Sin embargo, los más no rieron. El joven se ruborizó
intensamente.
—Hipólito —aconsejó Michkin— deme el manuscrito y no lea más. Va
usted a acostarse en mis habitaciones. Antes de dormirnos charlaremos y
mañana también; pero quede bien entendido que en el futuro no volverá a
pensar en ese trabajo. ¿Quiere?
—¿Lo cree posible? —repuso Hipólito, con aspecto de profunda extrañeza.
Y añadió, con animación febril—: Señores, éste ha sido un lance tonto; no he
sabido comportarme. No volveré a interrumpir la lectura. Quienes quieran, que
escuchen.
Bebió apresuradamente un trago de agua, se acodó en la mesa, inclinando
la cabeza para sustraerse a las miradas de los demás y, a despecho de todo,
comenzó a leer. Su confusión desapareció en seguida.
»La idea de que no vale la pena vivir por unas semanas —prosiguió—
principió, sino me equivoco, a invadir mi espíritu hace un mes, es decir,
cuando me quedaban cuatro semanas de existencia; pero no se adueñó de mí
por completo hasta hace tres días, o sea a raíz de la velada transcurrida en
Pavlovsk. La primera vez que me sentí plenamente penetrado de ese
pensamiento fue en la terraza del príncipe, en el momento en que yo imaginaba hacer un último ensayo de vida. Entonces quise ver gente, mirar los
árboles, y hasta parece que lo dije; me acaloré, sostuve el derecho de
Burdovsky; soñé con que todos me abrieran sus brazos y me estrecharan
contra sus corazones; imaginé que habría entre ellos y yo no sé qué perdones
mutuos, y, en resumen, terminé como un imbécil. Y en aquellos precisos
instantes se produjo también en mí la «convicción definitiva». Hoy me
pregunto cómo pudo hacerse esperar seis meses enteros. Me sabía
positivamente víctima de una dolencia implacable, y no me hacía ilusión
alguna, pero experimentaba el deseo de vivir tanto más ardientemente cuanto
con más claridad me daba cuenta de mi estado: me asía a la vida, deseaba
vivir, costase lo que costara. Admito que pude entonces irritarme contra el
destino ciego y sordo que, sin motivo, quería aplastarme como a una mosca;
pero ¿por qué no me atuve a esa ira? ¿Por qué comencé a vivir, sabiendo que
no valía la pena de comenzar; por qué intenté el ensayo cuya inutilidad de
antemano reconocía? Ni siquiera podía leer un libro hasta el fin, y había
renunciado a la lectura, porque, ¿a qué leer ni instruirse para sólo seis meses?
Este pensamiento me hizo tirar lejos de mí, más de una vez, el libro que tenía
entre manos.
»¡Qué historia podría contar de ese muro de la Casa Meyer! ¡Cuántas cosas
he advertido en él! No había en aquella sucia pared una sola mancha que yo no
conociera. ¡Maldito paredón! Y, con todo, me es más querido que los árboles
de Pavlovsk, es decir, lo sería si actualmente no me diese todo lo mismo.
»Recuerdo ahora el ávido interés con que entonces comencé a seguir la
vida de los demás, cosa que nunca me interesara en el pasado. A veces, cuando
me sentía tan mal que no podía salir de casa, esperaba a Kolia con
impaciencia. Las menores bagatelas, las historias más insignificantes me
apasionaban a tal extremo que creo haber llegado hasta a ser chismoso. No
comprendía, por ejemplo, cómo esos hombres que tienen ante sí tanta vida no
se apresuran a enriquecerse, cosa que, por lo demás, tampoco comprendo
ahora. Yo conocía a un pobre hombre que, según supe después, ha acabado
muriendo de hambre, y recuerdo que tal noticia me puso fuera de mí. De haber
podido resucitar a ese desgraciado, creo que yo habría sido capaz de darle
muerte. A veces he tenido mejoría de semanas enteras, y entonces hubiera
podido salir de mi habitación; pero la calle me exasperaba y permanecía
encerrado días y días, aunque hubiese podido salir como todos. Me era
insufrible la multitud agitada, atareada, triste, llena de preocupaciones, que se
cruzaba conmigo en las aceras. ¿A qué se debe la eterna melancolía de esa
gente, su continua agitación, esa sombría ira de todos sus instantes? Porque
están furiosos, furiosos… ¿Quién tiene la culpa de que sean desgraciados y no
sepan vivir cuando les espera una perspectiva de sesenta años de vida? ¿Por
qué Zarnitzin se ha dejado morir de hambre teniendo sesenta años de vida ante
él? Y todos exhiben sus harapos, sus manos callosas y exclaman: «Trabajamos como bueyes, sufrimos, estamos hambrientos como perros. Otros, en cambio,
no trabajan, no sufren y son ricos». ¡Lo de siempre! Al lado de esa gente
recorre las aceras de mañana a noche un desgraciado azotacalles, hombre de
«noble cuna», que trabaja como recadero, Ivan Fomich Surikov, que vive en
nuestra casa, encima de nosotros. Todo el día anda yendo y viniendo, con los
codos rotos y los botones colgando… Si se le habla cuenta que es pobre,
mísero, mendigo; que su esposa falleció porque él no tenía para comprarle
medicamentos; que su hijo menor murió, helado de frío, este invierno; que su
hija mayor es una entretenida… Y así se pasa la vida gimiendo y quejándose.
Pero declaro con orgullo que ni antes ni ahora he tenido compasión de tales
imbéciles. ¿Por qué no es un Rothschild, con muchos millones, montañas de
relucientes imperiales y de napoleones de oro? Puesto que vive, todo está en
su mano. ¿Quién tiene la culpa de que él no lo comprenda?
»Ahora todo me es igual, y no merece la pena ni siquiera enfadarse, pero
entonces me crispaba de ira, y, en mi rabia, mordía la almohada y desgarraba
las sábanas con los dientes. ¡Qué sueños tenía entonces! ¡Cómo hubiese
deseado verme a los dieciocho años en plena calle, medio desnudo, sin hogar,
sin trabajo, sin pan, sin familia, sin amigos, solo en una inmensa ciudad,
hambriento, maltratado (y cuanto más, mejor), siempre que tuviese salud!
Porque entonces habría demostrado…
»¿Qué habría demostrado? Supongan, si quieren, que ignoro cuánto, sin
esa ocurrencia, me he rebajado ya en mi «explicación». ¿Quién no me
considerará como un chiquillo ignorante de la vida sin pensar que tengo más
de dieciocho años y que en estos seis meses me he convertido en un viejo?
Pero pueden mofarse y considerar todo eso como fantasía… De fantasías me
he mantenido realmente. Tal era la ocupación de mis noches de insomnios; las
recuerdo con toda precisión.
»Pero ¿a qué repetir ahora mis sueños, cuando, incluso para mí, ha pasado
ya el tiempo de las fantasías? Y, sin embargo, era feliz con ellas aun cuando yo
veía claramente que no podía ni estudiar la gramática griega, como una vez
pensé. «Me moriré antes de llegar a la sintaxis», me dije a la primera página.
Y tiré el libro sobre la mesa. Allí sigue aún. He prohibido a Matrena que se lo
lleve.
»La persona en cuyas manos caiga mi explicación y tenga la paciencia de
leerla hasta el fin me considerará un loco, o acaso un colegial; pero lo más
probable es que me vea como un condenado a muerte quien, naturalmente,
juzga que todos los hombres, excepto él, no aprecian la vida en lo que vale,
dilapidándola sin darse cuenta de su valor, gozando de ella premiosamente y,
por lo tanto, mostrándose indignos de ella. Pero yo declaro que mi lector se
equivoca y que mi situación de condenado a muerte no influye para nada en
mi convicción. Preguntad a los hombres únicamente esto: en qué hacen consistir su felicidad; todos ellos, desde el primero al último. Tened la certeza
de que si Colón se sintió feliz alguna vez no fue después de descubrir
América, sino cuando estaba luchando para descubrirla; estad seguros de que
su ventura alcanzó el punto culminante probablemente tres días antes de
descubrir el Nuevo Mundo, cuando los marineros, sublevados, querían, en su
desesperación, virar de bordo y regresar a Europa. ¿Qué importaba el Nuevo
Mundo? Colón no lo había visto apenas cuando murió y en el fondo ignoraba
lo que había descubierto. ¡Lo importante es la vida, sólo la vida! ¿Qué vale un
descubrimiento cualquiera en comparación al descubrimiento eterno y siempre
renovado de la vida? Mas ¿a qué vienen estas frases? Temo que cuanto yo diga
aquí tenga tales características de lugar común que se me considere como un
colegial incipiente esforzándose en componer un ejercicio sobre el
«nacimiento del sol». O acaso se diga que he tratado de expresar alguna cosa,
sin conseguir «explicarme» a pesar de todo mi deseo. Pero debo observar que
en todo pensamiento genial, nuevo, o meramente serio, que brota de un
cerebro humano, hay siempre algún elemento que no se puede comunicar a los
demás. Ya se pueden escribir volúmenes completos y dar vueltas a la idea
durante treinta y cinco años, que, aun así, siempre quedará en ella algo que,
pese a todos los esfuerzos, no querrá salir jamás de la mente y allí
permanecerá en definitiva. Probablemente moriréis sin haber transmitido a
nadie el mejor de vuestros conceptos. Y si también yo soy incapaz ahora de
manifestar cuanto me ha atormentado durante esos seis meses, se
comprenderá, por lo menos, a través de mis palabras, que acaso he pagado
muy cara la «convicción definitiva» a que he llegado en este momento. Eso es
lo que, en virtud de ciertas razones propias, he querido poner en claro en esta
«explicación». Continúo.
VI
»No quiero mentir. En estos seis meses, no siempre me he evadido al
engranaje de la vida real. Incluso a veces la actividad plástica me distraía de
tal modo, que yo olvidaba mi condenación, o al menos no quería pensar en
ella. De paso indicaré cuáles eran entonces mis condiciones de vida. Hace
ocho meses, cuando mi enfermedad se convirtió en grave, rompí toda relación
con el exterior y dejé de ver a mis antiguos compañeros. Como yo había sido
siempre muy taciturno, mis amigos me olvidaron rápidamente, lo que no
hubiesen dejado de hacer aun sin tal circunstancia. En casa me organicé una
existencia solitaria. Hace cinco meses me encerré definitivamente en mi cuarto
y rompí toda relación con mi «familia». Se me obedecía y nadie osaba entrar
en mi habitación, salvo a las horas reglamentarias de limpiarla y de llevarme la comida. Mi madre recibía mis órdenes temblando, sin atreverse a pronunciar
palabra en presencia mía en las raras ocasiones en que yo la autorizaba a
verme. Ella azotaba mucho a mis hermanos para que no hiciesen ruido y no
turbasen mi reposo. Me he quejado de ellos tan a menudo que literalmente no
me olvidarán ahora… También creo haber atormentado no poco al «fiel
Kolia», como yo le llamo. Últimamente me ha pagado en la misma moneda.
Es natural: los hombres han nacido para atormentarse mutuamente. Yo notaba
que él, al tolerar mi mal carácter, lo hacía pensando en mi dolencia, y ello me
irritaba. Incluso creo que quería imitar la «humildad cristiana» del príncipe, lo
que resulta en él, por cierto, un tanto ridículo. Kolia es un muchacho joven y
entusiasta que, por supuesto, imita siempre el ejemplo de los demás; pero yo
creo que ya es hora de que muestre su personalidad propia. Le quiero mucho.
He atormentado también a Surikov, el vecino de arriba, que se pasa la
existencia corriendo, como mandadero, de un lado a otro. Yo procuraba
siempre demostrarle que él tenía la culpa de ser pobre, hasta que al fin no se
atrevió a seguir visitándome. Es un hombre muy humilde, un modelo de
humildad. (Nota: Se asegura que la humildad es una gran fuerza. Habrá que
preguntárselo al príncipe, que es quien lo afirma.) En el mes de marzo pasado
subí a su casa para ver a su hijo menor, que, según su padre, había «muerto
helado». Yo sonreí ante el cadáver del niño y principié, una vez más, a
demostrar a Surikov que la culpa era suya. De pronto los labios del
desgraciado comenzaron a estremecerse. Me asió del hombro con una mano y,
señalándome la puerta, me dijo en voz baja: «¡Váyase!». De momento este
proceder me agradó y me sentí encantado viéndome despedido de tal manera;
pero después recordé las palabras de Surikov con un sentimiento penoso y, a
mi pesar, experimenté por él una compasión extraña, despectiva. ¡Ni siquiera
bajo la impresión de una ofensa tal (pues comprendí que le ofendía, aun
cuando no me lo propusiera) sabía enfadarse aquel hombre! Porque juro que el
temblor de sus labios, entonces, no se debía a ira, como tampoco estaba
irritado cuando me cogió por el hombro y pronunció su mayestático:
«¡Váyase!». Había a en él dignidad, mucha incluso, y una dignidad que no le
sentaba nada bien, hasta el punto de producir un efecto ridículo; pero no
cólera. Acaso sintiera repentino desprecio por mí. Desde entonces, cuando lo
encuentro en la escalera, lo que ha ocurrido dos veces o tres, él siempre se
quita el sombrero, lo que no hacía antes, pero pasa de largo, confuso al
parecer. En todo caso, si me desprecia lo hace a su modo, con un «desprecio
humilde». Acaso no haya que considerar su saludo más que como el respeto
temeroso de un deudor ante el hijo de su acreedora, ya que debe dinero a mi
madre y le es imposible pagárselo. Esta conjetura es la más probable de todas.
Al principio quise tener una explicación con él, seguro de que a los diez
minutos me pediría perdón, pero luego juzgué preferible dejarle en paz.
»Hace diez días, Rogochin estuvo en mi casa para pedirme informes sobre un asunto que creo innecesario detallar aquí. Yo no había visto nunca a ese
hombre, aunque sí oído hablar de él. Le dije cuanto quería saber, y se retiró.
No me sentí obligado a devolverle su visita, puesto que me había ido a ver
sólo por asuntos y no por cortesía; pero Rogochin me interesó mucho y pasé
todo el día ocupado en extraños pensamientos, hasta el extremo de que resolví
visitarle a la siguiente mañana. Rogochin me recibió con mal disimulado
descontento, y me dio a entender delicadamente que no existía razón alguna
para que hubiesen entre él y yo relaciones continuas. No obstante pasé con él
una hora muy interesante para mí y creo que también para él. Nuestro mutuo
contraste era harto fuerte para que no lo notásemos ambos, y yo sobre todo. Yo
soy un hombre que tiene los días contados, mientras él, por el contrario, goza
plenamente de la vida, no necesita hacer cómputos como yo y carece de toda
preocupación que no sea su chifladura… Que el señor Rogochin me perdone
esta expresión, hija de la torpeza de un literato inexperto. Pese a su poco
amable acogida me pareció hombre inteligente y capaz de comprender las
cosas bien, aunque no se interese por lo que no le afecta directamente. No le
hablé palabra sobre mi «convicción definitiva», pero creo que la adivinó sólo
con oírme. Les extrêmes se touchent, le dije antes de retirarme, añadiendo la
traducción del proverbio en ruso, para que Rogochin lo comprendiese, y
explicándole que, pese a la diferencia existente entre nosotros, era muy
probable que él no estuviese tan lejos de mi «convicción definitiva» como lo
parecía. Me contestó con una mueca agria, fingiendo creer que me marchaba,
se levantó, me dio el sombrero y, so capa de acompañarme por cortesía, me
puso bonitamente en la puerta de su sombría casa. Dicha casa me asustó:
parecíame una tumba. Pero a él le agrada, y es natural, porque tiene tanta vida
en él que no necesita hallar más a su alrededor.
»Esta visita a Rogochin me fatigó mucho. Toda aquella mañana me había
sentido mal y a la tarde, encontrándome muy débil, me acosté. El cuerpo me
ardía; en ciertos momentos incluso deliré. Kolia estuvo conmigo hasta las
once. Recuerdo bien, a pesar de mi estado, todo lo que hablamos. Pero a veces
yo sentía una niebla ante los ojos e imaginaba ver a Ivan Fomich convertido en
millonario. No sabía qué hacer de su fortuna, se quebraba la cabeza para
resolver el problema, temblaba ante el temor de verse robado y, al fin, resolvía
enterrar sus millones. Yo le hacía notar que obraba mal enterrando inútilmente
tantas riquezas. «Haría usted mejor —le aconsejaba— mandando fundir todo
ese oro y construir con él un ataúd para su niño, el que ha muerto helado,
exhumando su cuerpo previamente». Surikov recibía con lágrimas de
agradecimiento aquel sarcástico consejo y se apresuraba a salir para ponerlo
en práctica, mientras yo, solo ya, escupía. Cuando recuperé el sentido
completamente, Kolia me aseguró que yo no había dormido un solo instante, y
que en todo aquel tiempo había estado hablándole de Surikov. Mi agitación a
veces era tan grande que Kolia, cuando se retiró, iba muy inquieto. Cuando salió, me levanté para cerrar la puerta, y entonces recordé un cuadro que había
visto en uno de los más sombríos aposentos de la casa de Rogochin, sobre una
puerta. Él me lo había mostrado al pasar y creo que permanecí cinco minutos
ante aquel lienzo. Aunque no ofreciese nada notable desde el punto de vista
artístico, no dejó de turbarme de un modo extraño.
»El cuadro representa a Cristo en el momento de ser descendido de la cruz.
Creo haber notado que los pintores que muestran a Jesús crucificado o
descendido suelen representarle con un rostro extraordinariamente bello,
esforzándose en conservarle esa belleza aun en medio de los más crueles
suplicios. En el lienzo de Rogochin no hay nada semejante: allí se ve
realmente un cadáver que antes de morir ha sufrido infinitamente, que ha sido
golpeado por los soldados y el populacho, que llevó su cruz y sucumbió bajo
su peso, que soportó luego seis horas (al menos así lo calculo) la terrible
tortura de la crucifixión. En verdad, el semblante de ese Cristo es el de quien
acaba de ser descendido de la cruz, es decir, que no ofrece rigidez alguna, y
presenta aún signos de calor y de vida, y una expresión dolorosa tal como si el
muerto experimentase todavía el dolor de su suplicio. El artista ha captado eso
muy bien. En cambio, el rostro es de un realismo implacable: allí se ve un
cadáver cualquiera con la expresión propia del que ha padecido previos
tormentos. Me consta que, según la creencia adoptada por la Iglesia desde los
primeros siglos del cristianismo, Cristo no sufrió sólo simbólicamente, sino en
realidad y, por consecuencia, su cuerpo en la cruz estuvo plenamente sometido
a la ley de la naturaleza. El semblante representado en el cuadro está
tumefacto y cubierto de laceraciones; los ojos, dilatados, aparecen vidriosos y
turbios…
»Pasé hora y media después de la marcha de Kolia pensando en todo eso:
acaso deliré. A veces mis ideas revestían una forma plástica. En mi alcoba hay
siempre encendida por las noches una lamparilla ante el icono. Esa luz, aunque
débil, permite distinguir todos los objetos. A su pie incluso se puede leer. Creo
que debía de ser medianoche. Yo no dormía y tenía los ojos abiertos. De
pronto se abrió la puerta de mi alcoba y entró Rogochin.
»Franqueó el umbral, cerró la puerta y me miró en silencio. Luego se
encaminó, sin ruido, hacia una silla situada en un rincón, bajo la lámpara. Yo
le miré, extrañado y suspenso. Rogochin se acodó en la mesita y me
contempló sin pronunciar una palabra. Así transcurrieron dos o tres minutos y
recuerdo que el silencio del visitante me desagradó vivamente. ¿Por qué no
hablaba? A mí me parecía raro que se presentase allí tan tarde, pero si he de
decir la verdad no me sentía extraordinariamente sorprendido. Al contrario,
por la mañana yo no le había revelado mi idea, pero me constaba que él la
supo comprender con medias palabras, y desde luego era de tal naturaleza que
podía justificar el que Rogochin me visitase para hablar de ella, incluso tan a deshora. Pensé, pues, que había acudido por eso. Por la mañana nos habíamos
separado muy poco amistosamente. Él me miró incluso por dos veces con
aspecto de viva burla. Ahora yo advertía en su mirada la misma expresión
burlona y me sentía herido. En cuanto al hecho de que la figura que veía era
Rogochin en persona y no una imagen engendrada por el delirio, no tenía la
menor duda de ello. Él no se movía de su sitio, contemplándome con la misma
mirada sarcástica. Furioso, me volví en la cama, acodándome sobre el
almohadón, resuelto a callar también aunque la situación se prolongase
indefinidamente. Estaba decidido a no hablar el primero. Debieron de
transcurrir así unos veinte minutos. De pronto se me ocurrió una idea. ¿Y si no
fuese Rogochin, sino una aparición?
»Yo no he visto una aparición jamás, ni estando enfermo ni estando sano;
pero en mi infancia e incluso recientemente, he creído que, pese a mi absoluto
escepticismo respecto a las apariciones, me moriría de terror si viese una. Y,
con todo, no me aterré al pensar que lo que veía pudiese ser un espectro y no
Rogochin. Diré más: esa posibilidad no produjo otro efecto sino el de
irritarme. Y aún se dio otra particularidad extraña, y fue que la cuestión de si
mi visitante era un fantasma o un ser de carne y hueso me dejó mucho más
indiferente de lo que pudiera creerse. Incluso pensé en otras cosas según creo.
Me preocupaba, por ejemplo, el que Rogochin, a quien yo había visto antes en
traje de casa y pantuflas, llevase ahora frac, corbata y chaleco blanco. Además
me preguntaba: «Si es una aparición y no la temes, ¿por qué no te levantas
para comprobar que lo es?». Acaso, en realidad, fuese el temor lo que me lo
impedía. Pero apenas se me ocurrió tal idea, sentí que me temblaban las
rodillas y que un frío glacial me recorría la espalda. En aquel momento,
Rogochin, como si advirtiera mi terror, apartó la mano en que apoyaba la
cabeza, se irguió, miróme fijamente y abrió la boca como si fuese a reír. En mi
furia, sentí el deseo de arrojarme sobre él; pero, como me había jurado no ser
el primero en hablar, me quedé donde estaba. Además continuaba
preguntándome interiormente si sería Rogochin o una sombra lo que tenía ante
mi vista. No puedo decir cuánto duró esto. Ni siquiera recuerdo si me dormí
entonces algún rato. Al cabo, Rogochin se levantó, me contempló larga y
atentamente, como hiciera desde su entrada, aunque esta vez sin sonreír, y
luego se dirigió lentamente a la puerta, abrióla y salió, cerrándola tras sí. No
me levanté; tampoco podría decir cuánto tiempo seguí acostado, con los ojos
abiertos, pensando Dios sabe en qué… Tampoco sé cómo me dormí. Por la
mañana, después de las nueve, desperté al oír llamar a la puerta. Es norma en
casa que, si yo no he pedido el té antes, Matrena llame en mi puerta a las
nueve. Cuando abrí, me hice la siguiente reflexión: «¿Cómo pudo entrar
Rogochin, estando la puerta cerrada?». Pregunté y adquirí la convicción de
que era imposible que Rogochin hubiese entrado en casa, ya que todas las
puertas se cierran con llave. »Fue este caso particular narrado con tantos detalles lo que constituyó la
causa determinante de mi decisión, a la que no me condujeron la lógica ni el
razonamiento, sino un sentido de repulsión. No puedo seguir viviendo cuando
la vida asume, para herirme, formas tan extrañas. Esa aparición me ha
humillado… Y sólo cuando al declinar el día hube adoptado mi resolución
final, me sentí mejor. Pero aquélla era sólo la primera fase; para que se
produjese la segunda hube de ir a Pavlovsk. Antes he explicado eso
suficientemente.
VII
»Yo poseía una pistolita de bolsillo, que me procuré de niño, a esa edad
absurda en que se deleita uno con historias de duelos y de salteadores y en que
uno imagina que puede ser provocado a desafío y se siente dispuesto a
afrontarlo con valentía. Examiné la pistola hace un mes, y vi que se hallaba en
buen estado. La caja que la guarda contiene dos balas y un cuernecillo de
pólvora con cantidad suficiente para tres cargas. Es un arma deleznable, con la
que nunca se hace blanco, ni alcanza a más de quince pasos; pero útil, sin
duda, para saltarse los sesos si se aplica el cañón a la sien.
»He decidido morir en Pavlovsk, al salir el sol. Para no dar un escándalo
aquí, iré a matarme al parque. Mi «explicación» aclarará suficientemente mi
muerte a la policía. Los psicólogos, y en general todo el que quiera, pueden
sacar de este escrito las conclusiones que gusten. Pero no deseo que sea dado a
la publicidad. Ruego al príncipe que haga copia de él y la conserve, y que
envíe otra a Aglaya Ivanovna. Tal es mi voluntad. Lego mi esqueleto a la
Facultad de Medicina en provecho de la ciencia.
»No reconozco a hombre alguno el derecho a juzgarme y sé que ningún
castigo podrá infligírseme. No hace mucho formulé una hipótesis que me
divirtió: «Si ahora se me ocurriese matar a alguien, asesinar, por ejemplo, a
diez personas, cometer el más horrendo crimen del mundo, ¿qué podría hacer,
dada la abolición de la tortura, un tribunal en presencia de un acusado al que
sólo quedan dos o tres semanas de vida? Yo moriría cómodamente en el
hospital, donde, bien caliente, atendido por un médico celoso, estaría sin duda
mejor que en mi casa». No comprendo cómo no se les ocurre esa idea, al
menos en calidad de broma, a las personas que se encuentran en mi situación.
Pero acaso la piensen. Hay mucha gente de buen humor, incluso en Rusia.
»Mas, aunque ningún tribunal pueda nada contra mí ni yo le reconozca tal
derecho, sé que se me juzgará cuando sólo sea un acusado sordo y mudo. No
quiero, pues, irme sin pronunciar unas palabras de defensa, de una defensa voluntaria, no forzada, no tendente a justificarme ni a pedir perdón a nadie,
sino debida a que deseo exponerla y nada más. Y mi última explicación es
ésta: si muero, no es porque me falten energías para soportar otras tres
semanas. Me siento bastante fuerte para eso y, de querer, siempre encontraría
valor en el sentimiento de la injuria que el destino me hace al forzarme a morir
tan joven… Hasta una mosca participa también en el banquete de la vida,
concurre al concierto de todas las cosas y es feliz. Sólo yo soy un paria… Pero
no quiero consolarme de esa manera. En mi acto encuentro un aspecto más
seductor: al limitar mi vida a tres semanas, la naturaleza restringe de tal modo
mi esfera de acción que acaso el suicidio sea el único acto que mi voluntad
pueda presidir íntegramente, del principio al fin. Y quizá quiera aprovechar
esa última posibilidad de acción. A veces una protesta dista mucho de ser un
acto minúsculo…
****
Había terminado la «explicación». Hipólito se interrumpió.
En ciertos casos excepcionales, un hombre nervioso, irritado, fuera de sí,
llega a tal grado de franqueza cínica que no tiene miedo de nada y produce,
incluso con satisfacción, el más monstruoso escándalo. Entonces es capaz de
precipitarse sobre cualquiera, albergando en su interior la intención vaga, pero
firme, de tirarse un momento después desde lo alto de una torre,
substrayéndose así a las consecuencias que su loca conducta pudiera
originarle. El agotamiento físico es ordinariamente el signo precursor de tal
estado. Hipólito había llegado a él bajo el influjo de la sobreexcitación
anormal que le sostuviera hasta entonces. Por sí mismo, aquel mozo de
dieciocho años, extenuado por la enfermedad, parecía tan débil como la hoja
que, estremecida, se desprende de un árbol; pero, aun así, cuando, por primera
vez después de una hora, miró uno a uno a los presentes, sus ojos y su sonrisa
expresaban el más ofensivo y altanero desprecio. Le urgía provocar a sus
oyentes. Éstos, por su parte, ardían de indignación. Todos se levantaron con un
arranque tumultuoso y airado al que el vino, el cansancio y la tensión nerviosa
infundían una vehemencia maligna.
Hipólito se levantó también, como a impulsos de un resorte.
—¡Ha salido el sol! —gritó viendo las copas de los árboles bañadas en luz
y mostrándolas al príncipe, como si fuesen un portento—. ¡Ha salido!
—¿Pensaba usted que no saldría? —dijo Ferdychenko.
—Creo que va a hacer hoy un calor horrible —bostezó Gania, con acento
de despectivo enojo, estirándose y cogiendo el sombrero—. ¿Nos vamos,
Ptitzin?
Hipólito oyó aquellas palabras con estupefacción profunda. Palideció súbita y profundamente y comenzó a temblar.
—Finge usted indiferencia adrede, para ofenderme —dijo, con los ojos
clavados en el rostro de Gania—. ¡Es usted un granuja!
—¡Es el colmo! —gruñó Ferdychenko—. ¡En mi vida he visto cobardía
más fenomenal que la de este muchacho!
—Es sencillamente un imbécil —declaró Gania.
Hipólito procuró dominarse.
—Señores —comenzó, temblando como antes e interrumpiéndose casi a
cada palabra—, reconozco que merezco su resentimiento personal… y
lamento haberlos enojado con esas lucubraciones —y señalaba el manuscrito
—… aunque en realidad lo que lamento es no haberlos enojado… más
completamente —al decir esto sonrió de un modo estúpido e interpeló a
Radomsky—: ¿He sido muy pesado, Eugenio Pavlovich? ¿Sí o no? Dígamelo.
—El escrito era un poco largo, pero…
—¡Dígalo todo! ¡Sea sincero por una vez en su vida! —exigió Hipólito,
más tembloroso cada vez.
—Todo ello, a decir verdad, me tiene sin cuidado. Le ruego que me deje en
paz —repuso Radomsky, volviéndole la espalda desdeñosamente.
—Buenas noches, príncipe —dijo Ptitzin a Michkin.
—Pero ¿en qué piensan? ¿No ven que va a pegarse un tiro? ¡Mírenle! —
gritó Vera. Y llena de inquietud se lanzó hacia Hipólito y le sujetó los brazos
—. ¿En qué piensan? ¿No han oído que iba a saltarse los sesos al salir el sol?
—No se los saltará —murmuraron malignamente varias voces, entre ellas
la de Gania.
—¡Cuidado señores! —exclamó Kolia, cogiendo también el brazo de
Hipólito—. ¡Mírenle, por Dios! ¡Príncipe, príncipe, atiéndale!
Vera, Kolia, Keller y Burdovsky se habían agrupado en torno a Hipólito,
sujetándole.
—Tiene el derecho… el derecho… —balbucía Burdovsky, que parecía
también fuera de sí.
—Perdóneme, príncipe, pero ¿qué disposiciones va usted a tomar? —dijo
Lebediev, muy ebrio ya, con enojo rayano en la insolencia.
—¿Disposiciones?
—Permítame; pero yo soy el dueño de la casa, dicho sea sin faltarle al
respeto. Admito que usted también es el amo aquí, pero como propietario de la casa no quiero en ella cosas semejantes. Eso es…
—No se matará. El condenado chico está bromeando —dijo de repente,
con indignado aplomo, el general Ivolguin.
—¡Bien, general! —aprobó Ferdychenko.
—Sé que no se matará, general, amado general; pero, no obstante, soy el
dueño de la casa, y…
—Escuche, señor Terentiev —dijo Ptitzin, tendiendo la mano a Hipólito,
tras despedirse de Michkin—: creo que en su escrito se habla de legar un
esqueleto a la Facultad de Medicina. ¿Se trata de su esqueleto? ¿Son sus
huesos los que lega?
—Sí, mis huesos.
—Entonces, nada. Temía haberme equivocado. Creo haber oído hablar de
otro caso semejante.
—¿Por qué se burla usted de él? —intervino Michkin, vivamente.
—Le ha hecho llorar —añadió Ferdychenko.
Pero Hipólito no lloraba. Hizo un ademán para abandonar su sitio y los
cuatro que le rodeaban le sujetaron. Oyéronse risas.
—Ya contaba él con que le impidiesen moverse. Y por eso ha escrito ese
mamotreto —comentó Rogochin—. Adiós, príncipe. ¡Me duelen los huesos de
tanto estar sentado!
—Si tenía usted en realidad la intención de matarse, Terentiev —dijo
Radomsky, riendo—, yo, en su lugar, en vista de semejante acogida, no me
mataría, para fastidiar a todos.
—¡Tienen un deseo terrible de ver cómo me agujereo la sien! —repuso
Hipólito, amarga y agresivamente—. Y les disgusta que ello no suceda.
—¿Así que cree usted que no sucederá? No hablo para ofenderle: por lo
contrario, creo muy posible que se suicide usted. Pero tranquilícese, aquí lo
importante es no perder la calma —dijo Eugenio Pavlovich con acento
protector.
—Hasta ahora no me había dado cuenta del gran error cometido al leer esa
explicación —repuso Hipólito, mirando a Eugenio Pavlovich con expresión
franca, como si solicitase consejo a un amigo.
—La situación es absurda; en realidad no sé qué decirle… —declaró
Radomsky, sonriendo.
Su interlocutor le examinó severamente, con singular fijeza. Parecía perder de momento en momento toda conciencia de sí mismo.
—¡Qué manera de hacer las cosas! —exclamó Lebediev—. ¡Suicidarse en
el parque para no producir escándalo en la casa! ¡Cómo si el matarse a tres
pasos de distancia no trajese complicaciones para nadie de aquí!
—Señores… —empezó Michkin.
—Dispénseme, estimado príncipe —interrumpió Lebediev con energía—.
Usted mismo ve que no se trata de una broma. La mitad de los presentes
piensan como yo: después de las palabras que ese joven ha pronunciado aquí,
el honor le obliga a saltarse la tapa de los sesos. Por lo tanto, y como dueño de
la casa, declaro ante testigos que requiero la ayuda de usted.
—Estoy dispuesto a ayudarle. ¿Qué quiere que hagamos?
—Primero, quitarle la pistola y las municiones de que nos ha hablado hace
poco. Con esta condición, y por respeto a su estado de salud, consiento en que
pase la noche aquí, sometido a mi vigilancia, desde luego. Pero mañana, y
perdóneme, príncipe, es absolutamente necesario que se vaya. Si se niega a
entregarnos su arma, yo le cogeré de un brazo, el general de otro y enviaremos
a llamar a la policía, para que se entienda con él. El señor Ferdychenko nos
hará un favor de amigo yendo a avisar al puesto policíaco.
Siguió una confusión en la terraza. Lebediev, acalorándose, perdía los
estribos, Ferdychenko se disponía a ir en busca de la policía, Gania aseguraba
que no había miedo de que nadie se matara, y Eugenio Pavlovich permanecía
silencioso.
—¿Se ha tirado usted alguna vez desde lo alto de un campanario, príncipe?
—preguntó ingenuamente el interpelado.
—¿Y cree usted que yo no había previsto esta explosión de odio? —
prosiguió en el mismo tono de voz, Hipólito, cuyos ojos centelleaban, mirando
a Michkin como si realmente aguardase una respuesta. Y dirigiéndose a todos
en general, exclamó—: ¡Basta! La culpa es mía más que de nadie. —Y
sacando un anillo de acero del que pendían tres o cuatro llavecitas, dijo—:
Aquí está la llave, Lebediev. Es la penúltima. Kolia le enseñará. ¡Kolia!
¡Kolia! —su amigo estaba ante él, pero Hipólito no le veía— … ¡Ah, sí! Kolia
le enseñará… Él me ayudó a guardar mis cosas. Vete con él, Kolia. En el
cuarto del príncipe, debajo de la mesa… Mi maleta… Con esta lleve abres una
caja… Está en el fondo… Y en la caja… están mi pistola y un cuerno de
pólvora. Kolia me ha hecho la maleta, señor Lebediev; él le enseñará… Pero a
condición de que mañana por la mañana, cuando yo regrese a San Petersburgo,
me devuelva usted la pistola. ¿Me entiende? Hago esto por el príncipe y por
usted. —Más vale así —repuso Lebediev, con maligna sonrisa, cogiendo la llave
y encaminándose al aposento inmediato.
Kolia quiso hacer una observación, pero Lebediev, sin atenderle, le arrastró
consigo.
Hipólito miraba a los presentes, que reían. Michkin notó que el enfermo
rechinaba los dientes, como si tiritase.
—¡Qué malos son todos! —murmuró Hipólito, exasperado, al oído del
príncipe.
Siempre que interpelaba a Michkin bajaba la voz y le hablaba inclinándose
hacia él.
—Déjelos… Está usted muy débil.
—Sí: voy a retirarme. En seguida… en seguida. Repentinamente, rodeó
con sus brazos el cuerpo de Michkin.
—¿Acaso me cree usted loco? —le preguntó, mirándole y riendo
extrañamente.
—No; pero…
—En seguida, en seguida… Ahora cállese, no diga nada… Espere: quiero
mirarle a los ojos. Así: quiero mirarle y decir adiós a un hombre…
Y miró, durante diez segundos, inmóvil y silencioso, el rostro de Michkin.
El suyo estaba muy pálido; el sudor humedecía sus sienes. Sujetaba
reciamente la mano del príncipe, como temeroso de que éste quisiera escapar.
—Hipólito, Hipólito, ¿qué le pasa? —exclamó Michkin.
—En seguida… Basta; voy a descansar. Quiero beber una copa a la salud
del sol. Lo quiero, lo quiero… Déjeme.
Cogió una copa de sobre la mesa, abandonó el lugar en que estaba y se
dirigió a la entrada de la terraza. Michkin quiso correr hacia el enfermo, pero
en aquel instante, coma adrede, Radomsky le tendió la mano para despedirse
de él. Transcurrió un segundo. Súbitamente estallaron gritos por todas partes.
Siguió un momento de extrema confusión.
Había sucedido lo siguiente: Hipólito, parándose junto a la escalera, con la
copa de champaña en la mano izquierda, había hundido la derecha en el
bolsillo lateral de su levita. A lo que contó después Keller, el muchacho tenía
ya la mano en aquel bolsillo durante su conversación con Michkin, a quien
había estrechado con su brazo izquierdo, lo que despertó las primeras ligeras
sospechas del boxeador, según éste. Fuese como fuera, una cierta inquietud le
hizo correr hacia Hipólito. Pero llegó tarde. Sólo vio brillar un objeto en la mano de Hipólito y en seguida percibió una pistolita de bolsillo aplicada a la
sien del joven. Keller quiso asirle la mano, pero Hipólito oprimió el
disparador. Oyóse el seco chasquido del gatillo en la cazoleta, mas ninguna
detonación lo siguió. Keller cogió a Hipólito entre sus brazos y el muchacho
se dejó caer en ellos privado de conocimiento, al parecer. Acaso se creyera
muerto. Keller aferró la pistola, e hizo sentar a Hipólito en una silla. Todos se
apiñaron en torno, preguntando. Se había oído el chasquido del gatillo, y sin
embargo, el suicida estaba vivo, sin un solo arañazo. Hipólito, sin comprender
lo que sucedía, miraba, desde su asiento, los rostros de todos, con una
expresión absorta. Lebediev y Kolia llegaron corriendo.
—¿Ha fallado el arma? —inquirían algunos.
—¿No estaba cargada? —sugerían otros.
—Lo estaba —repuso Keller, examinando la pistola—, pero…
—¿Cómo ha fallado el tiro entonces?
—Porque no había fulminante —explicó el boxeador.
Sería difícil relatar la lamentable escena que se produjo. Al temor del
primer momento sucedieron grandes carcajadas. La hilaridad de algunos
revelaba cierta aviesa satisfacción. Hipólito, sollozando como en un ataque de
nervios, retorciéndose los puños, iba de un lado a otro, se aproximó incluso a
Ferdychenko, le asió las manos y le juró que había olvidado, «olvidado en
absoluto», colocar el fulminante; que ello era pura inadvertencia y no
deliberación; que tenía (y los mostró a todos) diez fulminantes en el bolsillo de
su chaleco; que no lo había colocado antes por temor a que la pistola le
estallara en el bolsillo y que había contado poner el detonador en el momento
necesario, olvidándose de hacerlo a última hora. El joven dio iguales
explicaciones a Michkin y a Radomsky, y pidió a Keller que le devolviese el
arma. Quería probar a todos, y en el acto, que «su honor, su honor…» Ahora
estaba «deshonrado para siempre».
Finalmente se desmayó. Lleváronle al departamento de Michkin, y
Lebediev, ya completamente despejado, envió a buscar un médico, y quedó a
la cabecera del paciente con su hija, su hijo, Burdovsky y el general. Cuando
condujeron a Hipólito desvanecido, Keller, en pie en medio del cuarto, en un
ataque de notoria inspiración, declaró en alta voz para que todos pudieran
oírlo, recalcando mucho cada palabra:
—¡Caballeros! Si cualquiera de ustedes se permite insinuar en mi
presencia que el fulminante fue olvidado a propósito y que ese desgraciado
joven ha querido representar una comedia… el que lo insinúe tendrá que
vérselas conmigo. Pero nadie le contestó. Al cabo todos se retiraron casi a la vez. Gania,
Ptitzin y Rogochin se fueron juntos. Michkin se extrañó al ver que Eugenio
Pavlovich, que había expresado antes el deseo de explicarse con él, se
marchaba sin hablarle.
—¿No quería usted hablar conmigo cuando se fueran los demás? —le
preguntó.
—En efecto —repuso Eugenio Pavlovich, tomando una silla y haciendo
sentar a Michkin junto a él—. Pero ahora prefiero dejar esa conversación para
más adelante. Le confieso que estoy un poco agitado. Y usted lo está también.
Tengo un gran desorden mental… Por otra parte, lo que quiero decirle es muy
importante para mí y para usted. Una vez en mi vida, príncipe, he querido
realizar una cosa completamente honrada, es decir, sin reservas mentales. Pero
creo que ahora no me hallo en condición de hacer una cosa completamente
honrada… y acaso usted tampoco… Aplacemos la explicación. Si esperamos
mi regreso de San Petersburgo, será más clara por ambas partes. Voy a la
capital ahora y estaré allí hasta pasado mañana.
Y se levantó, aunque sólo se hubiese sentado un minuto antes. Michkin
creyó advertir que su interlocutor estaba insatisfecho e irritado. En su mirada,
muy diversa a la de antes, había una expresión hostil.
—Y a propósito, ¿va a ir al lado del enfermo?
—Sí; estoy inquieto por él —dijo Michkin.
—Tranquilícese; vivirá lo menos seis semanas, y hasta puede que recobre
la salud aquí. Pero hará usted bien en ponerle en la puerta mañana mismo.
—¿No pudiera ser que yo, con mi silencio, le impulsara a lo que ha hecho,
creyendo que yo también dudaba de su decisión? ¿Qué le parece?
—No se preocupe. Es usted demasiado bondadoso. He oído hablar de
casos semejantes; pero en la práctica nunca he visto a nadie que se disparase
un tiro adrede para obtener elogios o por despecho de no conseguirlos. Nunca
hubiera creído que se pudiese manifestar abiertamente semejante flaqueza. De
todos modos, despídalo mañana.
—¿Cree que volverá a intentar matarse?
—No; no reincidirá. Pero hay que tener cuidado con estos tipos. Es un
asesino en ciernes. Le aseguro que el crimen es con frecuencia la salida de
estas nulidades ambiciosas, rebeldes e impotentes.
—¿Le considera así?
—Creo que el mozo es de esa manera, aunque tal vez el destino le haya
reservado otra misión. Usted verá si ese señor es, o no, capaz de degollar diez o doce personas, aunque sólo sea por «bromear», como decía antes de su
«explicación». Esas palabras van a quitarme el sueño…
—Acaso se inquiete usted demasiado.
—Es usted admirable, príncipe. ¡No creerle capaz de matar diez personas
ahora!
—No me atrevo a contestarle. Todo esto es muy extraño, pero…
—Como quiera, como quiera… —repuso Radomsky, con cierta irritación
—. Además, es usted un hombre muy valeroso. ¡Con tal de que no sea uno de
los diez!
—Lo más probable es que Hipólito no mate a nadie —dijo Michkin,
mirando, pensativo, a Eugenio Pavlovich.
Éste rio agriamente.
—Adiós; ya es hora de que me vaya. ¿Ha notado usted que el tipo legaba
una copia de su confesión a Aglaya Ivanovna?
—Sí; lo noté, y he pensado en ello.
—Claro: eso da que pensar… Acuérdese de las diez personas —dijo
Eugenio Pavlovich, riendo otra vez, y saliendo.
Una hora después, entre tres y cuatro de la madrugada, el príncipe bajó al
parque. Había tratado de dormir, pero no lo consiguió. Le latía el corazón con
loca fuerza. En la casa todo estaba tranquilo: Hipólito descansaba y el médico
que le había visitado dictaminó que el desmayo no era grave. Lebediev, Kolia
y Burdovsky se habían acostado en la alcoba del enfermo para vigilarle por
turno. No había, pues, nada que temer. Pero, sin embargo, la inquietud del
príncipe era cada vez más viva. Paseaba por el parque dirigiendo en torno
distraídas miradas, y se sorprendió al llegar a la placita que se abre ante la
estación y verse frente a las hileras de sillas y el tablado de la banda. Aquel
lugar le desagradó y parecióle terriblemente desolado. Alejóse por el camino
que siguiera el día anterior, acompañando a las Epanchinas, y al llegar al
banco donde Aglaya le diera cita, se sentó y dejó escapar una risa que le hizo
indignarse consigo mismo un minuto después. Su melancolía no le
abandonaba: experimentaba el deseo de alejarse, de ir no sabía adónde… En el
árbol inmediato cantaba un pajarillo. Michkin le buscó con los ojos. Entonces
recordó la frase de Hipólito: «Hasta una mosca que vuela bajo un rayo de sol
participa también en el banquete de la vida, concurre al concierto de las cosas,
y es feliz; sólo yo soy un paria». Tales palabras, que antes impresionaran
mucho a Michkin, le acudieron repentinamente a la memoria. Un recuerdo
olvidado hacía mucho comenzó a despertar en él y adquirió repentinamente
una forma concreta. El hecho había sucedido en Suiza, en el primer año —y, más
concretamente, en los primeros meses— de su tratamiento. En aquella época
él seguía estando todavía absolutamente idiota, costábale trabajo expresarse y
a veces ni siquiera entendía lo que le hablaban. Un día de tiempo muy
despejado salió a pasear por las montañas y anduvo mucho tiempo, con el
corazón oprimido por una sensación penosa, aunque indefinible y vaga. Sobre
él se extendía el cielo radiante, espejeaba un lago a sus pies y el paisaje
soleado se ensanchaba hasta perderse de vista. Largo trecho estuvo
contemplando el panorama con extraña melancolía. Recordaba muy bien que
incluso había llorado y tendido los brazos hacia el infinito azul, torturado por
la idea de que para él no existía nada de aquello. ¡Oh, aquel festín universal,
aquel interminable regocijo que le atraía desde su infancia, y del que siempre
había quedado al margen! Cada mañana salía el mismo sol esplendente, cada
mañana se pintaban sobre la cascada los colores del arco iris, cada tarde se
teñía de púrpura aquella cima nevada que se erguía en los confines del
horizonte; todos, hasta las moscas, participaban en el banquete de la vida, en el
concierto de todas las cosas. Sí: hasta la menor brizna de hierba vivía y era
feliz. Todo ser tenía su camino, lo conocía, lo emprendía y lo concluía
cantando con júbilo, mas sólo él no sabía nada, no comprendía nada, ni los
hombres, ni su lenguaje. Era extraño a todo, era el desecho de la naturaleza.
Cierto que entonces el príncipe no había acertado, sin duda, a expresar todas
aquellas palabras y su sufrimiento había sido mudo; pero ahora le parecía
haberlas pronunciado textualmente y hasta pensaba que Hipólito había tomado
de él su expresión sobre «la mosca». Su corazón latió a este pensamiento… Al
fin el sueño le sorprendió en el banco; pero no por eso acudió el reposo a su
espíritu. Un momento antes de dormirse recordó que, según Radomsky,
Hipólito acabaría matando a diez personas, y sonrió, ante idea tan absurda. En
torno suyo reinaban la paz y la serenidad. El rumor de las frondas, único que
turbaba el silencio, acrecentaba aquella sensación de calma. Michkin soñó
mucho. Todos sus sueños fueron inquietantes; algunos incluso le hicieron
estremecerse. Al fin soñó que una mujer avanzaba hacia él. La conocía, la
conocía bien… Incluso podía designarla por su nombre. Y, sin embargo,
parecíale apreciar en ella un rostro muy diferente al que tenía antes, y Michkin
sólo podía aceptar con gran esfuerzo la noción de que era la misma mujer.
Viendo la expresión de terror y arrepentimiento que mostraban las facciones
de aquella persona, se la creería culpable de algún crimen horroroso, que
acababa de cometer. Una lágrima temblaba en su pálida mejilla. Llamó a
Michkin con un ademán, y se puso un dedo sobre los labios, como para
advertirle que debía acercarse sin ruido. El corazón del príncipe desfallecía.
Por nada en el mundo hubiese querido ver en ella a una culpable, pero
presentía que iba a suceder un hecho terrible, que afectaría de rechazo a toda
su vida. Parecíale que la mujer deseaba mostrarle algún lugar del parque, no lejos de aquel sitio. Michkin se levantó, para acercarse a la mujer. Y entonces
resonó una risa argentina y fresca, y una mano rozó la suya. El príncipe asióla,
la estrechó con fuerza y despertó. Ante él, riendo con todo su corazón, estaba
Aglaya.
VIII
Ella, aunque reía, estaba indignada.
—¡Dormido! ¿Se había usted dormido? —exclamó con despectivo
asombro.
—Sí —repuso Michkin, soñoliento aún, reconociendo, con sorpresa, a la
joven—. ¡Ah, ya! La cita… Me he dormido, sí.
—Ya lo he visto.
—¿No me ha despertado otra persona? ¿Está usted sola? Creía que estaba
aquí… otra mujer.
—¿Había aquí otra mujer?
Las ideas de Michkin comenzaron a aclararse.
—Ha sido un sueño —contestó, pensativo—. Es extraño tener en tal
momento un sueño así. Siéntese…
Tomóla por la mano y la hizo acomodarse en el banco. Él se sentó también
y meditó. Aglaya miraba atentamente al príncipe, sin hablar palabra. Él la
miraba también, pero a veces parecía no verla. La joven se ruborizó.
—¿Sabe —dijo él con un escalofrío— que Hipólito se ha disparado un
pistoletazo?
—¿Cuándo? ¿En su casa? —dijo ella, no testimoniando, sin embargo, una
sorpresa excesiva—. Porque ayer noche vivía aún. —Y con súbita vivacidad
añadió—: ¿Y ha podido usted dormirse después de eso?
—¡Si no ha muerto! Marró el tiro.
Instado por Aglaya, el príncipe hubo de contar la historia con bastante
detenimiento. La joven parecía tener prisa de ver terminado el relato, pero,
pese a sus exhortaciones para que Michkin lo abreviase, interrumpíale a cada
momento con preguntas casi siempre fuera de lugar. Entre otras cosas, oyó con
mucha curiosidad lo referente a las palabras pronunciadas por Eugenio
Pavlovich y varias veces hizo preguntas acerca de ellas. —Bien; basta. El tiempo apremia —dijo cuando Michkin hubo terminado
—. Sólo podemos pasar juntos una hora, ya que a las ocho debo estar en casa
para que no sepan que he venido a sentarme aquí. Tengo muchas cosas que
contarle. Pero lo malo es que ha hecho usted perder el hilo de mis ideas.
Respecto a lo de Hipólito, no me extraña nada de lo sucedido: son cosas muy
propias de él. Pero ¿está usted seguro de que quería realmente suicidarse y que
no hubo en todo ello una farsa?
—Absolutamente ninguna.
—También ello me parece verosímil. Dice usted que expresó por escrito su
deseo de que se me diese una copia de su confesión. ¿Por qué no me la ha
traído?
—Porque no ha muerto. Pero puedo hablarle, para…
—No necesita pedirle permiso para traérmela. No deje de hacerlo.
Seguramente le agradará mucho, porque acaso no haya querido pegarse un
tiro, sino para forzarme a leer su confesión. Le ruego que no se ría, León
Nicolaievich. Es muy posible que no quisiera suicidarse más que por eso.
—No me río, con tanta más razón cuanto que estoy seguro de que hay
mucha verdad en su conjetura.
Aquellas palabras causaron a Aglaya profunda sorpresa.
—¿Lo cree así? ¿Es posible que también tenga usted esa idea? —preguntó
vivamente.
Hablaba con cierta brusquedad, rápidamente, formulando interrogaciones
que a veces, por turbación al parecer, dejaba sin terminar. A cada instante
hacía a Michkin observaciones insistentes y, en resumen, se mostraba poseída
de una agitación extraordinaria y dijérase que, a pesar de su talante seguro,
casi provocativo, experimentaba cierto temor interno. No había esmerado su
atuendo para acudir a la cita; vestía un trajecillo muy modesto, que le sentaba
muy bien. Con frecuencia se estremecía y se ruborizaba. Sólo apoyaba su
cuerpo en el borde del banco. Cuando oyó a Michkin confirmar su suposición
referente al motivo de que Hipólito hubiera querido darse un pistoletazo,
quedó muy sorprendida.
—Aparte de por usted —continuó el príncipe—, Hipólito quería despertar
también nuestras alabanzas.
—¿Sus alabanzas? No lo entiendo.
—No sé cómo decírselo. Es difícil de explicar. En todo caso, contaba
obtener por nuestra parte testimonios de amistad y estima. Creía sin duda que
íbamos a rodearle, conmovidos, suplicándole que no se matase. Es muy
posible que pensara en usted más que en nadie, puesto que la mencionaba en un momento así. Pero también puede ser que no se diera cuenta de que
pensaba en usted principalmente.
—No comprendo una palabra. ¿Pensaba en mí sin saberlo? No obstante, se
me figura entreverlo todo. ¿Sabe usted que yo, a los trece años, imaginé más
de treinta veces envenenarme y dejar una carta explicando a mis padres los
motivos de mi resolución? Yo pensaba también en el efecto que produciría
tendida en el ataúd; me figuraba a mis padres inclinados sobre mi cuerpo,
deshechos en lágrimas y reprochándose la dureza que habían mostrado
conmigo. ¿Por qué vuelve usted a sonreír? —preguntó vivamente, arrugando
el entrecejo—. ¿En qué piensa usted cuando se halla solo? Acaso imagine
usted ser mariscal de campo y vencer a Napoleón en batalla.
—¡Palabra de honor que es siempre lo que pienso, especialmente cuando
estoy dormido! —repuso, riendo, Michkin—. Pero no bato a Napoleón, sino a
los austriacos.
—No tengo ganas de bromear con usted, León Nicolaievich. Pienso ver a
Hipólito y entre tanto ruego a usted que le aconseje bien. Pero encuentro mal
el lenguaje que usted emplea, porque me parece brutal considerar así las cosas
y juzgar un alma humana como juzga usted la de Hipólito. No siente usted la
ternura: sólo siente la justicia, y, por consecuencia, es injusto.
Michkin reflexionó.
—Creo —dijo por fin— que es usted quien me considera injustamente. Yo
no reprocho a Hipólito el haber tenido esa idea, porque todos suelen inclinarse
a pensar así. Además, ello pudo ser un deseo que tuviese sin confesárselo…
Quería tratar una última vez con los hombres, ganar su estima y su afecto…
Ello acredita buenos sentimientos es verdad. Por desgracia, el resultado no ha
respondido. La culpa es de la enfermedad y, por añadidura, de otra cosa.
Además, hay gentes a quienes todo les sale bien, mientras otras no llegan a
conseguir más que tonterías…
—¿Piensa usted en sí mismo al decirlo? —preguntó Aglaya.
—En efecto —contestó el príncipe, sin reparar en el sarcasmo de la
insinuación.
—Pues yo, en su lugar, no me habría dormido ahora. Si se duerme usted de
ese modo en cualquier sitio, nadie podrá decir que eso es una cosa correcta.
—Es que no he cerrado los ojos en toda la noche. Después de lo que le he
contado, anduve mucho y vine a donde la música…
—¿Qué música?
—A donde la música tocaba ayer. Luego seguí hasta este lugar, y mientras
reflexionaba, sentado en el banco, el sueño se apoderó de mí. —¿Sí? Entonces el caso es más perdonable… ¿Y por qué fue a donde
tocaba la orquesta?
—No lo sé. Por nada…
—Bueno, bueno, luego me dirá… ¡No hace usted más que interrumpirme!
¿Qué me importa que fuese usted allí o no? ¿Con qué mujer soñaba usted?
—Con… Usted la ha visto…
—Comprendo, comprendo…, Usted la… ¿Cómo la vio en sueños? ¿Qué
hacía? Aunque, en realidad, no quiero saber nada de eso —exclamó Aglaya de
repente, con enojo—. ¡No me interrumpa!
Se detuvo por un instante, ya para tomar aliento, ya para dejar a su ira
tiempo de calmarse. Luego añadió:
—Le he citado sólo para proponerle que seamos amigos. ¿Por qué me mira
usted así?
Michkin, en efecto, examinaba a la joven con mucha atención, observando
que su rostro empezaba a tornarse del color de la púrpura. Y en los ojos
brillantes de Aglaya se leía claramente que cuanto más se ruborizaba más furia
sentía contra sí misma. Por regla general, en casos tales solía descargar sobre
su interlocutor la indignación que contra sí misma la embargaba. Conocedora
de lo fácilmente que perdía la paciencia, Aglaya solía ser más taciturna que
sus hermanas, incluso con exceso. Pero cuando no podía callar, se dirigía a sus
interlocutores con una arrogancia que parecía desafiar a quien interpelaba.
Siempre presentía el momento en que iba a comenzar a ruborizarse.
—¿No quiere usted aceptar mi proposición? —preguntó a Michkin con
altivo talante.
—¡Oh, sí, desde luego! Pero —respondió él, confuso— no me parecía
necesario formularla…
—¿Qué está usted pensando? ¿Por qué cree que le he invitado a venir
aquí? ¿Qué se figura? Puede que me considere usted una locuela, como todos
los de casa…
—No sabía que se la considerase de ese modo, y no comparto tal opinión.
—¿No la comparte? Eso demuestra mucha inteligencia por su parte. Y
sobre todo lo ha dicho con ingenio.
—A mi juicio —continuó Michkin— acaso usted sea incluso muy
inteligente en ocasiones. Hace unos instantes ha hablado usted en términos
muy sensatos. Ha dicho: «No siente usted más que la justicia, y por
consecuencia es usted injusto». No olvidaré esa frase; he de pensar mucho en
ella. Aglaya se ruborizó, ahora de placer. Cambios así se producían en ella de
modo tan sincero como repentino. Michkin, satisfecho también, rio
alegremente, mirándola.
—Escuche —dijo la joven—, llevo mucho tiempo esperando poder decirle
todo esto. Espero desde que me envió aquella carta, e incluso desde mucho
antes. Ayer le dije la mitad de lo que quería decirle. Le considero un hombre
muy recto y honrado, más honrado y recto que nadie, y aunque se diga que su
mente… que está enfermo del cerebro, yo juzgo lo contrario, y sostengo mi
opinión contra todos. Porque, aun cuando tuviese usted enferma la mente (y le
ruego que me perdone, porque sólo hablo en un sentido elevado), en cambio la
inteligencia esencial está más desarrollada en usted que en el resto de los
hombres y la posee usted en grado que los otros no han entrevisto jamás ni aun
en sueños. Digo inteligencia esencial, porque hay dos inteligencias: la esencial
y la secundaria. ¿No es eso? ¿No lo cree?
—Acaso pueda ser así, en efecto —logró articular Michkin, cuyo corazón
latía con extraordinaria violencia.
—Ya sabía yo que usted me comprendería —dijo ella con gravedad—. El
príncipe Ch. y Eugenio Pavlovich no entienden una palabra respecto a esas
dos inteligencias. Alejandra tampoco. Y en cambio (¡pásmese!) mamá sí.
—Usted se parece mucho a Lisaveta Prokofievna.
—¿Es posible? —exclamó, con extrañeza, la joven.
—Se lo aseguro.
—Gracias —repuso ella, tras un momento de reflexión—. Me agrada
mucho parecerme a maman. ¿La aprecia usted mucho? —añadió, sin reparar
en la ingenuidad de la pregunta.
—Mucho, y me alegro de que lo haya comprendido usted tan pronto.
—También me alegro yo, porque he notado, a veces… que no falta quien
se mofe de ella. Escuche lo más importante de todo: he reflexionado mucho
tiempo y al fin mi elección se ha fijado en usted. No quiero que en casa se
burlen de mí, que me consideren como una tontuela, que se rían de mis cosas.
Y por pensarlo así, he rechazado de plano a Eugenio Pavlovich. ¡No quiero
que mi familia se pase la vida pensando en casarme! Y quiero… quiero… En
fin, quiero huir de casa… y le he elegido a usted para que me ayude.
—¡Qué quiere huir de su casa! —exclamó Michkin.
—¡Sí, sí, huir de mi casa! —afirmó la joven airadamente—. No quiero, no,
no quiero que me hagan ruborizarme a cada momento. No quiero ruborizarme
ante mi familia, ni ante el príncipe Ch., ni ante Eugenio Pavlovich, ni ante
nadie. Y por eso le he elegido a usted. Quiero poderle decir todo, todo, hablarle incluso de las cosas más importantes cuando se me ocurra; quiero
también que usted no tenga tampoco secretos para mí. Quiero un hombre con
el que poder hablar como conmigo misma. Todos han comenzado a decir de
repente que yo estaba enamorada de usted, que le esperaba… Y ello antes de
que usted llegase, y a pesar de que no les había enseñado su carta. Ahora otra
vez empiezan, y con más calor. Quiero ser audaz y no temer a nada. No deseo
pasar la vida en bailes, como mis hermanas: quiero ser una mujer útil. Hace
mucho que sueño en huir. Veinte años hace que vivo encerrada, sin que se
piense en otra cosa que en casarme. A los catorce años, por boba que yo fuese
entonces, ya tenía la idea de huir. Ahora lo he calculado todo. Y deseo pedirle
informes sobre los países extranjeros. No he visto una sola catedral gótica… Y
me propongo ir a Roma, visitar los centros culturales, seguir cursos en París.
Durante un año he leído multitud de libros, especialmente los prohibidos.
Alejandra y Adelaida pueden leer todo lo que se les antoja y a mí, en cambio,
aún me vigilan las lecturas. No quiero disputar con mis hermanas, pero hace
tiempo ya que declaré a mis padres mi propósito de cambiar de condición
social. He resuelto ocuparme en cuestiones de educación y me he interesado
en hablar con usted, porque sé cuánto ama a los niños. ¿No podríamos
dedicarnos ambos a la enseñanza, si no ahora mismo, en el porvenir? Unidos,
podemos ser útiles. No quiero seguir siendo una joven ociosa, de buena
familia… Dígame: ¿es usted muy culto?
—Nada de eso.
—Es lástima. Yo le creía muy instruido. ¿Cómo se me habrá puesto esa
idea en la cabeza? Pero no importa: usted me guiará, ya que le he elegido.
—¡Pero eso es absurdo, Aglaya Ivanovna!
—¡Quiero huir de casa! ¡Lo quiero! —replicó ella con vehemencia,
relampagueantes los ojos—. Si no consiente en eso, me casaré con Gabriel
Ardalionovich. No quiero que en casa me consideren una mala mujer y me
acusen de Dios sabe qué cosas…
—¡Está usted loca! —exclamó Michkin, a quien, en su emoción, le faltó
poco para dar un salto—. ¿De qué le acusan? ¿Quién le acusa?
—Todos: mi madre, mis hermanos, mi padre, el príncipe Ch… ¡Hasta ese
odioso Kolia! Si no lo dicen francamente, al menos lo piensan. Y yo lo he
dicho así a todos, lo he declarado en la cara a mi padre y a mi madre. Maman
ha estado mala todo el día; al siguiente Alejandra y papá me dijeron que yo no
sabía el significado de las palabras que empleaba. Le contesté que lo
comprendía muy bien y que no era ninguna niña pequeña. Y añadí: «Hace dos
años ya que leí dos novelas de Paul de Kock, precisamente para comprenderlo
todo». Maman, al oír esto, estuvo a punto de desmayarse. A Michkin se le ocurrió de súbito una idea extraña. Miró a Aglaya y
sonrió. Parecíale increíble que la mujer que estaba ante él fuese la misma
orgullosa joven que leyera con tanto desprecio la carta de Gania. ¿De modo
que aquella altanera belleza era tal vez una niña que no sabía el significado de
las palabras que empleaba? ¿No lo sabría quizá ni siquiera ahora?
—¿Ha vivido usted siempre en su casa, Aglaya Ivanovna? —preguntó—.
Quiero decir si no ha estado alguna vez en un colegio, en un internado.
—Yo no he ido nunca a ningún sitio; he estado siempre metida en casa,
como en una redoma, y estaba destinada a pasar directamente de la redoma al
matrimonio… ¿Por qué se ríe? Me parece que usted se burla también de mí y
se pone en contra mía —añadió la joven, con acento amenazador, frunciendo
las cejas—. No me encolerice; ¡bastante irritada estoy ya! Estoy segura de que
ha acudido usted aquí en la certeza de que le amaba y le había dado una cita de
amor… —acabó, enojada.
—Ayer —confesó cándidamente el príncipe, no poco confuso— lo temía,
pero hoy me he persuadido de que…
—¡Cómo! —exclamó Aglaya, cuyo labio inferior comenzó a temblar
repentinamente—. ¿Temía usted que yo…? ¿Se atrevía usted a pensar que…?
¡Cielos! ¿Acaso pensaba usted que al citarle le tendía un lazo para que nos
sorprendiesen aquí y nos obligaran a casarnos?
—¿No le da vergüenza, Aglaya Ivanovna? ¿Cómo ha podido germinar en
su corazón puro e inocente un pensamiento tan innoble? Apuesto a que usted
misma no cree una palabra de lo que me ha dicho y que… no se da cuenta de
sus palabras.
Aglaya permanecía con los ojos bajos, como asustada de su propio
lenguaje.
—No siento vergüenza alguna —repuso—. ¿Y por qué sabe usted que mi
corazón es inocente? Y en ese caso, ¿cómo se ha atrevido a escribirme una
carta de amor?
—¿Una carta de amor? ¡Mi carta una carta de amor! Brotó de mi corazón
en el momento más doloroso de mi vida, y no podía ser más respetuosa.
Entonces pensé en usted como en una luz, y…
—Bueno, bueno… —interrumpió la joven, bruscamente, con acento que
no era ya el de un momento antes, sino que sonaba como arrepentido y en
cierto modo como asustado.
Incluso se inclinó hacia el príncipe, trató de fijar sus ojos en él y se
propuso tocarle en el hombro para insinuarle más apremiantemente a que no se
enfadara. Añadió, bastante confusa: —Reconozco que me he servido de una expresión bastante torpe. Era
para… probarle. Dela por no dicha. Y si le he ofendido, perdóneme. No me
mire a la cara. Vuélvase, se lo ruego. Ha dicho usted que mi pensamiento era
innoble; pues bien, lo he hecho a propósito, para molestarle. A veces me asusta
lo que voy a decir y de pronto lo digo. Asegura usted que escribió aquella
carta en el momento más doloroso de su vida. Ya sé a qué momento alude
usted.
Pronunció tales palabras en voz baja, fijando otra vez la vista en el suelo.
—¡Si usted supiera!
—Lo sé todo —repuso ella con súbita fogosidad—. Sé que ha vivido usted
un mes entero al lado de esa mala mujer con la que huyó.
Al hablar así Aglaya, de roja que estaba, se había vuelto lívida. Levantóse
de improviso con movimiento que parecía maquinal y casi en seguida,
recuperando la conciencia de sí misma, volvió, a sentarse. Su labio siguió
temblando durante largo tiempo. Hubo unos instantes de silencio. El insólito
arranque de la joven dejó atónito a Michkin, que no sabía a qué atribuirlo.
—Cónstele que no le amo —declaró ella bruscamente.
Michkin no contestó. Se produjo otro silencio de un minuto.
—Amo a Gabriel Ardalionovich —dijo Aglaya con voz casi ininteligible,
inclinando aún más la cabeza.
—No es verdad —repuso Michkin, bajando también la voz.
—¿Miento, entonces? Pues es verdad; le he dicho que sí anteayer, en este
mismo banco.
—No es verdad —repitió con decisión—. Acaba usted de inventar todo
eso.
—¡No se puede ser más cortés! Pues entérese de que Gania se ha
transformado y me ama más que a su vida. Sólo para probármelo, se quemó la
mano ante mis propios ojos.
—¿Se quemó la mano?
—Sí, la mano. Si no lo cree, me tiene sin cuidado. El príncipe reflexionó
antes de contestar. Aglaya no bromeaba y parecía enfurecida.
—Si ello sucedió aquí, Gabriel Ardalionovich debió de traer una bujía. Si
no, no veo como…
—Sí; la trajo. ¿Qué hay de inverosímil en ello?
—¿Una bujía entera, o un cabo en un candelero? —Sí… no… La mitad de una bujía… un cabo. Una bujía entera… Pero
¿qué más da? Y, si quiere saberlo, le diré que también trajo cerillas. Encendió
la vela y pasó media hora con el dedo expuesto a la llama. ¿Acaso es un
imposible?
—Le he visto ayer y no tenía quemaduras en las manos.
Aglaya rompió a reír.
—¿Sabe por qué acabo de contar esa mentira? —dijo con ingenuidad
infantil, mientras una mal reprimida hilaridad hacía temblar sus labios aún—,
pues porque, cuando se inventa una historia, si se desliza en ella adrede un
detalle extraordinario, extravagante, inaudito, la mentira parece más verosímil.
Siempre lo he notado. Pero el procedimiento ha sido un fracaso, porque no he
sabido…
Recordó, y su alegría se extinguió en un momento.
—Si el otro día le recité el poema del «hidalgo pobre» —continuó,
mirando a Michkin, seria y casi sombría— fue, sin duda, para elogiar a usted
en cierto sentido; pero también para criticar su conducta y demostrarle que yo
estaba al corriente de todo.
—Es usted muy injusta conmigo y con la desgraciada a quien antes ha
calificado tan duramente, Aglaya Ivanovna.
—Me he expresado así porque lo sé todo. Sé que hace seis meses usted,
públicamente, le ofreció su mano. No me interrumpa: cito hechos, sin
comentarios. Luego ella se fue con Rogochin; después vivió usted con ella no
sé si en una ciudad o en el campo, y más tarde ella se fue con otro —y el
rostro de Aglaya se cubrió de rubor—. Más adelante, esa mujer ha vuelto con
Rogochin, que la ama como… como un loco. Finalmente usted, que es un
hombre no menos sensato, se apresuró a venir aquí cuando supo que ella había
regresado a San Petersburgo. Ayer por la tarde salió usted en defensa de esa
mujer y hace un momento estaba soñando con ella. Ya ve que lo sé todo.
¿Verdad que ha sido por ella por lo que ha venido usted a Pavlovsk?
Michkin, hundido en una melancólica meditación, fijaba los ojos en tierra,
sin reparar en la penetrante mirada que la joven clavaba en él.
—Sí, por ella —repuso en voz baja—; pero sólo para saber… No creo que
sea dichosa con Rogochin, aunque… En fin, no sabía cómo podría serle útil;
pero vine, de todos modos…
Y con un estremecimiento miró a Aglaya, que le había escuchado con
reconcentrada ira.
—Si ha vuelto sin saber por qué, es que la ama mucho —dijo ella. —No —contestó Michkin—, no la amo. ¡Si supiese usted los crueles
recuerdos que guardo de la época que pasé a su lado!
Temblaba de pies a cabeza al hablar.
—Cuéntemelo todo —ordenó Aglaya.
—No hay nada que no pueda usted oír. ¿Por qué quería contárselo a usted,
y precisamente a usted sola? No lo sé; acaso porque, en efecto, la amo a usted
mucho. Esa desgraciada tiene la convicción de que es la persona más
degenerada y vil de la Tierra. No la vilipendie usted, no la escarnezca…
¡Harto torturada está por la sensación de su deshonra inmerecida! ¿Y de qué es
culpable, Dios mío? Constantemente grita con rabia que es una víctima de los
hombres, que no tiene ninguna falta de qué acusarse, que toda la culpa ha sido
de un malvado libertino. Pero, por mucho que lo diga, tenga la certeza de que
no lo cree. No: en el fondo de su alma se juzga culpable. Cuando yo trataba de
disipar su error, se ponía en un estado tal, me ofendía de tal modo, que nunca
se cicatrizarán las heridas que entonces recibió mi corazón. Siempre
conservaré el recuerdo de esos horribles instantes. Desde entonces, tengo
traspasado el corazón. ¿Y sabe usted por qué huyó de mi lado? Sólo para
probarme que era una miserable. Pero lo más terrible de todo es que ella lo
ignoraba y no sabía que su fuga tenía el móvil íntimo de cometer una acción
deshonrosa para poder decirse luego: «Te has deshonrado una vez más. Eres
una mujer infame». Acaso no comprenda usted esto, Aglaya. No sabe usted
que en esa conciencia de su deshonra, que la atormenta sin cesar, tal vez
experimente ella un placer abominable, anómalo, algo como la satisfacción de
un rencor implacable. A veces he conseguido hacerle ver las cosas, por un
momento, tal como son, pero inmediatamente volvía a exaltarse, me colmaba
de amargos reproches, me decía que yo trataba de abrumarla bajo mi
superioridad (en lo que no tenía la menor razón) y por fin, cuando le propuse
casarnos, me repuso que no deseaba la compasión altanera de nadie ni
necesitaba que ningún hombre la elevase hasta él. Usted la vio ayer. ¿Cree que
es feliz y se encuentra en su elemento en medio de aquella gente? No sabe
usted el desarrollo mental que tiene esa mujer y lo capaz que es de comprender
las cosas. A veces incluso me ha maravillado.
—¿Solía usted dirigirle sermones por el estilo de éste?
Michkin no advirtió el acento burlón de la pregunta.
—No —repuso con melancolía—. Generalmente, guardaba silencio. A
menudo hubiese querido hablarle, pero realmente no sabía qué decirle. Ya ve
usted que en ciertos casos vale más callar. La he amado, la he amado mucho…
pero luego… luego… creo que ella adivinó…
—¿Qué adivinó? —Que yo la compadecía, pero ya no la amaba.
—¿Qué sabe usted? Acaso ella estuviera enamorada de ese propietario con
quien…
—No; lo sé todo. No hacía más que burlarse de él.
—¿Y de usted no?
—No. Reía sarcásticamente, me colmaba de violentos reproches cuando se
enfadaba… y sufría. Pero después…, ¡Oh, no me haga recordarlo!
Y Michkin escondió el rostro entre las manos.
—¿Sabe usted que me escribe todos los días?
—¿De modo que es verdad? —exclamó el príncipe, aterrado—. Me lo
habían dicho, pero yo no quería creerlo.
—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó Aglaya con sobresalto.
—Rogochin, ayer; pero sin explicarme claramente.
—¿Ayer? ¿Por la mañana? ¿O a qué hora? ¿Antes de la escena del
concierto o después?
—Después: hacia las once de la noche.
—Ya: si fue Rogochin… ¿No sabe de qué me habla esa mujer en sus
cartas?
—No me sorprenderá, sea lo que sea. Está loca.
—Aquí están —dijo Aglaya, sacando tres cartas cada una en un sobre
diferente y mostrándoselas al príncipe—. Desde hace ocho días me pide con
encarecimiento que me case con usted. Esa mujer… Sí, es inteligente, aunque
loca. Tiene usted razón al creerla más inteligente que yo. Me dice que me
quiere mucho, que a diario busca ocasión de verme, aunque sólo sea de lejos.
También asegura que usted me ama, que lo ha notado hace mucho tiempo, que
cuando vivían juntos usted le hablaba mucho de mí. Quiere verle feliz y está
segura de que yo puedo darle la felicidad. ¡Son unas cartas tan raras! No las he
enseñado a nadie; esperaba a hablar con usted. ¿Sabe lo que significan? ¿Lo ha
adivinado?
—Significan la locura y prueban que está loca —dijo Michkin, cuyos
labios comenzaron a temblar.
—¿Llora usted?
—No, Aglaya, no lloro —contestó él, mirando a la joven.
—¿Qué hago? ¿Qué me aconseja? No puedo seguir recibiendo esas cartas. —No se lo impida, se lo ruego —impetró Michkin—. ¿Qué le va usted a
hacer? ¿No ve que está loca? Haré todo lo posible por mi parte para que no
vuelva a escribirle.
—Entonces es usted un hombre sin corazón —exclamó violentamente
Aglaya—. ¿No ve que no es a mí a quien ella quiere, sino a usted? ¿Es posible
que usted, que la ha estudiado tan bien, no lo haya comprendido? ¿Sabe usted
lo que denotan estas cartas? ¡Celos! ¿Cree usted que se casará con Rogochin,
como dice aquí? ¡Se matará la mañana de nuestra boda!
El príncipe se estremeció. La sangre se heló en su corazón. Miró a Aglaya
con sorpresa, asombrado al descubrir una mujer en aquella niña.
—Dios es testigo, Aglaya, de que yo daría mi vida para asegurar el reposo
y la tranquilidad de esa mujer. Pero no puedo volver a amarla, y ella lo sabe.
—Pues sacrifíquese usted. ¡Muy propio de su carácter! ¡Un filántropo así!
Y no vuelva a decirme «Aglaya» a secas. Antes lo ha dicho también… Debe
volver con ella, volverla a la vida, devolver la calma y la tranquilidad a su
corazón. ¡Y además la ama!
—Yo no puedo sacrificarme, aunque lo haya querido antes… y quizá lo
quiera aún. Si la dejo es porque sé positivamente que conmigo estaría perdida.
Debía de haberla visitado hoy a las siete, pero ahora es posible que no vaya.
Ella, en su orgullo, no me perdonará nunca mi amor… y los dos no
conseguiríamos sino ser desgraciados ambos. Cierto que no es cosa natural,
pero en este asunto todo es contrario a la naturaleza. Dice usted que ella ama,
pero ¿acaso eso es amor? ¿Puede hablarse de amor después de lo que ha
sufrido? No; aquí hay una cosa distinta al amor.
—¡Qué pálido está usted! —comentó Aglaya con inquietud.
—No tiene importancia. He dormido poco y me siento débil. Es…, es
verdad que los dos hemos hablado de usted, Aglaya.
—¿Sí? ¿Es posible que le hablase de mí? ¿Y cómo podía usted amarme
cuando sólo me había visto una vez?
—No sé cómo. En las tinieblas en que yo me hallaba entonces soñé… o
creí ver levantarse una aurora nueva. No puedo explicarme cómo empecé a
pensar en usted al principio. No he mentido al escribirle que no lo sabía. Todo
ello no era sino un sueño en medio de circunstancias penosas. Luego estuve
ocupado… Yo no contaba volver aquí hasta dentro de tres años.
—¿Y volvió por ella? —preguntó Aglaya con voz temblorosa.
—Sí, por ella.
Durante unos minutos reinó un silencio sombrío. La joven se levantó. —Si usted cree —dijo con voz insegura— que esa… que su mujer… está
loca, no tengo por qué intervenir en sus extravagancias. Le ruego, León
Nicolaievich, que tome estas tres cartas y se las devuelva de mi parte. Y —
exclamó Aglaya de pronto— si osa volver a escribirme una sola línea, dígale
que me quejaré a mi padre y éste la hará encerrar en un correccional.
Michkin levantóse de un salto y miró con temor el rostro de la muchacha.
Parecióle que una niebla velaba sus ojos.
—¿Verdad que no siente lo que dice? —balbució.
—¡Lo siento! ¡Es la pura verdad! —vociferó Aglaya, casi fuera de sí.
—¿Qué es la verdad? ¿Qué pura verdad es ésa? —exclamó, junto a ellos,
la voz de una persona alarmada.
Y Lisaveta Prokofievna apareció ante los dos.
—¡Es verdad que me caso con Gabriel Ardalionovich! ¡Qué le quiero y
que mañana mismo huiré con él! —repuso Aglaya con violencia—. ¿Ha oído?
¿Está satisfecha de su curiosidad? ¿Le basta?
Y emprendió, corriendo, el camino de su casa. Michkin quiso alejarse pero
la generala le detuvo.
—No, padrecito; ahora no te vas. Hazme el favor de venir a casa para
explicarme… ¡Qué disgustada estoy! No he dormido en toda la noche.
Michkin la siguió.
IX
Al llegar a su casa, Lisaveta Prokofievna se dejó caer, extenuada, en un
diván del primer aposento, sin invitar siquiera a Michkin a sentarse. La
estancia donde habían penetrado era una sala grande centrada por una mesa.
Veíase una chimenea, multitud de flores ornando las ventanas y, al fondo una
puerta vidriera, que daba al jardín. Alejandra y Adelaida sobrevinieron en
seguida y viendo a Michkin con su madre, los ojos de ambas revelaron viva
sorpresa. Normalmente, estando en el campo, las hermanas solían levantarse a
las nueve; pero Aglaya había adquirido desde hacía dos o tres días la
costumbre de levantarse más temprano y pasear por el jardín, no desde luego,
a las siete, pero sí a las ocho o algo más tarde. Lisaveta Prokofievna,
desvelada aquella noche en virtud de sus preocupaciones, habíase levantado a
las ocho, pensando reunirse a su hija en el jardín. Al no encontrarla allí ni en
su alcoba, la madre, muy inquieta, despertó a sus otras dos hijas y preguntó a las sirvientas, quienes le dijeron que Aglaya había salido al parque antes de las
siete. Aquella ocurrencia de su hermana hizo asomar una sonrisa a los labios
de ambas jóvenes, quienes hicieron notar a su madre que buscar a Aglaya en el
parque provocaría un enfado de la muchacha. Sin duda se hallaba a la sazón,
con un libro en la mano, en el banco verde de que hablara tres días atrás y
respecto al cual había discutido con el príncipe Ch., quien no encontraba nada
pintoresco en el lugar donde estaba emplazado dicho banco. Lisaveta
Prokofievna quedó muy asustada cuando vio a su hija hablando con Michkin y
oyó las sofocadas palabras de Aglaya; pero, a raíz de ordenar a Michkin que la
acompañase a su casa, empezó a preguntarse si no habría obrado con alguna
precipitación. «Después de todo —se decía—, ¿por qué no puede Aglaya
encontrarse en el parque con el príncipe, e incluso citarle de antemano?».
—No creas, príncipe —dijo, airada contra sí misma—, que te he traído
aquí para someterte a un interrogatorio. Después de lo de ayer, bien hubiese
podido no desear verte en mucho tiempo…
Se interrumpió. El príncipe dijo, con calma:
—¿A no ser porque desea usted conocer el motivo de habernos
entrevistado hoy Aglaya Ivanovna y yo?
—¡Sí: lo deseo! —repuso la generala, ruborizándose repentinamente—. No
me importa hablar con franqueza, porque no ofendo ni quiero ofender a
nadie…
—Nada hay en eso de ofensivo. Su curiosidad es muy natural: es usted
madre. Aglaya Ivanovna y yo nos hemos encontrado hoy en el banco verde a
las siete en punto de la mañana. Ayer me escribió diciéndome que deseaba
verme para tratar de un asunto grave. Hemos tenido, pues, una entrevista, y
durante una hora hemos hablado de cosas que conciernen exclusivamente a
Aglaya Ivanovna, y nada más.
—Desde luego nada más, padrecito. ¡No cabe duda! —repuso la generala,
con dignidad.
—¡Admirable, príncipe! —dijo Aglaya entrando de súbito—. Usted me ha
creído incapaz de rebajarme a mentir. Se lo agradezco de todo corazón. ¿Le
basta eso, maman, o quiere continuar el interrogatorio?
—Sabes muy bien que nunca he tenido que ruborizarme de nada antes, aun
cuando ello te hubiese agradado seguramente —replicó, solemne, Lisaveta
Prokofievna—. Adiós, príncipe, y perdóname el haberte molestado. Espero
que tengas la firme certeza de mi invariable aprecio hacia ti.
Michkin se inclinó ante las mujeres y salió sin decir una palabra más.
Alejandra y Adelaida cambiaron en voz baja algunos comentarios acompañados de sonrisas. Su madre las miró severamente.
—Maman —dijo Adelaida, riendo—, nos limitábamos a observar que el
príncipe se ha retirado de un modo muy elegante. A veces me parece un
verdadero torpe; pero hoy se ha retirado como… como pudiera haberlo hecho
Eugenio Pavlovich.
—La delicadeza y la dignidad nacen del corazón, sin necesidad de
aprenderlas con maestros de baile —repuso, sentenciosa, la generala.
Y, sin hablar siquiera a Aglaya, se retiró a su aposento.
Cuando Michkin entró en su casa, a eso de las nueve, halló en la terraza a
Vera Lukianovna y a la sirvienta, quienes estaban barriendo y limpiando, cosa
no poco precisa después de la desordenada noche anterior.
—Gracias a Dios, hemos podido concluir antes de que usted llegara —dijo
Vera, jovial.
—Buenos días. Estoy un poco mareado. No he dormido nada… Voy a ver
si descabezo un sueño.
—¿En la terraza, como ayer? Bueno. Diré a todos que no le molesten. Papá
ha salido.
La criada se retiró. Vera hizo ademán de seguirla, pero luego rectificó y
acercóse al príncipe, con aire inquieto.
—Príncipe, tenga piedad de ese… desgraciado y no le ponga en la puerta
hoy. —Cierto que no. Puede continuar aquí, si le parece bien.
—No hará más locuras… No sea severo con él.
—¿Por qué había de serlo?
—Y, sobre todo, no se burle de él.
—No tema que lo haga.
Vera se ruborizó.
—Soy una tonta hablando así a un hombre como usted… ¿Sabe —agregó,
riendo y conteniendo un nuevo impulso de marcharse— que tiene usted ahora
una mirada muy clara… muy feliz?
—¿Es posible? —exclamó Michkin con animación, riendo alegremente.
Pero la joven, que era tan sencilla y franca como un niño, se sintió
repentinamente confusa, ruborizóse más y se alejó a toda prisa, sin dejar de
reír.
«¡Qué buena muchacha es!», pensó Michkin. Y a continuación la olvidó. En un ángulo de la terraza había un diván al lado de una mesita. Sentóse allí,
se tapó el rostro con las manos y permaneció diez minutos en tal posición. De
pronto, con ademán inquieto, sacó del bolsillo las tres cartas. En aquel
momento volvió a abrirse la puerta y entró Kolia. Michkin volvió a guardar las
cartas en el bolsillo, feliz de aquella distracción ocasional, que aplazaba un
momento penoso para él.
Kolia se acomodó en el diván.
—¡Qué cosas! —empezó, yendo derecho al asunto, como todos los
muchachos—. ¿Cómo juzga a Hipólito? ¿Ha dejado de estimarle?
—¿Por qué razón? Pero estoy fatigado, Kolia… Más valdrá no insistir en
un asunto tan doloroso… ¿Cómo está Hipólito?
—Está durmiendo y seguramente dormirá otras dos horas… Ya sé que no
se ha acostado usted en casa. Ha ido a pasear por el parque, sintiéndose
nervioso. ¡No era para menos!
—¿Cómo sabe que he ido a pasear al parque?
—Me lo ha dicho Vera ahora mismo. Me recomendó que le dejase
descansar, pero el deseo de verle un momento ha sido más fuerte que mi
voluntad. He pasado dos horas junto al enfermo; ahora me sustituye Kostia
Lebediev. Burdovsky se ha ido. Ea, príncipe, acuéstese; buenas…, digo, no;
buenos días. ¡Estoy trastornado!
—Claro: todo esto…
—No, príncipe: lo que me trastorna es la «Explicación» … Aquellas ideas
gigantescas.
Michkin miró afectuosamente a su joven amigo, quien sin duda sentía
deseos de discutir con él aquellas «ideas gigantescas».
—Lo menos importante en este caso son las ideas en sí mismas. Lo
principal son las circunstancias en que se han producido. De haberlas leído en
Voltaire, Rousseau o Proudhon, no me habrían extrañado absolutamente nada.
Pero que hable así un hombre que sabe positivamente que sólo le quedan diez
minutos de vida… Ello demuestra orgullo, independencia y dignidad personal
llevadas al extremo; un desafío a todo… ¡Qué colosal potencia de ánimo! Y
decir, después de eso, que Hipólito no puso, adrede, fulminante en el arma, es
una bajeza y un absurdo. Ayer, ¿sabe?, mi amigo fue muy astuto, y nos engañó
a todos: quien empaquetó sus cosas fue él y yo no le ayudé a hacer la maleta ni
vi su pistola. ¡Pero me sentí tan estupefacto oyéndole hablar así! Vera dice que
usted consiente en que se quede con nosotros. Le juro que ya no hay que
temer. Además todos estamos a su lado…
—¿Quién le ha velado esta noche? —Burdovsky, Kostia, Lebediev y yo, por turno. Keller estuvo también un
momento, pero luego se fue con Lebediev, porque no había cama para él en el
cuarto donde estábamos. Ferdychenko durmió en las habitaciones de Lebediev
y se fue a las siete. Mi padre permaneció también con Lebediev, pero ahora ha
salido. Acaso Lebediev venga a verle, príncipe. Le buscaba hace un momento,
no sé para qué: ha preguntado dos veces si había regresado usted ya. ¿Le digo
que pase, o quiere usted descansar? Yo voy a acostarme. ¡Ah, otra cosa! Mi
padre me ha extrañado mucho esta mañana. A las seis me despertó Burdovsky,
a quien yo debía sustituir en el turno. Salí un momento y encontré a mi padre,
tan beodo que no me reconoció de momento. Pasó un rato mudo como un
poste y al fin, recobrándose algo, me preguntó: «¿Cómo está el enfermo?
Venía a enterarme…» Le satisfice. «Está bien —dijo—, pero sobre todo he
venido a advertirte (y me he levantado expresamente para ello) que tengo
motivos para creer que no se debe hablar de todo ante Ferdychenko y que hay
que tener cuidado con la lengua». ¿Comprende usted, príncipe?
—¿Es posible? Pero en fin, ¿qué nos importa?
—No nos importa, ¿pero somos masones para andar con esos sigilos?… A
mí me sorprendió que mi padre quisiera despertarme sólo para tal cosa.
—¿Dice usted que Ferdychenko se ha marchado?
—A las siete. Vino un momento a mi lado, cuando yo estaba de turno con
Hipólito, y me dijo que iba a terminar la noche en casa de Vilkin, un famoso
borracho. Me voy… Mire: ahí está Lukian Timofeivich. Váyase, Lukian
Timofeivich; el príncipe quiere dormir.
Lebediev, al entrar, saludó con grave compostura.
—Sólo estaré un momento, respetado príncipe. Vengo para tratar un asunto
que considero importante —dijo a media voz con afectado tono.
Acababa de llegar y no había tenido tiempo de entrar en sus habitaciones,
por lo cual conservaba su sombrero en la mano. En su fisonomía, preocupada,
se advertía una acentuada expresión de dignidad. Michkin le invitó a sentarse.
—Ha preguntado usted dos veces por mí, ¿no? ¿Está inquieto por lo de
ayer?
—¿Quiere usted decir por ese mozo de ayer? No; ayer mis ideas estaban en
desorden, pero hoy no me propongo «contrecarrar» a usted en ninguno de sus
propósitos.
—¿Contre…? ¿Qué?
—«Contrecarrar», he dicho. Es una palabra francesa de tantas como han
entrado en la composición de la lengua rusa. Pero no insisto en ella, si le
desagrada. —¿Cómo está usted tan serio, Lebediev? —preguntó Michkin, sonriendo.
—Nicolás Ardalionovich —dijo Lebediev, dirigiéndose a Kolia con voz
casi conmovida—, siendo así que debo hablar al príncipe de un asunto muy
personal, que…
—¡Claro, claro: estorbo! Hasta luego, príncipe —dijo Kolia.
—Me gusta este muchacho porque tiene comprensión rápida —contestó
Lebediev, siguiéndole con la vista—. Por inoportuno que sea, es un chico de
viva inteligencia. Respetado príncipe: he sufrido una desgracia extraordinaria
anoche o esta mañana… No sé cuándo a punto fijo.
—¿Qué le ha pasado?
—He perdido cuatrocientos rublos que llevaba en el bolsillo de la levita.
—¿Cuatrocientos rublos? Es lamentable.
—Sobre todo para un hombre pobre que vive honradamente de su trabajo.
—Sin duda, sin duda… ¿Y cómo ha sido?
—Por culpa del vino. Le hablo como a la Providencia, estimadísimo
príncipe. Ayer, a las cinco de la tarde, recibí de un deudor la suma de
cuatrocientos rublos y volví aquí en ferrocarril. Yo llevaba la cartera en el
bolsillo del uniforme. Cuando cambié éste por el traje de casa, me eché el
dinero al bolsillo de la levita, esperando, por la noche… Porque yo esperaba a
mi agente de negocios.
—A propósito, Lukian Timofeivich: ¿es cierto que ha puesto usted un
anuncio en los periódicos diciendo que presta dinero con garantía de objetos
de oro o plata?
—Lo he hecho por intermedio de un agente de negocios. El anuncio no
menciona mi nombre. Siendo así que poseo un capitalito sin importancia y
deseando aumentar los ingresos de mi familia… Usted convendrá que un
interés honrado…
—Sí, sí; no era más que por saberlo. Perdone la interrupción.
—Mi agente de negocios faltó a la cita. En esto apareció ese desgraciado
joven. Yo acababa de cenar y estaba regularmente bebido. Llegaron los
visitantes; se bebió té y… para desgracia mía, me excedí un poco. Cuando
vino ese Keller y dijo que usted deseaba celebrar su cumpleaños ofreciendo
champaña, entonces, querido y muy estimado príncipe, yo que tengo el
corazón, no ya sensible, pero sí agradecido (seguramente lo habrá notado
usted, porque lo merezco), y que me enorgullezco de esa cualidad, creí que en
una circunstancia tan solemne no debía vestir mi levita vieja, y que, para
felicitarle personalmente, era mejor vestirme el uniforme que me había quitado al llegar a casa. Y así lo hice, como usted vería, príncipe, puesto que
estuve de uniforme toda la velada. Al ponérmelo olvidé la cartera en mi levita
vieja. Dios ciega al que quiere perder… Esta mañana, a las siete y media, me
desperté inquieto: salté de la cama y busqué en la levita. ¡El bolsillo estaba
vacío!
—Es desagradable.
—Desagradable: no puede decirse mejor. Ha encontrado usted con
verdadero tacto la palabra adecuada —repuso Lebediev, con cierta intención.
—Sin embargo, ¿cómo…? —murmuró el príncipe, realmente
impresionado y pensativo—. Porque eso, en verdad, es cosa seria…
—Cierto, príncipe, seria. Ha encontrado usted la palabra justa para
caracterizar…
—Vamos, Lukian Timofeivich déjese de eso. ¿Qué importan las palabras?
Lo esencial es otra cosa. ¿Cree usted haber podido, en su embriaguez, dejar
caer la cartera del bolsillo?
—Sí. En estado de embriaguez, como usted dice francamente, es posible
todo, respetado príncipe. Pero fíjese en esto: de haber dejado caer la cartera, se
habría encontrado en el suelo. ¿Dónde está?
—¿No la habrá guardado en algún cajón?
—Todo ha sido examinado de arriba abajo; pero no guardé la cartera en
ningún sitio, ni abrí cajón alguno. Lo recuerdo muy bien.
—¿Y el armario…?
—Es lo primero que miré. Y he vuelto a mirar varias veces en el día. Pero,
¿cómo podría habérseme ocurrido guardar la cartera allí, apreciadísimo
príncipe?
—Me inquieta el caso, Lebediev. ¿De modo que ha habido alguien que ha
cogido la cartera del suelo?
—¡O de mi bolsillo! Sólo cabe una de estas dos suposiciones.
—¿Quién puede ser el culpable? Porque esa es la cuestión.
—Ésa es, sin duda. Encuentra usted las palabras y conceptos justos con
una precisión admirable, excelentísimo príncipe. Imposible concretar más
claramente la situación.
—Déjese de burlas, Lebediev. Aquí, la casa…
—¡Burlas! —protestó el funcionario, golpeándose las manos.
—Ea, ea, no me enfado por eso. Pero aquí la cuestión es otra. Lo siento por los visitantes. ¿De quién sospecha usted?
—La cuestión es delicada y muy compleja. No puedo sospechar de la
criada, que estaba en la cocina… de mis hijos tampoco…
—¡No faltaría más!
—De modo que ha sido uno de los visitantes.
—¿Es posible?
—Es sobradamente imposible, imposibilísimo; pero no puede ser de otro
modo. No obstante, quiero admitir, y admito, que el robo no ha sido cometido
por la noche cuando nos hallábamos todos reunidos, sino más tarde, o esta
mañana, por uno de los que quedaron en casa.
—¡Dios mío!
—Dejo fuera de dudas a Burdovsky y a Nicolás Ardalionovich, a causa de
que no entraron en mi pabellón.
—¡Y aun cuando hubiesen entrado! ¿Quién más estuvo allí?
—Incluyéndome, somos cuatro los que hemos pasado la noche en
habitaciones contiguas: el general, Keller, el señor Ferdychenko y yo. Por
consecuencia hemos sido uno de los cuatro.
—Querrá decir de los tres. Pero ¿cuál?
—Me he contado yo, para ser justo y no omitir a nadie; pero convendrá,
príncipe, que no iba a robarme a mí mismo, aunque se han dado casos…
—¡Qué pesado es usted, Lebediev! —interrumpió Michkin, con
impaciencia—. ¡Al grano y déjese de rodeos!
—Quedan, pues, tres, y el primero de todos Keller, hombre de poca
confianza, aficionado a la bebida y liberal en ciertos aspectos. Quiero decir en
lo que concierne a la bolsa, porque en las otras cosas tiene más bien las
tendencias de un caballero de la Edad Media que las de un liberal. Primero se
instaló en la habitación del enfermo y sólo a una hora muy avanzada de la
noche se trasladó a mi pabellón, so pretexto de que no podía dormir en el
suelo.
—¿Sospechó de él?
—Sí. A las siete y media, después de saltar de la cama como un loco y de
haberme golpeado la frente con las manos, desperté al general, que dormía con
el sueño de los justos. Teniendo en cuenta la extraña desaparición de
Ferdychenko, hecho que me pareció bastante raro, resolvimos los dos registrar
en el acto las ropas de Keller, que a la sazón dormía como… bueno, roncando
mucho… Registramos sus bolsillos con el mayor cuidado: no tenía ni un kopec y el forro no estaba roto. Todo lo que vimos sobre sus ropas fueron un
pañuelo de algodón azul a cuadros, en mal estado, una carta de amor de una
cocinera pidiéndole dinero y dirigiéndole amenazas, y algunos fragmentos del
artículo que usted conoce. El general le consideró inocente. Para cercioramos,
le despertamos (lo que nos costó zarandearle con violencia) y apenas
comprendió de qué se trataba. Nos miró con la boca muy abierta, con la
inocencia pintada en su rostro de beodo. Parecía la estupidez personificada.
No, no ha sido él.
El príncipe exhaló un suspiro de alivio.
—Me alegro. Temía que…
—¿Temía? ¿Tenía, pues, motivos para temer? —preguntó Lebediev,
parpadeando.
—No; he hablado sin pensar lo que decía —contestó Michkin, confuso—.
Acabo de decir una tremenda estupidez. Le ruego, Lebediev, que no lo repita a
nadie.
—¡Príncipe, príncipe! Sus palabras permanecerán en mí como en un pozo.
¡Cómo en un sepulcro! —dijo Lebediev con convicción, apretando el
sombrero contra su pecho.
—Entonces, ¿Ferdychenko? Quiero decir si sospecha usted de
Ferdychenko.
—¿De quien otro si no? —repuso el empleado en voz baja, mirando
fijamente a Michkin.
—Sí, claro… naturalmente… Sólo queda él. Pero ¿tiene usted pruebas?
—Las tengo. Primero, su desaparición a las siete de la mañana.
—Lo sé. Kolia me ha dicho que Ferdychenko anunció su propósito de
terminar la noche en casa de… Uno de sus amigos: he olvidado el nombre.
—Vilkin. ¿Así que Kolia le ha hablado ya?
—No me ha dicho nada del robo.
—No lo sabe, porque hasta ahora he conservado el secreto. Así, pues,
Ferdychenko se va a casa de Vilkin, lo que a primera vista no tiene nada de
extraño. ¿Qué hay de particular en que un beodo busque a uno de sus
congéneres aunque sea a primera hora de la mañana? Pero ya aquí se insinúa
una pista: al marcharse, deja su dirección. ¿Por qué va adrede a buscar a
Nicolás Ardalionovich, que estaba en la otra casa, y le dice que se propone
terminar la noche con Vilkin? ¿Qué interés puede tener para nadie saber que
Ferdychenko va a dirigirse a casa de Vilkin? ¿A qué viene noticia semejante?
En esto hay una astucia, una astucia de ladrón. Da a entender que, puesto que dice dónde se marcha, ¿cómo acusarle de robo? ¿Diría un ratero adónde se va?
En resumen, eso parece un exceso de precaución, un modo de alejar las
sospechas, de borrar sus huellas en la arena. ¿Me comprende, querido
príncipe?
—Le comprendo muy bien; pero en todo esto no hay nada acreditativo.
—Segunda prueba: la pista resulta falsa e inexacta la dirección. Una hora
después, a las ocho, he ido a llamar a casa de Vilkin. Vive en la calle Quinta;
le conozco. No ha visto a Ferdychenko ni por asomo. En realidad, la criada,
que es sorda y apenas me entendía, me ha informado, bien o mal, de que una
hora antes estuvieron llamando a la puerta, y con tanta fuerza que rompieron el
cordón de la campanilla. Pero la criada no abrió, por no despertar al señor
Vilkin, y acaso por no abandonar ella la cama. Esto es.
—¿Y esas son sus pruebas? No tiene usted ninguna.
—Entonces, príncipe, ¿de quién puedo sospechar? —dijo Lebediev,
confidencial, con una sonrisa astuta en los labios.
Michkin, perplejo, reflexionó durante algunos minutos, y dijo:
—Debe usted buscar mejor en los cajones y armarios.
—¡Lo he mirado todo! —gimió Lebediev.
—Hum… ¿por qué se quitó la levita? —exclamó Michkin, airado,
descargando un puñetazo en la mesa.
—Recuerdo un personaje de comedia que hace la misma pregunta. Pero
observo, bondadoso príncipe, que toma usted la desgracia demasiado a pecho.
No vale la pena. Quiero decir que no valdría la pena si sólo se tratase de mí.
Pero ¿tiene usted también compasión del culpable, de ese tan poco interesante
señor Ferdychenko?
—Sí, sí. La verdad es que me ha disgustado usted —repuso Michkin,
descontento—. ¿Qué piensa hacer… si está persuadido de que el culpable es
Ferdychenko?
—¿Quién podría ser si no, estimado príncipe? —contestó Lebediev, cada
vez más untuoso—. No se puede sospechar de otra persona, y esa
imposibilidad absoluta constituye, por decirlo así, un tercer cargo o prueba
contra Ferdychenko. Porque, lo repito, de no ser él, ¿quién pudo ser? A menos
que sospechásemos de Burdovsky. ¡Je, je, je!
—Es absurdo.
—O del general. ¡Ja, ja, ja!
—¡Qué ocurrencia! —dijo Michkin, irritado, moviéndose con desasosiegoen el diván.
—Claro que sí. Me da risa. ¡Hacer eso el general! Antes hemos ido juntos
a buscar a Ferdychenko. Y debo decirle que el general quedó tan impresionado
como yo cuando le desperté al observar la desaparición de mi cartera. Le vi
cambiar de expresión, ruborizarse, palidecer, y al fin manifestar una noble
indignación cuya violencia me dejó asombrado. ¡Ese hombre rebosa nobleza!
Miente sin cesar, a pesar suyo, pero está dotado de los más elevados
sentimientos y, además, es tan poco inteligente que su inocencia salta a la
vista. Le repito, respetado príncipe, que no sólo tengo cierta debilidad por él,
sino incluso cariño. Figúrese que se para en medio de la calle y,
desabrochándose la levita, se descubre el pecho y me dice: «Regístrame.
Puesto que has registrado a Keller, la justicia exige que me registres a mí».
Sus miembros temblaban y su rostro tenía una palidez espantosa. «Escucha,
general —le contesté, riendo—, si otro me dijera eso de ti, con mis propias
manos me cortaría la cabeza y la pondría en una bandeja para presentarla a
todos los desconfiados, diciéndoles: «¿Veis esta cabeza? Pues bien, respondo
con ella del general». Al oír estas palabras se deshizo en lágrimas, me abrazó,
todo ello en plena calle, y me estrechó contra su pecho casi hasta ahogarme.
«Eres el único amigo que me queda en mi desgracia», dijo. Es hombre muy
sensible. Por el camino, desde luego, me contó una anécdota adecuada a las
circunstancias, diciéndome que en su juventud había sido objeto de sospechas
con motivo de un robo de quinientos mil rublos. Al día siguiente se declaró un
incendio en casa del conde que sospechaba de él, y él salvó del fuego al conde
y a su hija, Nina Alejandrovna, entonces joven y soltera. Y de ese modo acabó
casándose con Nina Alejandrovna. Veinticuatro horas después, se descubrió
entre los escombros de la casa incendiada la caja de acero, de fabricación
inglesa, que contenía los quinientos mil rublos. La caja se había deslizado a
través del suelo sin que nadie lo notase y, de no ser por el incendio, aún
permanecería allí. No hay una sola palabra de verdad en toda la historia; pero
el caso es que hablando de Nina Alejandrovna, el general se puso a lloriquear.
Y Nina Alejandrovna es señora muy estimable, a pesar de que no me mire con
buenos ojos.
—¿No la conoce usted?
—Apenas. Y eso que desearía conocerla, aunque sólo fuese para
justificarme ante ella. Nina Alejandrovna me acusa de pervertir a su marido y
de tener la culpa de que beba. Pero en vez de pervertirle ejerzo sobre él una
influencia saludable, impidiéndole frecuentar amistades peligrosas. Además,
es muy amigo mío y yo le acompaño a dondequiera que va, pues estoy
persuadido de que sólo con sensibilidad se puede obrar sobre él. Ahora ha
cesado completamente de visitar a su amiga, la viuda del capitán, aun cuando
en el fondo sigue amándola y a veces se duele de su separación. Por la mañana, al ponerse las botas, es, no sé por qué, cuando piensa en esa mujer
con más melancolía. La desdicha es que no tiene dinero. Le es imposible
presentarse en su casa con las manos vacías. ¿No le ha pedido dinero,
estimado príncipe?
—No, no me lo ha pedido.
—No se atreve. No le faltan las ganas, y hasta me ha dicho que pensaba
dirigirse a usted; pero vacila, porque dice que le ha prestado usted algo no
hace mucho tiempo y que espera una negativa por su parte. Me lo ha dicho en
confianza.
—Y usted, ¿no le da dinero?
—¡Príncipe, respetado príncipe! No dinero, sino incluso la vida daría yo
por ese hombre… No quiero exagerar: no daría la vida, pero sí consentiría en
padecer una fiebre, un ataque o un reuma si ello fuese absolutamente necesario
para su bien, porque le considero un gran hombre, aunque caído. ¡No sólo
dinero: cualquier cosa le daría!
—Entonces, ¿se lo da?
—No… No se lo he dado; pero él sabe bien que lo hago por su bien, por su
propio interés. Ahora va a acompañarme a San Petersburgo, donde sé
positivamente que se halla Ferdychenko. Esta persecución apasiona al general,
pero estoy convencido de que en cuanto lleguemos correrá en busca de su
amada… Por mi parte procuraré no retenerle. Para estar más seguros de
atrapar a Ferdychenko, hemos convenido que nos separemos al llegar a la
ciudad y cada uno la recorrerá por un lado. Dejaré, pues, partir a Su
Excelencia, y en seguida iré a buscarle a casa de su amante a fin de afearle la
conducta que observa tanto como padre de familia cuanto como hombre en
general…
—¡No arme escándalos, por amor de Dios, Lebediev! —dijo Michkin, con
inquietud.
—No. No quiero más que dejarle confuso y ver la cara que pone. De la
expresión del rostro se pueden deducir muchas cosas, ilustre príncipe, y con
más motivo en un hombre como él. Por grande que sea mi disgusto presente,
no renuncio a pensar en mi amigo y en el modo de reformar sus costumbres.
He de pedirle un gran favor, apreciadísimo príncipe: confieso que por ello más
que por nada he entrado a molestarle. Usted conoce a la familia Ivolguin, y
hasta ha vivido en su casa. Si usted consintiera, excelentísimo príncipe, en
acudir en mi ayuda, en interés del propio general, por su bien…
Y Lebediev juntó las manos.
—¿Qué ayuda espera usted de mí? Tenga la certeza de que ardo en deseos de comprenderle bien, Lebediev.
—Precisamente porque tengo esa convicción he venido a importunarle.
Podríamos obrar por intermedio de Nina Alejandrovna, y así cabría vigilar a
Su Excelencia en el seno de su propia familia. Desgraciadamente, yo no estoy
en relación… Además, Nicolás Ardalionovich, que le adora con todo el
entusiasmo de su juvenil corazón, podría ayudar…
—No lo quiera Dios… ¡Mezclar a Nina Alejandrovna en este asunto! Y a
Kolia tampoco. Además, acaso no le haya comprendido bien, todavía,
Lebediev.
—¡Pero si no hay nada que comprender! —repuso Lebediev, dando
literalmente un salto en su silla—. Sensibilidad y ternura, y nada más… Ése es
el remedio que necesita el enfermo. ¿Me permite usted, príncipe, considerarle
como un enfermo?
—Ello demuestra que es usted hombre delicado y de corazón.
—Le aclararé mi pensamiento con un ejemplo que, para mejor
comprensión, tomaré de la realidad. Ya sabe qué hombre es el general: ahora
su único disgusto consiste en que, sin llevarle dinero, no puede ver a la mujer
por quien se interesa. Y me propongo sorprenderle en casa de esa mujer… por
su bien. Pero, suponiendo que aquí no se tratase solamente de sus relaciones
con la viuda del capitán, e imaginando que él hubiera cometido un verdadero
delito, o al menos una falta contraria a su honor (de lo que le juzgo
absolutamente incapaz), aun en ese caso, repito, sólo procediendo con él con
lo que yo llamaría una generosa ternura, se lograría saberlo todo, ya que es
hombre muy sensible. Antes de cinco días, créame, se traicionará, se deshará
en lágrimas y confesará de plano… sobre todo si se obra con una mezcla de
nobleza y de habilidad, si la vigilancia de su familia y la de usted se ejercen,
digamos, sobre cada uno de sus pasos. ¡Por Dios, bondadoso príncipe —
exclamó con calor Lebediev—, yo no afirmo positivamente que él haya…!
¡Cómo he dicho antes, estoy dispuesto a verter ahora mismo toda mi sangre
por él! Pero convendrá usted que el desorden, la embriaguez, la viuda del
capitán… todo eso, reunido, puede conducir muy lejos al general.
Michkin se incorporó.
—Con un objeto así estoy dispuesto, desde luego, a unir mis esfuerzos a
los suyos; pero le confieso, Lebediev, que experimento una perplejidad
tremenda… Dígame: ¿cree de verdad…? En una palabra, ¿no me ha dicho
usted mismo que sospechaba de Ferdychenko?
El funcionario volvió a juntar las manos.
—¿De quién puedo sospechar, si no? ¿De quién, sincero príncipe? — replicó, con almibarada sonrisa. Michkin arrugó el entrecejo.
—Un error aquí, Lukian Timofievich, sería terrible. Ese Ferdychenko…
No quiero hablar mal de él, pero ese Ferdychenko… ¿Quién sabe? Acaso él…
Quiero decir que acaso fuera más capaz de eso que… otro.
Lebediev abrió los ojos y aguzó los oídos. Michkin, con el entrecejo cada
vez más arrugado, comenzó a pasear de un lado a otro de la terraza, evitando
la mirada de su interlocutor.
—Mire —dijo, con creciente turbación—, se me ha dicho que el señor
Ferdychenko era hombre ante el que acaso no conviniese hablar mucho, al que
no estuviera de más vigilar… ¿Comprende? Se lo digo para hacerle notar que
acaso pueda ser más capaz que otro… para que no surjan confusiones. Porque
lo esencial es esto, ¿entiende?
—¿Quién le ha dicho eso acerca de Ferdychenko? —preguntó Lebediev
con viveza.
—Se me ha confiado en secreto… pero no lo creo. Me disgusta verme en
la precisión de decírselo, y le aseguro que personalmente lo juzgo absurdo y
no lo creo. ¡Qué tontería he cometido!
—Escuche, príncipe —repuso Lebediev, muy agitado—: aquí lo
importante no es la noticia concerniente a Ferdychenko, aunque sea
importante de por sí. Lo esencial es conocer cómo ha llegado a oídos de usted.
Mientras hablaba, Lebediev corría tras el príncipe, se esforzaba en
alcanzarle y en cerrarle el paso. Continuó:
—Ahora, príncipe, escuche una cosa, más. Cuando he ido a casa de Vilkin
con el general, éste, después de contarme la anécdota del incendio, me insinuó,
con voz, naturalmente, llena de indignación, que Ferdychenko era hombre de
quien no cabía fiarse. Pero las palabras de mi amigo resultaban tan poco
concordes, que no puede dejar de hacerle ciertas preguntas contra mi propio
deseo. Y las respuestas me demostraron que todo ello era invención de Su
Excelencia. En todo caso, hasta eso acredita su buen natural, ya que sus
mentiras nacen de que no sabe refrenar su emoción. Ahora bien, si mentía, de
lo que estoy seguro, ¿cómo ha llegado lo mismo a conocimiento de usted?
Comprenda, príncipe, que el general inventó esa historia bajo la inspiración
del momento. Por lo tanto, ¿cómo puede usted saberla? Eso es lo importante,
lo importantísimo y, por decirlo así…
—Acaba de decírmelo Kolia, quien lo oyó a su padre, al que encontró en el
vestíbulo entre seis y siete, en ocasión de que el muchacho había salido no sé a
qué…
Y Michkin lo relató detalladamente todo. —¡Eso es lo que se llama una pista! —exclamó Lebediev, frotándose las
manos y riendo con una risita silenciosa—. ¡Lo que yo pensaba! Eso significa
que el general ha interrumpido a las seis su beatífico sueño, expresamente para
despertar a su hijo y advertirle del extraordinario peligro que representaba la
compañía del señor Ferdychenko. ¡Claro! ¡Su Excelencia precisa que
Ferdychenko sea hombre peligroso! ¡Qué paternal solicitud la del general!
—Escuche, Lebediev —dijo Michkin, turbadísimo—, escuche: proceda sin
escándalo. Se lo ruego, Lebediev; le conjuro a ello. De ser así, le ayudaré: le
doy mi palabra. Pero que nadie se entere, que nadie se entere…
—Esté seguro de ello, bondadoso y nobilísimo príncipe —contestó
Lebediev con gran exaltación—. Tenga la certeza de que todo ello quedará
sepultado en mi noble corazón. Obraremos cautelosamente y juntos. Yo daría
la última gota de mi sangre por… Excelentísimo príncipe, mi corazón y mi
alma son igualmente bajos; pero interrogue, no ya a un hombre bajo, sino a un
truhan, si prefiere tratar con truhanes o con hombres de noble corazón como
usted, y su elección no será dudosa: siempre preferirá al hombre de corazón
noble. Eso demuestra la grandeza de la virtud… Hasta luego, apreciadísimo
príncipe. Obraremos cautelosamente… cautelosamente… ¡y juntos!
X
Michkin comprendió ahora por qué había sentido un frío interior cada vez
que su mano se había posado sobre aquellas tres cartas y por qué quiso esperar
hasta la tarde para leerlas. Por la mañana, antes de decidirse a repasarlas, se
había dormido en el diván con un sueño pesado y mientras dormía, en sus
penosas visiones se le había aparecido de nuevo aquella «culpable», mirándole
con las mismas lágrimas de antaño en sus largas pestañas y llamándole a su
lado. Como anteriormente, él despertó con idéntica expresión de sufrimiento.
Pensó dirigirse en el acto a casa de ella, pero no se resolvió y al fin, casi
desesperado, tomó las cartas y comenzó a leerlas con toda atención.
Parecían también un sueño. A veces se tienen sueños raros, imposibles, en
contradicción con las leyes de la naturaleza. Al despertar se recuerda con
claridad y asombro el hecho extraño vivido en ellos. Primero se acuerda uno
de haber conservado el discernimiento durante todo aquel desfile de imágenes
fantásticas; se recuerda asimismo el haber obrado con una destreza y una
lógica extraordinarias cuando le rodeaban a uno los asesinos, cuando se
esforzaban en enmascarar sus intenciones y cuando, prestos a degollarnos a la
primera ocasión, nos prodigaban sus pruebas de amistad. Nos recordaban
también con qué ingeniosa estratagema logramos burlarlos y esquivarlos. Luego dudamos de que no conocieran nuestro ardid y pensamos que fingían
ignorar el lugar de nuestro escondite. Entonces se ha usado otra vez de la
astucia para engañar a los perseguidores. Uno recuerda todo eso perfectamente
y, sin embargo, ¿cómo pudo ser que nuestra razón aceptase todos aquellos
absurdos, aquellas inverosimilitudes notorias que llenaban el sueño? Uno de
los asesinos se transformó en mujer ante nuestros ojos, luego esa mujer se
metamorfoseó en un veneno horroroso, repugnante, y nosotros creíamos que
ello sucedía en verdad, lo aceptamos sin la menor sorpresa, mientras, a la par,
nuestra inteligencia desplegaba una potencia insólita realizando maravillas de
astucia, de penetración y de lógica. ¿Por qué pues, al despertar y tornar al
mundo real, se advierte casi siempre, y a veces con rara viveza de impresión,
que el sueño, al alejarse, se lleva con él una especie de enigma inadivinado?
La extravagancia del sueño nos impele a sonreír, y a la vez presentimos que
todo ese conjunto de absurdos contiene una idea, una idea real, perteneciente a
nuestro mundo verdadero, una cosa que existe y ha existido siempre en
nuestro corazón. Nos parece encontrar en ese sueño una profecía que
esperamos, y creemos experimentar una fuerte sensación, o alegre o lúgubre,
pero positiva, aunque no sabemos comprenderla ni volverla a vivir.
La lectura de aquellas cartas produjo en Michkin una impresión semejante.
Ya antes de dirigir sus ojos a ellas advertía que el mero hecho de que
existiesen, incluso su posibilidad, equivalían por sí solos a una pesadilla.
¿Cómo se habría decidido Nastasia Filipovna a escribir a Aglaya? Así se
preguntaba el príncipe mientras paseaba solo, durante la tarde, olvidando con
frecuencia incluso el lugar en que se encontraba. ¿Cómo habría escrito sobre
tal tema, y cómo una fantasía tan insensata pudo acudir a su cerebro? Pero el
sueño se había realizado y —lo cual sorprendía a Michkin más que todo lo
restante— mientras leía aquellos escritos él mismo creía en la posibilidad, y
hasta en la razón de ser, de aquel sueño. Tratábase, cierto, de un sueño, de una
pesadilla, de una locura, pero existía también un elemento cruelmente real,
dolorosamente justo, que autorizaba tal sueño, tal pesadilla, tal locura. Durante
varias horas consecutivas, el príncipe quedó como aniquilado por lo que había
leído. Ciertos pasajes de las cartas acudían a su mente sin cesar, y entonces los
ponderaba profundamente. Quería, a veces, decirse que había abandonado
todo aquello hacía mucho, e incluso le parecía haber leído semejantes escritos
largo tiempo atrás. Era como si todos los sufrimientos, temores y angustias
experimentados desde entonces tuviesen su origen en aquellas cartas leídas
antaño, imaginariamente, por él.
«Cuando abra usted este pliego —comenzaba la primera carta— mire
primero la firma. Ella se lo dirá todo, le explicará todo. Es inútil, pues, que me
justifique ante usted y que le dé explicaciones. Si en el más remoto sentido
ambas fuésemos iguales, podría usted encontrar un insulto en mi audacia; pero
¿quién soy yo y quién es usted? Somos verdaderos antípodas y la distancia entre ambas es tal, que yo no podría ofenderle, aunque quisiera».
En otro lugar, Nastasia Filipovna decía:
«No vea en mis palabras la exaltación morbosa de un espíritu enfermo, si
le digo que yo la considero como una perfección. La he visto y la veo todos
los días. No la juzgo: no es el raciocinio el que me ha llevado a considerarla
una perfección. Éste, para mí, es sencillamente un artículo de fe. Pero yo obro
mal con usted en un sentido: la quiero. La perfección no puede amarse, sino
sólo admirarla, ¿verdad? Y, sin embargo, estoy prendada de usted. Aun cuando
el amor iguala a los hombres, le niego que no tema: no la rebajo hasta mí, ni
aun en lo más íntimo de mi pensamiento. He escrito: «no tema». ¿Acaso puede
usted temer? Si ello fuera posible, yo besaría el suelo que pisan sus pies. ¡No,
no quiero igualarme a usted! ¡Mire, mire la firma; mírela pronto!».
«Observo, sin embargo (escribía en otra carta), que aun cuando uno el
nombre de usted al de él, ni una sola vez le pregunto si usted le ama, en
cambio, se enamoró de usted en cuanto la vio. Pensaba en usted como en una
«luz». Tal fue la expresión textual que oí de sus propios labios. Pero tampoco
necesitaba sus palabras para saber que era usted su luz. He vivido un mes a su
lado y he comprendido entonces que usted le amaba también. Los dos han sido
hechos el uno para el otro».
«¿Es posible? (decía luego). Pasé ayer junto a usted y me pareció que se
ruborizaba. No, no es posible: debo de haberlo imaginado. Aun cuando se la
condujera al más infame de los lugares y se le mostrasen los más viles vicios,
usted no tendría por qué sonrojarse: está por encima de toda afrenta. Puede
usted odiar a los hombres bajos y cobardes, pero sólo por las ofensas que
causen a los otros, ya que a usted no puede alcanzarle ninguna. ¿Sabe que yo
creo que usted debía quererme también a mí? Usted es para mí lo que para él:
un ángel de luz. Y un ángel no puede odiar, ni amar siquiera. Me he
preguntado a menudo si es posible amar a todos nuestros prójimos. Pero es
evidente que no se puede, que ello es incluso antinatural. El amor abstracto de
la humanidad se resuelve casi siempre en egoísmo. Pero lo que para nosotros
es imposible no lo es para usted. ¿Cómo podría usted dejar de amar fuese a
quien fuere, cuando se mueve usted en una región inaccesible a toda ofensa, a
toda irritación personal? Sólo usted puede amar sin egoísmo; sólo usted puede,
al amar, prescindir de sí misma y no pensar sino en aquel a quien ama. ¡Qué
doloroso me sería saber que usted sentía vergüenza y enojo al recibir mis
cartas! Ello resultaría ruinoso para usted misma, porque se pondría, al hacerlo,
a igual nivel que yo».
«Ayer, después de verla, volví a casa e imaginé una escena pictórica. Los
pintores representan siempre a Cristo en alguna escena evangélica; pero yo no
la representaría así. En el cuadro que imaginé, Él estaría solo (hay que tener en cuenta que sus discípulos se separaban de él a veces). A su lado sólo pondría
un niñito. El niño ha ido a jugar junto a Jesús, o bien a contarle alguna cosa,
con la inocencia de su edad. Cristo, después de escucharle, ha quedado
meditabundo, olvidando la mano sobre la cabecita del pequeño. Mira al
horizonte lejano, en sus ojos se adivina un pensamiento grande como el
mundo y su rostro está triste. El niño, dejando de hablar, se ha acodado en las
rodillas de Jesús, apoyando la mejilla en la mano y mirando fijamente a Cristo
con ese aire pensativo que se ve en los niños algunas veces. El sol se pone…
Tal sería mi cuadro. Usted es inocente y toda su perfección consiste en su
inocencia. ¡No recuerde más que esto! ¿Qué le importa mi cariño por usted?
Usted será mía para siempre. Toda mi vida estará usted a mi lado… Y moriré
muy pronto».
En la última carta se leían las siguientes palabras:
«No piense nada de mí, por amor de Dios. No crea que me humillo por
escribirle así, o que soy de esos seres que encuentran placer en el rebajamiento
y hasta se rebajan por orgullo. No, yo tengo también mis consuelos, si bien me
sería difícil explicárselos. Casi no comprendo yo misma cuáles son. Pero sé
que no me puedo humillar, ni aun por orgullo. Y soy incapaz de sentir la
humildad de un corazón puro. Por consecuencia, no me humillo en nada.
»¿Por qué quiero unirlos a los dos? ¿Por usted o por mí? Por mí, desde
luego. Todas mis dificultades quedarían resueltas así; hace tiempo que lo he
pensado… Sé que hace meses su hermana Adelaida, viendo mi retrato, dijo
que una belleza tal podía revolucionar el mundo. Pero he renunciado al
mundo. Le parecerá absurdo que escriba tales palabras… yo, a quien siempre
ha visto cubierta de encajes y diamantes, rodeada de una reunión de truhanes y
beodos. No pongo atención en eso. Yo no existo ya, y lo sé. ¡Dios sabe quién
habita mi cuerpo en vez de mi verdadera personalidad! Y leo esa certeza en la
mirada de dos ojos, de dos ojos terribles que me espían sin cesar incluso
cuando el semblante a que pertenecen no se halla ante mí. En este momento
esos ojos callan (¡callan siempre!), pero yo conozco su decreto. La casa de ese
hombre es sombría, lúgubre y encierra un misterio entre sus muros. Estoy
segura de que él guarda en alguna parte una navaja de afeitar envuelta en seda
como ese célebre asesino de Moscú, que también vivía con su madre y había
envuelto en seda una navaja de afeitar con la que se proponía degollar a unas
personas. Siempre que estoy en casa de este hombre pienso que debajo del
pavimento debe de haber un cadáver, acaso escondido allí por su padre, como
en el caso del asesino de Moscú, me figuro que ese cadáver debe estar
envuelto en un hule y, también, rodeado de frascos de líquido «Chadanov» …
¡Casi podría mostrarle el lugar en que yace el cadáver! Este hombre no dice
nada, pero sé que dado lo que me ama, es imprescindible que me odie. El
casamiento de usted y el nuestro se celebrarán a la vez. Así lo hemos convenido él y yo. No tengo secretos para él, pero con gusto le mataría. ¡Me
inspira tanto temor! Pero antes me habrá matado él. Hace poco, hablándole
así, se ha puesto a reír y me ha dicho que yo deliraba. Sabe que le escribo…»
Idénticas expresiones delirantes aparecían en otros párrafos de las cartas.
La segunda de ellas, muy clara, cubría dos pliegos de papel de tamaño doble,
llenos de una letra muy fina.
Michkin salió del parque después de haber errado largo rato por él, como
la víspera. La noche, clara y transparente, le pareció aún más clara que de
costumbre. «¿Es posible que sea tan temprano?». Se había olvidado de sacar el
reloj. Percibió los sonidos de una música lejana. «Está tocando la banda. Ellas
no deben de haber acudido hoy al concierto». Mientras formulaba ese
pensamiento se dio cuenta de que se hallaba muy cerca de la casa del general
Epanchin. Sabía de antemano que acabaría dirigiéndose a ella. Entonces subió
a la terraza. Le desfallecía el corazón. No había nadie. Aguardó un momento y
luego abrió la puerta de la sala. «Nunca cierran esta puerta», pensó. La sala
estaba vacía y obscura. De pronto se abrió otra puerta y entró Alejandra
Ivanovna, con una bujía en la mano. Al distinguir al visitante, la joven se
detuvo y le miró, sorprendida. Era notorio que atravesaba la habitación para
dirigirse a otra y no esperaba hallar a nadie en aquel lugar.
—¿Cómo es que está usted aquí? —preguntó al fin.
—Pasaba junto a la puerta… y he entrado.
—Maman no se siente bien y Aglaya tampoco. Adelaida se ha ido a
acostar y yo voy a hacer lo mismo. Hemos pasado la velada solas. Papá y el
príncipe están en San Petersburgo.
—He tenido… he venido… porque…
—¿Sabe qué hora es?
—No.
—Las doce y media. A esta hora siempre solemos estar acostados. —¡Ah!
Yo creía que… eran las nueve y media…
Alejandra estalló en risas.
—¡Tiene gracia! Pero ¿por qué no ha venido antes? Podíamos haber estado
aguardándole y…
—Yo creía… —balbució él, iniciando la marcha.
—Hasta la vista. ¡Lo que van a reírse todos mañana cuando cuente esto!
Michkin volvió a su casa siguiendo el camino que bordeaba el parque. Sus
ideas estaban trastornadas, el corazón le latía violentamente, todas las casas asumían, en torno suyo, aspectos fantásticos. De pronto se ofreció a sus ojos la
visión que por dos veces se le apareciera en sueños. La misma mujer salió del
parque, y se detuvo en el camino ante Michkin. Se dijera que le esperaba. Él,
tembloroso, interrumpió su marcha, y ella, asiéndole la mano, se la estrechó
con fuerza. «No —pensó Michkin—, ésta no es una aparición».
Ella estaba frente a él, a solas por primera vez desde su separación, y le
hablaba. Pero él la miraba en silencio, con el corazón rebosante y dolorido.
Jamás desde entonces pudo olvidar aquel encuentro, ni nunca lo recordó sino
con infinita congoja. De pronto Nastasia Filipovna, como una demente, se
arrodilló ante Michkin, que retrocedió, espantado. La joven tomó su mano,
para besársela. Como en sueños, el príncipe vio pender dos lágrimas de las
largas pestañas de Nastasia Filipovna.
—¡Levántate, levántate! —exclamó, esforzándose en hacer que se
incorpora—. ¡Levántate en seguida!
—¿Eres feliz? ¿Feliz? —preguntó la mujer—. Dime una sola palabra:
¿Eres feliz ahora? ¿Lo eres en este instante? ¿Has estado con ella? ¿Qué te ha
dicho?
Continuaba de rodillas, sin atenderle. Las preguntas se agolpaban a sus
labios y surgían precipitadas, como si alguien la persiguiese y ella, sabiéndolo,
estuviera inquieta y ansiosa.
—Me voy mañana, como me has ordenado. No volveré a escribir más. Ésta
es la última vez que te veo… ¡La última! ¡Ésta sí que es la última vez!
—¡Cálmate y levántate! —gritó él, desesperado.
Nastasia Filipovna le cogió los brazos y le contempló con anhelo. Luego se
incorporó y alejóse a toda prisa, diciendo:
—Adiós…
Michkin vio aparecer a Rogochin de improviso, tomar el brazo de Nastasia
Filipovna y desaparecer con ella.
—Espera un momento, príncipe —instóle Parfen Semenovich—. Vuelvo
contigo antes de cinco minutos.
En efecto, cinco minutos más tarde Rogochin volvía al lugar donde
Michkin le aguardaba.
—La he dejado en el coche, que espera ahí cerca desde las diez —expuso
—. Ella sabía que tú pasarías la velada en casa de esa otra mujer. Le transmití
exactamente el contenido de la carta que me dirigiste. Nastasia Filipovna no
volverá a escribir más cartas a esa amiga tuya y, como lo deseas, mañana
mismo se irá de Pavlovsk. Ha querido verte por última vez a pesar de tus negativas de entrevistarte con ella. Te esperamos aquí, en ese banco. Así
sentíamos la seguridad de verte cuando regresaras.
—¿Y te ha traído consigo?
—¿Por qué no? —repuso Rogochin, sonriendo—. No he visto más de lo
que ya sabía. ¿Has leído sus cartas?
—¿Es posible que tú las hayas leído también? ¿Es verdad? —exclamó
Michkin, transido de espanto ante tal pensamiento.
—¡Pero si me las ha enseñado todas! ¿Has visto lo que dice de la navaja?
¡Ja, ja!
—¡Está loca! —exclamó Michkin, retorciéndose las manos.
—¿Quién sabe? Quizá no… —murmuró Rogochin en voz baja y como
para sí. El príncipe no le contestó.
—Adiós —dijo Parfen Semenovich—. También yo me voy mañana. No
me guardes rencor… —Y volviéndose bruscamente, agregó—: Amigo mío, no
has contestado a la pregunta de Nastasia Filipovna: ¿eres feliz o no?
—¡No, no, no! —exclamó Michkin, con inexpresable tristeza.
—Ya me lo figuraba —repuso Rogochin.
Y, riendo sarcásticamente, se alejó sin volver la cabeza.
****
CUARTA PARTE
I
Había transcurrido una semana desde la entrevista de Michkin y Aglaya
Ivanovna en el banco verde. Una hermosa mañana, a eso de las diez y media,
Bárbara Ardalionovna Ptitzina, que había salido para hacer determinada visita,
volvió a casa entregándose a reflexiones bastante sombrías.
Existen ciertas personas a quienes es difícil describir por completo en sus
aspectos característicos y típicos. Estas gentes son las que usualmente
llamamos «corrientes» o «la mayoría». Los más de los escritores intentan en
sus cuentos y novelas elegir y representar vívida y artísticamente tipos que
raramente se encuentran, completos, en la vida real, aun cuando sean más
reales a veces que la propia vida. Podkoliozin, por ejemplo, acaso sea exagerado como tipo pero no es del todo irreal. Hay muchas personas
inteligentes que, después de conocer a Podkoliozin gracias a Gogol, descubren
que docenas y centenares de conocidos suyos son extraordinariamente
parecidos a aquel personaje de comedia. Antes de leer a Gogol les constaba ya
que tales amigos tenían las características de Podkoliozin, sólo que no sabían
qué nombre darles. En la vida real son extremadamente escasos los novios que
huyen saltando por una ventana momentos antes de la boda, en virtud, sobre
todo, de que tal procedimiento no es un medio práctico de fugarse. Y, sin
embargo, ¡cuántos y cuántos hombres —y entre ellos muchos muy virtuosos e
inteligentes— se han sentido la víspera del día de su boda, en el fondo de su
alma, en la misma situación de ánimo de Podkoliozin! No todos los maridos
exclaman, llegado el caso: Tu l'as voulu, Georges Dandini! Pero ¡cuántos
millones y billones de veces ha surgido este grito del corazón en el interior de
infinitos maridos una vez pasada la luna de miel, y aun, en ocasiones, el día de
la boda!
Sin entrar en más hondas consideraciones, basta dejar asentado que en la
vida normal existen características típicas perfectamente susceptibles de ser
descritas en literatura, así como los Georges Dandini y los Podkoliozines
viven y se mueven ante nuestros ojos diariamente, si bien en forma menos
condensada. Y aún hemos de hacer una reserva: que un Georges Dandini en
plena perfección tal como lo ha pintado Moliere, puede existir también en la
vida real, aunque no con tanta frecuencia. Con esto concluiremos nuestras
reflexiones, que comienzan a tomar el cariz de una crítica de periódico.
¡Y, sin embargo, la cuestión persiste! ¿Qué puede hacer un autor con
gentes corrientes en absoluto, y cómo conseguir que sus lectores se interesen
por ellas? Es, por otra parte, imposible dejarlas al margen de las obras
novelescas, puesto que las personas vulgares son en cada momento los más
numerosos y esenciales eslabones en la cadena de los asuntos humanos y, por
lo tanto, si se prescinde de ellas, se quita a la narración toda apariencia de
verdad. Llenar una novela completamente con tipos y caracteres extraños e
inverosímiles la convertiría en irreal y aun en poco interesante. A nuestro
juicio, el escritor debe buscar rasgos instructivos y de interés incluso entre las
personas más comunes. Cuando, por ejemplo, la verdadera naturaleza de
ciertas personas vulgares consiste en su perpetua e invariable vulgaridad, o,
mejor aún, cuando, a pesar de sus vigorosos esfuerzos para escapar a la
vulgaridad y a la rutina diaria, permanecen siempre encadenadas a ellas
vulgaridad y rutina, tales personas adquieren un carácter típico y propio: el
carácter de un ser vulgar en absoluto y empeñado en substraerse a la
vulgaridad por encima de todo, sin la menor posibilidad de conseguirlo.
A esta clase de personas vulgares o corrientes pertenecen ciertos
personajes de mi novela, cuyos caracteres, he de confesar, no, han sido debidamente explicados al lector. Tales eran, por ejemplo, Bárbara
Ardalionovna Ptitzina, su marido, Ptitzin, y su hermano, Gabriel
Ardalionovich.
No hay cosa más enojosa que ser hombre de buena familia, de agradable
apariencia, bastante inteligente y de buen carácter y, sin embargo, no tener
talento alguno, ninguna especial facultad, ninguna peculiaridad, ninguna idea
propia de uno mismo: ser, en suma, como los demás… Poseer una fortuna,
pero no la de Rothschild; ser de familia distinguida, pero que nunca se ha
ilustrado en ningún aspecto; tener una agradable apariencia que no expresa
nada en particular; disfrutar de una esmerada educación y no saber cómo
utilizarla; atesorar inteligencia, pero ninguna idea personal; tener buen
corazón, pero ninguna grandeza de alma, y así sucesivamente. Existe en el
mundo extraordinaria multitud de personas así: una multitud mucho mayor de
lo que parece. Como las demás, estas personas pueden dividirse en dos clases:
gentes de limitada inteligencia y gente de inteligencia mucho más despejada.
Los primeros son más felices. Nada es más fácil para la gente vulgar de
inteligencia limitada que suponerse excepcionales y originales y vivir en esta
ilusión sin el más leve desengaño. A algunas señoritas rusas les basta cortarse
el cabello, ponerse gafas azules y calificarse de nihilistas para suponer, en el
acto, que han adquirido «convicciones» propias. A ciertos hombres les basta
percibir en su alma el más tenue rayo de amabilidad hacia sus semejantes y de
emoción para persuadirse definitivamente de que nadie siente como ellos y
que figuran en la cúspide de la emocionalidad y la ilustración humanas. A
algunos les basta oír alguna idea ajena o leer una página determinada para
convencerse de que lo oído o leído es su propia opinión, espontáneamente
brotada de su cerebro. La impudicia de esta ingenuidad, si cabe expresarse así,
es sorprendente en casos de este orden. Por increíble que parezca, tales casos
se encuentran muy a menudo. Esta impudicia de la ingenuidad, esta firme
confianza del hombre estúpido en sí mismo y en sus talentos, han sido
soberbiamente descritas por Gogol en el maravilloso carácter de su teniente
Pirogov. Pirogov no siente la menor duda de que es un genio superior a todos
los genios. Tan seguro está de ello, que ni siquiera lo somete a discusión. Por
eso no discute ni pregunta nunca nada. El gran escritor se ve forzado a castigar
a su héroe en el desenlace, para satisfacer el ultrajado sentimiento moral del
lector; pero, en vista de que el gran hombre, después del castigo, se limita a
restaurar sus energías consumiendo una empanada, el autor alza las manos,
desolado, y deja a sus lectores que extraigan la mejor conclusión posible de la
moraleja. Yo he lamentado siempre que Gogol eligiese para protagonista a un
hombre de tan humilde calidad, porque Pirogov estaba tan contento de sí
mismo, que nada le hubiese sido más fácil que imaginarse, a medida que con
la edad aumentara en grado, un genio de la guerra, o, mejor dicho, no
imaginárselo, sino darlo por hecho. ¡Puesto que era general, necesariamente habría tenido que ser un astro de la estrategia! ¡Y cuántos hombres así han
sufrido terribles errores en el campo de batalla! ¡Cuántos Pirogov ha habido
entre nuestros escritores, nuestros sabios y nuestros propagandistas! Digo «ha
habido», pero, desde luego, los hay aún.
Gabriel Ardalionovich Ivolguin pertenecía a la segunda de las categorías
mencionadas, es decir, a la de los más inteligentes. Mas estaba infectado de
pies a cabeza de su deseo de ser original. Como ya observamos, esta segunda
clase es más infortunada que la primera, porque el hombre vulgar inteligente,
aun cuando en ocasiones, y aun siempre, se juzgue genial y originalísimo,
siente roerle el corazón el gusano de la duda, y ello le sume a veces en amarga
desesperación. Aun si logra someter esa duda, el veneno de ésta acaba por
emponzoñarle. Pero estamos extremando las cosas. En la mayoría de los casos,
estas personas no terminan tan trágicamente. En los últimos años de su vida
estas personas suelen enfermar del hígado y nada más. Pero antes de esto,
muchos de tales hombres hacen incontables locuras durante años, en su afán
de mostrarse originales. Incluso se dan ejemplos curiosos: hay hombres
honrados dispuestos a cometer cualquier vileza con tal de acreditar
originalidad. A veces esos hombres infortunados son, además de honestos,
buenos, obran como el ángel tutelar de su familia, mantienen con su trabajo,
no sólo a sus parientes, sino a sus amigos y, con todo, no se encuentran
satisfechos nunca en su vida. La idea de que han cumplido bien sus deberes no
los consuela ni anima. Antes al contrario, los enoja: «En esto he malgastado
mi vida —comentan—; esto me ha ligado de manos y pies, impidiéndome
realizar alguna empresa grande. Yo no había nacido para esto; yo estaba
predestinado a descubrir… la pólvora o América, o no sé exactamente el qué.
Pero estaba llamado a descubrir algo». Lo más característico de estos señores
es que nunca saben a punto fijo lo que van a descubrir o realizar, aunque se
mueven desde luego en el área de los descubrimientos y las realizaciones. Pero
sus sufrimientos y su ansia de descubrir hubieran sido más que suficientes para
un Colón o para un Galileo.
Gabriel Ardalionovich había dado los primeros pasos en este camino, pero
aún no había hecho más que comenzar y le quedaban, pues, en la vida, largos
años de cometer necedades. Una profunda y continua conciencia de su falta de
talento y a la vez un devorador deseo de probarse a sí mismo que era hombre
de gran independencia moral, se debatían en su corazón casi desde la niñez.
Era un joven de violentos impulsos, que parecía haber nacido ya con los
nervios en tensión. Tomaba la violencia de sus deseos por fuerza de voluntad.
Su inmoderado afán de distinguirse le había conducido a veces al borde de las
más locas acciones, pero siempre, en el último momento, nuestro hombre se
encontraba lo bastante sensato para no realizarlas. Esto le colmaba de
desesperación. Muchas veces, con tal de obtener lo que soñaba, habríase
lanzado a cualquier acto por vil que fuera; pero parecía ser su destino que en el momento final se reconociese harto honrado para cometer una gran bajeza. No
así respecto a las pequeñas, a las que siempre se sentía dispuesto. La pobreza
en que había caído su familia le humillaba e irritaba. Trataba a su madre con
desprecio, a pesar de que sabía que siempre podría facilitarle mucho su
ulterior carrera el respeto de que gozaba en todas partes Nina Alejandrovna.
Al comenzar a trabajar con el general Epanchin, se había dicho: «Puesto que
hay que ser vil, seámoslo hasta el final, siempre que nos dé provecho». No
sabemos por qué presumía la necesidad de ser vil. Y, además, no lo era casi
nunca. Aglaya le asustó al principio, pero no por ello prescindió de
considerarla como una posibilidad, si bien nunca creyó seriamente que ella
acabase descendiendo a ser suya. Después, cuando surgió el asunto de
Nastasia Filipovna, Gabriel Ardalionovich imaginó repentinamente que el
dinero era el medio de conseguirlo todo. Y se repetía a diario, una y otra vez
con presuntuosa seguridad, no exenta de cierto temor: «Puesto que hay que ser
bajos, seámoslo de una vez. La gente vulgar vacila, pero yo no».
Al perder a Aglaya y verse aplastado bajo las circunstancias, se
descorazonó del todo y, como sabemos, entregó a Michkin el dinero que una
loca había recibido de un loco y le regalaba. Mil veces lamentó después haber
reintegrado aquel dinero, aun cuando se enorgulleciera a cada instante de
haber hecho «lo que no todos hubieran sido capaces de hacer». Durante los
tres días que Michkin permaneció entonces en San Petersburgo, Gania
desahogó su tristeza con él, aun cuando no dejara de aborrecerle viendo la
compasión que el príncipe le tenía. Pero le era forzoso reconocer (y tal
confesión le hería muy cruelmente) que todo su disgusto provenía de sentir
lesionado sin cesar su amor propio. Sólo muy tarde se dio cuenta de que con
una mujer tan inocente y original como Aglaya las relaciones que había
deseado con ella hubiesen podido tomar un sesgo serio. Entonces, abrumado
de recriminaciones contra sí mismo, renunció a su puesto con el general y
cayó en una profunda melancolía.
A la sazón, Gania vivía con su madre y su padre en casa de Ptitzin. No
ocultaba su desprecio por aquel hombre que le daba hospitalidad, pero, no
obstante, atendía sus consejos y aun era lo bastante razonable para pedírselos.
Una cosa que le irritaba mucho era observar que Ptitzin no aspiraba a ser un
Rothschild. «Puesto que eres usurero —decíale—, explota a las gentes, hazles
sudar todo el dinero posible y conviértete en el rey de los judíos». Ptitzin,
siempre suave y modesto, se contentaba con sonreír. Sin embargo, una vez se
explicó claramente con Gania y no dejó de poner cierta dignidad en su
explicación. Demostró, en efecto, a su cuñado, que no hacía nada deshonesto y
que era injusto acusarle de judío. Él no tenía la culpa de que el dinero tuviese
tanto valor y, por ende, él no obraba sino como una especie de intermediario.
Eso aparte, gracias a su destreza en los negocios se había procurado muy
buenas amistades y el círculo de sus operaciones se ensanchaba de día en día. «No llegaré a ser un Rothschild, no hay razón para que lo sea —añadió, riendo
—, pero sí llegaré a tener una casa en la Litinaya, y acaso dos, y entonces me
daré por satisfecho». «Quizá llegue a tres. ¿Por qué no?», agregó para sí. Tal
era su sueño, pero un sueño que no confiaba íntegro a nadie.
La naturaleza gusta de personas así y las favorece. Seguramente acabará
recompensando a Ptitzin no con tres, sino con cuatro casas, precisamente por
haber comprendido desde su niñez que nunca llegaría a ser un Rothschild.
Cierto que en ese límite se detendrá la buena suerte de Ptitzin y que, pase lo
que pase, nunca tendrá más de cuatro casas.
Bárbara Ardalionovna no se parecía en nada a su hermano. Cierto que
sentía también vivos deseos, pero con menos impetuosidad y más testarudez.
Mostraba tanta prudencia en el alcance de sus proyectos como en el modo de
ponerlos en práctica. Era, sí, una de esas personas vulgares que sueñan en ser
originalísimas; pero habiendo reconocido muy pronto que no existía en ella ni
un átomo de verdadera originalidad, no se disgustaba gran cosa y hasta —¿por
qué no?— quizá se enorgulleciese de ello en cierto sentido. Cuando hizo su
primera concesión a las realidades de la vida práctica, fue al acceder a casarse
con Ptitzin, y entonces, desde luego, no se dijo: «Admitamos la bajeza puesto
que conduce al fin deseado», como hubiese hecho Gania, y como acaso hizo
emitir su opinión sobre el matrimonio en su calidad de hermano mayor. Muy
por el contrario, Bárbara Ardalionovna fue al matrimonio convencida de que
se casaba con un hombre agradable, sencillo, casi ilustrado y que nunca
cometería una vileza por nada del mundo. En cuanto a las vilezas menudas,
eran naderías de las que Bárbara Ardalionovna no se preocupaba. ¿Acaso no
se encuentran en todas partes? Sería absurdo buscar el ideal. Además, sabía
que casándose aseguraba techo y alimento a su familia. Viendo infortunado a
Gania, deseaba serle útil a pesar de todas sus querellas anteriores.
Ptitzin, siempre en tono animoso, exhortaba a Gania a veces a entrar en el
servicio, «pues ya verás como «todos ellos» terminan siendo generales. Si
Dios te da vida, lo verás». «¿Y de dónde sacan en limpio que desprecio al
generalato y a los generales?», pensaba Gania, irónico.
Fue precisamente queriendo ser útil a su hermano por lo que Bárbara
Ardalionovna reanudó su amistad con las hijas de Epanchin, con quienes
jugara de niña. La joven no habría sido quien era si en sus visitas a aquellas
muchachas persiguiese la realización de un sueño fantástico. No, su proyecto
no tenía nada de fantasía, dado el carácter de aquella familia y muy en especial
de Aglaya. Los esfuerzos de Bárbara Ardalionovna tendían a un solo fin:
restablecer las relaciones entre su hermano y Aglaya. Acaso llegara a tal
resultado, o acaso se equivocase suponiendo que su hermano iba a dar de sí
más de lo que podía. Sea como fuere, maniobró muy diestramente entre las
Epanchinas. Pasaba semanas enteras sin mencionar el nombre de Gania, mostraba siempre una franqueza y una corrección extremadas, y observaba
una actitud modesta, pero digna. Buceando en el fondo de sus sentimientos, no
encontraba nada reprensible en su conducta, y ello le estimulaba a persistir en
su designio. Pero a veces Bárbara Ardalionovna se daba cuenta de que poseía
mucho amor propio y ese amor propio resultaba herido, y nunca lo advertía
con mayor claridad que cuando regresaba de casa de las Epanchinas.
Precisamente volvía de casa de ellas aquella mañana en que, como dijimos,
se encontraba de un humor bastante sombrío. En su abatimiento no faltaba un
atisbo de amarga ironía. Ptitzin tenía en Pavlovsk una casa de madera, fea,
pero amplia, que se erguía en una calle polvorienta. Aquel edificio debía pasar
en breve a ser propiedad suya y ya proyectaba venderlo. Cuando subía la
escalera, Bárbara Ardalionovna oyó, gran estrépito en el piso superior.
Reconoció las voces exaltadas de su padre y su madre. Al entrar en la sala
distinguió a su hermano, que recorría el aposento a grandes zancadas, pálido
de ira y, al parecer, a punto de mesarse los cabellos.
Varia arrugó el entrecejo y, sin quitarse ni siquiera el sombrero, se dejó
caer lánguidamente en un diván. Comprendiendo que si no preguntaba a su
hermano las causas de su irritación, le enojaría más aún, se apresuró a inquirir:
—¿La historia de siempre?
—¿Qué dices? —exclamó Gania—. ¡La de siempre! No, hoy no es la de
siempre. ¡El diablo sabe lo que pasa! El viejo está exasperado, mamá deshecha
en lágrimas… ¡Palabra, Varia, que voy a echar a ese hombre, digas lo que
quieras… o a marcharme yo! —añadió, recordando quizá que no le era posible
arrojar a una persona de una casa que no le pertenecía.
—Hay que ser indulgente —murmuró Varia.
—¿Indulgentes con quién? ¿Y con qué cosas? —repuso Gania, rojo de ira
—. ¿Con las bellaquerías de ese hombre? No; digas lo que quieras, esto no
puede continuar así. ¡Es imposible, imposible, imposible! ¡Es tremendo!
Quien ha faltado es él, y aún tiene humos… «Si no le basta la puerta, echa
abajo la muralla». ¿Qué te pasa? Tienes mala cara.
—No importa la cara que yo pueda tener —dijo ella, malhumorada.
Gania la contempló con curiosidad.
—¿Has estado en aquella casa? —preguntó repentinamente.
—Sí.
—Escucha. ¡Otra vez gritan! ¡Qué vergüenza! ¡Y en un momento como
éste!
—¿Un momento como éste? No veo que sea un momento distinto a losdemás.
—¿Has sabido algo? —preguntó Gania, mirándola con redoblada atención.
—Nada inesperado. Me he informado de que todo era cierto. Mi marido ha
visto más claro que tú y yo. Lo que predijo desde el principio, se ha realizado.
¿Dónde está?
—Ha salido. ¿Qué es lo que se ha realizado?
—El príncipe ha sido formalmente aceptado como novio oficial. Es cosa
concluida. Me lo han dicho las hermanas mayores. Aglaya ha dado su
consentimiento. Hasta ahora andaban con misterios, pero ya han renunciado a
las ocultaciones. El casamiento de Adelaida se ha retardado para que las dos
bodas se celebren a la vez. Muy poético, ¿verdad? En lugar de correr por la
sala como un loco, valdría más que redactases un epitalamio. La princesa
Bielokonsky va a visitarlos esta noche. Ha llegado muy a punto. También
habrá más personas. Presentarán el prometido a la princesa, aunque ya se
conocen. Parece que se quiere dar cierta solemnidad a esa presentación… El
único temor que existe es que, al entrar en el salón, el apuesto novio rompa
alguna cosa o mida el suelo con las espaldas. Cosas así son muy corrientes en
él.
Gania escuchaba muy atentamente. Con gran sorpresa de Varia, aquella
noticia, que destruía las esperanzas del joven, no le causó ninguna emoción
aparente.
—Está claro —dijo, tras un instante de reflexión—. Es cosa concluida,
naturalmente.
Y sonrió de un modo extraño. Miró a su hermana con expresión reticente y
reanudó, con más calma, sus paseos por la habitación.
—Celebro mucho que tomes con filosofía lo ocurrido —observó Varia.
—Una preocupación menos. Sobre todo para ti.
—Creo haber trabajado sinceramente en favor tuyo, sin molestarle con
preguntas. Nunca traté de saber, por ejemplo, qué felicidad esperabas
encontrar en Aglaya.
—¿Acaso yo buscaba felicidad en Aglaya?
—No filosofes, ¿quieres? La cosa ha concluido, sí, y nosotros hemos
quedado con un palmo de narices. Te confieso que nunca tomé en serio este
asunto. Sólo quería divertirte y jamás conté con otra cosa que con el carácter
absurdo de esa muchacha. Había noventa probabilidades contra diez de que
fracasase la cosa. Éste es el día en que no sé aún lo que esperabas.
—Ahora lo que espero es que tu marido y tú me instéis a buscar un empleo, que me sermonees constantemente asegurándome que la voluntad y la
perseverancia lo vencen todo, que no hay por qué despreciar los beneficios
modestos, pero seguros, etc. Me lo sé de memoria —dijo Gania, riendo.
«Ya tiene otra idea en la cabeza», pensó Varia.
—¿Y los padres? Encantados, ¿no? —preguntó el joven.
—No mucho… me parece. Además, tú mismo puedes hacerte cargo. No
obstante, Ivan Fedorovich está satisfecho, Lisaveta Prokofievna tiene miedo.
Todos saben que siempre le ha desagradado considerar al príncipe como
posible esposo de su hija.
—No hablo de eso. Ya se sabe que el príncipe es un novio absurdo. Lo que
me interesa es conocer el estado de cosas. ¿Ha consentido Aglaya
formalmente?
—Hasta ahora no ha dicho «no»; pero en ella eso es lo más que se puede
esperar. Aglaya es muy tímida y vergonzosa. Acuérdate de que cuando, de
niña, había visitantes en su casa, se encerraba en un armario dos o tres horas,
hasta que los extraños se iban; pues al crecer ha seguido siendo la misma. Yo
he llegado a creer que no es indiferente al príncipe. Todos dicen que se burla
de él de mañana a noche, pero sin duda encuentra medio de decirle
diariamente alguna palabrita dulce al oído, porque él está radiante, como en la
gloria… Ellas mismas me han dicho que resulta cómico… Y, además, me ha
parecido que las dos mayores se burlaban de mí en mi misma cara.
El rostro de Gania comenzó a oscurecerse. Tal vez Varia hubiese insistido
tanto en el tema para sondear los verdaderos sentimientos de su hermano. En
aquel momento resonaron arriba nuevos gritos.
—¡Voy a echarle a la calle! —rugió Gania, contento de poder encontrar un
desahogo a su cólera.
—Y entonces irá a ponernos en ridículo en todas partes, como ayer.
—¿Cómo ayer? ¿Cómo…? ¿Qué? ¿Qué ha hecho ayer? —preguntó el
joven vivamente, presa de súbito Espanto.
—¿Es posible que no lo sepas? —exclamó Varia.
—¿De modo que es cierto que se ha presentado allí? —vociferó Gania,
rojo de vergüenza y de ira—. ¡Dios mío! Tú vienes de aquella casa; ¿te han
dicho algo? ¿Ha ido el viejo allí? ¿Sí o no?
Mientras hablaba se precipitó hacia la puerta. Varia corrió hacia él y le
sujetó por los brazos.
—¿Qué haces? ¿Adónde vas? —le reprochó—. Si le echas ahora, hará
cosas peores. No dejará una sola casa conocida por visitar. —¿Qué fue a hacer allá? ¿Qué dijo?
—No han sabido explicármelo. No le comprendieron. Pero asustó a todos.
Quería ver a Ivan Fedorovich y, como éste se hallaba ausente, preguntó por
Lisaveta Prokofievna. Primero le suplicó que le procurase un empleo, que le
ayudase a reingresar en el servicio… Luego se deshizo en recriminaciones. Se
quejó de mí, de mi marido, de ti en especial… Un escándalo…
—¿No sabes lo que ha dicho concretamente? —inquirió Gania, con los
nervios en una tensión insoportable, temblando de pies a cabeza, cual en un
acceso histérico.
—¿Qué va a decir? Es posible que ni él mismo lo supiera… Y también
cabe que ellas no me lo contasen todo.
Gania, oprimiéndose la cabeza entre las manos, se acercó a una ventana.
Varia se sentó junto a otra.
—Esa absurda de Aglaya —añadió repentinamente— me paró cuando me
iba y me dijo: «Transmita a su familia la seguridad de mi personal estimación.
Uno de estos días procuraré ir a visitar a su papá». Lo dijo con un tono muy
serio. Es realmente extraño…
—¿No se burlaba? ¿Estás cierta de que no se trataba de una burla?
—No. Y eso es lo más raro de todo.
—¿Conoce la hazaña del viejo o no? ¿Qué te parece?
—Para mí es indudable que en aquella casa lo ignoran. Pero ahora me das
que pensar… Acaso Aglaya lo sepa. En todo caso, debe ser ella sola, porque
sus hermanas han quedado muy sorprendidas cuando la han oído darme tan
seriamente recuerdos para papá. ¿Por qué habrá pensado precisamente en él?
Si conoce el caso, lo conoce por el príncipe.
—No hace falta ser muy inteligente para adivinarlo… ¡Un ladrón! ¡Eso nos
faltaba! Un ladrón en la casa. ¡Y el cabeza de familia!
—Vamos, déjate de eso —repuso Varia con energía—. Todo ello es una
historia de borrachos y nada más. ¿Quién ha concebido tal cosa? Lebediev y el
príncipe. Personas de un cerebro muy despejado, ¿no? Yo no doy a semejante
historia más importancia de la que tiene.
—El viejo es un ladrón y un borracho —insistió Gania, con amargura—;
yo, un mendigo; el marido de mi hermana, un usurero… ¡Era una perspectiva
tentadora para Aglaya! ¡En qué magnífica familia iba a entrar!
—Ese marido de tu hermana, ese usurero, te…
—Mantiene, ¿verdad? No andes con cumplidos, te lo ruego. —No te pongas así —contestó Varia—. Tienes el espíritu de un colegial.
¿Crees que todo eso podía perjudicarte ante Aglaya? No conoces su carácter:
sería capaz de rehusar el más espléndido partido para huir con un miserable
estudiante que no pudiese ofrecerle más que hambre y un desván. ¡Ése es su
ideal! Nunca llegarás a comprender lo mucho que le hubieras interesado de
haber sabido aceptar nuestra posición con orgullo y energía. El príncipe le ha
gustado, en primer lugar, porque no se ha preocupado de hacerle el amor, y en
segundo, porque todos le tienen por idiota. El solo hecho de que esa boda
disguste a su familia, basta para que le encante a ella. ¡No entiendes nada!
—Ya lo veremos —repuso Gania, enigmático—. Pero, con todo, no me
agrada que se haya enterado de la proeza del viejo. Yo esperaba que el
príncipe no la contase. Ha ordenado silencio a Lebediev, e incluso a mí no
quería relatármela, aunque le insté mucho…
—Entonces habrá sido otro, porque ya ves que la historia se ha divulgado.
¿Y qué piensas hacer ahora? ¿Qué esperas? Si alguna esperanza quedase sería
la de que aparecieses como un mártir ante los ojos de Aglaya.
—No; por romántica que sea, temería el escándalo. Es muy fácil despreciar
los prejuicios de palabra; pero siempre hay un límite que no se rehúsa. Todas
sois lo mismo.
Varia miró a su hermano con desprecio.
—¿Temer Aglaya nada? —contestó con energía—. ¡Qué alma tan
mezquina tienes! Todos los hombres sí que sois iguales. Aglaya puede ser
absurda y extravagante, pero tiene más generosidad que cualquiera de
nosotros.
—Bueno, bueno, no te incomodes por tan poco —repuso Gania,
conciliador.
—Lo único que me inquieta en ese cuento sobre papá —prosiguió Varia—
es el miedo de que llegue a oídos de nuestra madre.
—Ya lo conoce —contestó Gania.
De haber obedecido Varia a su primer arranque habría subido corriendo a
las habitaciones de Nina Alejandrovna. Pero después de levantarse para salir
se detuvo y miró fijamente a su hermano.
—¿Quién ha podido decirle tal cosa?
—Seguramente Hipólito. Supongo que apenas instalado en nuestra casa
habrá encontrado un perverso placer en contarlo todo a mamá.
—Pero ¿cómo pudo saberlo, dime? El príncipe y Lebediev han resuelto no
hablar a nadie. Ni siquiera Kolia está enterado. —Hipólito se habrá enterado solo. No puedes imaginar lo astuto que es ese
individuo, lo chismoso que se muestra y cuánto le gusta divulgar toda clase de
bellaquerías e historias escandalosas. Puedes creerlo o no, pero yo estoy
seguro de que se las ha arreglado para participar la novedad a Aglaya, y, de no
haberlo hecho, no será por falta de ganas. Ya lo hará después. Rogochin está
también en relaciones con él. ¿Cómo no se dará cuenta Michkin de estas
cosas? Luego, ese muchachuelo se complace en sembrarme de obstáculos el
camino. Hace tiempo que me he dado cuenta de que me considera como un
enemigo personal. ¿Por qué se meterá en mis asuntos, ni qué pueden
importarle cuando está a las puertas de la muerte? ¿Qué le va ni le viene en
ellos? No lo comprendo… Pero yo le daré una lección. Ya veremos quién se
lleva el gato al agua.
—Si, como parece, le aborreces tanto, ¿por qué te comprometiste a traerlo
aquí? ¿Crees que vale la pena preocuparse de él?
—Tú misma me aconsejaste que lo trajese.
—Creí que nos sería útil. ¡Ah! ¿Sabes que está enamorado de Aglaya y que
le ha escrito? Me han preguntado por él… Hasta puede que haya escrito
también a Lisaveta Prokofievna.
—En ese sentido no es peligroso —contestó Gania con sarcástica risa—.
Creo que te engañas. No niego que se haya enamorado, puesto que es un
chiquillo. Pero no me parece que haya dirigido anónimos a la vieja. ¡Es un
mediocre tan rencoroso, una nulidad tan pagada de sí misma! Estoy seguro
que me ha presentado ante Aglaya como un intrigante. Reconozco que al
principio obré como un necio y dejé escapar algunas palabras de más al hablar
con él, pensando que, aun cuando sólo fuese por rencor contra el príncipe,
serviría mis intereses. ¡Cómo es un tipo tan falso! ¡Ahora le conozco bien! Y
respecto al robo, puede haberlo sabido por su madre. Si el viejo ha hecho eso,
ha sido por ella. Hipólito, a quemarropa y sin rodeos, me dijo que el general
había prometido cuatrocientos rublos a su madre. Entonces lo comprendí todo.
Al darme ese informe me miraba a los ojos, rebosando satisfacción en todo su
aspecto. Es seguro que se lo ha dicho a mamá, por el mero placer de
disgustarla. ¿Y por qué no se morirá de una vez? Se había comprometido a
morir en un plazo de tres semanas, y, por el contrario, ha engordado desde que
está aquí. Ya no tose. Él mismo ha dicho ayer que llevaba veinticuatro horas
sin escupir sangre.
—Échale a la calle.
—Es que no le odio; le desprecio —respondió Gania, con orgullo. Y de
repente, en un súbito arrebato de furia, gritó—: ¡Sí, sí! ¡Le odio! Y se lo diré
en la cara, en sus últimos momentos, cuando se encuentre en su lecho de
muerte… Si leyeses su confesión… ¡Dios mío, qué cándida impudicia! Es un teniente Pirogov. Un Nozdrev en trágico… y sobre todo es un chicuelo. ¡Con
qué gusto le hubiese aplastado aquel día para darle una buena sorpresa! Y
como fracasó ante nosotros, quiere vengarse… Pero ¿qué es eso? ¿Más ruido
aún? ¡Qué atrocidad! ¡Es insoportable! Ptitzin —dijo dirigiéndose a su
cuñado, que llegaba en aquel momento—, ¿no es posible vivir en paz en esta
casa? Esto es… esto es…
El estruendo se acercaba cada vez más. De pronto se abrió la puerta
violentamente y Ardalion Alejandrovich, tembloroso, rojo de ira, fuera de sí,
se abalanzó hacia Ptitzin. Le seguían Nina Alejandrovna, Kolia y, en último
lugar, Hipólito.
II
Hacía cinco días que Hipólito se había trasladado a casa de Ptitzin. Ello se
produjo naturalmente, sin explicaciones, sin disputas entre Michkin y su
huésped, y la separación, al menos en apariencia, fue amistosa. Gabriel
Ardalionovich, tan mal dispuesto hacia Hipólito el día del cumpleaños del
príncipe, había ido a visitar al muchacho por la mañana, sin duda obedeciendo
a una súbita inspiración. También Rogochin visitó al enfermo. Al principio, el
propio Michkin opinó que valía más para Hipólito el trasladarse. Cuando
Hipólito se marchó de casa del príncipe, hizo saber que iba a aprovechar la
amable oferta de Ptitzin y no mencionó a Gania para nada, aun cuando había
sido éste quien insistiera en que su cuñado le admitiese. Gania consideró la
omisión harto extraña para no ser intencionada y se sintió muy ofendido. No
había faltado a la verdad al hablar a su hermana del alivio del doliente.
Hipólito, en efecto, parecía mejor que antes. Bastaba una mirada para notarlo.
Hipólito entró en la habitación en pos de los demás. Una sonrisa malévola
contraía sus labios. Nina Alejandrovna aparentaba un tremendo espanto. En
aquellos meses había cambiado mucho, y estaba harto más delgada. Desde que
vivía en casa de Ptitzin no se mezclaba jamás, al menos ostensiblemente, en
los asuntos de sus hijos. Kolia parecía preocupado e inquieto. Ignorante de las
causas reales de aquella nueva tempestad doméstica, no comprendía en qué
pudiera consistir lo que allí se llamaba «la locura del general»; pero asistía a
las terribles escenas que su padre provocaba continuamente. Y estaba seguro
de que en su progenitor se había operado un cambio profundo. Otra cosa
inquietaba al muchacho. Hacía tres días que su padre había dejado de beber y
por ende se había querellado con Lebediev y con Michkin. Kolia acababa de
entrar en casa llevando media botella de vodka que había comprado con su
dinero. —Maman —había asegurado a Nina Alejandrovna antes de bajar a la sala
—, vale más que beba. Hace tres días que no prueba una gota y se siente
excitado, naturalmente. Le conviene un poco de vodka. Cuando estaba en la
cárcel le sentaba muy bien.
El general, cruzando la puerta, detúvose en el umbral y se dirigió,
impetuoso, a Ptitzin.
—Señor —gritó con voz tonante—, si es cierto que ha resuelto usted
sacrificar en favor de un boquirrubio y un ateo a un anciano respetable, padre
de usted o al menos de su mujer, a un hombre que ha servido a su emperador,
estoy resuelto a abandonar esta casa inmediatamente. Elija, señor, elija
inmediatamente: o yo, o este… tornillo… ¡Sí: tornillo! Lo he dicho sin
pensarlo, pero es verdad, porque se hunde en mi alma como un tornillo,
lacerándola sin el menor respeto.
—¿No querrá usted decir como un sacacorchos? —sugirió Hipólito.
—No: un tornillo; porque yo para ti soy un general y no una botella. Yo
poseo condecoraciones, distinciones honoríficas, y tú no tienes ninguna. ¡O él
o yo! ¡Elija, señor, y pronto! —añadió furiosamente dirigiéndose a Ptitzin.
Kolia acercó una silla a su padre, quien se dejó caer en ella como
abrumado de cansancio. Ptitzin, anonadado, balbució:
—Valdría más que… que se acostase.
—¡El viejo aún se permite amenazar! —dijo Gania a su hermana, en un
cuchicheo.
—¡Acostarme! —rugió Ivolguin—. Me insulta usted, señor; no estoy
beodo. Ya veo —continuó, levantándose— que aquí todos se ponen en contra
mía. Todos y todo. Me voy… Pero antes, señor, sepa…
No le dejaron acabar y le hicieron sentarse, suplicándole que se calmara.
Gania, furioso, se apartó a un rincón. Nina Alejandrovna sollozaba
convulsivamente.
—Pero ¿qué le he hecho yo? ¿De qué se queja? —inquirió Hipólito,
riendo.
—¿Todavía lo pregunta? —exclamó vivamente Nina Alejandrovna—.
Debería darle vergüenza. Es inhumano atormentar así a un viejo… y más aún
en la situación en que usted se halla.
—Ante todo, ¿a qué situación se refiere usted, señora? Siento hacia usted
un profundo respeto particular, pero…
—¡Es un tornillo! —clamó el general—. Un tornillo que me penetra en el
alma y en el corazón. ¡Se empeña en convertirme al ateísmo! Entérate, boquirrubio, de que antes que tú nacieses ya estaba yo colmado de honores.
No eres más que un gusano roído por la envidia, aplastado, muerto de tos,
chorreando por todas partes perversión e impiedad. ¿Por qué te ha traído
Gania aquí? Todos están contra mí: los extraños, mis hijos…
—Déjese de ponerse trágico —intervino Gania—. Más valdría que no nos
hubiese deshonrado ante toda la ciudad.
—¿Qué te deshonro, boquirrubio? ¿A ti? Lo único que podré hacer en todo
caso es honrarte.
Y el general se levantó de un brinco. Era imposible contenerle. Gania
estaba también fuera de sí.
—¡Aún habla de honra! —exclamó el joven con amargura.
—¿Qué dices? —exclamó el general, palideciendo y dando un paso hacia
su hijo.
—Me bastaría abrir la boca para… —comenzó Gania con tono que no
cedía en violencia al de su padre. Pero se interrumpió. Los dos, frente a frente,
ardían de cólera.
—¿Qué haces, Gania? —gritó Nina Alejandrovna, los ojos en lágrimas,
lanzándose hacia delante para contener a su hijo.
—Tan absurdo es el uno como el otro —declaró Varia, indignada—.
Déjalos, mamá —añadió pasando el brazo por el talle de Nina Alejandrovna.
—¡Me callo por respeto a mi madre! —exclamó Gania con dramático
acento.
—¡Habla! —tronó el general, frenético—. ¡Habla, so pena de la maldición
paterna! ¡Habla!
—Me tiene sin cuidado su maldición. ¿Quién tiene la culpa de que esté
usted como un loco desde hace ocho días? Ocho: sé bien la fecha en que eso
ha empezado. Ándese con cuidado y no me excite, porque lo diré todo. ¿Qué
fue a hacer ayer en casa de Epanchin? ¡Usted, un viejo, un hombre de cabellos
blancos, un padre de familia! ¡Parece mentira!
—¡Cállate, Gania! —gritó Kolia—. ¡Cállate, imbécil!
—¿De qué me acusa? ¿Es que le he faltado? —preguntó Hipólito con tono
de zumba—. ¿Por qué me califica de tornillo? Es él quien me busca, él quien
ha ido a hablarme hace un rato para relatarme ciertas cosas a propósito de un
tal capitán Eropiegov. Yo no me intereso por las personas de su clase, general.
Hasta la fecha, he procurado rehuir su trato. ¿Qué me importa el capitán
Eropiegov? ¡Compréndalo! No he venido aquí para hablar del capitán
Eropiegov. Y me he limitado a expresar mi opinión, a saber: que acaso ese capitán no haya existido nunca. Y entonces el general se ha puesto como un
loco.
—Cierto: no ha existido nunca tal Eropiegov —concordó enérgicamente
Gania.
El general, desconcertado por un momento, paseó en torno suyo una
mirada perpleja. En su estupor no supo ni siquiera rechazar el mentís formal
de su hijo.
—¿Lo oye? —exclamó Hipólito, triunfante—. Su propio hijo dice que no
ha existido jamás el capitán Eropiegov.
Ivolguin intentó recuperar la palabra y dijo, trabajosamente:
—No he hablado del capitán Eropiegov, sino de Kapitón Eropiegov, un
oficial retirado. Kapitón Eropiegov.
—¡No ha existido tal Kapitón! —repuso Gania, exasperado.
—¿Por qué no? —contestó el general, sonrojándose.
—Basta, basta —repetían Varia y su marido.
—¡Cállate, Gania! —insistió Kolia.
Al verse apoyado por otros, el general recobró parte de sus ánimos y dijo
amenazadoramente a su hijo mayor:
—¿Cómo que no ha existido? ¿Por qué no?
—Porque no ha existido y nada más. Concluya esta comedia.
—¡Qué lo diga mi hijo, mi propio hijo, a quien yo…! ¡Dios mío! ¡Decir
que no ha existido Erochka Eropiegov!
—¿No era Kapitochka? —mofóse Hipólito—. ¿Cómo es Erochka ahora?
—Kapitochka, señor, Kapitochka… Kapitón Alexievich, oficial retirado…
que se casó con María… María Petrovna… Su… ¡Mi amigo y camarada!
María Petrovna Sutugov… Ingresamos juntos en el ejército… Un compañero
ante quien puse el pecho para salvarle. Y me hice herir… me hice matar. ¡Qué
no ha existido Kapitochka Eropiegov! ¡Qué no ha existido!
La ira del general parecía poco proporcionada a la insignificancia que la
había motivado. En otra ocasión, el indicarle que Kapitón Eropiegov no había
existido nunca no hubiese despertado en él tan inmensa cólera. Habría, sí,
dado una escena, gritando y alborotando, y concluido por irse a acostar. Pero
ahora, por una de esas rarezas propias del corazón humano, una mera duda
concerniente a la existencia de Eropiegov había hecho desbordar el vaso. El
viejo se puso rojo como la púrpura y, alzando los brazos, gritó: —¡Basta! ¡Os maldigo! ¡Me voy de esta casa! Trae mi maleta, Nicolás. Me
voy…
Y salió de la sala, furioso. Nina Alejandrovna, Kolia y Ptitzin se
precipitaron tras él.
—¡La has hecho buena! —dijo Varia a su hermano—. Ahora se irá de
verdad y nos pondrá en ridículo.
—¡Más le valía no robar! —replicó el joven, con voz sofocada por la ira.
Pero en aquel momento miró a Hipólito y se estremeció—. En cuanto a usted,
señor —le dijo—, podía haber recordado que no estaba en su casa, en vez de
abusar de la hospitalidad que le conceden, para irritar a un anciano que está
loco sin duda alguna.
El rostro de Hipólito se contrajo. Pero supo dominar en el acto su emoción.
—No soy de su opinión respecto a la pretendida locura de su padre —
respondió con calma—. Por el contrario, entiendo que, lejos de haber
experimentado disminución, su inteligencia es más despejada desde hace
algún tiempo. ¿No le parece? Se ha vuelto muy circunspecto, muy
desconfiado, lo medita todo, lo pondera todo… Al hablarme de ese
Kapitochka perseguía un fin, porque quería llevarme a tratar de…
—¿Y qué me importa lo que quisiera llevarle a tratar? —interrumpió
Gania, airado—. No bromee conmigo, ¿me oye? Si conoce usted la causa real
de que el viejo se encuentre en ese estado (y debe saberlo, puesto que lleva
cinco días aquí ejerciendo de espía), no habría debido irritar a… un
desgraciado, y disgustar de ese modo a mi madre exagerando las cosas, porque
todo eso en resumen no significa nada; es una simple historia de borrachos y
nada más. Ni siquiera está demostrada y no le doy más valor que el que tiene.
Pero necesitaba usted espiar y ofender porque es usted un… un…
—¡Un tornillo! —acabó Hipólito, sonriendo.
—¡Un ser abyecto! Usted, señor, ha pasado media hora desempeñando una
farsa y haciendo creer a la gente que iba a suicidarse con una pistola
descargada. Es usted un embustero, un saco de bilis ambulante, un tipo que no
sabe ni suicidarse sin mentir. Yo le he dado hospitalidad, ha engordado usted,
se le ha quitado la tos, y, en recompensa…
—Permítame sólo dos palabras. En primer lugar estoy en casa de Bárbara
Ardalionovna y no en la suya. Usted, pues, no me ha concedido su
hospitalidad y, si no me equivoco, es, como yo, huésped del señor Ptitzin.
Hace cuatro días he pedido a mi madre que buscase un alojamiento en
Pavlovsk y se trasladase aquí, porque, en efecto, me siento mejor, aunque no
haya engordado y siga tosiendo. Ayer noche mi madre me informó que la casa estaba dispuesta y por mi parte me apresuro a comunicarles que hoy mismo,
después de dar las gracias a su mamá y hermana, me iré a mi casa, a lo que ya
estaba decidido desde ayer. Pero perdóneme: le he interrumpido y creo que
aún tenía usted muchas cosas que decirme.
—Sí, es así —principió Gania, agitado.
—Sí es así, me permitirá usted que me siente, ¿verdad? Al fin y al cabo
soy un enfermo —dijo Hipólito, tranquilamente, ocupando la silla que había
dejado libre el general—. Ahora ya estoy en disposición de escucharle, tanto
más cuanto que ésta es nuestra última conversación y casi de seguro nuestra
última entrevista.
Gania se sintió avergonzado.
—Puede estar seguro —dijo— de que no me rebajaré exigiéndole
explicaciones, y si usted…
—Hace mal en ponerse así —atajó Hipólito—. Por mi parte, yo, el mismo
día de mi llegada a esta casa, decidí decirle todas las verdades con absoluta
franqueza. Y me propongo darme esa satisfacción, una vez que usted haya
hablado, por supuesto.
—Y yo le ruego que salga de esta habitación.
—Vale más que hable usted. Si no, lamentará luego no haber dicho lo que
sentía.
—Basta, Hipólito —dijo Varia—. Basta, se lo suplico. Todo esto es
vergonzoso. El enfermo se levantó.
—Por respeto a una dama —dijo, sonriendo— consentiré, Bárbara
Ardalionovna, en ser conciso; pero no puedo acceder a más, pues urge cierta
explicación entre su hermano y yo. No habrá fuerza en el mundo capaz de
hacerme marchar antes de exponer ciertas cosas tal como son.
—¡O sea —vociferó Gania— que no es usted otra cosa que un chismoso y
se empeña, a toda costa, en contar chismes antes de marcharse!
—¿Ve? —observó Hipólito con frialdad—. Ya está usted fuera de sí. Le
repito que si no dice todo lo que guarda en el corazón se arrepentirá después
de su silencio. Vuelvo a cederle la palabra; espero.
Gania calló y a su semblante asomó una expresión de menosprecio.
—Veo que no quiere hablar y que está resuelto a sostener su papel hasta el
fin. Como guste. Por mi parte seré lo más breve que pueda. Hoy me ha echado
en cara dos o tres veces su hospitalidad, y eso no es justo. Al invitarme a venir
a su casa, quería usted que yo contribuyese a su juego, juzgando que yo debía
vengarme del príncipe. Además, usted ha oído decir que Aglaya Ivanovna ha testimoniado cierto interés por mí y ha leído mi «explicación». Pensando,
pues, que yo iba a hacer causa común con usted, esperaba encontrar un aliado
en mí. No necesito entrar en explicaciones más detalladas. Además, no exijo
que confirme ni reconozca la verdad de mis palabras. Me basta dejarle frente a
frente con su conciencia y saber que ahora hemos llegado a comprendernos
mutuamente muy bien.
—¡Dios mío, qué conclusiones saca usted de las cosas más triviales! —
exclamó Varia.
—Ya te he dicho que es un chismoso y un chicuelo —observó Gania.
—Permítame continuar, Bárbara Adalionovna. Naturalmente, yo no puedo
querer ni respetar al príncipe, pero reconozco que es un hombre esencialmente
bueno… aunque un poco ridículo. En todo caso, no tengo razones concretas
para odiarle. Cuando su hermano me instigaba contra él, yo guardaba silencio,
esperando ser el último en reír al desenlazarse todo. Estaba seguro de que
Gabriel Ardalionovich, al hablar conmigo, no sabría refrenar su lengua y me
haría las más imprudentes confesiones. Y así ha sucedido… Callaré ciertas
cosas… sólo por respeto a usted, Bárbara Ardalionovna. Una vez explicado
cómo no fue fácil hacerme caer en una trampa, le diré por qué he engañado a
su hermano. No vacilo en confesar que lo he hecho por odio. Al morir (porque
voy a morir, a pesar de haber engordado, según ustedes), al morir me parece
que ascenderé más tranquilo al Paraíso si logro antes poner en ridículo al
menos a uno de los representantes de esa numerosísima clase de hombres que
me ha hecho imposible siempre la existencia, a los que he aborrecido durante
toda mi vida, y de los que su muy estimado hermano encarna
maravillosamente el tipo. Le odio, Gabriel Ardalionovich, aun cuando le
parezca asombroso, únicamente porque es usted el modelo, encarnación,
personificación y cúspide de la vulgaridad más insolente, más pagada de sí
misma, más trivial y más repugnante. Simboliza usted la vulgaridad pomposa,
la vulgaridad que no duda de nada y se siente dueña de sí en su olímpica
serenidad. ¡Representa usted la quintaesencia de la vulgaridad! Está usted
predestinado a que nunca, ni en su cerebro ni en su corazón, nazca una sola
idea o un solo sentimiento personal. Y por ello es usted envidioso. Aun
teniendo la firme convicción de que es usted un genio, la duda acude a su
ánimo en ciertos momentos sombríos y entonces siente usted una cólera y una
envidia inconmensurables. En su horizonte hay todavía puntos oscuros, pero
desaparecerán cuando se convierta usted en un necio completo, lo que no
tardará en ocurrir. En todo caso, se presenta ante usted un camino largo y
variado, aun cuando no puedo decir que alegre, lo cual me complace mucho.
En primer lugar, no conseguirá a cierta persona…
—¡Esto es insoportable! —protestó Varia—. ¿Cuándo va usted a callar,
lengua de víbora? Gania, pálido y tembloroso, no profirió una palabra. Hipólito calló, miróle
largo rato con jubiloso aspecto y luego, volviendo la mirada a Varia, saludó,
sonrió y se fue sin añadir más.
Gania, al parecer, tenía justos motivos en aquel momento para quejarse de
la suerte. Durante varios minutos paseó por el salón a largas zancadas. Varia
no osaba hablar ni mirarle. Al fin el joven se asomó a una ventana, volviendo
la espalda a Bárbara Ardalionovna. Arriba volvió a sentirse tumulto. Varia se
levantó.
—¿Te vas? —preguntó Gania, volviéndose bruscamente hacia ella—. Mira
esto primero.
Y arrojó ante ella, en una silla, un papelito plegado como una carta.
—¡Dios mío! —exclamó Varia, golpeándose las manos.
La nota sólo contenía siete líneas:
«Gabriel Ardalionovich: Segura de los buenos sentimientos que tiene hacia
mí, me decido a pedirle consejo en un asunto muy importante. Quisiera verle
mañana por la mañana, a las siete en punto, en el banco verde. No está lejos de
nuestra casa. Bárbara Ardalionovna, que es necesario que le acompañe,
conoce bien el sitio. —A. I. E.».
—¡Cualquiera la entiende! —comentó Varia alzando los brazos.
Por poco jactancioso que se sintiera Gania en aquel momento, no pudo
reprimir una sonrisa de triunfo ante aquella circunstancia que parecía
desmentir las sombrías predicciones de Hipólito. La misma Bárbara
Ardaliovna correspondió con un aspecto radiante a la expresión de orgullo de
su hermano.
—¡Y el día de la presentación oficial del novio! ¿Quién entiende esto?
—¿De qué querrá hablarme mañana? —preguntó Gania.
—Eso no importa. Lo esencial es que, por primera vez desde hace seis
meses, Aglaya manifiesta deseos de hablarte. Escucha, Gania: pase lo que
pase, pónganse las cosas como se pongan, lo esencial es eso. ¡Muy esencial!
No vuelvas a cometer fanfarronadas ni disparates, no repitas las necedades
anteriores; pero, aparte eso, no temas, no vaciles… ¡Mucho cuidado! ¿Podía
ella dejar de adivinar por qué he estado visitándola estos seis meses? Y, sin
embargo, hoy no me ha dicho una sola palabra. Estaba como si tal cosa… Me
han recibido a escondidas de la vieja, que, si llega a verme, es capaz de
ponerme en la puerta. Pero me he expuesto a ese riesgo porque, costase lo que
costara, quería saber…
Oyéronse nuevos gritos en el piso superior, seguidos de las pisadas de varias personas que descendían la escalera. El espanto se adueñó de Varia.
—¡No podemos dejarle irse ahora por nada del mundo! —gritó—. Hemos
de impedir hasta una sombra de escándalo. ¡Vete a pedirle perdón!
Pero el general estaba ya en la calle, seguido de Kolia, que llevaba su
maleta. Nina Alejandrovna, en pie en lo alto de la escalera, lloraba y quería
precipitarse hacia su marido. Ptitzin la retenía.
—No serviría sino para excitarlo más —aseguraba el esposo de Varia—.
No tiene ningún sitio adonde ir y de aquí a media hora le traeremos a casa…
Yo he hablado a Kolia y… Déjele llevar adelante su locura.
—¿Qué tonterías hace usted? ¿Adónde va? —gritó Gania por la ventana—.
Bien sabe que no tiene adónde…
—Vuélvase, papá —suplicó Varia—. ¿No ve que los vecinos…?
El general se detuvo, dio media vuelta y extendió los brazos.
—¡Mi maldición sobre esa casa!
—¡Siempre teatral! —rezongó Gania, cerrando la ventana con violencia.
Los vecinos, en efecto, vigilaban la escena. Varia salió precipitadamente de
la habitación. Ya solo, Gania se llevó la carta a los labios, produjo un
chasquido con la lengua y dio una cabriola.
III
En otras circunstancias, los borrascosos episodios que acabamos de señalar
no hubiesen tenido consecuencias. Ardalion Alejandrovich había atravesado
ya crisis semejantes, aunque raras veces, porque era hombre bastante tranquilo
y de inclinaciones más bien buenas que malas. Quizás unas cien veces hubiera
tratado de reaccionar contra los hábitos disolutos contraídos en aquellos
últimos años. Entonces recordaba súbitamente que era «padre de familia» y
reconciliándose con su mujer vertía sinceras lágrimas. Respetaba hasta la
adoración a Nina Alejandrovna, que le perdonaba silenciosamente tantas cosas
y que continuaba amándole por el estado de degradación en que él había caído.
Pero aquella noble lucha contra el vicio no duraba nunca mucho tiempo. El
general era, a su modo, un hombre «impulsivo», y así la vida tranquila y
arrepentida entre los suyos no tardaba en hacérsele insoportable y se sublevaba
con ella. Sufría accesos de ira que probablemente se reprochaba en el mismo
momento, pero que no lograba dominar; discutía con los que le rodeaban,
pronunciaba frases grandilocuentes, exigía respeto infinito a su persona y, al fin, desaparecía de la casa, adonde no regresaba, en ocasiones, sino después de
transcurrido bastante tiempo. Hacía dos años que había renunciado a toda
intromisión en los asuntos familiares, que sólo conocía de oídas.
Pero esta vez su crisis no se asemejó a las precedentes. Todos parecían
saber alguna cosa grave y ninguno se atrevía a hablar de ella. Sólo tres días
antes había tornado Ardalion Alejandrovich al seno de la familia; pero, en
lugar de reaparecer con la humildad de un pecador arrepentido, como tenía por
invariable costumbre en casos semejantes, había demostrado desde su regreso
una irritabilidad excepcional. Inquieto, animado en cierto modo, hablaba a
cuantos encontraba delante, cayendo sobre ellos como sobre una presa. Pero
sus charlas versaban sobre asuntos tan insólitos y heterogéneos que resultaba
imposible averiguar las verdaderas causas de su inquietud. Tenía momentos de
jovialidad, pero en general se hallaba pensativo, sin que fuese posible saber en
qué meditaba. A veces comenzaba a relatar algo —sobre las Epanchinas, sobre
Michkin, sobre Lebediev— y bruscamente enmudecía sin terminar su relato.
Cuando se le preguntaba el fin de la anécdota, contestaba con una sonrisa
absorta, sin entender siquiera las preguntas que se le dirigían. Había pasado la
noche anterior suspirando y gimiendo, hasta el punto que su mujer, creyéndole
enfermo, pasó la noche en pie, preparándole cataplasmas. El general se durmió
al alborear, despertando, cuatro horas después, en un estado de excitación que
concluyó con la disputa con Hipólito y la «maldición» que ya registramos. En
aquellos tres días se le había notado un amor propio excesivo y una
susceptibilidad extraordinaria. Kolia aseguraba a su madre que el general
estaba deprimido por falta de bebida y acaso también porque no se veía con
Lebediev y con el príncipe. Kolia pidió informes a éste y acabó pensando que
sucedía alguna cosa que Michkin no le quería comunicar. Si, como Gania
suponía con muchos visos de verosimilitud, había habido una conversación
privada entre Hipólito y Nina Aleiandrovna, parecía raro que el enfermo no se
hubiese dado el morboso placer de transmitir también sus noticias a Kolia.
Acaso Hipólito no fuese el perverso chicuelo que Gania suponía, o quizá su
maldad perteneciera a otro género. No era menos dudoso que hubiese puesto a
Nina Aleiandrovna en autos de lo sucedido, por la mera y malsana
complacencia de «lacerarle el corazón». No olvidemos que los motivos de los
actos humanos son de ordinario infinitamente más complejos y varios que lo
que se supone una vez producidos. A veces lo mejor para el narrador es
limitarse a la simple exposición de los hechos. Así procederemos al explicar la
catástrofe sobrevenida al general.
Después de ir a San Petersburgo con el propósito de buscar a Ferdychenko,
Lebediev había regresado en compañía de Ardalion Alejandrovich y no
comunicó a Michkin ninguna novedad especial. De haber sido el príncipe
menos distraído y estar menos absorto por sus preocupaciones personales,
habría notado con facilidad que Lebediev, al día siguiente y al subsiguiente, no le daba informe ulterior alguno y aun parecía eludir su presencia. Habiendo al
fin aquel detalle llamado la atención de Michkin, éste recordó con extrañeza
que en aquellos dos días, cuando había encontrado por casualidad a Lebediev,
le parecía siempre muy animado, a más de estar casi constantemente en
compañía del general. Ambos amigos no se separaban un momento. A veces
Michkin oía cerca de él alegres y vivas conversaciones, discusiones acaloradas
mezcladas con risas. Incluso en una ocasión, a una hora bastante avanzada de
la noche, llegaron a sus oídos los acordes de una canción entre báquica y
guerrera entonada por la ronca voz de bajo del general. De repente el cantante
se detuvo en seco. Durante una hora más, percibióse una conversación muy
entretenida, cuyos aislados fragmentos, al llegar a oídos de Michkin, daban a
entender que los dos interlocutores se hallaban beodos. En un momento dado,
Michkin supuso que ambos se abrazaban y uno se deshacía en llanto. A esto
siguió el tumulto de una violenta disputa y, finalmente, el silencio se adueñó
de la noche.
Kolia, en el intervalo, estaba muy preocupado. Michkin pasaba casi todo el
día fuera de casa y a veces no volvía hasta muy tarde. Al volver, le informaban
siempre de que Kolia había comparecido varias veces para buscarle. Pero
cuando se encontraban, el muchacho no sabía decir sino que estaba
«disgustado» por la conducta actual de su padre. Este y Lebediev, según decía
el joven, «andaban siempre juntos, se emborrachaban en una taberna próxima,
se abrazaban, escandalizaban en la calle, daban escenas ridículas y no sabían
separarse jamás». Cuando Michkin le hacía notar que lo mismo había sucedido
siempre, Kolia no sabía qué responder, ni cómo concretar el motivo de su
presente inquietud.
Al día siguiente de aquel que el general entonara una canción báquica y
disputara con Lebediev, Michkin, que se preparaba a salir (pues eran sobre las
once de la mañana), vio aparecer ante él a Ardalion Alejandrovich,
extremadamente agitado, casi tembloroso.
—Hace tiempo que buscaba la ocasión y el honor de verle, muy estimado
León Nicolaievich —dijo, apretando la mano del príncipe hasta hacerle daño
—. Hace tiempo, mucho…
Michkin le invitó a sentarse.
—No, no me siento… Va usted a salir… Otra vez. Al parecer, puedo
felicitarle por… haber conseguido los anhelos de su corazón.
El príncipe se sintió turbadísimo. Ciego como todos los enamorados,
imaginaba que nadie veía, comprendía ni conjeturaba su estado de ánimo.
—¿A qué anhelos se refiere? —inquirió.
—¡Tranquilícese, tranquilícese! No pretendo herir sentimientos tan delicados. Ya sé por experiencia que no gusta que un tercero meta la nariz
en… O sea, como dice el proverbio, que se meta donde no le llaman. Todos
los días siento la misma impresión… Pero he venido por otra cosa. Es un
asunto importante, muy importante, príncipe.
Michkin insistió en que se sentara, y le dio ejemplo.
—Un minuto nada más. He venido a pedirle consejo. Sé que no tengo,
desde luego, fin práctico alguno en mi vida; pero, como me respeto a mí
mismo… y estimo ese espíritu práctico de que tanto carecemos en Rusia por
desgracia, desearía situarme… así como a mi esposa e hijos, en una posición
que… En resumen, príncipe, necesito consejo.
Michkin aprobó con efusión los propósitos del general, quien le
interrumpió bruscamente.
—Todo eso son tonterías. No era eso lo que le quería decir, sino una cosa
más importante. He resuelto, León Nicolaievich, franquearme con usted, ya
que le considero hombre que, por su nobleza de sentimientos y sinceridad de
proceder, puede… puede… ¿No le extrañan mis palabras, príncipe?
Michkin miraba a su interlocutor, si no con mucha extrañeza, al menos con
inmensa atención y curiosidad. El general estaba algo pálido, sus labios
temblaban levemente de cuando en cuando, y sus manos se movían sin cesar,
inquietas. Aunque sólo llevaba sentado pocos minutos, se había levantado ya
dos veces para volver a dejarse caer en la silla. Era palmario que ejecutaba
todos aquellos movimientos sin darse cuenta. Encima de la mesa había varios
libros. Tomó uno, lo abrió, hojeólo, lo dejó en su sitio para coger otro y no
abrió éste siquiera, conservándolo, cerrado, en la mano derecha, que agitaba
sin parar.
—Basta —exclamó de repente—. Ya veo que le molesto.
—¡En absoluto! ¡Parece mentira! Le atiendo con mucho gusto y quisiera
saber…
—Yo, príncipe, deseo colocarme en una situación honorable… Quiero
poder estimarme a mí mismo para que… mis derechos…
—Desde el momento en un hombre siente tales deseos es digno ya de la
mayor consideración.
Era una frase tomada de un cuaderno de escritura, pero Michkin juzgó que
en el estado de ánimo en que se encontraba el general un aforismo cualquiera,
de una sonoridad huera, pero agradable, podría ejercer una acción sedante
sobre su espíritu. Y el general, en efecto, se sintió muy complacido.
Lisonjeado y lleno de emoción, cambió inmediatamente de acento y se
extendió, de modo solemne, en prolijas explicaciones. Pero, a pesar de la atención que Michkin le prestó, le fue imposible entender nada en absoluto.
Durante diez minutos Ivolguin se expresó con volubilidad extrema, como
desbordado por la profusión de conceptos que quería exponer. Al final, incluso
asomaron lágrimas a sus ojos. Desgraciadamente sus frases no tenían pies ni
cabeza: eran raudales de palabras incoherentes e ininterrumpidas.
—Basta ya —acabó, levantándose—. Usted me ha comprendido. Estoy
tranquilizado, pues. Un corazón como el de usted no puede dejar de
comprender a un hombre afligido. ¡Es usted noble como un ideal, príncipe!
¿Qué vale el resto de los hombres, comparados con usted? ¡Es usted joven!
¡Acepte mi bendición! En resumen, he venido a pedirle hora para poder
celebrar con usted una entrevista seria y grave, en la que hago reposar todas
mis esperanzas. No busco más que amistad y simpatía, príncipe. Me lo exigen
los impulsos de mi corazón.
—¿Por qué no hablar ahora? Estoy dispuesto a escucharle.
—No, príncipe, no —atajó el general vivamente—. Ahora no. Es inútil
imaginarlo. Es demasiado importante, demasiado importante. Esa hora de
conversación decidirá mi suerte… Será mi hora, y no quiero que en tan
sagrado momento el primer recién llegado, un insolente cualquiera, pueda
interrumpirnos… —E inclinándose al oído del príncipe continuó en voz baja,
con acento extraño, misterioso, casi de temor—: Un insolente que no vale ni
para descalzarle, príncipe, respetadísimo príncipe… No digo «descalzarme»,
porque me respeto demasiado para… Pero usted, sólo usted, puede
comprender que al no hablar en este momento de descalzarme a mí, acaso
revelo un orgullo y una dignidad extraordinarios. Salvo usted, nadie puede
comprender esto. Y él menos que nadie. Él no comprende nada, príncipe. Es
absolutamente incapaz de comprender. ¡Absolutamente! Para comprender hay
que tener corazón.
Michkin, casi aterrado sin saber el motivo, indicó al general que podían
hablar a solas a la misma hora del día siguiente. Ivolguin se retiró muy
confortado y consolado. Por la tarde, entre seis y siete, Michkin mandó recado
a Lebediev diciendo que tendría mucho gusto en hablar dos palabras con él.
Lebediev compareció muy satisfecho, «estimando la cita como un honor»,
según dijo. No podía caber la menor duda, juzgando por su aspecto y
obsequiosidad, que había estado eludiendo a Michkin tres días seguidos.
Sentóse en el borde de una silla, sonriendo, haciendo muecas, guiñando los
ojos, frotándose las manos. Su semblante era el de un hombre que se prepara
ingenuamente a informarse de una gran noticia desde mucho atrás esperada y
ya adivinada por todos. Michkin volvió a sentirse desazonado. Advertía que la
gente esperaba oírle contar algo y felicitarle con efusión. Todos se le
acercaban con sonrisas, medias palabras, guiños significativos. Keller había comparecido ya en tres ocasiones, impelido por el evidente deseo de felicitar
al príncipe; pero siempre, tras iniciar un cumplido ditirámbico y vago, no
acertaba a terminar y se iba sin haber dicho nada en concreto. Últimamente se
dedicaba a beber con mayores bríos aún que de costumbre y era punto fuerte
en las salas de billar. El propio Kolia, pese a su inquietud, había en dos
ocasiones, hablando con el príncipe, insinuado algunas alusiones.
Michkin, sin preámbulos y con tono ligeramente irritado, preguntó a
Lebediev qué opinión tenía sobre el estado presente del general y por qué
Ardalion Alejandrovich se hallaba tan preocupado. Y en breves palabras relató
la escena anterior.
—Cada uno tiene sus preocupaciones, príncipe, y más en nuestro siglo
absurdo e inquieto —repuso Lebediev con cierta sequedad, exteriorizando
visibles despecho y disgusto.
—¡Qué filósofo está usted hoy! —sonrió Michkin.
—¡Buena falta hace la filosofía en nuestra época, sobre todo en sus
aplicaciones prácticas! Pero lo malo es que no se la tiene en cuenta. Por mi
parte, muy respetado príncipe, he podido ser honrado con la confianza de
usted en cierto caso que usted sabe, pero sólo hasta cierto punto y sólo cuando
las circunstancias se referían directamente a ese caso único… Pero me hago
cargo de todo y no me quejo.
—Parece usted enfadado conmigo, Lebediev.
—¡Ni lo más mínimo, respetado y espléndido príncipe! —exclamó
Lebediev exaltadamente, llevándose la mano al corazón—. Muy al contrario,
he comprendido bien que ni mi posición en el mundo, ni mis antecedentes, ni
mi sabiduría, nada, en fin, me hacen acreedor a su confianza. Sé bien que si en
algo puedo servirle es sólo como esclavo, como mercenario, y no de otra
manera… No estoy incomodado, sino entristecido.
—¡Vamos, vamos, Lukian Timofeievich!
—Sí, señor. Y ahora mismo lo veo. Al acercarme a usted, concentrando
todas las energías de mi alma y mi corazón en usted, venía pensando: «Sé que
no tengo el derecho de esperar noticias de amigo a amigo, puesto que soy
indigno de ellas; pero acaso como dueño de la casa reciba, en el momento
oportuno, que debe ser ahora, una orden o una advertencia relativas a ciertos
acontecimientos que son de esperar para en breve».
Y, hablando así, Lebediev fijaba sus ojillos en el rostro del príncipe, quien
le contemplaba con sorpresa. Lukian Timofeievich esperaba todavía ver
satisfecha su curiosidad.
—Le aseguro que no entiendo una palabra —afirmó Michkin, casi molesto —. ¡Es usted… un intrigante de mil demonios! —exclamó de repente,
estallando en una carcajada.
Lebediev le hizo coro. Sus ojos relampaguearon. Aguardaba, esperaba ver
satisfechas en el acto sus esperanzas.
—¿Sabe lo que voy a decirle, Lebediev? ¡Pero no se incomode! Pues bien,
admiro su candidez y le aseguro que no es usted el único que me asombra.
Siente usted en este momento un ansia tan ingenua de saber algo, que deploro
sinceramente no tener nada que decirle. ¡Se lo juro! ¿Qué le parece? —acabó
Michkin, riendo de nuevo.
Lebediev asumió un talante de digna compostura. Su curiosidad se
manifestaba, en ocasiones, de manera importuna e inocente; pero, por otra
parte, era hombre astuto y sabía, en ciertos casos, guardar un maquiavélico
silencio. Viendo que no arrancaba confidencia alguna a su inquilino, casi
sintió odio hacia él en aquel momento. Seguramente Michkin no se mostraba
más comunicativo en razón a lo delicado del tema sobre el que formulaba
alusiones Lebediev. Hacía aún muy poco tiempo que el príncipe consideraba
un delito albergar sueños semejantes. Pero Lebediev interpretó su reserva
como una ofensiva falta de confianza; se creyó desdeñado y los celos le
mordieron el corazón al reflexionar que no sólo Kolia y Keller, sino incluso su
propia hija Vera, participaban más que él de la confianza de Michkin. Si en
aquel momento hubiera tenido alguna importante noticia que comunicar al
príncipe, algo del mayor interés y que le agradara transmitirle, el rencor le
habría impedido manifestárselo.
—¿En qué puedo servirle, pues, apreciado príncipe? ¿Para qué me ha
mandado llamar? —preguntó tras una pausa.
Michkin dejó transcurrir un minuto antes de responder:
—Quería hablarle del general… y de ese robo de que ha sido usted
víctima.
—¿Qué robo?
—Vamos, ¿por qué finge? ¿Cómo le gustan tanto las farsas? ¡El dinero, el
dinero! Los cuatrocientos rublos que perdió usted el otro día, en una cartera, y
de los que me habló usted aquella mañana, antes de marchar a San
Petersburgo. ¿Comprende?
—¡Ah! ¿Aquellos cuatrocientos rublos? —exclamó Lebediev con el tono
de quien acaba de comprender algo que no recordaba—. Gracias por su
sincero interés, príncipe; me lisonjea mucho ver cómo se preocupa por mí,
pero… los encontré, y hace bastantes días.
—¿Los encontró? ¡Dios sea loado! —Su exclamación indica un corazón muy noble, porque cuatrocientos
rublos no son un costal de paja para un hombre que vive de un penoso trabajo
y ha de mantener una numerosa familia.
—No me refiero a eso —contestó Michkin—. Desde luego celebro que
haya usted encontrado su dinero; pero ¿cómo fue?
—De un modo muy sencillo: la cartera estaba debajo de la silla donde yo
había colocado mi levita, así que debió deslizarse desde el bolsillo al suelo.
—¿Bajo la silla? No es posible: me dijo usted que había buscado en todas
partes y en todos los rincones. ¿Cómo no miró, pues, en el primer sitio que era
lógico mirar?
—¡Pero si miré! ¡Me acuerdo muy bien de haber mirado! Anduve por el
suelo a cuatro patas, toqué todos los rincones, moví la silla, no creyendo en el
testimonio de mis propios ojos. No encontré nada, en el suelo no había más
cartera que la que pudiese haber en mis manos y, sin embargo, me harté de
tocarlo todo. Es una costumbre tonta esa que todos tenemos cuando
experimentamos una pérdida dolorosa y sensible. Aunque no se vea nada, se
empeña uno en tocar por todas partes, en mirar veinte veces seguidas…
—Pero, ¿cómo pudo suceder una cosa así? —exclamó Michkin, perplejo
—. Según usted, no había nada y luego la cartera ha aparecido de pronto.
—Sí, de pronto.
Michkin miró a Lebediev con extrañeza.
—¿Y el general? —inquirió de repente.
—¿El general? —repuso Lebediev, fingiendo no comprender.
—¡Dios mío! Le pregunto lo que dijo el general cuando supo que usted
había encontrado la cartera bajo la silla. Porque antes la habían buscado
ustedes dos.
—Antes sí. Pero esta vez, lo confieso, callé, prefiriendo que ignorase que
yo había encontrado la cartera por mí mismo.
—¿Por qué? Y el dinero, ¿no había desaparecido?
—No faltaba un solo rublo.
—Debió usted decírmelo —observó Michkin, pensativo.
—Temí importunarle, príncipe, dadas sus impresiones, y si me permite la
expresión, extraordinarias de este momento. He procedido como si no hubiese
encontrado nada. Una vez seguro de que la cantidad estaba intacta, cerré la
cartera y la puse otra vez bajo la silla. —¿Para qué?
—Para llevar la investigación hasta el fin —repuso Lebediev, riendo y
frotándose las manos.
—¿Y sigue allí desde anteayer?
—No. Sólo ha permanecido veinticuatro horas. Yo deseaba, ¿sabe?, que el
general la encontrara también. Pensaba que si yo había terminado por
descubrir la cartera, también podría encontrarla el general, ya que es un objeto
que salta a los ojos y se ve perfectamente bajo la silla. Incluso he cambiado de
sitio ésta repetidas veces, para que el general no pudiese dejar de observar la
cartera, pero no la ha visto a pesar de haber estado expuesta allí veinticuatro
horas. Al general se le notaba muy distraído, parecía no darse cuenta de nada,
hablaba, relataba historias, reía y de pronto se indignaba conmigo sin que yo
supiese la causa. Al salir de la habitación dejé abierta la puerta a propósito
para que reparase en la cartera. Y él estaba desconcertado, inquieto; acaso
temiese por la suerte de la suma… De pronto se enfureció y guardó silencio.
Apenas dimos dos pasos en la calle, me dejó plantado y se fue en dirección
opuesta a la mía. Por la noche nos encontramos en la taberna.
—Pero al fin guardó usted la cartera de nuevo, ¿no?
—No. Por la noche volvió a desaparecer de debajo de la silla.
—¿Y dónde está ahora, entonces?
Lebediev se incorporó y miró jovialmente a Michkin.
—Aquí —repuso riendo—, en el faldón de mi levita. Ha vuelto a aparecer
de improviso aquí. Mire, mire; toque…
En el faldón izquierdo de la levita se advertía al tacto una cartera de cuero,
sin duda deslizada hasta allí a través de un bolsillo agujereado.
—La he sacado para registrarla. Los cuatrocientos rublos siguen intactos.
La he puesto en el mismo sitio, y desde ayer por la mañana la llevo así,
golpeándome las piernas.
—¿Y él no ha observado nada?
—Nada, ¡je, je, je! Figúrese, muy apreciado príncipe (aun cuando el asunto
no sea muy digno de su atención), que mis bolsillos estaban en buen estado.
¡Y en una noche aparece semejante agujero! He examinado el interior y he
visto que la abertura estaba practicada con un cortaplumas. ¡Parece increíble!
—¿Y… el general?
—Ha seguido furioso todo el día. Hoy continúa de muy mal humor. A
veces manifiesta una alegría alcohólica o una sensibilidad lacrimosa, y a lo mejor se indigna hasta un punto que me espanta. Yo, príncipe, no soy hombre
de armas tomar. Ayer estábamos juntos en la taberna. De pronto el general
observa el faldón de mi levita, abultado por la cartera, y se enoja. Hace mucho
que no me mira a la cara, no siendo cuando está muy ebrio o muy conmovido,
pero ayer me miró de un modo que dióme escalofríos. Mañana me propongo
informarle del encuentro de la cartera, pero antes pasaré hoy una veladita en la
taberna con él.
—¿Por qué le atormenta así? —preguntó Michkin.
—No le atormento, príncipe, no le atormento —repuso, con calor,
Lebediev—. Le quiero sinceramente… y le estimo. Además, créalo usted o no
lo crea, ahora le quiero más que nunca. ¡Le aprecio mucho más que antes!
Pronunció aquellas palabras en tono tan serio y con tal apariencia de
sinceridad, que el príncipe no pudo oírlas sin indignarse.
—¿Le quiere y le hace padecer así? Fíjese: se ha arreglado para que usted
encuentre lo perdido, lo ha colocado bajo la silla y en su levita. Con eso le da
bien a entender que no quiere disputar con usted y que le ruega sinceramente
que le perdone. ¡Sí, le pide perdón! Es decir, que cuenta con la delicadeza de
los sentimientos de usted y, por lo tanto, cree en su amistad. ¡Y usted rebaja de
tal modo a un hombre tan… honrado!
—Muy honrado, príncipe, muy honrado —repitió Lebediev, con los ojos
brillantes—. Sólo usted, nobilísimo príncipe, era capaz de pronunciar palabra
tan justa. Sólo por ello le veneraré toda mi vida, príncipe, por muy corrompido
que yo sea. ¡Me he decidido! Voy a encontrar la cartera ahora mismo, no
mañana. La sacaré de la levita ante sus propios ojos, príncipe. Aquí la tiene,
con todo el dinero. Guárdemela hasta mañana, noble príncipe: Mañana o
pasado mañana se la pediré.
—No, vaya a decirle sin rodeos que la ha encontrado. Primero procure que
él se fije en que no lleva usted el faldón abultado. Con eso comprenderá.
—¿No valdría más decirle que la he encontrado y fingir que no he tenido
nunca duda alguna?
—No —dijo el príncipe, tras un momento de reflexión—. Es muy tarde ya:
sería peligroso. Más vale que calle. Muéstrese amable con él… sin exagerar…
Ya sabe…
—Lo sé, príncipe, lo sé… Es decir, sé que no ejecutaré bien el proyecto,
porque para eso hace falta un corazón como el suyo… Además, yo mismo
estoy disgustado. A veces el general me abraza sollozando, luego me humilla y
me colma de desprecios. Ea, voy a hacer que repare en el faldón de mi
levita… ¡Ja, ja! Hasta luego, príncipe. Le molesto, le distraigo de sentimientos muy interesantes, si vale la expresión.
—Pero, por amor de Dios, ni una palabra sobre lo pasado…
—Seré silencioso…, silencioso…
Aun cuando el asunto hubiese concluido, Michkin quedó más preocupado
que antes. Y esperó con impaciencia la entrevista que debía tener al día
siguiente con el general.
IV
La cita era al mediodía, pero el príncipe se retardó insólitamente y cuando
volvió a casa halló al general esperándole ya. Michkin notó en seguida que
Ivolguin estaba descontento, acaso con motivo de la espera. El príncipe se
sentó y presentó excusas al visitante. Pero sentía una extraña timidez. Dijérase
que el general era de porcelana y que él tenía miedo de romperlo. Hasta
entonces la presencia de Ivolguin no le había intimidado nunca; ni siquiera se
le ocurrió jamás que ello pudiera suceder, mas ahora observó que su visitante
era un hombre muy distinto al de la víspera: Ardalion Alejandrovich no estaba
turbado ni distraído; parecía dueño de sí y su rostro evidenciaba una
resolución definida. No obstante, aquella calma era más aparente que real.
Pero, en todo caso, hoy todo unía en él una especie de dignidad reprimida a la
naturalidad aristocrática de sus maneras. Acogió incluso con cierta altiva
indulgencia las disculpas del príncipe, a las que contestó en términos amables,
pero sin disimular cierto disgusto de hombre orgulloso e injustamente
ofendido.
—Le he traído el libro que me prestó el otro día —dijo señalando un
folletón que había puesto sobre la mesa—. Gracias.
—¿Lo ha leído? ¿Qué le parece? Curioso, ¿verdad? —preguntó Michkin,
satisfecho de poder llevar la conversación sobre temas indiferentes.
—Curioso, si usted quiere, pero tosco y, sin duda, absurdo. Tal vez no sea
más que una trama de embustes —dijo el general con seguridad, engolando
mucho la voz.
—Me parece un relato muy cándido. Las impresiones de un soldado
veterano testigo ocular de la estancia de los franceses en Moscú… Algunos
detalles resultan encantadores. Esas memorias de testigos presenciales son
siempre de interés, sea quien sea el narrador. ¿No es verdad?
—En el puesto del director, yo no habría publicado eso. El público, cuando
se trata de descripciones de testigos oculares, suele creer mejor en las mentiras desvergonzadas de un embustero que en los relatos verídicos de un hombre
que ha merecido bien de su país. Conozco ciertas memorias sobre el año 1812
que… He tomado una resolución, príncipe: dejar esta casa, la casa del señor
Lebediev —dijo de repente el general, mirando significativamente a Michkin.
—Tiene usted habitación en Pavlovsk en… en casa de su hija —comentó
el príncipe, no sabiendo qué decirle y recordando que el general se proponía
hablarle de un importante asunto del que dependía su suerte.
—Perdón: en la de mi mujer. En otras palabras, en mi casa, que es también
la de mi hija.
—Excúseme… Yo…
—Abandono esta casa, querido príncipe, porque he reñido con Lebediev.
He roto anoche, lamentando no haberlo hecho antes. Soy muy considerado en
todo, príncipe, y deseo que las personas a quienes, en cierto modo entrego mi
corazón me paguen en la misma moneda. He sabido dar mi corazón a menudo
y casi siempre he sido defraudado. Ese hombre es indigno de mí…
—Es algo extravagante —observó discretamente Michkin—: tiene ciertas
facetas… Pero, a pesar de todo, se advierte en él corazón, un espíritu
ingenioso y un carácter divertido…
El príncipe medía sus expresiones y hablaba con acento respetuoso, lo cual
halagaba al general, quien, sin embargo, no dejaba de mirar a veces a su
interlocutor con desconfianza. Pero el tono de Michkin era tan natural y
sincero que no autorizaba sospecha alguna.
—Soy el primero en reconocer —contestó el general— que posee algunas
buenas cualidades. Sólo por eso concedí mi amistad a semejante individuo.
Pero poseo una familia y no necesito su hospitalidad ni su casa. No pretendo
carecer de defectos; soy intemperante, bebía mucho vino en su compañía, y
acaso sea yo mismo el primero en deplorarlo ahora. Pero (y perdone esta
brutal franqueza a un hombre enojado), ¿acaso yo le trataba sólo por amor al
vino? No: me habían seducido en él precisamente las cualidades que acaba
usted de señalar. Mas hay un límite a todo, y cuando Lebediev tiene el descaro
de sostener que en 1812, siendo niño, perdió la pierna izquierda y la hizo
enterrar en el cementerio Vagankovsky en Moscú, ¿no lo hace para faltarme al
respeto? ¿No constituye tal atrocidad una verdadera insolencia?
—Sería una broma. Lo diría para hacer reír.
—Me hago cargo. Una mentira inocente contada para despertar la risa no
puede ofender a nadie. Incluso hay gentes que mienten por afecto, para divertir
a sus interlocutores. Pero si se muestra que se toma al oyente por un imbécil,
si con tal desatino se trata de indicar al interesado que se está harto de su amistad, entonces un hombre de honor no puede hacer sino una cosa: llamar al
orden al desvergonzado y suspender su relación con él.
El general estaba rojo de indignación.
—Lebediev no pudo estar en Moscú en 1812. Es demasiado joven… La
anécdota es ridícula.
—Eso en primer lugar. Pero, suponiendo que ya hubiese nacido entonces,
¿cómo admitir que un «chasseur» francés le apuntó con un cañón y le arrancó
la pierna para divertirse y cómo creer que él recogió la pierna y la hizo
inhumar en el cementerio Vagankovsky? Añade que en el lugar donde está
enterrada hizo erigir un mausoleo en uno de cuyos lados se lee: «Aquí yace la
pierna del secretario del colegio Lebediev», y en el otro: «Reposad, queridos
restos, en espera del día de la resurrección». Hasta asegurar que hace decir una
misa anual por ella (lo cual es un sacrilegio) y que todos los años va a Moscú a
fin de asistir a la ceremonia. Para probarme la verdad de sus palabras me
invita a ir a Moscú y asistir a la misa, así como ver el cañón que, según él, fue
tomado luego por los rusos y se halla en el Kremlin. Es el decimoprimero a
partir de la puerta, un antiguo falconete francés.
—¡Y, además, Lebediev tiene las dos piernas, o, al menos, lo parece! —rio
Michkin—. No se enfade con él. Es una broma inocente.
—Permítame sostener mi opinión. Lo de las dos piernas que parece tener
no sería lo más grave, porque, según afirma, una de ellas es un miembro
ortopédico articulado.
—Según dicen, con una pierna artificial de las inventadas por
Chernozvitov se puede hasta bailar.
—Lo sé muy bien. Cuando Chernozvitov la inventó se apresuró a venir a
enseñármela. Pero no la inventó hasta mucho después de 1812. Para colmo,
Lebediev asegura que su difunta esposa ignoró durante todo su matrimonio
que él tenía una pierna artificial. «Si tú eras en 1812 paje de Napoleón —me
dijo cuando le hice observar los absurdos de su relato—, no te asiste el
derecho de extrañarte de que yo tenga una pierna enterrada en el cementerio
Vangankovsky».
—¿Pero usted…? —comenzó el príncipe, muy turbado.
Ivolguin pareció algo confuso también. Mas se repuso en seguida y miró a
Michkin con aire irónico.
—Acabe, príncipe, acabe —dijo con excepcional dulzura—. Yo soy
indulgente: dígalo todo. Le asombra que un hombre a quien ve en tal estado de
degradación… e inutilidad, haya podido ser testigo de vista de… de grandes
acontecimientos. ¿No es así? ¿No le ha venido ese hombre con habladurías? —Lebediev, si se refiere a él, no me ha dicho nada.
—Ya… Yo creía lo contrario… Ayer, estando juntos, hablamos de ese
folletón absurdo que acabo de devolver a usted. Yo indiqué sus inexactitudes,
y como he sido testigo personal… ¿Sonríe usted, príncipe? Porque noto que
me mira a la cara.
—No: yo…
—Parezco bastante joven —prosiguió el general con naturalidad—, pero
soy algo más viejo de lo que parezco. En 1812 yo contaba diez o doce años.
Nadie sabe mi edad a punto fijo, ni yo mismo. En mi hoja de servicios no está
indicada tampoco. Siempre he tenido la debilidad de hacerme pasar por más
joven.
—No me extraña, general que estuviese en 1812 en Moscú. Y sin duda
puede narrar sus recuerdos como todos los que estuvieron entonces allí. Uno
de esos autobiógrafos moscovitas ha contado que él, en 1812, era niño de
pecho y los soldados franceses le hicieron comer un trozo de pan.
—Mi caso, desde luego, se sale de lo corriente —dijo el general, benévolo
—. Y sin embargo, no tiene nada de extraordinario en sí. La verdad, muy a
menudo, parece imposible. ¡Paje de Napoleón! Sin duda eso parece una cosa
muy rara. Pero la aventura de un niño que podría contar sobre diez años se
explica precisamente por su edad. A los quince años no habría sucedido por la
poderosa razón de que a los quince años yo no hubiese huido de casa para
presenciar la entrada de Napoleón en Moscú, sino que habría quedado junto a
mi madre, que sorprendida por la irrupción del enemigo, permanecía,
temblando de miedo, en nuestra casa de madera de la Staray Basmanaya. A los
quince años yo hubiese tenido miedo, pero a los diez no lo tenía y por eso,
abriéndome camino a través de la multitud apiñada ante el palacio, llegué a la
escalera en el momento en que Napoleón se apeaba.
—Con razón dice usted que un niño de diez años puede no tener miedo de
nada —asintió Michkin, muy mortificado al notar que se ruborizaba.
—Sin duda, y por ello todo se desarrolló del modo más sencillo y natural,
como sólo en la realidad sucede. Si un novelista lo cuenta, lo colma de detalles
disparatados, inverosímiles.
—Así es —se apresuró a reconocer el príncipe—. Ya se me ha ocurrido esa
idea hace algún tiempo. Los periódicos han hablado de un asesinato que tuvo
por objeto robar un reloj sin valor. Si un escritor hubiese inventado tal cosa,
los críticos y las personas que se juzgan conocedoras del carácter humano
dirían que era inverosímil. Y, no obstante, los detalles de ese crimen llevan el
sello auténtico de la realidad rusa. Su observación es muy justa, general —
concluyó el príncipe con vehemencia, satisfecho de poder engañar a Ivolguinsobre la causa de su rubor.
—¿Verdad que sí? —exclamó el general, radiante de alegría—. Un
chiquillo, un niño ignorante de todo se atreve sin duda a deslizarse entre el
gentío para ver un cortejo brillante, uniformes y un hombre ilustre del que ha
oído hablar mucho. Porque hacía varios años que no se hablaba de otra cosa
que de él. El mundo estaba lleno de aquel nombre; yo lo había, por decirlo así,
bebido en el seno de mi madre. Napoleón, al pasar junto a mí, me miró por
casualidad, y, como yo vestía muy bien, con mis ropitas de «bartchenok», se
fijó en mí. Yo, ostentosamente ataviado, entre aquella turba, solo, tan niño…
Usted comprenderá…
—Sin duda. Debió de impresionarse, además, ver que no todos habían
abandonado la población, y que incluso quedaba en ella gente distinguida.
—¡Justo, justo! Quería atraerse a la nobleza. Cuando su mirada de águila
se fijó en mí, probablemente vio encenderse una llama en mis ojos, porque
dijo: «Voilà un gaillard bien eveillé!». Y luego me preguntó: «Qui est ton
père?». Yo le respondí con voz casi sofocada por la emoción: «Un general que
ha caído en el campo de batalla defendiendo su patria». «Le fils d'un boyard et
d'un brave par-dessus le marché! J'aimes les boyards. M'aimes tu, petit?». La
respuesta brotó, espontánea, de mis labios: «Un corazón ruso sabe distinguir
entre el grande hombre y el enemigo de su patria». No recuerdo si me expresé
así literalmente, puesto que era un niño; pero fue tal el sentido de mis palabras.
E impresionaron mucho a Napoleón, porque dijo a quienes le rodeaban: «Me
gusta el orgullo de este niño. Pero si todos los rusos piensan como él…» Y, sin
decir más, entró en el palacio. Le seguí, mezclado con la escolta, que
viéndome tratado así por él me consideraban ya favorito suyo. Todo pasó en
un instante. Recuerdo que al entrar en el primer salón el emperador se detuvo
ante el retrato de la emperatriz Catalina, lo miró largamente, pensativo, y al fin
exclamó: «¡Era una gran personalidad!», tras lo cual siguió adelante. Dos días
después, todos me conocían ya en el palacio y en el Kremlin y me llamaban
«le petit boyard». Yo no volvía a casa más que a la hora de acostarme, y por
cierto que allí todo andaba desquiciado. Dos días después murió el paje de
cámara de Napoleón, el barón de Bazancourt, que no pudo resistir las fatigas
de la campaña. Napoleón se acordó de mí y me envió a buscar. Me condujeron
a palacio sin decirme el motivo y, una vez allí, me vistieron el uniforme del
muerto, que era un niño de doce años, y en tal forma me llevaron al
emperador. Éste me hizo un leve signo de cabeza. Después me informaron de
que su Majestad se había dignado nombrarme paje de cámara. Me sentí
encantado, porque experimentaba por él hacía mucho tiempo viva simpatía. Y
además un uniforme bello es cosa siempre agradable a un niño. Llevaba un
frac verde oscuro, faldones largos y estrechos, botones dorados, ribetes rojos y
adornos de oro en las bocamangas y faldones; un cuello alto, rígido, abierto; calzón corto blanco de gamuza, chaleco blanco de seda, medias de seda y
zapatos de hebilla. Cuando estaba de servicio y había de acompañar al
emperador en sus paseos a caballo, usaba botas de montar a la escudera.
Aunque la situación no era muy buena y se presentían grandes desastres, la
etiqueta no se rebajaba en lo más mínimo, e incluso era más rigurosa cuando
se advertían síntomas de malos momentos.
—Claro, claro —murmuraba el príncipe, anonadado—. Sus memorias
serían… muy interesantes.
El general no hacía sino repetir lo que contara la víspera a Lebediev, y sus
palabras fluían por sí solas; pero en aquel instante volvió a dirigir a su
interlocutor una mirada suspicaz.
—¿Mis memorias? —repuso con más dignidad aún—. ¿Escribir mis
memorias? Nunca me ha tentado tal cosa, príncipe. En realidad, ya están
escritas, pero no han salido de mis gavetas. No me opongo a que se publiquen
cuando yo esté enterrado. Y entonces sin duda serán traducidas a varias
lenguas, no por su mérito literario, sino por los grandes sucesos que relatan y
de los que fui testigo presencial. Cierto que yo entonces no era más que un
niño, pero merced a ello pude penetrar en la intimidad del gran hombre, e
incluso en su alcoba. Por las noches yo escuchaba los gemidos del «Titán
angustiado», ya que él no tenía motivos para ocultar sus ansiedades y sus
lágrimas a un niño. Lo que más le desolaba era el silencio del emperador
Alejandro.
—Sí… Napoleón le escribía… proponiendo negociaciones de paz —
balbució Michkin.
—No se sabe a punto fijo qué proposiciones contenían sus cartas, pero
escribía sin cesar, a todas horas; enviaba emisario tras emisario. Estaba muy
inquieto… Una noche, hallándonos solos, yo, que le quería mucho, me lancé
hacia él llorando. «Pedid perdón al emperador Alejandro», pero como niño
que era, expresé ingenuamente mi pensamiento. Él, que paseaba a lo largo del
aposento, me contestó (porque parecía haber olvidado que yo era un niño y le
gustaba departir conmigo): «Hijo mío, estoy dispuesto a besar los pies del
emperador Alejandro, pero al rey de Prusia y al emperador de Austria los
odiaré eternamente… En fin, tú no entiendes de política». De pronto pareció
darse cuenta de a quién hablaba y calló. Pero sus ojos siguieron brillando de
fiereza durante largo rato… Bien, príncipe: si yo cuento por escrito todos esos
hechos, los grandes hechos de que fui testigo, si los entrego a la publicidad,
entonces vendrían todos esos críticos, todas esas vanidades, todas esas
envidias, todos esos partidos políticos, y… No, príncipe, ese riesgo no lo corre
este respetuoso servidor.
—Respecto a eso, tiene usted razón evidentemente —contestó Michkin, tras una pausa—. Últimamente he leído el libro de Charasse sobre la campaña
de Waterloo. Es sin duda un libro serio, y, según los especialistas, no deja nada
que desear. Pero en todas las páginas se evidencia la alegría que el autor
experimenta en el fracaso de Napoleón; y si se pudiese discutir a éste todo
talento militar incluso en sus restantes campañas, se observa que Charasse se
sentiría dichoso. De modo que el espíritu partidista echa a perder una obra tan
seria. Y diga: ¿le entretenía mucho tiempo su… servicio al emperador?
Aquel lenguaje produjo al general vivo contento. Oyendo al príncipe
expresarse con tan ingenua seriedad, sintió que se disipaban los últimos restos
de su desconfianza.
—¡Ese autor! También yo me he indignado. Incluso le escribí y… No me
acuerdo de más en este momento. ¿Me preguntaba usted si el servicio me daba
muchas ocupaciones? No. Aunque nombrado paje de Cámara, yo no lo tomé
en serio. Napoleón perdió muy pronto las esperanzas de granjearse las
simpatías de los rusos y como me había tomado a su servicio por razones
políticas, sin duda habría concluido olvidándome… de no haberme tomado
mucho afecto. Puedo decirlo con justicia. También yo lo experimentaba por él.
El servicio se reducía a poca cosa: ir a veces a palacio y acompañar al
emperador cuando paseaba a caballo. Yo montaba bastante bien. Napoleón
salía generalmente antes de comer. Solíamos acompañarle Davout, yo, el
mameluco Roustan…
—Constant —rectificó Michkin casi involuntariamente.
—No. Constant no estaba entonces en Moscú. Había marchado con una
carta para… la emperatriz Josefina. Pero había en su lugar dos ordenanzas y
algunos lanceros polacos, que completaban el séquito, aparte, naturalmente,
los generales y mariscales, quienes acompañaban a Napoleón para explorar los
contornos y tratar de la disposición de las tropas. Casi siempre iba con él
Davout. Aún me parece verle: era un hombre recio, flemático, con gafas, de
extraños ojos… El emperador le consultaba con mucho interés y se dejaba
llevar mucho por sus opiniones. Recuerdo que celebraron consejo durante
varios días. Davout acudía mañana y noche, y a menudo discutía con
Napoleón. Este, al fin pareció aceptar la opinión de su consejero. Yo estaba en
el aposento donde se celebraba la entrevista, pero nadie hacía caso de mi
presencia. De pronto la mirada de Napoleón se fijó en mí. Y me dijo
repentinamente: «Niño, ¿qué te parece? Si me convierto a la religión rusa y
liberto los siervos, ¿se aliarán los rusos a mí?». «¡Nunca!», exclamé
indignado. La palabra impresionó a Napoleón. «La llama patriótica que acaba
de encenderse en los ojos de este niño —exclamó— me revela el pensamiento
de todo el pueblo ruso. ¡Basta, Davout! Todo eso son fantasías. Explíqueme su
otro plan». —El proyecto no estaba mal imaginado —dijo Michkin, que escuchaba al
general con gran interés al parecer—. ¿Atribuye usted la idea a Davout?
—Al menos se habló de ella durante aquella reunión. Era sin duda una idea
de águila, una idea muy napoleónica. Pero tampoco el otro plan era ningún
absurdo. Fue el famoso conseil de lion, como el propio emperador llamó a
aquella idea de Davout. Consistía en lo siguiente: matar todos los caballos,
salarlos, requisar todo el trigo posible, fortificar el Kremlin e invernar en él.
Llegada la primavera, las tropas francesas se abrirían paso entre los rusos. El
proyecto seducía a Napoleón. A diario dábamos la vuelta al Kremlin a caballo
y Napoleón indicaba las obras defensivas necesarias: lunetas, medias lunas,
blocaos… La cosa, no obstante, estaba semiparalizada, y Davout insistía en
que se acordase definitivamente. Tuvieron, pues, una nueva conferencia, a la
que asistí también. Napoleón paseaba por la estancia con los brazos cruzados.
Mi corazón latía con fuerza, mis ojos no podían apartarse del emperador. «Me
voy», dijo Davout. «¿Adónde?», preguntó Napoleón. «A mandar salar los
caballos», repuso el mariscal. Napoleón se estremeció; su suerte iba a
decidirse. «Niko —me interrogó repentinamente—, ¿qué opinas de nuestro
plan?». Naturalmente me hacía tal pregunta lo mismo que a veces, en un
momento culminante, el hombre más inteligente se juega el porvenir a cara o
cruz. En vez de contestar a Napoleón, me dirigí a Davout: «General —le dije
con acento en el que había auténtica inspiración—, vuélvase a su país». Y se
abandonó el proyecto de quedarse en Moscú. Davout se encogió de hombros y
salió rezongando: Bah!, il devient superstitieux! Al día siguiente se dispuso la
retirada.
—Todo eso es interesantísimo —comentó Michkin en voz baja—, si es que
ha sucedido así… Quiero decir… Entiéndame…, —se apresuró a decir,
temeroso de haber ofendido al general.
Pero Ardalion Alejandrovich, excitado por su relato, no parecía dispuesto a
detenerse ni aun cuando hallara en su interlocutor la más extrema
incredulidad.
—¡«Todo eso», príncipe! ¡Pero si hay mucho más! Hasta ahora sólo he
contado miserias, cosas políticas… Pero le repito que he sido testigo de
lágrimas y gemidos nocturnos del gran hombre. ¡Y eso no lo ha visto nadie
más que yo! Hacia el fin, es cierto, ya no lloraba, pero gemía con frecuencia y
su rostro se ensombrecía cada vez más. Era como si la eternidad le sombrease
ya con sus alas. Por la noche pasábamos horas enteras juntos y silenciosos,
mientras el mameluco Roustan roncaba en la habitación contigua. Aquel
hombre dormía con un ruido infernal, pero Napoleón lo toleraba porque, según
solía decir, era muy adicto al emperador y a la dinastía. Una vez sentí tal
compasión que las lágrimas acudieron a mis ojos. El emperador, notándolo,
me contempló con ternura y dijo: «Te duele mi suerte… Acaso haya otro niño que llora por mí: mi hijo, le roi de Rome. El resto de los hombres me odian y,
en mi desgracia, mis hermanos son los primeros en traicionarme». Me
precipité hacia él, sollozando. Él no pudo contenerse y ambos nos abrazamos y
mezclamos nuestras lágrimas. «Escribid una carta a la emperatriz Josefina», le
dije entre sollozos. Napoleón estremecióse y, tras un momento de reflexión,
repuso: «Gracias, amigo mío, por haberme recordado un tercer ser que me
ama». Y, sentándose a la mesa, escribió a Josefina. Al día siguiente, Constant
salió con la carta.
—Hizo usted bien —dijo Michkin— sugiriéndole un buen sentimiento
cuando se abandonaba a sus pensamientos sombríos.
—Justo, príncipe. A eso quería yo llegar. Ha comprendido usted por
intuición cuál era mi propósito —exclamó el general entusiasmado, mientras
las lágrimas asomaban a sus ojos—. Sí, príncipe: fue un espectáculo
admirable. ¿Sabe que estuve a punto de seguirle a París? Y entonces sin duda
hubiese compartido su cautiverio en aquella isla terrible… Pero, ¡ah!, el
destino nos separó. Él partió hacia la isla donde quizá recordara, en momentos
de lacerante tristeza, las lágrimas del pobre niño que le abrazaba
despidiéndose de él en Moscú, y yo fui enviado al cuerpo de cadetes, donde no
encontré más que una disciplina brutal, camaradas toscos y… ¡Qué lejos está
todo eso! El día de su marcha, estando ya en el caballo, me dijo: «No quiero
separarte de tu madre, pero me gustaría hacer algo por ti». Yo, tímidamente,
viéndole agitado y sombrío, repuse: «Escribidme algo, como recuerdo, en el
álbum de mi hermana». Él pidió una pluma y cogió el álbum. «¿Qué edad
tiene tu hermana?», preguntó, ya con la pluma en la mano. «Tres años»,
respondí Petitte fille, alors. Y escribió en el álbum estas palabras: Ne mentez
jamais. —Napoleón, votre ami sincere. Reconocerá, príncipe, que tal consejo
y en tal momento…
—Sí; es muy significativo.
—Mientras vivió mi hermana (que murió de parto) aquel autógrafo
figuraba en una pared de su salón, bajo un cristal enmarcado en oro. Luego no
sé lo que ha sido de él. ¡Dios mío, las dos! ¡Cómo le he entretenido, príncipe!
¡Es imperdonable!
Y el general se levantó.
—Nada de eso —aseguró Michkin—. Me ha interesado usted mucho. ¡Es
tan interesante todo esto! En fin: le estoy muy reconocido.
Ivolguin estrechó la mano de su interlocutor hasta hacerle daño y fijó en él
una mirada entusiasta. Luego agregó, a impulsos de una idea súbita que
acababa de acudir a su mente:
—Príncipe, es usted tan bueno, tiene un corazón tan ingenuo, que a veces casi me da lástima. Me conmueve usted… ¡Dios le bendiga! ¡Así comience
para usted una nueva vida y florezca… en amor! La mía ha terminado…
Perdone, perdone.
Cubrióse el rostro con las manos y se retiró a toda prisa. Michkin no podía
dudar de la sinceridad de la emoción de aquel hombre. No dejaba por ello de
comprender que Ivolguin se iba ebrio de alegría por su triunfo, aun cuando
Michkin sospechaba que el general pertenecía a esa clase de mentirosos que
nunca se ilusionan sino a medias sobre la credulidad de sus oyentes. En el
presente caso podía muy bien ocurrir que a su exaltación sucediese pronto en
el ánimo del general una vergüenza extraordinaria, en cuyo caso miraría como
ofensa la comprensiva atención con que su interlocutor le escuchara. «¿Habré
hecho mal en dar vuelos a su manía?», díjose Michkin con inquietud. De
pronto, súbitamente presa de la hilaridad, rompió en carcajadas durante diez
minutos. Poco le faltó para que se reprochase sus risas; pero en seguida
comprendió también que nada tenía que reprocharse, ya que sólo una inmensa
compasión le había dictado la conducta que demostrara con el general.
Los hechos confirmaron sus pensamientos. La misma tarde recibió una
desconcertante carta en la que Ivolguin le informaba que no quería prolongar
su relación con él, que le apreciaba y le estaba reconocido, pero que se negaba
a aceptar «testimonios de compasión humillantes para la dignidad de un
hombre que ya sin eso era bastante desgraciado». Cuando Michkin supo que
Ardalion Alejandrovich se había reunido con su mujer, se sintió casi
tranquilizado. Pero, como sabe el lector, el general fue a ver a Lisaveta
Prokofievna y se comportó allí de una forma lamentable. Sin necesidad de
contar detalladamente aquel episodio, diremos que el visitante escandalizó a la
generala y despertó su indignación con las acerbas alusiones que hizo relativas
a Gania. Así, pues, le pusieron ignominiosamente en la puerta. Por eso
Ivolguin pasó una noche tan agitada, por eso se levantó de un humor tan
endiablado y por eso salió de su casa en un estado vecino a la locura.
Kolia, que no sabía nada de las causas de aquello, creyó necesario
evidenciar cierta severidad.
—¿Y qué? ¿Adónde vamos ahora? ¿Qué le parece, padre? No quiere usted
ir a casa del príncipe; ha reñido usted con Lebediev; no tiene usted dinero, y
nos hallamos en plena calle. ¡Estamos lucidos!
—Más vale estar lucidos que estar bebidos —rezongó el general—. Con
ese retruécano, yo… obtuve un… éxito enorme… en un círculo de oficiales, el
año… cuarenta y cuatro…, mil… ochocientos cuarenta y cuatro… No me
hagas recordarlo… «¿Do está mi juventud? ¿Do está mi lozanía?». ¿De quién
es eso, Kolia?
—De Gogol, en «las almas muertas» —repuso Kolia, mirando a hurtadillasa su padre, con viva inquietud.
—¡Las almas muertas! Sí, muertas… Cuando me entierres, escribe sobre
mi tumba: «Aquí yace un alma muerta». ¿Te acuerdas? «El oprobio me
persigue…» ¿De quién es eso?
—No lo sé, papá.
El general se detuvo por un instante.
—¡Qué no ha existido Eropiegov! ¡Erochka Eropiegov! —exclamó con
arrebato—. ¡Y es mi propio hijo quien…! Eropiegov, un verdadero hermano
para mí durante once meses, un amigo por quien me he batido en duelo… El
príncipe Vigorietzky, nuestro capitán, le preguntó una vez, estando bebiendo:
«¿Dónde has ganado tu cruz de Santa Ana, Gricha? ¡Contesta!». «En los
campos de batalla de mi patria; ahí la he ganado». Yo exclamé «¡Bravo,
Gricha!». Hubo un duelo, claro… Después se casó con María Petrovna Su…
Sutuguin, y murió en el campo de batalla. Una bala rebotó en la cruz que yo
llevaba en el pecho y fue a herirle en plena frente. «Nunca te olvidaré»,
exclamó y cayó para morir… He servido con honor, Kolia, he servido con
nobleza. Pero el oprobio… «El oprobio me persigue». Nina y tú iréis a visitar
mi tumba… «¡Pobre Nina!». Yo la llamaba así, Kolia, en los primeros tiempos
de nuestro matrimonio, y a ella le gustaba oírlo… ¡Nina, Nina! ¡Qué
desgraciada te he hecho! ¿Cómo has tenido paciencia para soportarme? Tu
madre es un ángel, Kolia, un ángel… ¿Lo oyes?
—Ya lo sé, querido papá. Ande; volvamos a casa, con mamá. Antes ella ha
salido corriendo detrás de nosotros. ¿Por qué no me hace caso? ¡Ni que no me
entendiera! Pero ¿está usted llorando?
Kolia, hablando así, lloraba también y besaba las manos de su padre.
—¿Me besas las manos? ¡A mí!
—Sí, a usted… ¿Qué hay de extraño en ello? Dígame: ¿cómo usted, un
general, un militar, no se avergüenza de llorar en plena calle? Ande, venga.
—Dios te bendiga, hijo mío, por el respeto que guardas a un infame, a un
viejo deshonrado, a tu padre… ¡Así tengas un hijo que se parezca a ti…! Le
roi de Rome… ¡Oh! ¡Maldición sobre esta casa!
—Pero ¿qué pasa? —exclamó Kolia, impaciente—. ¿Qué ha sucedido?
¿Por qué no quiere usted venir a casa? ¿Se ha vuelto loco?
—Voy a explicarme… lo sabrás todo. Te lo diré todo… Pero no grites:
podrían oírnos… Le roi de Rome… ¡Oh, qué triste me siento! «Niania, ¿dónde
está tu tumba?». ¿Quién escribió eso, Kolia?
—No lo sé, no lo sé… Volvamos a casa en seguida, en seguida… Si es preciso yo mismo romperé los huesos a Gania… Pero ¿adónde va usted?
El general, sin atenderle, le arrastraba hacia la escalera de una casa
próxima.
—¿Dónde va? ¡Si no vivimos aquí!
—Inclínate un poco, inclínate —balbució el general—. Acerca la cabeza;
te lo diré al oído.
—Pero ¿qué tiene usted? —exclamó Kolia, inquieto, obedeciéndole.
—Le roí de —balbució el general, temblando de pies a cabeza.
—¿Qué? ¿A qué viene tanto hablar de le roi de Rome? ¿Qué hay?
—Yo —murmuró el general, asiéndose con fuerza al hombro de su hijo—,
yo… te lo diré todo… María… María Petrovna. Su… su… su…
Kolia se desasió, asió los hombros de su padre y le miró loco de terror. El
general tenía el rostro color de púrpura, sus labios se amorataban, ligeras
convulsiones contraían su rostro. De pronto se inclinó y comenzó a
abandonarse lentamente en los brazos de Kolia.
El joven comprendió lo que pasaba y gritó con voz que retumbó en toda la
calle:
—¡Un ataque de apoplejía!
V
Bárbara Ardalionovna había exagerado un tanto, en su conversación con su
hermano, la certeza de los informes concernientes al compromiso de Michkin
con Aglaya. Acaso, como mujer previsora, adivinase lo que iba a suceder en
un futuro inmediato; acaso, desolada al ver disiparse un sueño largamente
acariciado, y en el que por otra parte, nunca había creído, se sintiese inclinada,
por un impulso muy humano, a exagerar el disgusto de un hermano a quien,
sin embargo, quería sinceramente. En todo caso no había podido obtener de su
visita a las Epanchinas sino alusiones, medias palabras y silencios
enigmáticos. Tal vez las hermanas de Aglaya hubiesen procurado también
insinuar ciertas cosas para hacer hablar a su amiga de la infancia, o para
atormentarla un poco, ya que era difícil que no hubiesen acabado por entrever
lo que ella se proponía con sus visitas. En cuanto a Michkin, al asegurar a
Lebediev que no tenía nada que decirle y que ningún cambio se había
producido en su vida, no faltaba, desde luego, a la verdad; pero tal vez se
equivocase en cierta medida. En realidad había sucedió una cosa bastante extraña para todos: sin que hubiese pasado nada de nuevo, la situación se
había modificado mucho. Bárbara Ardalionovna, gracias a su instinto
femenino, había descubierto la verdad.
Difícil sería explicar cómo los miembros de la familia Epanchin
adquirieron súbitamente la convicción de que había sobrevivido un
acontecimiento fundamental que iba a decidir la suerte de Aglaya. Pero
cuando la idea imbuyó sus espíritus, todos pretendieron haberla previsto,
haberla notado muchos días antes. Sí, la cosa era notoria hacía mucho tiempo,
desde lo del «hidalgo pobre» y aún mucho antes. Sólo que no querían creer
cosa tan absurda. Así hablaban Alejandra y Adelaida. En cuanto a Lisaveta
Prokofievna, lo había adivinado todo también antes que los demás, y por ello
tenía «el corazón dolorido». Fuese falsa o verdadera tal aserción respecto al
pasado, actualmente el pensar en Michkin le resultaba insoportable y le hacía
perder la cabeza. El asunto sugería una pregunta que reclamaba inmediata
contestación; y no sólo la pobre generala no podía resolverla, sino que, pese a
todos sus esfuerzos, no llegaba siquiera a formulársela con la claridad precisa.
Se trataba de resolver esta delicada cuestión: ¿Era el príncipe un partido
ventajoso, o no? Estas cosas que sobrevenían, ¿eran buenas o malas? Y si eran
malas (de lo que no cabía dudar), ¿por qué lo eran? Y si eran buenas (lo que
tampoco resultaba imposible), ¿por qué lo eran también?
Ivan Fedorovich, por su parte, empezó por sorprenderse, pero a
continuación declaró que «también él esperaba hacía tiempo alguna cosa por
el estilo…» Una severa mirada de su mujer le cortó la palabra; mas por la
noche, cuando volvió a encontrarse con ella y se vio de nuevo en la precisión
de hablar, expresó de repente, con cierta seguridad, algunas inesperadas ideas:
«Y, después de todo, ¿qué…? (Silencio.) «Todo esto es, sin duda, muy raro, no
lo discuto; pero…» (nuevo silencio). «Y, por otra parte, mirándolo bien, el
príncipe, en realidad, es muy buen muchacho… y… y… lleva un nombre que
es el nuestro. Incluso levantaremos nuestro apellido con ese enlace… a los
ojos del mundo, claro, quiero decir a los ojos del mundo, porque… el mundo
es el mundo. Y, además, el príncipe no carece de fortuna, si no queremos
reconocer que no es bastante rico… y… y…» (Prolongado silencio y mutismo
definitivo del general.) Las palabras de su marido llevaron la ira de la generala
mucho más lejos de cuanto pudiera expresarse.
Según ella, todo lo sucedido constituía «una necedad imperdonable,
incluso criminal, una fantasía loca y absurda». En primer lugar aquel
principillo estaba aquejado de idiotismo y, además, era… un imbécil. No tenía
conocimientos del mundo, ni trato social. ¿A quién presentarle? ¿Dónde
situarlo? Era insoportablemente demócrata, no tenía situación alguna… y…
¿qué diría la vieja Bielokonsky? Por ende, ¿era aquél el marido que ellos
habían soñado para Aglaya? Este último argumento, naturalmente, pesaba más que ninguno. El corazón materno de Lisaveta Prokofievna se desgarraba a este
pensamiento y, sin embargo, no podía dejar de oír una voz secreta que le
preguntaba: «¿Qué es lo que encuentras de malo en el príncipe?». Esto último
producía a la generala mayor turbación que cualquiera otra de sus ideas.
La perspectiva de tener a Michkin por cuñado no desplacía a las hermanas
de Aglaya, ni tampoco les parecía demasiado absurdo aquel proyecto
matrimonial. Poco les faltaba incluso para apoyarlo. Pero habían resuelto no
intervenir. Se sabía por experiencia en la familia que cuanto más hostil se
mostraba la madre a una idea, tanto más la aceptaba en el fondo de su corazón.
Alejandra Ivanovna se vio muy pronto en el caso de quebrantar su mutismo.
Su madre había tomado la costumbre de consultarla en todo y ahora la llamaba
con frecuencia para solicitar su opinión y, sobre todo, para apelar a sus
recuerdos mediante preguntas de este estilo: «¿Cómo ha sucedido todo eso?
¿Cómo no lo sabía nadie? ¿Por qué no se hablaba de ello? ¿Qué significaba
ese maldito «hidalgo pobre»? ¿Por qué había de ser ella sola quien cargase con
todas las preocupaciones y cuidados domésticos, mientras los demás se
pasaban la vida pensando en las musarañas?», etcétera. Alejandra, de
momento, se mantuvo reservada, limitándose a decir que creía, como su padre,
que el casamiento del príncipe Michkin con una hija del general Epanchin no
tendría nada de desventajoso desde el punto de vista mundano. A poco, la
joven se acaloró y dijo que Michkin no era un imbécil ni lo había sido nunca,
y que, respecto a su falta de situación oficial, sería interesante saber si de allí a
algunos años la importancia de un hombre no se mediría en Rusia más que por
su situación en el servicio público. A esto la madre contestó acusando a
Alejandra de «nihilista» y fulminando nuevos anatemas contra aquella
«maldita cuestión feminista» que tenía la culpa de todo. Media hora después
se fue a la ciudad, y, ya allí, se encaminó a Kamenny Ostrov para visitar a la
princesa Bielokonsky, madrina de Aglaya, y que se hallaba a la sazón en San
Petersburgo. La «vieja princesa» escuchó las confidencias, desesperadas y
febriles, de Lisaveta Prokofievna sin manifestar enternecimiento alguno ante
sus lágrimas. Por el contrario, la miraba con aire burlón. Aquella princesa era
mujer muy despótica y no olvidaba jamás su rango en la vida. Aunque hacía
treinta y cinco años que trataba a Lisaveta Prokofievna, seguía considerándola
como su protégée y no le perdonaba su carácter independiente. Así, pues,
empezó por advertir que probablemente Lisaveta Prokofievna y los suyos
habían exagerado las cosas, convirtiendo en elefante una hormiga, según su
costumbre. De lo que acababa de oír no deducía que hubiese nada serio entre
los dos jóvenes. ¿No valía más, por tanto, aguardar los acontecimientos? En su
opinión, el príncipe era un muchacho muy correcto, si bien enfermo,
estrafalario e insignificante. Y, a su juicio, lo peor de todo era que mantenía
una amante públicamente.
Lisaveta Prokofievna comprendió que la Bielokonsky estaba algo irritada por el fracaso de Eugenio Pavlovich, a quien ella había presentado a los
Epanchin. La generala volvió a Pavlovsk aún más furiosa que antes y se
consagró a increpar a su familia: «Habéis perdido la cabeza; las cosas no se
hacen así en ninguna parte; esto no se ve más que en esta casa… Al fin y al
cabo, ¿a qué viene tanto revuelo? ¿Qué ha pasado aquí, después de todo? Por
mucho que examine las cosas no veo que haya ocurrido nada. Vale más
esperar los acontecimientos. ¿Qué importancia tiene lo que Ivan Fedorovich
haya creído notar? Estáis haciendo un elefante de una hormiga», etc.
Aquello parecía abocar a la conclusión de que procedía calmarse y esperar
los sucesos con serenidad y fríamente. Pero, ¡ay!, la calma no duró diez
minutos y la generala comenzó a inquietarse otra vez al tener noticia de las
cosas que habían sucedido en su ausencia. Recuérdese que Michkin había
aparecido en casa de los Epanchin a las doce y treinta de la noche, creyendo
que eran las nueve y media. Y fue al día siguiente de aquella extraña visita
cuando Lisaveta Prokofievna se encaminó a Kamenny Ostrov. Las hermanas
de Aglaya respondieron con todo detalle a las impacientes preguntas de
Lisaveta Prokofievna.
No había pasado nada. Había venido el príncipe y Aglaya tardó media hora
en aparecer. Las primeras palabras que le habían dirigido fueron para
proponerle jugar al ajedrez. Y como él no entendía nada de aquel juego, fue
derrotado en seguida, lo que complació mucho a Aglaya. Se mofó de la
ignorancia del príncipe de un modo que daba pena verlo. Luego le propuso
jugar al tonto, y aquí las cosas cambiaron. Él jugaba a las cartas muy bien,
como un maestro. En vano Aglaya se dedicó a hacer desvergonzadas trampas,
pues perdió pese a ello cinco partidas seguidas. Ella, furiosísima, lanzó al
príncipe un chubasco de palabras desagradables e hirientes, hasta el punto que
él dejó de reír y se puso muy pálido cuando ella le dijo al final: «No pondré
los pies en esta habitación mientras esté usted en ella. Es una desvergüenza
venir a esta casa, y a medianoche, después de todo lo que ha ocurrido». Y con
esto había salido dando un portazo. A pesar de todos los esfuerzos de las
jóvenes para consolarle, el príncipe se había ido con cara de funeral. Al cabo
de un cuarto de hora, Aglaya había salido a la terraza, y tan de prisa, que ni
siquiera tuvo tiempo de secarse las lágrimas que se notaban en su rostro. Y
salía así porque había llegado Kolia trayendo un erizo. Las muchachas
examinaron el animal y Kolia les dijo que no era suyo, sino de un compañero
del gimnasio, Kostia Lebediev, a quien había dejado en la calle; Kostia no se
atrevía a subir porque llevaba un hacha, la cual, así como el erizo, acababa de
comprar a un labriego que encontraron en el camino. El campesino les ofreció
el erizo por cincuenta kopecs y ellos lo compraron y luego, pareciéndoles el
hacha muy hermosa, decidieron también adquirirla. Aglaya, una vez oído el
relato, insistió con el muchacho para que éste le revendiese el erizo y, en su
afán de persuadirle, llegó a tratarlo de «querido Kolia». Éste resistió largo tiempo, y al fin, viéndose tan apremiado, fue a hablar con su compañero, a
quien compareció, portador del hacha y no poco confuso. Mas entonces
resultó que el erizo no le pertenecía, pues era propiedad de otro compañero, un
tal Petrov, quien les había entregado fondos para que le comprasen una
«Historia» de Schlosser, de la cual deseaba desprenderse un cuarto escolar.
Kolia y Kostia se disponían a realizar la compra por cuenta de su amigo,
cuando, hallando encantadores el hacha y el erizo, habían resuelto invertir el
dinero en tan interesante adquisición. Y en este momento llevaban erizo y
hacha al estudiante en lugar de la «Historia» de Schlosser. Pero Aglaya les
instó de tal modo que al fin accedieron a venderle el animal. Cuando el erizo
hubo entrado en su posesión, Aglaya lo colocó en una cestita de mimbre, la
cubrió con una servilleta y la entregó a Kolia, diciéndole:
—Lleva esto al príncipe de parte mía, y dile que se lo regalo como prueba
de mi profundo aprecio.
Kolia, muy contento, prometió desempeñar tal comisión, pero añadió:
—¿Qué significa un regalo semejante? Porque regalar un erizo…
Aglaya contestó que eso no le interesaba a él. Kolia insistió:
—Estoy seguro de que este obsequio quiere decir algo.
A esto la joven replicó, enfadada, que Kolia era un «chicuelo». El
muchacho reaccionó con prontitud.
—Si no me contuviese mi respeto a las mujeres y mis principios, yo le
probaría ahora mismo que sé contestar a tal insulto.
De todos modos, Kolia se fue con el erizo, sintiéndose muy satisfecho de
su encargo, y Kostia le siguió. La ira de Aglaya se disipó muy pronto. Viendo
que Kolia agitaba demasiado violentamente la cesta que contenía el animal,
dijo, con tanta naturalidad como si no acabasen de tener una discusión un tanto
violenta:
—Ten cuidado de no dejarlo caer, querido Kolia.
Kolia, a su vez, no pareció conservar resentimiento alguno, ya que dijo,
deteniéndose:
—No tema, Aglaya Ivanovna: no lo dejaré caer.
Y continuó su camino. Aglaya estalló en risas y se retiró a su cuarto.
Durante todo el día había seguido mostrándose muy alegre.
Tales noticias asombraron a Lisaveta Prokofievna. Lo del erizo, en
especial, la confundía en extremo. ¿Qué significaba aquel erizo? ¿Qué
ocultaba el fondo de aquel asunto? ¿Se trataría de un signo convenido, de una
clave? El desventurado Ivan Fedorovich, que se encontraba allí casualmente, no hizo, con sus respuestas, sino echar leña al fuego. A su juicio, en todo ello
no había ni sombra de clave, el erizo era meramente un erizo y, de significar
alguna cosa, sería amistad, reconciliación y olvido de las ofensas. En conjunto
todo era una chiquillada, muy inocente y perdonable además. Advertiremos de
paso que el general acertaba. Michkin, que había vuelto a su casa en plena
desesperación, estaba sumido en lúgubres pensamientos cuando Kolia llegó
con el erizo. Las nubes se disiparon en el acto, el corazón del príncipe revivió.
Interrogaba a Kolia, bebía ávidamente sus palabras, le hacía repetir veinte
veces la misma cosa, reía como un niño y apretaba sin cesar las manos de los
dos estudiantes, que reían igualmente, mirándole con sus ojos claros. Era
notorio que Aglaya le perdonaba y que Michkin podía volver a su casa aquella
misma tarde, y eso era para él, no lo principal, sino el todo.
—Somos unos chiquillos, Kolia… ¡y qué agradable es serlo! —exclamó,
en su feliz embriaguez.
—Está enamorada de usted y nada más, príncipe —declaró, sentencioso,
Kolia.
Michkin enrojeció y guardó silencio. Kolia, riendo, dio una palmada.
Michkin rio también. La tarde le pareció larguísima. Cada cinco, minutos
consultaba el reloj.
En tanto, la agitación de la generala crecía visiblemente. Pese a la opinión
de su esposa e hijas, quiso mandar llamar a Aglaya y hacerle una última
pregunta, para obtener de ella una respuesta clara y perentoria «a fin de
concluir aquel asunto de una vez y no ocuparse en él jamás. De otro modo —
concluyó—, me consumiría viva». Sólo entonces su familia se dio cuenta de
las proporciones absurdas que había adquirido el incidente. Aglaya fingió
sorpresa, se indignó, rióse, pero, aparte de burlas acerca de Michkin y de
cuanto le preguntaba, incomodada, se tendió en su lecho y sólo lo dejó a la
hora del té, en que era presumible que Michkin apareciese. La generala
esperaba temblando aquel momento y poco le faltó para sufrir un ataque de
nervios cuando vio aparecer al príncipe. En cuanto a éste, entró con timidez,
casi a tientas. Miró a todos los presentes plegando los labios en una extraña
sonrisa, y pareciendo preguntarles, cuál era el motivo de que Aglaya no se
hallara en la habitación, circunstancia que le parecía asaz alarmante. Aquel día
no estaban en casa más que los miembros de la familia. El príncipe Ch. se
hallaba en San Petersburgo, donde tenía que resolver ciertos asuntos
concernientes al difunto tío de Radomsky. «¡Lástima que no esté! Nos
orientaría en algo», pensó Lisaveta Prokofievna. Ivan Fedorovich parecía muy
preocupado. Alejandra y Adelaida estaban serias y parecían deliberadamente
silenciosas. La generala no sabía de qué hablar. De repente inició un ataque a
fondo contra los ferrocarriles y miró a Michkin, desafiadora. Pero la ausencia
de Aglaya anonadaba al príncipe, hacíale perder la cabeza. Inició, con voz insegura, una frase acerca de la utilidad de los ferrocarriles, y viendo que
Adelaida rompía a reír se turbó aún más. En aquel instante apareció Aglaya,
tranquila y grave. Después de devolver ceremoniosamente al visitante el
saludo que éste le dedicó, fue a sentarse con talante solemne en el lugar más
ostensible de los que había en torno a la mesa. A continuación fijó en Michkin
una mirada inquisitiva y le preguntó con voz firme y casi irritada:
—¿Ha recibido usted mi erizo?
Todos comprendieron que se avecinaba una explicación. Michkin se sintió
desfallecer.
—Sí —contestó ruborizándose.
—Diga en el acto qué le parece esa ocurrencia. Es necesario que lo diga
para tranquilidad de mamá y de toda la familia.
—Escucha, Aglaya… —intervino el general, inquieto.
—¡Es el colmo! —exclamó Lisaveta Prokofievna, indignada.
—¿De qué colmos habla usted, maman? —replicó la joven con viveza—.
He enviado un erizo al príncipe y deseo saber lo que opina. Hable, príncipe.
—¿Lo que opino, Aglaya Ivanovna?
—Sí, sobre el erizo.
—Perdone, pero supongo… que usted quiere saber cómo… he recibido el
erizo… o, más bien, cómo he tomado… el envío de un erizo… En ese caso le
diré… En una palabra, yo…
Hubo de interrumpirse, sofocado. Aglaya esperó unos instantes y dijo:
—No ha explicado usted gran cosa. En fin, accedo a prescindir del erizo,
pero deseo concluir de una vez para siempre con los equívocos que hay
planteados aquí. Permítame preguntarle personalmente si se propone pedirme
en matrimonio o no.
—¡Dios mío! —exclamó la generala.
Michkin se estremeció y dio un paso atrás. El general quedó petrificado.
Alejandra y Adelaida arrugaron el entrecejo.
—No disimule, príncipe: diga la verdad. Se me ha sometido a
interrogatorios muy raros. ¿Tienen razón de ser las preguntas que me han
dirigido? ¿Sí o no?
—No he pedido su mano, Aglaya Ivanovna —repuso el príncipe
animándose repentinamente—; pero yo la amo, como sabe, y creo que usted…
—Mi pregunta es ésta: ¿pide usted mi mano, sí o no? —Pido su mano —repuso él, más muerto que vivo, despertando con sus
palabras una conmoción general.
—No es así, hija, no es así… ¡no es así! —observó el general muy confuso
—. Una cosa en esa forma… es imposible, Glacha… perdona, querido
príncipe… —Y se volvió a su mujer en demanda de apoyo—: Lisaveta
Prokofievna, habría que pensar…
—Me niego a pensar nada —dijo ella, con un gesto de viva repulsión.
—Perdone, maman, que hable yo. Creo que en este asunto tengo voz y
voto. Los presentes momentos son capitales en mi existencia —Aglaya
empleó estas palabras textualmente—, y debo resolver por mí misma.
Además, celebro que ello ocurra ante testigos. Permítame una pregunta,
príncipe: puesto que alberga tales intenciones, ¿piensa asegurar mi
felicidad…?
—No sé, en verdad, cómo contestarle, Aglaya Ivanovna… ¿Qué le puedo
decir? Y además, ¿es necesario?
—Me parece usted un poco turbado. Tranquilícese. Beba un poco de
agua… Aunque le van a traer el té ahora mismo.
—La amo, Aglaya Ivanovna, la amo mucho, no amo a otra mujer y… Le
ruego que no se burle… La amo mucho.
—Pero este es un asunto grave, no somos niños ya y ha de considerarse el
asunto desde el punto de vista positivo. Haga el favor de decirme a cuánto
asciende su fortuna.
—¡Por Dios, por Dios, por Dios, Aglaya! ¿En qué piensas? ¡No es así! —
exclamó el general, espantado.
—¡Qué vergüenza! —rezongó su esposa en voz bastante alta para que la
oyesen.
—¡Está loca! —comentó Alejandra.
—¿Mi fortuna? ¿Habla usted de mi dinero? —preguntó Michkin,
sorprendido.
—Exactamente.
—Poseo en este momento… ciento treinta y cinco mil rublos —balbució
él, ruborizándose.
—¿Nada más? —dijo Aglaya, con manifiesta extrañeza, sin enrojecer en lo
más mínimo—. Pero, en fin, eso es lo de menos, siempre que se viva con
economía. ¿Se propone usted ingresar en el servicio público?
—Pienso prepararme para profesor particular. —¡Gran idea, no cabe duda! Aumentará mucho nuestros ingresos… ¿No
piensa también hacerse gentilhombre de cámara?
—¿Yo? Nada de eso.
Aquello era demasiado. Alejandra y Adelaida estallaron en risas. La
segunda había notado hacía tiempo que su hermana menor contraía el rostro y
hacía esas muecas delatadoras de una risa reprimida con gran esfuerzo. Viendo
reír a sus hermanas, Aglaya quiso asumir un talante amenazador, pero su
seriedad no duró ni un segundo, siendo substituida por una hilaridad loca, casi
histérica. Finalmente se incorporó de un salto y salió de la estancia.
—Ya sabía yo que todo era una broma —exclamó Adelaida—. Todo una
broma, desde lo del erizo.
—No permito esto, no puedo permitirlo… —protestó, airada, Lisaveta
Prokofievna, precipitándose en pos de Aglaya.
Sus hijas mayores la siguieron. Michkin y el general quedaron solos.
—¿Podías… podías imaginarte cosa semejante, León Nicolaievich? —dijo
Ivan Fedorovich casi sin darse cuenta de lo que preguntaba—. ¿Es posible,
posible que… en serio?
—Veo que su hija se ha burlado de mí —repuso Michkin con tristeza.
—Espera un poco, amigo mío, espera un poco… Tengo prisa, pero tú… Te
ruego, León Nicolaievich, que me digas cómo se ha producido todo esto y qué
significa en conjunto, si vale la palabra… Soy padre, amigo mío, pero, por
padre que sea, no comprendo una sola palabra. Explícame, pues…
—Yo amo a Aglaya Ivanovna y ella lo sabe… y creo que hace tiempo.
El general se encogió de hombros.
—¡Muy raro, muy raro! ¿La quieres mucho?
—Mucho.
—Es extraño, sorprendente. Ha sido una sorpresa tan grande para mí,
que… Escucha, querido, no es que te hable de tu fortuna (aun cuando la creía
mayor, desde luego), pero… ¿eres capaz de procurar… la felicidad de mi hija?
Y ¿qué es… esto? ¿Una broma o una cosa seria? No hablo de ti, sino de mi
hija.
Sonó tras la puerta la voz de Alejandra llamando a su padre.
—Espera un momento, amigo mío, espera… Vuelvo en seguida. Espera y
reflexiona… —dijo él.
Y salió en busca de Alejandra con precipitación y casi con inquietud. Halló a su mujer y a su hija menor abrazadas y sollozando. Eran lágrimas de
felicidad, de ternura, de reconciliación. Aglaya besaba las manos, las mejillas,
los labios de su madre, y las dos permanecían estrechamente enlazadas.
—Mírala, Ivan Fedorovich: aquí la tienes —dijo Lisaveta Prokofievna.
Aglaya alzó la cabeza, que hasta entonces reclinara en el pecho de su
madre y, estallando otra vez en una risa, alzó hacia su papá su carita feliz, aún
húmeda de lágrimas. Luego corrió hacia el general, lo estrechó entre sus
brazos, le colmó de besos y al fin, volviendo a su madre, recostó su cabeza en
el pecho materno y tornó a llorar. Lisaveta Prokofievna cubrió a su hija con el
extremo de su chal.
—¡Cuántos disgustos nos has dado, chiquilla cruel! —dijo la generala con
tono de reproche y a la par alegre y satisfecha. Parecía que se hubiese librado
al fin de una carga pesada.
—¡Cruel, sí, cruel! —reconoció Aglaya—. ¡Soy muy mala, soy una niña
mimada! ¡Dígaselo a papá! ¡Ah, pero si está aquí! ¿Está usted aquí, papá? —
preguntó, riendo a través de sus lágrimas.
Ivan Fedorovich, radiante de satisfacción, besó la mano de su hija.
—Hijita mía, tesoro mío —empezó—, ¿es posible que ames… a ese joven?
Aglaya alzó bruscamente la cabeza.
—¡No, no, no! No puedo soportar a… ese joven. ¡No puedo! —repitió con
insólita violencia—. Si se atreve usted de nuevo, papá… Le hablo seriamente,
¿oye?, seriamente…
No parecía bromear. Su rostro estaba muy encarnado y sus ojos lanzaban
llamas. El general se asustó; pero su esposa le hizo un signo discreto y él
comprendió que le aconsejaba suspender toda pregunta.
—Como quieras, ángel mío; eres libre… Pero él está esperando a solas.
¿No convendría indicarle delicadamente que se vaya?
Y el general guiñó el ojo a su mujer.
—No, no, es inútil. Aquí la delicadeza está de más. Vuelva con él. Yo iré
en seguida. Quiero pedir perdón a… ese joven. Reconozco que le he ofendido.
—Y gravemente —observó con profunda seriedad el general.
—Entonces… Pero vale más que se queden aquí y yo entre sola primero.
Conviene que entren ustedes también en seguida.
Avanzó hacia la puerta y desanduvo lo andado.
—Veo que voy a reírme, a morirme de risa —dijo, disgustada. Pero en el acto se volvió otra vez y corrió hacia Michkin.
—¿Qué es eso? ¿Qué opinas? —se apresuró a preguntar el general a su
mujer.
—No me atrevo a decirlo —repuso ella, con no menor precipitación—,
pero creo que está bastante claro.
—Lo mismo opino. Claro como la luz. Está enamorada.
—¡Y locamente! —añadió Alejandra—. ¿Pero de quién?
—¡Dios la bendiga, puesto que tal es su destino! —murmuró la generala,
santiguándose piadosamente.
—Su destino, su destino… —concordó el general—. Nadie escapa a su
destino.
Y entonces se dirigieron al salón, donde les aguardaba una nueva sorpresa.
Aglaya se acercaba a Michkin, no riendo, sino con cierta timidez.
—Perdone a una niña mimada, a una muchacha mala y torpe… —empezó,
tomándole la mano—. Y tenga la seguridad de que le estimo infinitamente. Me
he permitido poner en ridículo su noble y bondadosa ingenuidad, es cierto;
pero le ruego que no lo considere más que como una chiquillada. Perdóneme
el haber insistido sobre una bobada que no puede tener, en modo alguno, la
menor consecuencia —concluyó con acento significativo.
Padre, madre y hermanas llegaron al salón a tiempo de ver y oír todo
aquello: «una bobada que no puede tener la menor consecuencia». Todos
notaron la seriedad con que Aglaya pronunciaba semejante frase. Los
presentes se miraron unos a otros, como preguntándose el significado de
aquella expresión. En cambio, Michkin parecía estar en la gloria, cual si no
comprendiese lo que la joven le daba a entender.
—¿Por qué dice eso? —balbució—. ¿Por qué me pide… perdón?
Quería decir que no merecía la pena de pedírselo. No juraríamos que no
hubiese advertido también la intención de las frases de Aglaya, pero acaso
aquel hombre extraño se regocijase incluso de lo que habría debido desolarle.
Fuese como fuera, no cabía duda de que se sentía feliz por el mero hecho de
ver de nuevo a Aglaya, poder hablarle, sentarse a su lado, pasear con ella. Tal
vez se contentara toda su vida con tal cosa. Una pasión tan poco exigente
quizá contribuyese a inquietar a la generala más aún. Había adivinado en
Michkin un enamorado platónico. Lisaveta Prokofievna pensaba muchas cosas
temibles que se reservaba para sí.
Inmensas fueron la animación y jovialidad del príncipe durante aquella
velada. Según dijeron más tarde las hermanas de Aglaya, la alegría del joven era contagiosa. Habló mucho, lo que no le había ocurrido jamás desde su
primera visita a los Epanchin seis meses antes, el día de su llegada a la capital.
Desde su regreso a San Petersburgo, Michkin había observado como regla el
guardar silencio y últimamente incluso había declarado públicamente al
príncipe Ch. que prefería callar por no poner en ridículo ideas que no sabía
expresar debidamente. Pero esta vez fue casi el único que habló durante toda
la velada. Contó muchas cosas y respondió clara y minuciosamente a cuantas
preguntas se le hicieron. Sus palabras no tenían un carácter galante, sino que
eran serias y aun elevadas. Expuso ciertas opiniones personales, ciertas
observaciones propias, y todo ello habría resultado ridículo de no estar «tan
bien expuesto», según opinó después el auditorio. El general gustaba de las
conversaciones serias, pero él y su esposa encontraban en su fuero interno que
el príncipe parecía demasiado sabiondo, por lo cual, al fin, acabaron
sintiéndose taciturnos. Mas, antes de despedirse, el príncipe narró algunas
anécdotas muy cómicas, riendo tan alegremente que los demás le hicieron
coro, no tanto por lo contado en sí, como por la jovialidad del narrador.
Aglaya apenas pronunció palabra en toda la noche. Escuchaba con atención las
palabras de Michkin, o más bien que escucharle, observaba.
—No le ha quitado ojo en todo el tiempo —dijo después la generala a su
marido—. Parecía estar pendiente de su boca. ¡Y pensar que si se le dice que
le ama se enfurece!
—¿Qué le vamos a hacer? ¡Es el destino! —repuso el general,
encogiéndose de hombros.
Y repitió varias veces aquella palabra, dilecta suya. Añadamos que, como
hombre práctico, el general encontraba mucho que censurar en el presente
estado de cosas, y lo que más le contrariaba en él era su vaguedad. Pero de
momento había decidido callarse y observar… a su esposa.
A aquella bonanza sucedieron nuevos huracanes. Al día siguiente Aglaya
volvió a reñir con el príncipe, y lo mismo aconteció las tardes sucesivas. El
pobre enamorado pasaba horas enteras sirviendo de blanco a las burlas de su
amada. Cierto que a veces los dos jóvenes pasaban una hora en el jardín a
solas al lado de un seto, pero podía observarse que en tales ocasiones él se
ocupaba en leer a Aglaya el periódico o algún libro.
—¿Sabe —interrumpió ella un día, mientras él leía el periódico— que me
parece usted muy ignorante? Si se le pregunta en qué año ocurrió tal o cual
suceso, qué hizo tal personaje o de qué libro ha sido tomado cuál concepto,
suele quedar con la boca abierta o poco menos. Es deplorable.
—Ya le he dicho —repuso Michkin— que carezco de instrucción.
—Y entonces, ¿de qué no carece? Siendo así, ¿cómo puedo estimarle? Continúe… Aunque no; es inútil. Deje de leer.
La tarde de aquel mismo día se produjo un incidente que pareció notable a
las Epanchinas. El príncipe Ch. volvió de San Petersburgo y Aglaya, muy
amablemente, preguntó por Eugenio Pavlovich. Michkin no había llegado aún.
Entonces el príncipe Ch. insinuó algo respecto a un «próximo nuevo
acontecimiento en la familia», aludiendo a una frase que la generala
pronunciara por inadvertencia, diciendo que convendría aplazar el casamiento
de Adelaida para celebrar «las dos bodas juntas». Aglaya no pudo contenerse
al oír aquellas «absurdas suposiciones» y, en su ira, dijo, entre otras cosas, que
no tenía intención, por el momento, de «substituir a la amante de nadie».
Aquello anonadó a todos, y en especial a sus padres. Lisaveta Prokofievna
mantuvo una conversación a solas con su marido y le instó a que exigiese de
Michkin una explicación categórica acerca de su situación con Nastasia
Filipovna.
Ivan Fedorovich declaró que aquello había sido un mero «arranque» hijo
de la «delicadeza» de Aglaya, y que si el príncipe Ch. no la hubiese excitado
con sus alusiones matrimoniales, ella no habría tenido semejante salida, ya que
la joven sabía muy bien que ello era una calumnia de gentes aviesas y nada
más, que Nastasia Filipovna iba a casarse con Rogochin, que el príncipe no
sólo no tenía con ella las relaciones de que le acusaban, sino que, por ende, no
las había mantenido jamás.
Michkin continuaba disfrutando de una dicha exenta de toda inquietud.
A veces sorprendía, sin duda, en los ojos de Aglaya una expresión
impaciente y sombría, pero él, atribuyéndola a otros motivos, no le daba
importancia. Cuando se convencía de algo era inquebrantable en su
convicción. Acaso hiciera mal en vivir tan despreocupado. Así, al menos,
opinaba Hipólito, quien, hallándose un día por casualidad en el parque, le
interpeló:
—¿Qué? ¿No tenía yo razón para decirle que estaba enamorado?
Michkin, tendiéndole la mano, le felicitó por su «buen aspecto».
En efecto, el enfermo, como sucede a menudo a los tuberculosos, había
mejorado en apariencia.
Hipólito había abordado a Michkin proponiéndose embromarle un poco
acerca de su cara de felicidad, pero, cambiando de idea repentinamente,
comenzó a hablar de sí mismo, extendiéndose en recriminaciones difusas y
bastante incoherentes.
—No puede usted imaginar —acabó— hasta qué punto es toda esa familia
de Ivolguin irascible, egoísta, mezquina, vanidosa, ordinaria. ¿Sabe que me habían recibido en su casa sólo a condición de que me muriese lo antes
posible? Ahora están furiosos porque no me muero, sino que mejoro… ¡Qué
farsantes! Apuesto a que no me cree.
Michkin no contestó.
—A veces —continuó Hipólito con negligencia— se me ocurre incluso
pensar en volver a su casa, príncipe… ¿No cree usted capaces a aquellas
personas de ofrecer hospitalidad a un hombre a condición expresa de que
muera cuanto antes?
—Yo pensaba que tenían otros propósitos al invitarle.
—Ya veo que no es usted tan ingenuo como se suele decir. No tengo
tiempo ahora: si no le revelaría ciertas cosas concernientes a ese Gania y a sus
esperanzas. Están minándole el terreno, príncipe, se lo están minando. Es una
compasión verle tan tranquilo… Pero no podía suceder de otro modo.
—Veo que me compadece usted —rio Michkin—. ¿Sería más feliz si
estuviese inquieto?
—Vale más ser desgraciado y saber, que feliz e ignorar. ¿No cree usted en
la rivalidad de… ése?
—Siento no poder contestarle, Hipólito. La palabra «rivalidad» resulta aquí
un poco cínica. Y respecto a Gabriel Ardalionovich, convendrá usted, si
conoce sus asuntos, que no puede estar tranquilo después de lo que ha perdido.
Para juzgarle, me parece necesario situarse en ese punto de vista. Aún puede
enmendarse; tiene muchos años ante él y la vida es una gran escuela. Y en
cuanto… a que me minan el terreno —añadió el príncipe, turbándose—, no le
comprendo, Hipólito; mejor será hablar de otra cosa.
—Muy bien. No sabe usted desprenderse de su magnanimidad. Al
contrario de Santo Tomás, príncipe, usted necesita tocar con el codo para dejar
de creer. ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Verdad que me desprecia usted en este momento?
—¿Por qué? ¿Porque ha sufrido usted y sufre más que nosotros?
—No: porque soy indigno de mi sufrimiento.
—Quien ha podido sufrir más que los otros es, en consecuencia, digno de
sus sufrimientos. Cuando leí su confesión a Aglaya Ivanovna, ella hubiese
querido verle, pero…
—… Lo aplaza para más tarde… No puede. Me hago cargo, me hago
cargo —interrumpió Hipólito, deseoso al parecer, de cambiar de conversación
—. A propósito: me han dicho que le leyó usted en persona todo aquel
conjunto de atrocidades escritas en estado de delirio. Me parece increíble que
se pueda ser lo bastante no diré cruel, porque sería humillarme, pero sí puerilmente vano y rencoroso para reprocharme esa confesión y emplearla
como arma contra mí. Conste que no me refiero a usted…
—Hace usted mal en renegar de ese escrito, Hipólito. Es sincero, sin duda,
y aunque no carezca de aspectos ridículos —la palabra hizo contraer el rostro
al enfermo—, hasta los más ridículos quedan redimidos por el sufrimiento que
los inspira. Esas confesiones han sido para usted un sufrimiento… y acaso una
muestra de masculinidad. Su inspiración en principio era noble, aunque fuese
juzgada aquella noche de un modo y otro. Cuanto más reflexiono, más
convencido estoy de ello. Se lo aseguro. No pretendo juzgarlo, sino
únicamente exponer mi opinión. Y lamento haber callado entonces…
Hipólito se sonrojó. Preguntóse por un momento si Michkin se propondría
burlarse de él con hipócritas lisonjas, pero al mirar el rostro de su interlocutor,
comprendió que éste hablaba con sinceridad, y su semblante se serenó.
—Y, sin embargo, no tengo más remedio que morir —contestó,
reprimiendo a duras penas el deseo de agregar: «¡Morir un hombre como
yo!»—. Imagine que ese Gania creyó oportuno hacerme observar que tal vez
muriesen antes algunas personas de las que oyeron el otro día la lectura de mi
escrito. ¿Qué le parece? Gania juzga eso un consuelo. ¡Ja, ja, ja! En primer
lugar, hasta ahora no ha muerto ninguno, y aunque así fuera, ¿de qué me
valdría? Me juzga por lo que él es. Luego me dirigió verdaderas injurias,
diciendo que en mi caso se debe morir silenciosamente, y que lo contrario no
es sino egoísmo. ¿Qué me dice? ¡Él sí que es egoísta! ¡Y con un egoísmo tan
refinado, o, mejor dicho, tan grosero, que ni se da cuenta él! ¿Ha leído usted la
historia de Esteban Gliebov, aquella figura del siglo dieciocho? Ayer cayó, en
mis manos por casualidad.
—¿Quién era Esteban Gliebov?
—Aquel que fue empalado en la época del zar Pedro.
—¡Ah, sí! Estuvo quince horas en el palo y murió con un valor
excepcional. Lo he leído, sí. ¿Y qué?
—Dios concede muertes así a ciertas personas, pero no a nosotros. Lo
juzga así ¿verdad, príncipe? ¿No me cree capaz de morir como Gliebov?
—No digo eso —repuso el príncipe, confuso—: sólo quiero decir que
usted… no que usted no pudiera parecerse a Gliebov…, sino que usted sería,
más bien…
—¿Un Osterman y no un Gliebov?
—¿Osterman? —extrañóse Michkin.
—El diplomático Osterman, contemporáneo del zar Pedro —repuso
Hipólito, algo desconcertado. Siguió una pausa. Ambos se sentían un tanto molestos.
—No quería decir eso tampoco —repuso Michkin, con suavidad—. No
creo que fuese usted un Osterman.
Hipólito frunció el entrecejo. Michkin se apresuró a excusarse.
—También en eso voy demasiado lejos. Pero quiero decir (y le juro que es
cosa que siempre me ha impresionado) que los hombres de entonces no se
parecían en nada a los de ahora. No, no eran de la misma raza. Nuestra
naturaleza es muy distinta. Entonces la gente sólo tenía una sola idea. Hoy
somos más nerviosos, más evolucionados, más sensitivos, tenemos dos o tres
ideas a la vez… El hombre moderno es más amplio y, se lo aseguro, ello le
impide ser de una sola pieza, como eran sus antepasados. A eso únicamente
tendía mi observación y no…
—Comprendo. Me ha confesado usted ingenuamente que no compartía mi
opinión y ahora quiere consolarme. ¡Ja, ja, ja! Es usted un verdadero niño,
príncipe. Pero noto que me trata usted como a… como a una taza de
porcelana. No importa, no importa, no me ofendo por ello… Hemos tenido
una conversación muy estrafalaria. A veces es usted un verdadero niño,
príncipe, lo repito. Además, sepa que yo preferiría ser cualquier cosa antes que
un Osterman, porque siendo un Osterman no valdría la pena el resucitar de
entre los muertos… Veo que urge que yo muera lo antes posible. De lo
contrario, yo mismo… Ea, me voy. Adiós… A propósito: ¿qué manera de
morir le parece mejor? Quiero decir la más virtuosa. ¡Hable!
—La que consiste en desaparecer antes que los demás, perdonándoles su
dicha —repuso Michkin en voz baja.
—¡Ja, ja, ja! ¡Ya sabía yo que diría usted algo parecido! Pero usted…
usted… ¡Ustedes, las personas elocuentes…! Hasta la vista, hasta la vista…
VI
Bárbara Ardalionovna había dicho la verdad al comunicar a su hermano
que las Epanchinas proyectaban una velada con asistencia de la princesa
Biolokonsky. Ello se había decidido precipitadamente y con cierta agitación,
sin duda, porque en aquella casa no podía hacerse nada como en las demás,
según Lisaveta Prokofievna. La impaciencia de ésta, anhelosa de rápidas
concreciones, lo explicaba todo, así como también la solicitud de los padres
respecto al porvenir de su amada hija. Además, la princesa Bielokonsky iba a
marchar en breve y como se contaba con que se interesase por el príncipe, se
deseaba vivamente que él entrase en el gran mundo bajo los auspicios de la anciana dama, cuyo apoyo constituía la mejor recomendación para un joven.
Los esposos pensaban que, si en aquel casamiento había algo de extraño, el
«mundo» aceptaría mejor al futuro de Aglaya si aparecía patrocinado por la
omnipotente princesa. De todos modos, antes o después, había que «presentar»
a Michkin, había que introducirle en la sociedad, cosa de la que él no tenía la
menor idea. Por otra parte, la reunión era una simple velada íntima, con
asistencia de escasos amigos de la casa. A más de la Bielokonsky se aguardaba
a otra señora, esposa de un alto dignatario. Como joven, sólo figuraría
Eugenio Pavlovich, que debía acompañar a la princesa.
Michkin fue advertido con tres días de antelación de la llegada de aquella
señora, pero sólo la víspera de la reunión se le notificó que ésta iba a
celebrarse. Él observó el aspecto inquieto de los miembros de la familia y
comprendió que distaban mucho de sentirse seguros acerca del efecto que su
amigo había de causar. Pero las Epanchinas le juzgaban demasiado cándido
para poder adivinar las dudas que ellas albergaban, y esto les hacía
contemplarle con más precaución. Él no daba importancia alguna a la velada;
sus preocupaciones eran muy diferentes. Aglaya se tornaba cada vez más
caprichosa y sombría, y ello mortificaba mucho al príncipe. Cuando supo que
aguardaba también a Radomsky, manifestó viva satisfacción, porque deseaba
hablarle hacía mucho tiempo. Sus palabras no agradaron a nadie. Aglaya,
irritada, se fue de la sala, y únicamente a las once, cuando el príncipe se
despedía, la joven aprovechó la oportunidad para dirigirle algunas palabras a
solas.
—Quisiera que no viniese usted mañana en todo el día y que por la noche
llegase cuando estuviesen reunidos todos esos… visitantes. Ya sabe usted que
habrá gente.
Su tono sonaba impaciente y duro. Era la primera alusión que hacía a la
velada. Todos habían podido advertir que a Aglaya le resultaba insoportable la
idea de que hubiese gente. De buen grado hubiese dado una escena a sus
padres con tal motivo, pero callaba por orgullo y pudor. Michkin comprendió
en el acto que Aglaya temía por él, sin querer confesarlo, y se sintió asustado
repentinamente.
—Sí, lo sé. Me han invitado —dijo.
La joven continuó la conversación sintiéndose visiblemente confusa.
—¿Puedo hablarle en serio una vez siquiera en la vida? —preguntó con
brusquedad, encolerizada de pronto sin saber por qué, advirtiéndose a la vez
incapaz de dominarse.
—La atiendo con sumo gusto —contestó el príncipe.
Tras una breve pausa, Aglaya continuó con profundo desagrado: —No he querido discutir con mi familia. A veces no hay manera de
hacerlos entrar en razón… Me han horrorizado siempre los principios que
rigen a veces la conducta de maman. Sobra hablar de papá; a él no hay que
preguntarle nada. Maman, ya lo sé, es una mujer muy buena. Ocúrrasele
proponerle una vileza, y usted verá lo que dice… Y, sin embargo, se inclina
ante ciertos seres despreciables. No aludo a la princesa Bielokonsky. Aunque
sea una vieja absurda y de mal carácter, tiene inteligencia y sabe meter a todos
en un puño. ¡Eso siempre es una cosa buena! Pero hay ciertas bajezas… Y
ridículas, porque nosotros hemos sido siempre gente de la clase media, de una
clase tan media como pueda ser. ¿Por qué, pues, obstinarnos en deslumbrar al
gran mundo? A mis hermanas les pasa igual. El príncipe Ch. les ha llenado la
cabeza de aire… ¿Por qué le alegra tanto, príncipe, la noticia de que va a venir
Eugenio Pavlovich?
—Escuche, Aglaya —repuso Michkin—, veo que teme usted por mí. Sí;
teme verme meter la pata en la reunión.
—¿Qué temo por usted? —continuó Aglaya, muy ruborizada—. ¿Y qué
razón hay para que tema por usted? Aunque usted… aunque usted se cubriese
de ridículo, ¿qué podría importarme? ¿Cómo se le ocurren semejantes
términos? ¡Meter la pata! Es una expresión de pésimo gusto.
—Suele decirse… y…
—Suele decirse en un sentido ordinario. Se me figura que se propone
hablar mañana así toda la velada. Le aconsejo que hojee un poco más el
diccionario de caló; obtendrá usted de ese modo un éxito definitivo. La única
lástima es que sepa usted presentarse correctamente. ¿Dónde lo ha aprendido?
¿Sabe usted coger y tomar con corrección un vaso de té cuando todas las
miradas se fijan en usted para ver cómo lo hace?
—Creo que sabré.
—Lo siento, porque me habría divertido verlo cometer torpezas. Por lo
menos, procure romper el jarrón de la sala. Vale bastante… ¡Rómpalo, se lo
ruego! Es un regalo. Mamá se deshará en llanto delante de todos. Haga usted
uno de sus ademanes habituales, descargue un buen puñetazo y rompa el
jarrón. Para ello siéntese adrede junto a él.
—Por el contrario, me sentaré lo más lejos posible. Celebro que me haya
prevenido.
—De modo que tiene miedo de empezar a accionar como siempre…
Apuesto también a que se propone tratar algún tema serio, científico,
trascendental. ¡Será correctísimo!
—Temo obrar torpemente, si no me orienta. —Escuche de una vez para siempre —dijo Aglaya con impaciencia—: si
empieza usted a despotricar sobre alguna cosa como la pena de muerte, la
economía rusa o esa idea de que «la belleza salvará al mundo» …en ese caso
me divertiré infinitamente y me reiré muchísimo, pero después no vuelva a
aparecer ante mis ojos. Le hablo seriamente. ¡Esta vez le hablo seriamente!
Y mostraba, en efecto, profunda seriedad al proferir semejante amenaza.
En su mirada y su acento había una expresión insólita, que el príncipe no había
visto nunca en Aglaya y que no se parecía en nada a la burla.
—Se ha puesto usted de tal modo, que ahora estoy seguro de «despotricar»
y hasta quizá de romper el jarrón… Antes no temía nada y ahora lo temo todo.
Meteré la pata seguramente.
—Entonces, cállese. Estese sentado y mudo.
—No podré. Tengo la certeza de que el temor me impulsará a hablar y a
romper el jarrón. Puede que resbale y me caiga, o que haga otra cosa parecida.
Ya me ha sucedido alguna vez. Voy a soñar en ello toda la noche. ¿Por qué me
lo ha sugerido?
Aglaya le miró, sombría.
—Escuche: lo mejor será que no venga —indicó Michkin—. Diré que
estoy enfermo de boquilla y asunto concluido.
La joven, pálida de ira, golpeó furiosamente el suelo con el pie.
—¡Señor! ¿Dónde se ha visto una cosa así? ¡No venir cuando esa reunión
se organiza sólo para él! ¡Dios mío! ¡Éstas son las consecuencias de tratar con
un hombre tan… absurdo como usted!
—Vendré, vendré —se apresuró a contestar el príncipe—, y le doy mi
palabra de honor de que pasaré la noche entera sin abrir los labios. Lo haré así.
—Y acertará. Antes ha dicho: «Diré que estoy enfermo de boquilla» ¿De
dónde saca tales expresiones? ¿Qué placer encuentra en hablarme así? Lo hace
para molestarme, ¿verdad?
—Perdón. Es una expresión de colegial. No volveré a emplearla.
Comprendo (¡no se enfade!) que teme usted por mí y eso me encanta. No sabe
usted lo que me asustan sus palabras… y lo feliz que me hacen. Pero ese temor
no significa nada: es una pequeñez. ¡Se lo aseguro, Aglaya! En cambio, la
ventura persistirá. Me encanta verla tan niña, tan buena… ¡Qué mujer tan
buena puede ser usted, Aglaya!
Ella estuvo a punto de incomodarse, pero, de pronto, un sentimiento
inesperado se adueñó de su alma.
—¿Y no me reprochará usted más tarde, la aspereza de mis palabras deahora? —preguntó de pronto.
—¿Qué dice usted? Parece mentira… Y ¿por qué vuelve a sonrojarse y a
tener la mirada sombría? Eso, que le ocurre hace cierto tiempo, no le pasaba
antes. Aglaya. Sé a lo que se debe…
—¡Calle, calle!
—No: es mejor hablar. Hace tiempo quise explicarme con usted y le dije lo
que era, pero como no me creyó, tengo que volver a empezar. Hay una persona
entre nosotros…
Aglaya asió con fuerza el brazo de su interlocutor y le miró, casi aterrada.
—¡Calle, calle, calle! —interrumpió bruscamente.
En aquel momento la llamaron. Satisfecha de poder abandonar al príncipe
oportunamente, huyó a toda prisa. Michkin pasó la noche con fiebre. Tal era su
estado desde hacía varias noches. Y a la sazón, en un semidelirio, se le ocurrió
una idea: ¿iría a sufrir un ataque en presencia de todos? Ya le había sucedido
otras veces. El pensamiento le dejó helado. Soñó que estaba en una sociedad
asombrosa, insólita, entre gentes extrañas. Lo esencial era que «despotricaba»,
que sabía que no debía hablar y que hablaba sin cesar ni un instante,
esforzándose en persuadir no sabía de qué cosa a sus interlocutores. Entre
éstos se hallaban Radomsky e Hipólito, que parecían estar en muy buenos
términos mutuos.
Despertó algo después de las ocho, sintiendo dolor de cabeza y un
desorden mental extraordinario. Experimentaba un extraño y fuerte deseo de
hablar con Rogochin, no sabía acerca de qué. Luego adoptó la decisión de
visitar a Hipólito. Merced a la turbación de su ánimo, los incidentes de aquella
mañana, aunque le impresionaron mucho, no lograron absorberle por entero.
Uno de aquellos incidentes lo constituyó la visita de Lebediev.
Éste se presentó bastante temprano, es decir, poco después de sonar las
nueve. Estaba completamente beodo. Aunque el príncipe no reparase apenas,
desde hacía algún tiempo, en lo que sucedía a su alrededor, no había dejado de
notar el hecho de que, desde la marcha del general, la vida de Lebediev era
muy disipada: descuidaba su persona, llevaba los vestidos llenos de manchas,
la corbata torcida, el cuello desgarrado. Armaba en casa alborotos cuyo rumor
llegaba hasta las habitaciones de Michkin, aunque éstas se hallasen separadas
de las otras por un patinillo. Una vez Vera había acudido, llorosa, para narrar
al príncipe lamentables escenas domésticas.
Cuando Lebediev se halló ante Michkin, comenzó a hablar de un modo
extraño, golpeándose el pecho, como si se confesase:
—He recibido… la recompensa de mi bajeza y mi perfidia. ¡He recibido una bofetada! —declamó trágicamente.
—¿Una bofetada? ¿De quién? ¿Y a estas horas?
—¿A estas horas? —repitió Lebediev, sarcásticamente—. La hora no tiene
nada que ver con esto… ni siquiera para un castigo físico… Pero es un bofetón
moral… moral y no físico, el que he recibido.
Sentóse sin cumplidos e inició un relato incoherente Michkin arrugó el
entrecejo y ya se disponía a marcharse cuando ciertas palabras que escuchó le
detuvieron en seco, petrificándole de sorpresa. Lebediev contaba cosas muy
extrañas.
Ante todo, tratábase de una carta. Habíase pronunciado el nombre de
Aglaya Ivanovna. Luego, a boca de jarro, Lebediev rompió en amargos
reproches dirigidos al príncipe. Parecía estar quejoso de alguna cosa. Según
decía, el príncipe, al comienzo, le había honrado con su confidencia en los
asuntos referentes a cierta persona (Nastasia Filipovna), pero después había
roto con él, expulsándole de su presencia ignominiosamente. El príncipe había
llevado incluso su falta de gratitud hasta negarse a contestar a una «inocente
pregunta relativa a próximos cambios en la casa». Lebediev, entre hipidos de
beodo, declaró que no había esperado tal cosa jamás, sobre todo teniendo en
cuenta que «sabía muchas cosas por Rogochin… y por Nastasia Filipovna… y
por la amiga de Nastasia Filipovna… y por Bárbara Ardalionovna… y por…
hasta por Aglaya Ivanovna… ¿Comprende? Sí, a través de Vera, mi hija
queridísima, mi hija única… No, única, no; me engaño… porque tengo tres…
¿Y quién ha informado secretamente a Lisaveta Prokofievna? ¡Je, je! ¿Quién
le ha escrito para ponerla al corriente de todos los hechos y movimientos… de
Nastasia Filipovna? ¡Je, je! ¿Quién le envió esos anónimos, quiere
decírmelo?».
—¿Es posible que haya sido usted? —exclamó Michkin.
—Exactamente —repuso el beodo, con dignidad—. Hoy mismo, a las ocho
y media, hace treinta minutos… No, tres cuartos de hora… he notificado a esa
noble madre que tenía que informarle de una aventura… significativa. He
enviado a mi hija con unas palabras. Vera ha subido por la escalera de servicio.
—¿Y ha ido usted a ver a Lisaveta Prokofievna? —preguntó el príncipe,
incrédulo.
—Sí, y he recibido un bofetón… moral. Me ha devuelto la carta, me la ha
tirado a la cara sin abrirla siquiera… y a mí me ha echado por las escaleras…
figuradamente hablando… Aunque ha faltado poco para que lo hiciese
materialmente también.
—¿Qué carta es esa que le ha tirado a la cara sin abrir? —Pero… ¡Je, je! ¿No se lo he dicho? Creía que sí. He recibido una carta
con el ruego de enviarla a…
—¿De quién? ¿A quién?
Entonces Lebediev se enfrascó en «explicaciones» incomprensibles.
Michkin creyó entender que la carta había sido llevada muy temprano por una
criada que la entregó a Vera Lebediev para ser transmitida a su destino «como
antes… como antes, también entregaran una de parte de cierta persona y para
cierto personaje (porque doy a una el nombre de personaje y a la otra el de
persona para distinguir una joven inocente, hija de un general, de una… señora
de otro estilo…). Sí, una carta escrita por cierta persona cuyo nombre
comienza con A…»
—¿Es posible? ¿Una carta para Nastasia Filipovna? ¡Qué absurdo! —
protestó Michkin.
—Sí… y no para Rogochin… que es lo mismo —repuso Lebediev con una
sonrisa y un guiño—. Una vez también le envió otra por conducto del señor
Terentiev… Una carta enviada por la persona cuyo nombre empieza por A…
Como las interrupciones no tenían otro resultado que extraviar a su
interlocutor, haciéndole olvidar lo que acababa de decir, Michkin optó por
callarse. Un punto quedaba oscuro: ¿era Vera o su padre el intermediario de tal
correspondencia? Puesto que Lebediev aseguraba que escribir a Rogochin o a
Nastasia Filipovna era lo mismo, cabía suponer que tales cartas, de existir, no
pasaban por sus manos. ¿Por qué casualidad, pues, se hallaba una en su
posesión? Michkin no acertaba con ello: lo probable era que Lebediev la
hubiese substraído a su hija clandestinamente, llevándola a la generala por
motivos que él conocería…
—¡Está usted loco! —exclamó, temblando.
—No, muy estimado príncipe —contestó Lebediev con cierta agitación—.
Al principio pensé entregar a usted esa carta, para prestarle un servicio, pero
luego juzgué hacer conocer a una noble madre… a quien otra vez previne bajo
el velo del anónimo… Y cuando hoy, a las ocho y veinte, le escribí que me
recibiese firmando «Su corresponsal anónimo», se me ha introducido en
seguida, casi precipitadamente, por la entrada trasera de la casa, a presencia de
la noble madre…
—¿Y…?
—Ya sabe lo demás. Por así decirlo, me ha maltratado, y en rigor le ha
faltado poco para hacerlo. Me ha lanzado la carta a la cara. He notado que la
hubiese retenido con gusto, pero no ha sabido contener su primer movimiento
y me la ha tirado despreciativamente: Puesto que la han confiado a un hombre como tú, entrégala a su destinatario». Parecía muy ofendida. ¡Qué carácter
tiene! ¡Muy furiosa debía de estar para rebajarse hablándome así!
—¿Dónde está la carta?
—Aquí la tengo. Tómela.
Y entregó a Michkin la nota que Aglaya remitía a Gabriel Ardalionovich, y
que éste, dos horas más tarde había de exhibir triunfalmente a su hermana.
—No puede usted quedarse con esta carta.
—¡Se la doy, se la doy! —exclamó, con calor, Lebediev—. Otra vez soy
absolutamente suyo y le pertenezco de pies a cabeza. Tras una infidelidad
transitoria, vuelvo a su servicio. «Castiga la cabeza, pero respeta la barba»,
como dijo Tomás Moro… en Inglaterra y en la Gran Bretaña. Mea culpa, mea
culpa…
—Hay que transmitir esta carta en seguida. Yo mismo la haré llegar a su
destino.
—Pero ¿no vale más, no vale más, no vale más…? ¿No vale más (¡oh mi
querido y muy educado príncipe!), no vale más…? ¡Esto!
Y Lebediev hizo una mueca extraña y expresiva. Comenzó a agitarse en su
asiento, como si le pinchase una aguja, y a la vez se entregó a ademanes
demostrativos, subrayados por guiños maliciosos.
—¿Qué? —preguntó Michkin amenazador.
—Abrir la carta primero —repuso Lebediev, confidencial.
Michkin se irguió de repente, tan enfurecido, que Lebediev, en el primer
impulso, emprendió la fuga. Mas, ya en la puerta, se detuvo esperando que la
clemencia substituyese a aquel estallido de cólera.
—¡Lebediev! —exclamó Michkin con amargura—. ¿Es posible que sea
usted tan abyecto?
El rostro del funcionario se serenó. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Soy muy vil, muy vil! —declaró dándose golpes en el pecho.
—Propone usted una cosa abominable.
—Esa es la palabra: abominable.
—¿Por qué obra usted tan… extrañamente? ¡Ha sido usted… un espía!
¿Por qué ha escrito un anónimo para inquietar a una mujer tan digna y
bondadosa? ¿Por qué juzga que Aglaya Ivanovna no tiene el derecho de
escribir a quien le agrade? Ha ido usted a esa casa como un delator, ¿verdad?
¿Qué esperaba ganar con ello? ¿Qué recónditos motivos impulsaban a esadelación?
—Sólo una agradable curiosidad… y el deseo de prestar un servicio a un
alma noble —balbució Lebediev—. Pero ahora soy suyo, príncipe, le
pertenezco en absoluto. Aunque me mande ahorcarme…
—¿Estaba usted como ahora cuando visitó a Lisaveta Prokofievna? —
preguntó Michkin, con disgusto—. No; estaba más despejado y más correcto.
Fue la afrenta sufrida la que me hizo ponerme… en este estado.
—Bien; déjeme solo.
Hubo de repetir varias veces la orden antes de verla obedecida. Después de
abrir la puerta ya, Lebediev tornó sobre sus pasos andando de puntillas y
realizó una nueva mímica expresiva del modo de abrir una carta. Ya no se
atrevió a aconsejarlo de palabra. Finalmente salió sonriendo con suave
afabilidad. De toda aquella conversación, tan penosa para el príncipe, sólo
subsistía un hecho esencial: Aglaya estaba inquieta e irresoluta, atormentada
por algún sentimiento. «Celos», se dijo Michkin. Era notorio también que la
habían armado algunas gentes malintencionadas. Lo extraño era que fuese tan
crédula. Sin duda en aquella cabecita inexperta habían madurado planes tal
vez funestos. El príncipe, espantado y lleno de emoción, no sabía que decisión
tomar. Y, sin embargo, advertía que era preciso tomar una resolución. Miró
otra vez el pliego cerrado. No radicaba allí la causa de sus titubeos y temores.
No, él creía… Pero otra cosa le inquietaba en aquella carta: no tenía confianza
en Gania. Con todo, resolvió entregarle la misiva en persona, y salió con tal
intención, pero por el camino cambió de idea. En el momento en que llegaba a
casa de Pitzin, se encontró con Kolia, y le rogó que transmitiera la nota a su
hermano, como si le hubiese sido confiada por la propia Aglaya. Kolia
cumplió el encargo sin pedir explicaciones, y Gania, en consecuencia, no
sospechó que la nota había atravesado tantas manos antes de llegar a la suya.
De vuelta a su casa, Michkin llamó a Vera y la consoló del modo que juzgó
mejor, ya que la muchacha buscaba, deshecha en lágrimas, la carta que
pensaba perdida. La joven, abrumada al saber que su padre se la había
substraído, informó a Michkin de que había servido más de una vez como
intermediaria entre Rogochin y Aglaya Ivanovna, sin imaginar ni remotamente
que pudiera perjudicar así los intereses de Michkin.
Dos horas más tarde llegó un mensajero de Kolia comunicando al príncipe
la noticia de la enfermedad del general Ivolguin. Michkin, en su desorden
mental, apenas comprendió de momento de qué se trataba. Sin embargo, aquel
suceso, al sacarle de sus preocupaciones, estimuló su ánimo. Pasó casi todo el
día en casa de Ptitzin, adonde había sido transportado el doliente. La presencia
de Michkin no constituyó una gran ayuda, pero sabido es que existen personas
a las que les agrada ver cerca en ciertos momentos penosos. Kolia, consternado, lloraba como bajo el efecto de un ataque nervioso, lo que no le
impedía estar en constante movimiento. Fue a buscar a tres médicos, y al
barbero, y medicinas. El general pudo ser reanimado, pero no recobró el
conocimiento y, según los doctores, estaba muy grave. Varia y Nina
Alejandrovna no se apartaban de su cabecera. Gania, inquieto y agitado, no
quería subir a la alcoba de su padre, como si tuviese miedo de verle. El joven
se retorcía las manos. En una incoherente conversación que mantuvo con
Michkin llegó a decirle: «¡Qué desgracia! ¡Y en este momento! ¡Parece a
propósito!». El príncipe creyó adivinar a lo que Gania se refería. Cuando
Michkin llegó a casa de Ptitzin, Kolia había salido ya. Por la tarde se presentó
Lebediev, quien, después de la explicación de la mañana, había dormido de un
tirón hasta entonces, y estaba casi sereno ya. Lloró amargamente cual si el
enfermo hubiera sido su propio padre, se acusó en alta voz de su desgracia,
aunque sin concretar los motivos, y repetía sin cesar a Nina Alejandrovna:
—Yo he sido el culpable, y sólo yo… Sólo hice eso movido por una
agradable curiosidad… y el difunto —Lebediev se obstinaba en enterrar al
general prematuramente— era un hombre de verdadero genio…
Insistía con especial seriedad sobre el genio de Ardalion Alejandrovich,
como si ello en tales circunstancias pudiese ser de alguna utilidad. Viendo las
sinceras lágrimas de Lebediev, Nina Alejandrovna concluyó por decirle:
—¡Dios le asista! No llore más. ¡Dios le perdone!
Tales palabras y el tono con que fueron pronunciadas impresionaron tanto
a Lebediev, que no quiso separarse ya de la esposa del enfermo, y permaneció
casi constantemente en casa de Ptitzin todos los días sucesivos, hasta la muerte
del general. Lisaveta Prokofievna envió, por dos veces, a informarse acerca
del estado de Ardalion Alejandrovich. Cuando, a las nueve de la noche,
Michkin entró en la casa le preguntó minuciosamente y con interés por el
estado del enfermo. La princesa Bielokonsky manifestó su deseo de saber
«quién era aquel paciente y quién era aquella Nina Alejandrovna», y la
generala contestó con una gravedad que agradó mucho a Michkin. Según
dijeron después las hermanas de Aglaya, él mismo, mientras hablaba con
Lisaveta Prokofievna, habló «maravillosa y modestamente, con dignidad, sin
agitación, sin palabras superfluas, presentándose muy bien y sin dejar nada
que desear». Y no sólo no resbaló en el suelo encerado, como temiera la
víspera, sino que produjo a todos una impresión muy atrayente.
Por su parte, él, apenas se hubo sentado y mirado en su derredor, advirtió
que los reunidos no tenían nada de común ni con los personajes de que Aglaya
le había hablado la víspera ni con sus pesadillas de la noche. Por primera vez
en su vida veía a parte de eso que, con terrible frase, se llama «el gran
mundo». Hacía tiempo que, en virtud de diversas consideraciones, ansiaba penetrar en aquel círculo encantado, sintiéndose curioso de saber qué
impresión le produciría a primera vista. Y la primera impresión fue deliciosa.
Parecióle que todas aquellas personas habían nacido para vivir juntas, que las
Epanchinas no daban una reunión en el sentido mundano de la palabra, sino
que habían congregado únicamente a algunos íntimos. Él mismo creía
encontrarse, tras breve separación, con personas a cuyo lado había vivido
siempre y cuyas ideas compartía. Estaba subyugado por el encanto de las
buenas maneras, por aquella aparente sencillez y aquella externa franqueza.
No se le ocurrió siquiera que tal cordialidad, tan buen humor, tanta nobleza,
tanta dignidad personal pudiesen ser un barniz meramente exterior. A
despecho de su aspecto imponente, la mayoría de los circunstantes eran
personas bastante hueras que, en su presunción, ignoraban por ende la
superficialidad de casi todas sus cualidades. Y ello no era culpa suya, ya que
semejante capa superficial la habían adquirido, sin duda, por herencia. La
seducción de aquel ambiente desconocido obró con fuerza sobre Michkin,
porque no sospechaba nada de lo que indicamos. Veía por ejemplo, que aquel
alto dignatario, que por la edad podría ser abuelo suyo, se interrumpía a veces
en medio de una conversación para escucharle a él, a pesar de su juventud, y
no sólo le escuchaba, sino que parecía ser de su opinión, a juzgar por lo afable
y benévolo que se mostraba. No obstante, no se conocían para nada y era la
primera vez que se veían. Acaso aquella cortesía refinada produjese impresión
en el ánimo del príncipe. O acaso había acudido a la velada en un estado que
le predisponía al optimismo. Pero, en realidad, los invitados, aunque «amigos
de la familia» y amigos también entre sí, distaban mucho de ser lo que el joven
imaginaba. Había allí personas que por nada del mundo hubiesen consentido
en tener a los Epanchin por iguales suyos, había allí otras que se detestaban
cordialmente. La Bielokonsky había aborrecido siempre a la esposa del alto
dignatario, y ésta, a su vez, experimentaba gran antipatía por la esposa de
Epanchin. El alto dignatario, que ocupaba el lugar de honor y había protegido
al matrimonio Epanchin desde su juventud, era un personaje tal ante los ojos
de Ivan Fedorovich, que éste no experimentaba en presencia de aquel protector
otro sentimiento que no fuese de temor y veneración. El general se habría
despreciado a sí mismo si por un solo momento se hubiese considerado igual a
aquél, o no le hubiese parangonado a un verdadero Júpiter Olímpico. Algunos
de los visitantes no se habían visto entre sí desde años atrás y se miraban con
indiferencia cuando no con animadversión, pero, no obstante, al hallarse allí se
interpelaban tan amistosamente como si hubieran estado el día antes en
agradable compañía. Por otra parte, la reunión era poco numerosa. Además de
la Bielokonsky, el «alto dignatario» y su mujer, debemos mencionar, en primer
término, un general muy ilustre, conde o barón además, y que ostentaba un
nombre tudesco. Aquel hombre, muy taciturno, tenía fama de ser altamente
versado en materia de ciencia gubernamental. Era uno de esos olímpicos administradores que lo conocen todo, excepto Rusia, que pronuncian cada
cinco años una frase suya de extraordinaria profundidad que todos admiran y
que, tras eternizarse en el servicio suelen morir colmados de honores y
riquezas, aun cuando no hayan hecho nada agradable jamás y hayan sido
hostiles a toda idea grande. En la jerarquía burocrática, aquel general era el
jefe inmediato de Ivan Fedorovich, el cual, por natural reconocimiento e
incluso por un especial amor propio, se empeñaba en considerarle como un
bienhechor. En cambio, el insigne personaje no se consideraba protector de
Epanchin, se mostraba siempre muy frío con él, aunque aprovechase con gusto
su servicialidad, y le habría reemplazado gustosamente por otro funcionario
cualquiera en cuanto alguna consideración, por secundaria que fuese, lo
hubiera exigido.
Había también un gran señor a quien se le suponía, sin razón, cierto
parentesco con Lisaveta Prokofievna. Rico, bien nacido, de grado muy alto en
el servicio, muy entrado en años y poseedor de una salud soberbia, aquel
señor, muy elocuente además, pasaba por ser un descontento (si bien en el
sentido más anodino de la palabra). Se le tenía por un hombre algo
neurasténico (lo que en él resultaba incluso agradable) y sabíase que se
inclinaba a los gustos ingleses en lo concerniente a la carne medio cruda, los
troncos de caballos, la servidumbre y otras cosas por el estilo. En aquel
momento charlaba con el alto dignatario, que era uno de sus mejores amigos.
A Lisaveta Prokofievna se le ocurrió una idea extraña: la de que aquel maduro
caballero, hombre no poco frívolo y muy inclinado a las mujeres, acabaría
haciendo a Alejandra el honor de pedir su mano. Después de aquellas zonas
superiores de la reunión, seguían los invitados más jóvenes, poseedores
también de espléndidas cualidades. Aparte de Eugenio Pavlovich y el príncipe
Ch., pertenecía a aquel grupo el príncipe N., persona muy conocida y
fascinadora, que antaño llenara Europa con el rumor de sus empresas galantes.
A la sazón era hombre de cuarenta y cinco años, pero mantenía su agradable
apariencia y poseía un notable talento de narrador. Era dueño, además, de una
considerable fortuna, aunque, rindiendo culto a la costumbre, hubiese
dilapidado en el extranjero gran parte de sus bienes.
Se hallaba luego una tercera categoría de invitados, quienes, aunque no
perteneciesen a la crema de la sociedad, se encontraban a veces, como los
propios Epanchin, en los más aristocráticos salones. El general y su mujer,
cuando daban una de sus raras reuniones, mantenían el principio de unir a la
alta sociedad algunos representantes escogidos de la clase media. Esto valía a
los Epanchin el elogio siguiente (que los enorgullecía mucho): «Tienen tacto;
se hacen cargo de lo que son». Uno de los representantes de esta clase era un
coronel de ingenieros, hombre serio, un amigo del príncipe Ch., que era quien
le había presentado a los Epanchin. Aquel señor hablaba poco y ostentaba en
el índice de la mano derecha un grueso anillo, procedente de un regalo, según todas las apariencias. Finalmente cabe mencionar un literato de origen alemán,
que cultivaba la poesía rusa. Era hombre de treinta y ocho años, de aventajada
figura, aun cuando algo antipático. Sus modales eran muy correctos, por lo
cual se le podía presentar en cualquier parte. Pertenecía a una familia alemana
tan intensamente burguesa como intensamente respetable. Sabía adquirir y
mantener con gran habilidad la amistad de los más insignes personajes.
Cuando traducía del alemán una obra notable, sabía adaptar la musa germánica
a las exigencias de la versificación rusa, sabía a quién dedicar su trabajo y
sabía, en fin, explotar sus pretendidas relaciones amistosas con un célebre
poeta ruso ya fallecido. Son muy numerosos los escritores que se proclaman,
gustosos, amigos de otro y más grande escritor cuando la muerte de éste les
impide desmentirlos. El escritor a que nos referimos había sido presentado
poco antes a los Epanchin por la esposa del alto dignatario. Aquella dama
tenía fama de proteger a los sabios y literatos, y, en realidad, había logrado
hacer pensionar a dos o tres escritores mediante ciertos personajes influyentes
que no podían negarle nada. Y ella era influyente también, a su modo. Mujer
de cuarenta y cinco años, y por tanto más joven que su marido, había sido
antaño muy bella, y a la sazón, por una manía frecuente en las damas de esa
edad, tenía la de vestir deslumbrantemente. Su inteligencia era mediocre, y sus
conocimientos literarios muy discutibles. Pero, así como la manía de vestir
con lujo, tenía la de proteger a los escritores. Se le habían dedicado muchas
obras y traducciones y dos o tres escritores habían publicado, con su
autorización, cartas que le dirigieran sobre asuntos de la mayor importancia.
Tal era la sociedad que Michkin tomó como oro de ley. Cierto que, en
virtud de una coincidencia curiosa, todos los presentes se sentían aquel día
muy cordiales con los demás y muy satisfechos de sí mismos. Todos también,
del primero al último, juzgaban hacer un gran honor a los Epanchin con su
visita. Pero el príncipe no sospechaba estos pensamientos. No advertía, por
ejemplo, que los Epanchin no hubiesen osado realizar paso tan serio como el
de prometer a su hija sin someter el asunto al asenso del alto dignatario. Y
éste, que hubiese visto hundirse en la ruina a todos los Epanchin con la mayor
indiferencia, no habría dejado de incomodarse si casara a su hija sin pedirle
consejo. El príncipe N., aquel hombre tan espiritual, tenía la plena certeza de
que su personalidad era como un sol que iluminaba la mansión de los
Epanchin. Juzgábalos infinitamente por debajo de él, y era precisamente tal
opinión la que le llevaba a mostrarse tan amable con ellos. Sabía, por ende,
que debía necesariamente contar algo para entretener a los reunidos y no sentía
el menor deseo de prescindir de tal obligación. Cuando Michkin oyó el relato
del brillante narrador, hubo de confesarse que no había escuchado jamás nada
semejante, ni tan espiritual, alegre e ingenuo, de una ingenuidad casi
conmovedora en la boca de aquel Don Juan que era el príncipe N. ¡Sí hubiese
sabido el pobre joven lo vieja, tronchada y repetida que era la historia a la que tanto placer daba oído! En los salones había acabado por aburrir y sólo
contando con la mucha candidez de los Epanchin podía ofrecérseles aquel
refrito como una novedad. Incluso el poetilla alemán creía, pese a su modestia
y a sus maneras amables, que honraba con su presencia a los dueños de la
casa. Pero el príncipe no supo adivinar el reverso de la medalla. Aquélla era
una desgracia que Aglaya no había previsto.
La joven estaba muy bella aquella noche. Las tres hermanas vestían muy
elegantemente, aunque sin excesiva suntuosidad, y habíanse esmerado sobre
todo en sus tocados respectivos. Aglaya, sentada junto a Radomsky,
conversaba amistosamente con él. Radomsky parecía más reservado que de
costumbre, acaso porque le intimidara la presencia de tales personajes. Pero, a
pesar de su juventud, tenía la costumbre de moverse en el mundo y se hallaba
como en su elemento. Llevaba un crespón en el sombrero, lo que le valió los
elogios de la princesa Bielokonsky. Otro sobrino mundano no habría, en
circunstancias tales, puéstose luto por la muerte de un tío como aquél. Lisaveta
Prokofievna alabó también la delicadeza del joven. Aparte eso, sentíase muy
inquieto, dos veces notó Michkin que Aglaya le miraba atentamente, y creyó
advertir que estaba satisfecha de su comportamiento. Cada vez se sentía más
dichoso. A menudo recordaba las ideas y temores «fantásticos» que concibiera
antes de su entrevista con Lebediev, y se le aparecían como un sueño ridículo
y absurdo. Por supuesto había pasado todo el día deseando hallar razones para
no creer en sueños tales. Hablaba poco, y sólo cuando le preguntaban, y al
final acabó enmudeciendo en absoluto limitándose a escuchar. Y, con todo, le
inundaba un ostensible contento. Poco o poco se adueñó de él una inspiración
profunda que sólo esperaba una ocasión propicia para manifestarse, pero, sin
embargo, cuando comenzó a hablar, fue sólo casualmente, en respuesta a una
pregunta y, al parecer, sin intención particular.
VII
Fue el caso que mientras Michkin contemplaba, arrobado, a Aglaya, quien
a la sazón hablaba alegremente con el príncipe N. y Eugenio Pavlovich, en
otro rincón el gran señor anglómano interpelaba con animación al alto
dignatario. De pronto profirió el nombre de Nicolás Andrievich Pavlitchev, y
entonces el príncipe, volviéndose, puso atento el oído. Tratábase de las
instituciones nuevas y de las complicaciones que irrogaban a los propietarios
rurales. En las palabras del anglómano debía existir algún elemento divertido,
porque el alto dignatario parecía muy regocijado con la humorística
indignación de su interlocutor. Éste contaba, con voz perezosa, recalcando
ligeramente las palabras, que, a causa de la creciente legislación, se había visto obligado, aun sin tener precisión de dinero, a vender a mitad de precio un
magnífico dominio que poseía en el Gobierno de… y a la vez a conservar una
finca improductiva, ruinosa y sometida a pleito.
—Para evitar más dificultades —decía— he renunciado a entrar en
posesión de los bienes que he heredado de Pavlitchev. ¡Una o dos herencias
más, me arruino! Y sin embargo, yo tenía allí tres mil deciatinas de excelente
tierra…
Viendo la mucha atención que Michkin prestaba a aquella charla, el
general Epanchin se acercó a él.
—¿No buscabas a los parientes del difunto Nicolás Andrievich Pavlitchev?
—dijo a media voz—. Pues, Ivan Petrovich lo es.
Hasta entonces Epanchin había conversado con su superior jerárquico, el
otro general; pero viendo que el príncipe se hallaba solo, comenzó a sentir
cierta inquietud. Quería hacer hablar a Michkin, mezclarle en la conversación
general hasta cierto punto, presentarle nuevamente, por decirlo así, a aquellas
elevadas personalidades. Hallando en aquel momento la mirada de Ivan
Petrovich fija en él, manifestó:
—León Nicolaievich fue educado por Nicolás Andrievich Pavlitchev
después de la muerte de sus padres.
—Celebro mucho conocerle —dijo el interpelado con voz amable—.
Incluso recuerdo muy bien al príncipe. Antes, en cuanto Ivan Fedorovich lo
presentó, le reconocí en seguida, aunque sólo le había visto de niño a los diez
o doce años de edad. No ha cambiado usted mucho. Su expresión sigue siendo
muy parecida.
—¿Me conoció usted de niño? —exclamó Michkin, sorprendidísimo.
—Hace mucho —repuso Ivan Petrovich—, en Zlatoverjovo, donde
habitaba con mis primas. Yo iba mucho entonces a Zlatoverjovo. ¿No me
recuerda? Pero puede ser que usted me haya olvidado… Sufría usted
entonces… una enfermedad… Incluso una vez quedé extrañado viéndole…
—No me acuerdo —repuso Michkin vivamente.
Todo se aclaró tras unas cuantas palabras que cambiaron Ivan Petrovich y
su interlocutor, el primero apacible e indiferentemente, el segundo con una
agitación extraordinaria. Las dos solteronas parientes del difunto Pavlitchev,
que habitaban su dominio de Zlatoverjovo y a quienes se había confiado la
educación del príncipe, eran primas también de Ivan Petrovich. Éste ignoraba,
como todos, los motivos de que Pavlitchev hubiera resuelto cuidarse del niño,
convirtiéndolo en su hijo adoptivo. «No tuve curiosidad de averiguarlo»,
declaró. En todo caso poseía una excelente memoria, pues recordaba que una de sus primas, Marfa Nikitichna, la mayor era bastante severa con el niño que
tenía a su cargo, «hasta el punto de que una vez disputé con ella a causa de la
educación que le daba, acusándola de mantener un pésimo sistema y de azotar
en exceso a un niño enfermo… Usted mismo reconocerá que…» También
recordó que, en cambio, la menor, Natalia Nikitichna, era muy afectuosa con
el pequeño.
—Ahora —añadió— las dos, si es que no han muerto, habitan en el
Gobierno de… donde Pavlitchev les legó una buena propiedad. Creo, sin
asegurarlo, que Marfa Nikitichna quería ingresar en un monasterio. Acaso me
confunda… Sí; me han dicho eso respecto a la viuda de un médico…
Oyendo las palabras de Ivan Petrovich, la ternura y la alegría se leían en
los ojos de Michkin. Declaró luego, con extraordinaria vehemencia, que no se
perdonaría jamás el haber recorrido durante seis meses las provincias rusas del
centro y no haber visitado a las mujeres que le cuidaron en su niñez. Todos los
días hacía propósitos de ir a verlas y siempre las circunstancias aplazaban su
resolución… Pero ahora se prometía ir, por encima de todo.
—¿Así que conoce usted a Natalia Nikitichna? ¡Qué corazón tan santo, tan
bondadoso! Y también Marfa Nikitichna… Perdóneme, pero yo creo que usted
se engaña respecto a ella. Cierto que era severa, pero ¿qué otra cosa podía ser
con un idiota como yo era entonces? ¡Ja, ja, ja! Porque, aunque usted no lo
crea, yo era entonces completamente idiota. ¡Je, je, je! Aunque, si usted me
vio entonces… ¿cómo no me acordaré de usted? ¿Qué le parece…? ¡Dios mío!
¿Es posible que sea usted pariente de Nicolás Andrievich Pavlitchev?
—Le aseguro que sí —repuso Ivan Petrovich, sonriendo y examinando al
príncipe con atención.
—No, no es que lo dude… ¿Cómo lo voy a dudar? ¡Je, je! ¡Ni por asomo!
De ninguna manera. ¡Ja, ja! Lo digo, porque el difunto Pavlitchev era un
hombre muy bueno. Un hombre magnánimo, se lo aseguro…
Michkin está «sofocado por la emoción de su noble corazón», según
comentó Adelaida al día siguiente con su prometido el príncipe Ch.
—¡Dios mío! —comenzó Ivan Petrovich, riendo—. ¿Por qué no puedo yo
ser pariente de un hombre tan magnánimo como Pavlitchev?
—¡Qué necedad he dicho! ¡Válgame Dios! —exclamó el príncipe, cada
vez más agitado—. Es natural que sea así… porque yo… Pero ya he dicho otra
cosa diferente a la que quería… Mas ¿qué importan mis palabras en este
momento al lado de intereses tan vastos y comparados con el noble corazón de
aquel hombre tan magnánimo? Porque era muy magnánimo, ¿verdad? ¿Verdad
que sí? Y Michkin temblaba de pies a cabeza. Sería difícil explicar por qué le
excitaba de aquel modo un tema de conversación tan poco excitante. Pero,
fuese como fuera, estaba muy emocionado, y su corazón rebosaba un
agradecimiento ardiente y enternecido motivado no se sabía por qué y dirigido
a alguien, acaso a Ivan Petrovich, acaso a todos los presentes en general. Se
sentía «muy feliz». Ivan Petrovich empezó a examinarle muy atentamente; el
otro dignatario le contempló con extrema curiosidad. La Bielokonsky clavó en
Michkin sus ojos enojados y apretó los labios. El príncipe N., Radomsky, el
príncipe Ch. las jóvenes, interrumpieron su charla para escucharle. Ch.,
parecía asustado y Lisaveta Prokofievna lo estaba realmente. Tras opinar que
la mejor actitud en Michkin sería guardar silencio toda la velada, se habían
sentido inquietas en cuanto le vieron sentarse inmóvil en un rincón, satisfecho
de su papel pasivo y su mutismo. Alejandra había querido incluso cruzar el
salón para llevárselo consigo a su grupo, en el que figuraban el príncipe N. y
la princesa Bielokonsky. Y he aquí que ahora, cuando el príncipe comenzaba a
hablar, las Epanchinas se sentían más inquietas que nunca.
—Dice usted con razón que Pavlitchev era muy bueno —manifestó Ivan,
dejando de sonreír—. Sí, muy bueno… Bueno y digno —añadió, tras un
instante—. Digno de toda estima, puedo asegurarlo —prosiguió tras un nuevo
silencio— y me… me alegra que usted, por su parte…
—¿No tuvo ese Pavlitchev una historia rara con el abate… el abate…? He
olvidado cómo se llamaba, pero en sus tiempos se habló mucho de ello —dijo
el alto dignatario.
—Con el abate Gouraud, un jesuita —respondió Ivan Petrovich—. ¡Eso les
sucede a nuestros hombres mejores y más dignos! Pavlitchev era bien nacido,
rico, chambelán ya y de continuar sirviendo… Y de pronto abandona el
servicio, lo deja todo, se convierte al catolicismo e ingresa en la compañía de
Jesús… Realmente murió muy a tiempo.
—¿Al catolicismo? ¡Es imposible! —exclamó Michkin, asombrado.
—Imposible es mucho decir —repuso, sereno, Ivan Petrovich—. Usted
mismo lo reconocerá, querido príncipe. Por otra parte, usted estima mucho al
difunto. Era, en efecto, un hombre muy bueno, y eso mismo… Pero ¡si le
dijera cuántas dificultades me ha originado su conversión! Imagine —y se
dirigió al viejo dignatario— que me disputaban su herencia y hube de recurrir
a las medidas más enérgicas para hacerles entrar en razón… Gracias a Dios,
eso sucedía en Moscú. Yo fui a ver al conde en seguida y… les hicimos entrar
en razón, lo repito…
—Me deja usted estupefacto —contestó el príncipe—. Pero en el fondo no
significa nada… Estoy persuadido de ello. —Y hablando al alto dignatario
manifestó—: También se asegura que la condesa K. ha ingresado en unconvento católico, en el extranjero.
—Creo que eso depende de nuestra… indolencia —sentenció el dignatario,
con autoridad—. Además, los sacerdotes católicos tienen un modo de predicar
original, elegante, persuasivo. En 1832, estando yo en Viena, me faltó poco
para convertirme… Me salvé por la fuga… ¡Ja, ja, ja!
—Que yo sepa, padrecito —interrumpió la princesa Bielokonsky—, no
huiste de los jesuitas, sino a París y con la bella condesa Levitzky…
—En todo caso me libré de la conversión —repuso el alto dignatario,
riendo, satisfecho, ante aquel recuerdo tan agradable. Y agregó, dirigiéndose a
Michkin Parece usted tener sentimientos profundamente religiosos, cosa muy
rara hoy en un joven.
El anciano estaba visiblemente deseoso de tratar más a fondo a Michkin,
cuya personalidad comenzaba a interesarle vivamente por ciertas razones. Pero
el príncipe permanecía estupefacto, con la boca abierta todavía.
—Pavlitchev era un espíritu clarividente y un verdadero ruso —declaró
Michkin de pronto—. ¿Cómo pudo convertirse? Porque el catolicismo es
incompatible con el espíritu ruso. Lo aseguro. Incompatible.
Michkin hablaba con extraordinaria viveza, se había puesto muy pálido y
hubo de detenerse para tomar aliento. Todos le miraron. El alto dignatario
rompió a reír abiertamente. El príncipe N. examinó al orador con su
monóculo. El poeta alemán, abandonando en silencio su rincón, sonrió de un
modo avieso.
—Exagera usted mucho —dijo Ivan Petrovich, parecía deseoso de cambiar
de conversación—. La Iglesia Católica cuenta con representantes
virtuosísimos y dignos de la mayor estima.
—Ya lo sé. No me refiero a ellos como individuos. Tampoco combato a la
Iglesia Católica. Digo que el espíritu ruso no se amolda a ella. Hemos resistido
a Occidente, y para ello necesitamos contar con la ayuda de nuestra propia
religión. Debemos sostener nuestra civilización rusa, no aceptar servilmente el
yugo extranjero. Tal debe ser nuestra actitud, no la de decir que la predicación
de los católicos es elegante, como alguien ha manifestado hace poco.
Ivan Petrovich comenzaba a sentirse alarmado.
—Permítame, permítame —dijo con voz inquieta, mirando a su alrededor
—. Sus ideas patrióticas son muy loables, pero las exagera usted en máximo
grado… Vale más dejar eso.
—No exagero, sino atenúo, porque no estoy en condiciones de explicarme
bien, pero… —Permítame…
El príncipe guardó silencio e incorporándose en la silla fijó una ardiente
mirada en Ivan Petrovich.
—Creo —comentó con acento seco y afable el alto dignatario— que el
caso de su bienhechor le ha impresionado mucho. Se acalora usted
demasiado… acaso porque vive solo. Si frecuenta usted más el mundo que,
según espero, le acogerá satisfecho, considerándole un joven notable, entonces
juzgará usted las cosas con más sangre fría y comprenderá que todo eso es
mucho más sencillo… Además, se trata de casos muy raros… a veces debidos
a la sociedad, al enojo de nuestras costumbres…
—¡Eso es, eso es! —exclamó Michkin—. ¡Admirable concepto! ¡Al enojo
de nuestras costumbres! No a la sociedad, que en eso se engaña usted, sino a la
sed de saciarse, una sed febril. Cuando los nuestros llegan a lo que creen un
descubrimiento moral, experimentan tal alegría que alcanzan los límites más
extremos de todo. La conducta de Pavlitchev les sorprende; pero no es sólo a
ustedes: a Europa sorprende, en casos semejantes, el temperamento extremista
de los rusos. Si un ruso se convierte al catolicismo, es católico entusiasta; si al
ateísmo, quiere impedir a viva fuerza la creencia en Dios. ¿Por qué este súbito
frenesí de los rusos? ¿No lo saben ustedes? Porque en esos casos encuentran la
patria moral que no hallaban aquí, avistan la costa, la tierra de promisión, y
entonces se postran y besan al suelo. No son meros sentimientos de vanidad
los que impelen a los fanáticos rusos, sino también un sufrimiento moral, una
sed espiritual, el doloroso anhelo de un objeto elevado, de un suelo firme en el
que posar sus pies, el mal del país en que no han cesado de creer porque no lo
han conocido jamás. A un ruso le es más fácil convertirse en ateo que a
cualquier otro habitante del globo. Y no es que los nuestros se tornen ateos,
no: es que creen en el ateísmo como en otra religión nueva, sin advertir
siquiera que eso es creer en la nada. ¡Sentimos tal sed espiritual! «Quien no
siente su tierra bajo sus pies, deja de sentir a Dios», me decía una vez un
antiguo creyente, un mercader al que encontré en un viaje. En realidad, no se
expresó de este modo, sino que dijo: «El que renuncia a su tierra natal,
renuncia también a su Dios». ¡Cuándo se piensa que entre nosotros hay
hombres muy instruidos que ingresan en la secta de los flagelantes! Aunque,
¿acaso esa secta rusa es peor que el nihilismo o el ateísmo? ¡Tal vez sea más
profunda que esas otras doctrinas! ¡Hasta ahí llega nuestra necesidad de una
creencia! Pero descubrid a los sedientos compañeros de Colón la costa del
nuevo mundo, descubrid al hombre ruso el «mundo» ruso, hacedle encontrar
ese tesoro oculto en las entrañas del suelo, mostradle en el porvenir la
renovación de la humanidad, y acaso su resurrección merced al pensamiento
ruso, al Dios y al Cristo rusos, y veréis qué coloso fuerte y justo, dulce y
prudente, se yergue ante el mundo asombrado y asustado… Asustado, sí, porque ellos no esperan de nosotros más que la fuerza y la violencia. Así
sucede hoy, y sucederá más aún en el porvenir… Y…
Entonces se produjo un acontecimiento que cortó de raíz el discurso del
orador. Aquella singular tirada, aquel torrente de palabras estrafalarias e
inquietas, de ideas exaltadas y confusas que chocaban unas contra otras en
heterogéneo apiñamiento, denotaban algo peligroso, un espíritu raro, capaz de
excitarse a propósito de cualquier menudencia. Cuantos conocían al príncipe
experimentaban una sorpresa matizada por el temor (y aun, en algunos, por la
vergüenza) al oírle expresarse en lenguaje tal, él, siempre tan reservado,
incluso tan tímido: él que desplegaba tacto exquisito en ciertos casos y que
poseía por instinto el sentido de la conveniencia. El hecho resultaba tanto más
inexplicable cuanto que su motivo no podían ser los comentarios sobre
Pavlitchev. Las damas le creían presa de enajenación mental y la Bielokonsky
confesó más tarde que había estado a punto de huir del salón. Los viejos
sentían una estupefacción indecible. El rostro del superior de Epanchin
expresaba severidad y descontento, el coronel permanecía inmóvil en una silla,
el alemán había palidecido, y con una fingida sonrisa en los labios procuraba
leer los sentimientos de los demás en sus fisonomías. Acaso cupiera cortar tal
«escándalo» del modo más natural y sencillo. Ivan Fedorovich intentó varias
veces hacer callar al orador, y, al fracasar, resolvió apelar a recursos más
decisivos. De continuar aquello durante otro minuto, quizás el general hubiese
obligado amistosamente al príncipe a retirarse, afirmando que estaba enfermo,
lo que, además, podía ser verdad. Al menos, Epanchin, en su fuero interno,
tenía la plena certidumbre de que era así… Pero la situación sufrió un brusco
cambio.
Al entrar en el salón, Michkin había procurado sentarse lo más lejos
posible del jarrón chino de que le hablara Aglaya. Aunque parezca increíble, la
víspera, tras oír las palabras de la joven, el príncipe había sentido la
convicción de que, al día siguiente, tomase las precauciones que tomara,
acabaría rompiendo aquel objeto. Y tan rara convicción yacía aferrada a su
espíritu de manera inquebrantable. Durante la velada, su ánimo serenóse y
olvidó el presentimiento. Cuando el nombre de Pavlitchev resonó en sus oídos
y Epanchin le presentó por segunda vez a Ivan Petrovich, Michkin fue a
sentarse más cerca de la mesa y la casualidad quiso que su butaca se hallara
precisamente junto al bello y grande jarrón chino, que estaba colocado sobre
un pedestal, detrás del codo de Michkin.
Éste, concluido su discurso, se levantó bruscamente, agitó los brazos, sin
darse cuenta, ejecutó una especie de encogimiento de hombros y… en el salón
resonó un unánime alarido. El jarrón vaciló, amenazó por un instante caer
sobre la cabeza de uno de los viejos, luego inclinóse en sentido opuesto y fue a
romperse en el suelo con inmenso estrépito. El alemán, que se hallaba al lado, apenas tuvo tiempo de salvarse dando un salto hacia atrás.
Al ruido de la caída, a la vista de los valiosos restos que cubrían el
pavimento, los reunidos mostraron una agitación extraordinaria. Se oían por
doquier exclamaciones de estupor y espanto. Renunciamos a pintar las
sensaciones del príncipe. Mil impresiones diversas, cada una más turbadora y
cruel que las demás, le asaltaban a la vez. Entre ellas sobresalía una con
nitidez particular, y no era la sorpresa, la perplejidad ni el temor, sino la
verificación de la profecía. ¿Por qué le abrumaba de tal modo aquella idea? No
podía precisarlo. Sentíase como golpeado en el corazón, experimentaba un
terror supersticioso… Un momento después le pareció que todo se abría de
nuevo ante él. Al terror sucedieron la serenidad, la alegría, el éxtasis. El
aliento le faltaba… Pero tal momento ya pasó. Gracias a Dios, no era lo que
cabía temer. Michkin respiró profundamente y miró en torno.
Durante prolongado rato pareció no comprender la agitación de quienes le
rodeaban o, mejor dicho, lo veía y comprendía todo a la perfección; pero de un
modo ausente, indiferente, tal que un ser invisible de un cuento de hadas,
como si no le interesasen en nada las escenas de que era testigo. Observó
cómo se recogían los restos del jarrón, oyó palabras precipitadas, notó la
palidez de Aglaya y las extrañas miradas que ella le dirigía. En los ojos de la
joven no se leía un solo atisbo de ira o de animadversión, sino simpatía y
susto. Y sus pupilas lanzaban relámpagos cuando miraba a los demás. Un
sufrimiento muy dulce se infiltró en el corazón del príncipe. De repente
observó con singular asombro que todos habían vuelto a ocupar sus asientos y
reían como si no hubiese sucedido nada. Un instante después la hilaridad se
acreció. Todos reían al mirarle, encontrando cómicos su mutismo y su
desconcierto, pero las risas eran gentiles, joviales. Algunos le dirigían la
palabra con amabilidad. Lisaveta Prokofievna, sobre todo, le hablaba
bonachonamente, esforzándose en animarle. De pronto Michkin sintió que
Ivan Fedorovich le daba en el hombro una palmadita de simpatía. Ivan
Petrovich reía también; y el alto dignatario se mostraba más cordial, afectuoso
y benévolo que nadie. Incluso cogió la mano del príncipe, la cogió entre las
suyas y le asestó suaves golpecitos de aliento, dirigiendo al joven frases
semejantes a las que se emplean a un niño asustado. Finalmente le hizo
sentarse junto a él. Feliz de verse tratado con tal interés, Michkin contempló
con embeleso el rostro del anciano. Pero no había recobrado aún el uso de la
palabra y respiraba con dificultad. La expresión del alto dignatario le agradaba
infinitamente.
—¿Es posible que me perdonen? —balbució al fin—. ¿Y usted también,
Lisaveta Prokofievna?
Aumentaron las risas. El príncipe, en su alegría, se juzgaba objeto de una
ilusión. Las lágrimas acudieron a sus ojos. —El jarrón era muy hermoso —comentó Ivan Petrovich—. Estaba aquí
desde hace quince años. Quince; lo recuerdo muy bien…
—¡Qué desgracia tan grande! Conque el hombre mismo no es eterno, ¿y tú
te preocupas de este modo por la pérdida de un jarrón de arcilla? —exclamó
en voz alta Lisaveta Prokofievna—. ¿Es posible que estés tan aterrado, León
Nicolaievich? Basta, querido, basta; me das miedo —añadió, con inquietud.
—¿Me lo perdona todo? ¿Todo y no sólo el jarrón? —preguntó el príncipe.
Quiso levantarse, pero el anciano dignatario le retuvo por el brazo.
—C'est tres curieux et c'est très serieux —cuchicheó al oído de Ivan
Petrovich, inclinándose hacia la mesa. Pero fue un cuchicheo pronunciado en
voz bastante alta para que incluso lo entendiera también el príncipe.
—¿Ninguno de ustedes se ha ofendido? ¡No saben lo que me alegra
saberlo! Claro que no podía ser de otro modo… ¿A quién podía molestar?
Sólo el suponerlo sería ofenderlos.
—Cálmese, amigo mío, y no exagere las cosas. No nos dé tantas gracias.
Su sentimiento es muy noble, pero rebasa la medida.
—No les doy las gracias; los admiro y me siento feliz mirándolos… Me
expresaré neciamente quizá, pero necesito hablar, decir lo que siento…
Aunque sólo sea por respeto hacia mí mismo.
Hablaba de modo convulsivo, confuso, febril. Seguramente no expresaba
lo que quería. Su mirada parecía implorar licencia para que le dejasen
explicarse. Los ojos de la princesa Bielokonsky se encontraron con los suyos.
—Nada, padrecito, no es nada. Continúa, continúa… Pero no te acalores
tanto —observó la anciana—. Antes te has exaltado, y ya ves lo que ha
sucedido. Pero no tengas miedo, habla. Estos señores han visto cosas más
raras que tú. No vas a asombrarlos.
Michkin la escuchó, sonriente, y luego se dirigió al anciano:
—¿Es usted quién hace tres meses libró del destierro al estudiante
Podkmov y al funcionario Chvabrin?
El alto funcionario, sonrojándose levemente, le exhortó a calmarse.
—He oído decir —añadió Michkin, dirigiéndose a Ivan Petrovich— que en
ocasión de haber arruinado un incendio a muchos de sus antiguos siervos, les
cedió gratuitamente toda la madera precisa para reconstruir sus moradas, a
pesar de que tenía usted muchos motivos de queja con ellos después de su
emancipación.
—¡Oh, eso son exageraciones! —murmuró Ivan Petrovich con orgullosamodestia.
Y esta vez tenía razón al calificar de exagerado el rumor que llegara a
oídos de Michkin, porque tal rumor era perfectamente falso.
Michkin, con el rostro sonriente, se volvió a la Bielokonsky.
—¿Se acuerda, princesa, de que hace seis meses me recibió en Moscú
como a un hijo cuando me presenté a usted con la carta de Lisaveta
Prokofievna? Y me dio usted, como a un verdadero hijo, un consejo que no
olvidaré jamás. ¿Lo recuerda?
—¡Qué extravagancia dice! —respondió, colérica, la anciana—. Eres un
hombre bueno, pero ridículo. Se te dan dos grochs y los agradeces como si te
hubiesen salvado la vida. Eso te parece laudable y es todo lo contrario.
Aunque estaba realmente enfadada, rompió a reír de repente, y no con
sarcasmo, sino con sincera satisfacción. El rostro de la generala recuperó su
serenidad. Epanchin estaba radiante.
—Yo siempre he dicho que León Nicolaievich es todo un hombre… un
hombre… Sólo que, como ha dicho la princesa, no le conviene acalorarse…
—murmuró Ivan Fedorovich, repitiendo inconscientemente, en su alegría, las
palabras de la princesa, que le asustaron un poco momentos antes.
Sólo Aglaya parecía disgustada. Tenía el rostro encendido, acaso de ira. —
Es un muchacho muy simpático —cuchicheó otra vez el viejo al oído de Ivan
Petrovich.
—He entrado aquí con el corazón inquieto —murmuró Michkin, cuya
creciente turbación se advertía en su voz agitada y su extraño lenguaje—.
Tenía miedo de ustedes… y sobre todo de mí mismo. Cuando volví a San
Petersburgo me había prometido formalmente conocer el gran mundo, la clase
elevada a la que pertenezco yo mismo, de la cual soy miembro por derecho de
nacimiento. Me encuentro ahora entre príncipes como yo, ¿verdad? Deseaba
conocerlos, era necesario, absolutamente necesario. He oído siempre hablar de
ustedes antes mal que bien. ¡Se dicen y escriben tantas cosas sobre ustedes! Se
los representa como seres ignorantes, superficiales, retrógrados,
exclusivamente consagrados al culto de intereses mezquinos, profesando
costumbres ridículas… Me duelen los oídos de escuchar todas esas
acusaciones y por todo ello he venido aquí con una curiosidad inquieta,
queriendo juzgar por mí mismo, formar una opinión personal sobre el asunto.
«Veamos —me decía— si lo que se dice en todas partes es verdadero, si esa
clase superior de la sociedad rusa es una clase inútil, si ha pasado su tiempo
ya, si la savia vital está extinta en ella, si no se compone más que de cadáveres
que se niegan a desaparecer y se obstinan en cerrar el camino a los hombres…
del porvenir». Yo no admitía, de antemano lo advierto, ese modo de ver, dado que entre nosotros, los rusos, no ha existido nunca una clase superior, salvo la
nobleza cortesana, que ahora ha desaparecido por completo, ¿verdad?
—No tan verdad —dijo Ivan Petrovich, sonriendo con ironía.
—¡Otra vez va a empezar! —exclamó la Bielokonsky, perdiendo la
paciencia.
—Laissezle dire…! ¿No ven cómo tiembla? —dijo en voz baja el anciano
dignatario.
El príncipe estaba fuera de sí.
—Pues bien, he encontrado aquí personas refinadas, ingenuas, inteligentes;
he visto a un anciano escuchar y colmar de amabilidades a un chiquillo como
yo; he encontrado hombres capaces de comprender y perdonar, verdaderos
rusos, personas buenas, casi tan buenas y afectuosas como las que he tratado
en el extranjero. ¡Sí, no valen menos, no! Juzguen, pues, de mi grata sorpresa.
¡Permítanme confesarla! Había oído decir a menudo, y yo mismo lo creía, que
en el mundo distinguido todo se reducía a semblantes corteses, que bajo la
amabilidad exterior se escondía un fondo mezquino y estéril. Pero ahora veo
que eso en ustedes no puede ser verdad. Quizá lo sea en otros; en ustedes, no.
¿Es posible que todos ustedes, en este momento, procedan con hipocresía?
Antes he oído el relato del príncipe N. ¿Cabe dudar de su espontaneidad, de su
ingenio natural? ¿No es eso sinceridad verdadera? ¿Pueden tales palabras
brotar de la boca de un hombre… muerto, seco de ánimo y de corazón?
¿Acaso unos cadáveres me hubiesen tratado como ustedes? ¿No existen en
esta clase motivos de esperanzas y elementos para el porvenir? ¿Pueden no
comprenderse y distanciarse entre sí personas semejantes?
—Le ruego una vez más, querido, que se calme —dijo el anciano—. Ya
hablaremos de todo eso otro día. Tendré el mayor placer en…
Ivan Petrovich, impaciente, se movió en su butaca. Epanchin estaba como
sobre ascuas. Su superior no dedicaba la menor atención al príncipe y
conversaba con la esposa del alto dignatario. Mas esta señora miraba con
frecuencia a Michkin y prestaba oído atento a sus palabras.
—No. Vale más que hable, créame —repuso Michkin en un nuevo
arranque febril, dirigiéndose al anciano como si éste fuese su más íntimo
amigo—. Ayer, Aglaya Ivanovna me prohibió hablar aquí, e incluso me indicó
los temas sobre los que debía permanecer mudo. Sabe bien que resulto muy
ridículo cuando hablo. He cumplido ya los veintisiete años, pero no ignoro que
soy lo mismo que un niño. Hace mucho que he reconocido que carezco de
derecho a expresar mis pensamientos. He hablado de ello con toda franqueza,
en Moscú, con Rogochin. Leímos juntos todas las obras de Puchkin. Él no
conocía al poeta, ni siquiera le había oído mencionar. Yo, cuando voy a hablar, temo siempre que lo ridículo de mi aspecto perjudique a lo que llamo «la idea
principal». No poseo un modo adecuado de accionar, y ello excita risa y
desacredita el concepto. Y lo más importante de todo es que no poseo
ponderación en mis sentimientos. Por eso me conviene callar. Cuando callo
parezco bastante razonable, y además puedo meditar entre tanto. Pero ahora
vale más que hable. Si he empezado a hacerlo, se debe a la bondadosa mirada
que fija usted en mí. Tiene cara de ser un hombre excelente. Ayer juré a
Aglaya Ivanovna que no abriría la boca en toda la noche.
—¿Sí? —preguntó el anciano, sonriendo.
—Pero a veces me digo que hago mal pensando de este modo. La
sinceridad compensa la torpeza de los ademanes. ¿No le parece?
—A veces sí.
—Quiero decirles todo, todo, todo… ¡Sí! Ustedes me toman por un
utopista, por un ideólogo, ¿verdad? ¡Pero no lo soy! No tengo, se lo seguro,
más que ideas muy sencillas. ¿No lo creen? ¿Sonríen? A veces, cuando pierdo
la fe, me siento vencido. Antes, camino de esta casa, me decía: «¿Cómo
empezaré? ¿Por qué palabra podré principiar para hacerles comprender algo de
mí?». ¡Qué miedo tenía! Miedo, sobre todo de ustedes. ¿No era vergonzoso mi
miedo? Porque, ¿qué podía temer? ¿Qué por cada hombre progresista hay mil
retrógrados y malos? Pero ahora tengo la alegría de comprobar que esa
supuesta multitud no existe, y que en Rusia hay elementos llenos de vida.
¿Verdad que no hay motivo de preocuparnos aunque nos sepamos ridículos?
Realmente somos frívolos, ridículos, inclinados a malas acciones, nos
aburrimos, no sabemos mirar ni comprender nada… Y todos somos así, todos:
ustedes y yo. ¿No se sienten ofendidos cuando les digo en la cara que son
ridículos? Pero, aun cuando sea así, ¿dejan ustedes por eso de ser buenos
elementos para lo futuro? A mi juicio, a veces conviene ser ridículo… Sí,
conviene… Entonces es más fácil perdonarse mutuamente y reconciliarse. Es
imposible comprenderlo todo a primera vista: nunca se alcanza la perfección.
Para alcanzarla es necesario empezar por no comprender muchas cosas. Si se
comprende demasiado pronto, no se comprende bien. Y esto se lo digo a
ustedes, a ustedes que han sabido ya comprender tanto y han dejado de
comprender tanto también. Ya no les tengo miedo. Pero ¿no se ofenden
oyendo a un muchacho hablar así? ¡No, sin duda no! Ustedes saben olvidar las
injurias y perdonar a quienes les ofenden, así como a quienes no les han hecho
ningún mal. Lo último es lo más difícil: me refiero a perdonar a quienes no
nos han ofendido, es decir, perdonarles su inocencia y la injusticia de nuestros
agravios… Eso era lo que yo esperaba de la clase alta, lo que deseaba decir al
venir aquí y lo que no sabía cómo expresar. ¿Se ríe, Ivan Petrovich? ¿Cree
usted que yo les temía a ustedes pensando en los «otros»? ¿Me juzga su
defensor, un paladín de la democracia, un apóstol de la igualdad? —Y acompañó aquellas palabras de una risa nerviosa—. Pues no: temo, por
ustedes… debiera decir: temo por todos nosotros más bien, puesto que soy un
príncipe de antigua alcurnia y figuro entre ellos. Hablo en interés de nuestra
salvación común, para que nuestra clase no desaparezca en las tinieblas
después de haber perdido todo por falta de clarividencia. ¿Por qué desaparecer
y ceder el sitio a otros cuando se puede, poniéndose a la cabeza del progreso,
seguir a la cabeza de la sociedad? Somos hombres de vanguardia y nos
seguirán. Convirtámonos en seguidores para ser jefes.
E hizo un brusco movimiento para incorporarse, pero el alto dignatario,
que le miraba con creciente inquietud, volvió a impedírselo.
Michkin prosiguió:
—No me engaño sobre la elocuencia de mis palabras. Vale más predicar
con el ejemplo, empezar directamente… y yo he empezado… ¿Es que… que
verdaderamente puede uno ser infeliz? ¿Qué me importan mi desgracia y mi
mal si me encuentro en condiciones de ser feliz? Yo no comprendo que se
pueda pasar al lado de un árbol sin sentirse feliz mirándole. ¿Se hacen cargo?
¿Cabe hablar con un hombre y no sentirse dichoso queriéndole?
Desgraciadamente no me sé explicar…, pero ¡cuántas cosas bellas hay a cada
paso, cuántas cosas cuyo encanto se impone incluso al hombre más ciego!
Mirad a los niños, mirad crecer la hierba, mirad los ojos que os contemplan y
los rostros que os aman…
Y al pronunciar estas palabras se levantó. El anciano dignatario le
contemplaba con espanto. Lisaveta Prokofievna fue la primera en adivinar lo
que sucedía. Gritó: «¡Dios mío!» y se golpeó las manos. Aglaya se precipitó
hacia Michkin y le acogió en sus brazos mientras, aterrorizada, con el rostro
descompuesto por el dolor, escuchaba el grito horroroso del «espíritu que
desgarraba y sacudía» al infortunado. Cuando el enfermo se desplomó en
tierra, alguien tuvo tiempo, antes, de colocar un cojín bajo su cabeza.
Nadie esperaba tal cosa. Quince minutos después, el príncipe N., Eugenio
Pavlovich y el anciano, trataron en vano de devolver animación a la velada. Al
cabo de media hora todos se retiraron. Antes de irse, los visitantes expresaron
su simpatía, emitieron consejos y palabras de consuelo. Ivan Petrovich, en
especial, dijo que el joven era «eslavófilo o cosa por el estilo, pero no parecía
peligroso». El alto dignatario permaneció silencioso; verdad es que al día
siguiente, o en los sucesivos, todos sintieron cierto desagrado. Ivan Petrovich
se consideró ofendido, aunque moderadamente. Durante algún tiempo, el
superior de Ivan Fedorovich testimonió una prudente frialdad a su
subordinado. El alto dignatario «protector de la familia», formuló algunas
observaciones al general Epanchin y de paso declaró que «se interesaba
mucho por la felicidad de Aglaya». Aquel personaje no era mal hombre, pero si durante la velada había experimentado tanta curiosidad por Michkin se
debía sobre todo a haber oído hablar de sus aventuras con Nastasia Filipovna y
lo poco que conocía de la historia le hacía anhelar saber todo el resto.
La princesa Bielokonsky declaró al despedirse de Lisaveta Prokofievna:
—El muchacho tiene aspectos buenos y malos; pero, si quieres saber mi
consejo, te diré que prevalecen los malos en él. Ya ves lo que es: un enfermo.
La generala decidió para sí que aquel partido era inaceptable, y al acostarse
se juró que, mientras ella viviese, el príncipe no se casaría con Aglaya. Al día
siguiente se levantó con igual idea. Pero en la comida, entre doce y una, surgió
una singular contradicción en sus sentimientos; Aglaya, interrogada por sus
hermanas acerca de Michkin, habíales respondido fría y altanera:
—No le he dado jamás palabra alguna ni le he considerado en mi vida
como futuro marido. Me es tan indiferente como cualquier otro.
Lisaveta Prokofievna no pudo contenerse y exclamó con tristeza:
—No esperaba eso de ti. Bien sé que es un partido imposible, y agradezco
a Dios que estemos de acuerdo en ello; pero tu lenguaje no es el que yo
esperaba. Presumía otra cosa de ti, Aglaya. Ayer yo habría puesto en la puerta
con gusto a todos nuestros visitantes, menos a él. ¡Figúrate lo que será ese
hombre a mis ojos!
Se interrumpió, temiendo haber hablado a exceso. Pero, ¡si hubiese sabido
lo injusta que en aquel instante era con su hija! En el ánimo de Aglaya todo
estaba decidido ya: también ella esperaba su hora, la hora de la solución
decisiva, y la menor palabra imprudente, la más mínima alusión a aquello, le
hería profundamente el corazón.
VIII
Aquella mañana comenzó también para Michkin bajo la influencia de
sentimientos penosos, que se podían atribuir, desde luego, a su estado de
enfermedad. Pero, ello aparte, sentía una vaga tristeza que le inquietaba más
que ninguna otra cosa.
No le faltaban, ciertamente, motivos de disgusto en el terreno de los
hechos positivos; pero todas las circunstancias dolorosas que su memoria
podía recordar, no alcanzaban a explicar lo infinito de su melancolía. Su
ataque de la víspera había sido leve, y no le quedaban de él otras reliquias que
una hipocondría acentuada. Alguna pesadez en la cabeza y cierto dolor en los
músculos. Poco a poco arraigó en él la convicción de que aquel mismo día iba a producirse un algo indefinible que sería decisivo en su existencia. Observaba
la imposibilidad de recuperar su calma por sí solo. Pero, aparte la congoja de
su alma, su cerebro trabajaba con lucidez. Levantóse tarde y evocó en seguida
la noche anterior. Sus recuerdos eran claros, aunque incompletos; pero no
había olvidado que sobre media hora después del ataque le condujeron a su
casa. Supo que los Epanchin habían enviado ya a preguntar por él. A las once
y media llegó un nuevo emisario y Michkin se sintió contento de aquel interés.
Una de las primeras visitas que recibió fue la de Vera Lebedievna, que acudía
a ofrecerle sus servicios. Cuando le vio, la joven rompió a llorar. El príncipe se
esforzó en consolarla y de improviso, afectado por la pena de la joven, tomó
su mano y se la besó. Vera se puso muy encendida.
—¿Qué hace usted, qué hace? —exclamó, asustada, retirando vivamente la
mano.
Y se alejó a toda prisa, con extraña turbación. En el curso de su breve
visita, Vera había tenido tiempo de contar al príncipe que Lebediev, a primera
hora de la mañana, había corrido a casa del «difunto», como llamaba al
general, para informarse de si había fallecido durante la noche. La joven
añadió que los médicos suponían a Ivolguin poco tiempo de vida. Poco antes
del mediodía, Lebediev regresó a su casa y entró en las habitaciones de
Michkin, «pero sólo un momento, para informarse de su preciosa salud», etc.
Quería también dirigir una ojeada a su «armario». El príncipe se apresuró a
permitirle marchar, pero, aun así, Lebediev, antes de irse, le interrogó acerca
del ataque de la víspera, aunque debía conocer el asunto detalladamente.
Luego llegó Kolia, también por un instante, y en su caso con razón. Estaba
muy inquieto y sombrío. Sus primeras palabras fueron para conjurar a Michkin
a que le revelase cuanto le ocultaba. Además, añadió, lo había sabido casi todo
el día antes.
Michkin relató la historia con la mayor exactitud posible, aunque
intercalando en su relato la expresión de su profunda simpatía. Kolia, herido
como un rayo, no pudo contener silenciosas lágrimas. El pobre mozo acababa
de experimentar una de esas impresiones que no se olvidan jamás y señalan
una época en la vida. Michkin, comprendiéndolo, se esforzó en hacer resaltar
ante su joven amigo la forma en que él enjuiciaba el episodio.
—Según creo —manifestó—, el ataque que ha puesto en peligro la vida del
general procede sobre todo del terror que le ha causado su falta, lo cual
acredita en verdad un alma poco vulgar.
Los ojos de Kolia relampaguearon.
—Gania, Varia y Ptitzin son unos malvados. No pienso reñir con ellos,
pero desde ahora ellos y yo seguiremos caminos diferentes. ¡Qué sensaciones
he experimentado desde ayer, príncipe! ¡Qué lección para mí! Ahora me hago cargo de que estoy obligado a mantener a mi madre. Es verdad que Varia le da
casa y comida, pero…
Acordóse de que le esperaban, se levantó, pidió apresuradamente a
Michkin informes sobre su salud, y cuando los hubo conocido dijo
bruscamente:
—¿No hay más? He oído decir que ayer… Pero no tengo el derecho de…
De todos modos, si necesita usted en cualquier caso un servidor leal, aquí lo
tiene. Ninguno de los dos somos felices, príncipe… ¿verdad que no? No le
pregunto, dispense… No quiero preguntarle…
Cuando Kolia se fue, Michkin se absorbió por completo en sus reflexiones.
En torno suyo sólo advertía anuncios de desgracia: todos extraían
conclusiones, todos parecían saber alguna cosa que él ignoraba. Lebediev
inquiría, Kolia osaba alusiones directas, Vera lloraba… Al cabo agitó el brazo,
con enojo, como para repeler aquellas ideas. «¡Al demonio estas malditas
sensibilidad y desconfianza!», Y su semblante se iluminó cuando, pasada una
hora, vio entrar a las Epanchinas. Venían, según dijeron, «por un minuto», y en
efecto permanecieron allí muy poco tiempo.
Después de comer, la generala se había levantado declarando que iban a
salir a dar un paseo. Aquella proposición, formulada tan seca, decisiva y
perentoriamente, equivalía a una orden. Así, pues, salieron todos, es decir, la
madre, las hijas y el príncipe Ch. Lisaveta Prokofievna inició la marcha en
dirección opuesta a la usual. Sus hijas comprendieron de qué se trataba, pero
se abstuvieron de comentarlo, por no irritar a su madre. Ésta, como para
substraerse a reproches u objeciones, caminaba delante de todos sin volver la
cabeza. Al fin Adelaida se permitió un comentario:
—Éste no es un paso de paseo. Maman va demasiado de prisa; es
imposible seguirla.
—Ahora pasamos delante de su casa —dijo Lisaveta Prokofievna,
volviéndose con vivo movimiento—. Piense lo que piense Aglaya, pase lo que
pase después, el príncipe no es un extraño para nosotros. Además, ahora está
enfermo y se siente desgraciado. Voy a pasar un momento a visitarle. Quien
quiera, que venga. Los demás pueden seguir su camino.
Como era de esperar, todos la siguieron. Michkin se deshizo en excusas
por lo del jarrón y por la escena en general.
—No tiene importancia —dijo la Epanchina—. No lo siento por el jarrón;
lo siento por ti. Tú mismo reconoces que has dado un escándalo. Por algo se
dice que «la mañana es más razonable que la noche». Pero no importa: todos
se hacen cargo de que no se puede ser exigente contigo. Ea, hasta la vista…
Pasea un rato, si te sientes con fuerzas y acuéstate pronto: es el mejor consejo que puedo darte. Y si el corazón te lo dicta, vuelve a casa como antes. Quiero
que sepas, de una vez para siempre, que, pase lo que pase, tú serás siempre el
amigo de nuestra familia, o al menos mío. De mí, respondo.
Las jóvenes asintieron calurosamente a las palabras de su madre. Pero en
aquella afectuosa solicitud no dejaba de existir un matiz cruel en el que la
generala no había reparado. En la invitación a visitarlas «como antes» y en
aquel «al menos mío», se encerraba una especie de advertencia profética.
Michkin reflexionó en la actitud de Aglaya durante la visita. Al entrar y al
salir, la joven le había dirigido una sonrisa encantadora, pero sin pronunciar
una palabra, ni aun cuando su madre y hermanas hacían protestas de amistad.
No obstante, le había mirado dos veces con mucha atención. El rostro de
Aglaya, más pálido que otras veces, delataba una noche de insomnio. Michkin
resolvió visitarlas por la tarde, «como antes», y miró febrilmente el reloj. Tres
minutos justos después de la marcha de las Epanchinas entró Vera.
—León Nicolaievich: Aglaya Ivanovna me ha dado en secreto un recado
para usted.
—¿Una nota? —preguntó el príncipe, temblando.
—No, un encargo de palabra. No ha tenido tiempo para más. Le ruega que
esté usted en su casa durante todo el día y que no se mueva de aquí hasta las
siete de la tarde… o hasta las nueve… No estoy segura de la hora.
—¿Y qué significa eso?
—No lo sé. Sólo puedo decirle que me ha ordenado formalmente darle este
encargo.
—¿Se ha expresado así? ¿Ha dicho «formalmente»?
—No, no ha empleado esa palabra. Apenas si tuvo tiempo de llamarme
aparte para darme el recado. Pero yo me dirigí en seguida hacia ella y… Se
notaba en su cara que me daba una orden formal. Me miró de un modo que me
hizo sentir dolor en el corazón.
Michkin hizo algunas otras preguntas a Vera, pero no pudo saber más, y
ello aumentó su inquietud. Ya solo, tendióse en el diván y meditó. «Quizás
esperan a alguien —se dijo— y no quieren que yo vaya antes de las nueve
para que no vuelva a hacer absurdos en público». Y tras este pensamiento se
consagró a esperar la noche y mirar el reloj. La explicación del misterio se
produjo mucho antes de lo que él pensaba, pero planteó un enigma aún más
inquietante que el primero.
Media hora después de que marcharan las Epanchinas, se presentó
Hipólito, tan extenuado y rendido que, antes de proferir una palabra, se dejó
caer literalmente en un sillón, como si le faltase el conocimiento. Luego sufrió un violento acceso de tos, acompañado de esputos de sangre. Sus ojos
brillaban; manchas rojas encendían sus mejillas. Michkin balbució algunas
palabras que el enfermo dejó sin contestación, limitándose a agitar un brazo
durante largo tiempo, como pidiendo que se le dejara tranquilo. Al fin la tos
cedió.
—Me voy —murmuró al fin, con ronca voz.
—Yo le acompañaré, si quiere —ofrecióle el príncipe. Y esbozó un
movimiento para levantarse; pero inmediatamente recordó que se le había
prohibido salir. Hipólito rio.
—No me voy de su casa —repuso con voz jadeante—. Por el contrario, he
querido venir a verle, y a propósito de una cosa importante. De lo contrario, no
le hubiera molestado. Quiero decir que me voy en definitiva. Esta vez creo que
es de verdad, cosa hecha… Créame que no se lo digo para excitar su
compasión. Hoy me acosté a las diez con el propósito de esperar en la cama
«el momento», pero luego cambié de idea y me levanté para venir a verle. Lo
cual significa que se trata de una cosa importante.
—Me duele verle así. Debió usted mandarme llamar en vez de venir en
persona.
—Déjese de eso. Usted me compadece y, por lo tanto, ya cumple con las
exigencias de la cortesía mundana. ¡Ah, me olvidaba! ¿Cómo está usted?
—Bien. Ayer tuve… Pero fue poca cosa.
—Ya lo había oído decir. Rompió usted un jarrón de China. ¡Cuánto siento
no haber estado presente! Pero ¡voy a lo mío! En primer lugar le diré que he
tenido el gusto de asistir a una entrevista de Aglaya Ivanovna y Gabriel
Ardalionovich en el banco verde. Y he comprobado con admiración el aspecto
absurdo que puede tener un hombre en esos casos. Así se lo he hecho observar
a Aglaya Ivanovna personalmente después que él se marchó. Veo, príncipe,
que no se asombra usted de nada —añadió, examinando con desconfianza el
rostro sereno de su interlocutor—. Se dice que el no asombrarse de nada es
prueba de gran inteligencia, pero, a mi juicio, puede también ser prueba de
gran estupidez. Dispénseme… Pero no me refiero a usted. Tengo poca fortuna
hoy en mis expresiones.
—Ayer yo sabía ya que Gabriel Ardalionovich… —articuló Michkin, con
visible turbación, pese a que Hipólito se sintiese molesto por la poca sorpresa
que su interlocutor manifestaba.
—¡Lo sabía! ¡Magnífica noticia! Pero no le preguntaré cómo lo ha
sabido… ¿Y no ha sido testigo de la entrevista de hoy?
—Puesto que estaba usted allí, le consta que yo no me hallaba presente. —Podía haberse ocultado detrás de un matorral… En todo caso, el
desenlace de esto me fue muy agradable, pensando en usted. Yo me había
figurado que Gabriel Ardalionovich iba a llevarse el gato al agua.
—Le ruego que no me hable de eso, Hipólito, y menos en esa forma.
—Tanto más cuanto que ya lo sabe todo.
—No es cierto. No sé casi nada y Aglaya Ivanovna supone que no sé nada.
Incluso he ignorado hasta ahora esa entrevista de la que me habla usted… Pero
dejemos eso…
—¿Sabía usted o no sabía?… ¿En qué quedamos? ¡Deje eso! No sea usted
tan confiado. Sobre todo, si no sabe nada. ¿Sabe usted, o sospecha al menos,
lo que se proponían aquellos dos hermanos? Bien, prescindo de comentarlo —
dijo al advertir en Michkin un gesto de impaciencia—. Yo he venido acerca de
un asunto particular… y quiero… explicarme sobre él. Es preciso explicarse
antes de morir. ¡El diablo me lleve si no tengo muchas explicaciones que dar!
¿Quiere usted oírme?
—Hable; le escucho.
—Vaya, otra vez he cambiado de idea. Empezaré por Gania. ¿Querrá usted
creer, príncipe, que también yo había recibido una cita para hoy en el banco
verde? No quiero mentir: yo mismo había solicitado la entrevista, ofreciendo,
en cambio, revelar un secreto. No sé si llegué muy pronto o no, pero el caso es
que cuando acababa de sentarme junto a Aglaya Ivanovna vi llegar a Gania del
brazo de su hermana. Andaban con naturalidad como si fuesen de paseo. Creo
que se extrañaron mucho al verme allí. No lo esperaban, y el hallarme les hizo
perder la serenidad. Aglaya Ivanovna se inmutó y, aun cuando usted no lo
crea, le aseguro que se ruborizó vivamente. ¿Se debería ello a mi presencia o
al efecto que le produjo la belleza de Gabriel Ardalionovich? Lo cierto es que
se puso muy encarnada y que todo concluyó en un instante y de una manera
bastante absurda. Se levantó a medias, y después de corresponder al saludo del
hermano y a la sonrisa lisonjera de la hermana les dijo: «Sólo quería
expresarles personalmente la satisfacción que me causan sus sentimientos
sinceros y amistosos, y decirles que, si se presenta la ocasión de recurrir a
ellos, pueden estar seguros de que…» Y con esto les hizo una reverencia, y
ellos se fueron. No sé si anonadados o triunfantes. Gania se sentía aniquilado,
de seguro. No se daba cuenta de nada y estaba rojo como una langosta. ¡Qué
cara tan especial ponía a veces! Pero Bárbara Ardalionovna debió de
comprender que convenía marcharse en seguida, y que tal entrevista en sí
representaba mucho ya en Aglaya Ivanovna. Sin duda fue consolando a su
hermano por el camino. Es más inteligente que Gania y tengo la certeza de que
se siente triunfante. En cuanto a mí, había acudido con objeto de estipular las
condiciones de una entrevista entre Aglaya Ivanovna y Nastasia Filipovna. —¡Y Nastasia Filipovna! —exclamó Michkin.
—Veo que pierde usted su flema y empieza a extrañarse. Compruebo con
placer que tiene usted sentimientos de hombre. Le recompensaré diciéndole
una cosa que le divertirá. ¿Quiere creer (¡lo que es prestar servicios a estas
señoritas de alma elevada!) que me ha asestado hoy mismo un bofetón?
—¿Mo… moral? —preguntó Michkin.
—Sí; no físico. No creo que haya nadie capaz de levantar la mano sobre
mí. En mi estado, ni una mujer, ni Gania siquiera, serían, según me parece,
capaces de golpearme. No obstante, ayer hubo un momento en que temí que
Gania me agrediera… ¿Apuesta algo a que sé lo que está usted pensando?
Pues sé que usted se dice ahora: «Cierto, no se le puede pegar; pero sí ahogarle
mientras duerme con una almohada o con un lienzo mojado… Y no se puede,
sino que se debe…» Lo leo en su cara…
—¡Jamás he pensado tal cosa! —protestó el príncipe, indignado de
semejante sospecha.
—No sé… Esta noche he soñado que me ahogaban con un lienzo
húmedo… Y el hombre era Rogochin. ¿Qué le parece? ¿Será posible ahogar a
una persona con un lienzo mojado?
—Lo ignoro.
—He oído decir que se puede. Pero dejemos eso. ¿Por qué me
considerarían un chismoso? ¿Por qué me ha acusado hoy de serlo Aglaya
Ivanovna? Pero (¡lo que son las mujeres!) le advierto que me ha dirigido esa
acusación después de escucharme atentamente todo lo que le dije y hasta de
haberme preguntado. Y ha sido por quien he entrado en relación con el
interesante Rogochin, como también por complacerla le he arreglado una
entrevista con Nastasia Filipovna. ¿Se habrá ofendido porque le dije que se
conformaba con las «sobras» de Nastasia Filipovna? Confieso que nunca he
dejado de presentarle la cosa así, pero ha sido en su propio interés. Le he
escrito dos veces en tal sentido, y en la entrevista de hoy me he expresado
igual. Empecé por decirle que eso era humillante para ella… La palabra
«sobras» no es mía: me he limitado a repetir lo que en casa de Gania se dice a
cada momento. La misma Aglaya Ivanovna lo ha reconocido. Luego, ¿por qué
soy un chismoso ante sus ojos? Ya veo que se hace usted cruces viéndome y
apuesto a que me aplica esos estúpidos versos: «Acaso brille aún, en mi última
hora —su sonrisa de amor, en adiós postrimero…» ¡Ja, ja, ja!
Hipólito rio nerviosamente, un violento acceso de tos cortó su hilaridad.
Con voz que brotaba de su garganta a muy duras penas, continuó:
—Note que Gania resulta muy gracioso al hablar de «sobras», porque ¿aqué otra cosa aspira ahora él?
Michkin guardó silencio largo rato. Estaba asustado. Al fin murmuró:
—¿Hablaba usted de una entrevista con Nastasia Filipovna?
—Pero ¿ignora usted realmente que ella y Aglaya Ivanovna van a verse
hoy? Nastasia Filipovna ha venido adrede de San Petersburgo. A través de
Rogochin, he hecho que llegase a ella la invitación de Aglaya Ivanovna. En el
momento presente se encuentra con Rogochin, no muy lejos de aquí, en casa
de Daría Alexievna, una señora que por cierto me parece bastante equívoca…
Y es en esa casa equívoca donde Aglaya Ivanovna se avistará hoy con
Nastasia Filipovna para resolver diversos problemas. Quieren ocuparse en
Aritmética. ¿No lo sabía? ¡Palabra de honor!
—¡Es inverosímil!
—Todo lo inverosímil que usted quiera. Realmente, no tenía usted motivos
para haberlo averiguado. Pero es un sitio tan pequeño éste, donde ni una
mosca puede volar sin que todos lo sepan… De todos modos, le he advertido.
Debía usted darme las gracias. Hasta la vista… que será probablemente en el
otro mundo… Una cosa más: he obrado, respecto a usted, de un modo
canallesco, porque… Aunque, en fin de cuentas, ¿por qué habría yo de
perjudicarme, quiere decírmelo? En beneficio suyo, ¿no? Bien: he dedicado mi
«explicación» a Aglaya Ivanovna (¿No lo sabía usted tampoco?), y hay que
ver cómo la ha recibido. ¡Ja, ja, ja! Pero con ella no he procedido
canallescamente; no tengo nada de qué reprocharme, no, y ella, en cambio, me
ha vilipendiado y ofendido… En realidad tampoco tengo nada de qué
reprocharme con usted, porque si he hablado de esas «sobras» a Aglaya
Ivanovna a fin de hacerla sentirse avergonzada de su amor, en cambio le
revelo a usted ahora el día, lugar y hora de esa cita, y le descubro todo el
misterio. Claro que lo hago con mala intención y no por magnanimidad. En
fin: estoy hablando tanto como un charlatán… O como un tísico. Y ahora
escúcheme: si quiere merecer el apelativo de hombre, tome sus medidas sin
perder un minuto. La entrevista está marcada para esta tarde.
Hipólito se dirigió a la puerta, pero oyendo al príncipe llamarle, se detuvo
en el umbral. Michkin le preguntó:
—¿Dice que Aglaya Ivanovna se verá con Nastasia Filipovna en casa de
Daría Alexievna?
En las mejillas y la frente del príncipe aparecían vivas manchas rojas.
Hipólito volvió la cabeza y repuso:
—No lo sé con certidumbre; pero es probable. No puede ser de otro modo.
Nastasia Filipovna no puede ir a casa del general Epanchin. Ni tampoco les cabe verse en casa de Gania, porque hay un muerto…
—Eso mismo prueba que la cosa es imposible —dijo Michkin—. ¿Cómo
va a salir Aglaya Ivanovna, aun suponiendo que se lo proponga? No conoce
usted… las costumbres de su casa. No puede ir sola a ver a Nastasia Filipovna.
Es absurdo.
—Escúcheme, príncipe. No es corriente saltar por las ventanas, pero si
sobreviene un incendio el caballero más correcto y la dama más recatada
saltan por una ventana, ¿verdad? La necesidad es ley, y por tanto esa señorita
irá hoy a casa de Nastasia Filipovna. ¿Acaso en esa familia no permiten
moverse a las muchachas?
—No quiero decir eso…
—Pues si no quiere decir eso, ella no necesita más que bajar la escalera e
irse… y puede, si quiere, no volver a su casa más. Hay veces en que uno
quema sus navíos y resuelve no volver a casa de sus padres. Los almuerzos,
las comidas y los príncipes Ch. no son toda la vida. Creo que toma usted a
Aglaya Ivanovna por una chiquilla de un colegio. Así se lo he dicho, y ella es
de mi opinión. Espere a las siete o a las ocho. En el caso de usted yo estaría de
centinela allí hasta que la viese bajar los escalones. Por lo menos encargue a
Kolia que lo haga. Lo realizará con gusto, tratándose de usted… Todo es
relativo… ¡ja, ja, ja!
Hipólito salió. Michkin no tenía precisión de hacer espiar a Aglaya, aun
cuando hubiese sido capaz de semejante cosa. Ahora se explicaba por qué la
joven le había ordenado quedarse en casa. Tal vez quisiera irle a ver después, o
impedirle intervenir en el paso que proyectaba dar. Esta última conjetura era
tan verosímil como la primera. Michkin sintió vértigo: la estancia parecía girar
en torno suyo. Tendióse en un diván y cerró los ojos. En todo caso, Aglaya
había tomado una decisión definitiva. No, el príncipe no la consideraba una
colegiala. Comprendía ahora que llevaba mucho tiempo inquieta y aguardando
algo por el estilo. Pero ¿por qué quería Aglaya ver a la otra? Un
estremecimiento recorrió el cuerpo de Michkin. Tenía fiebre otra vez.
¡No la consideraba una niña, no! Últimamente ciertas palabras y miradas
de la joven le habían espantado. A veces le parecía notar que ella era
demasiado dueña de sí misma, y recordaba ahora que el percibirlo le había
asustado en más de una ocasión. Cierto que en los últimos días se había
esforzado en olvidar aquello, en alejar todos los pensamientos penosos, pero a
la sazón había de preguntarse qué era lo que ocultaba aquel alma. A pesar de la
credulidad de su amor, aquella pregunta le atormentaba hacía tiempo. Y he
aquí que ahora se disipaban todas las dudas, se desvanecían todas las
incertidumbres. ¡Terrible idea! Y luego «aquella mujer…» ¿Por qué imaginaba
siempre Michkin que ella aparecía en el último momento para destrozar su existencia como si fuese un hilo pasado? Pese a su semidelirio, casi se sentía
inclinado a creer que había pensado siempre lo mismo. Si últimamente había
tratado de olvidar a Nastasia Filipovna, era únicamente porque la temía. Pero
¿la odiaba o la amaba? Ni una sola vez se lo preguntó durante aquel día: su
corazón estaba puro. Sabía que la amaba… Aquella entrevista singular, cuyas
causas le eran desconocidas y cuyo desenlace no podía prever, no era lo que
más le asustaba. No, temía a Nastasia Filipovna por sí misma. Más adelante,
pasados varios días, recordó que en aquellas horas febriles no había cesado ni
un solo momento de figurarse los ojos, la mirada, las palabras de aquella
mujer. Incluso creía oírla proferir extrañas frases. Pero tales horas de fiebre y
angustia dejaron escasas huellas en su memoria. Apenas evocó luego que Vera
le había llevado algo de comer. Sólo le constaba que durante la tarde no tuvo
otra impresión neta sino la de que Aglaya había, en un momento dado,
aparecido en la terraza. El príncipe, que se hallaba tendido en un diván, se
levantó y atravesó la estancia para ir al encuentro de la joven. Eran las siete y
cuarto. Aglaya vestía con sencillez y al parecer se había arreglado de prisa. Su
rostro estaba pálido y sus ojos relucían con brillo vivo y seco, mostrando una
expresión desconocida para Michkin. Le miró atentamente.
—Veo que está usted preparado, vestido para salir y con el sombrero al
alcance de la mano. ¿Quién le ha prevenido? ¿Hipólito?
—Sí —balbució el príncipe, más muerto que vivo—. Me indicó…
—Vamos. Ya sabe usted que preciso su compañía. Supongo que estará en
condiciones de salir…
—Sí, pero ¿es posible…?
Se interrumpió y no supo decir más. No hizo nuevas tentativas para
convencer a la insensata joven y la siguió como un esclavo. Pese a la
confusión de sus ideas el príncipe comprendía que, de no acompañarla, ella
acudiría sola a la cita, y por consecuencia su deber consistía en ir con ella. No
osó luchar contra una decisión que juzgaba irrevocable. Apenas cambiaron
una palabra mientras andaban. Michkin advirtió que su compañera conocía
bien el camino. Cuando le proponía seguir una calle menos frecuentada, ella
respondía con sequedad: «No importa».
Al acercarse a casa de Daría Alexievna, que era un edificio de madera
viejo y grande, salían de ella una dama elegante y una muchacha joven. Ante
la puerta esperaba un coche magnífico. Las dos mujeres subieron a él, riendo y
hablando en voz muy alta, sin mirar siquiera a los que se acercaban, como si
no los viesen. Cuando el carruaje se fue, la puerta se abrió. Michkin y Aglaya
fueron recibidos por Rogochin, quien esperaba ya su llegada. Una vez dentro,
Rogochin cerró apresuradamente la puerta. —Estamos solos los cuatro en la casa —dijo, mirando a Michkin con
extraña expresión.
En la primera estancia los aguardaba Nastasia Filipovna, muy
sencillamente ataviada, con un vestido negro. Se levantó al entrar los
visitantes, pero sin sonreír ni siquiera tender la mano a Michkin. Su mirada
fija e inquieta se posó en Aglaya. Ambas se acomodaron a cierta distancia una
de otra. Aglaya en un diván del rincón, Nastasia Filipovna junto a la ventana.
Los dos hombres quedaron en pie; nadie los invitó a sentarse. Michkin fijó en
Rogochin una mirada perpleja y angustiada. Parfen Semenovich conservaba su
extraña sonrisa. El silencio se prolongó algunos instantes.
De pronto, los rasgos del semblante de Nastasia Filipovna adquirieron una
expresión siniestra. Sus ojos, ahora tenaces, rencorosos y duros, parecían
clavarse en el rostro de Aglaya. Ésta se hallaba confusa, sin duda, pero no
intimidada. Al entrar no miró apenas a su rival y, al sentarse, inclinó la vista y
así permaneció, como si no supiese decidirse a empezar. Dos veces,
involuntariamente al parecer, miró en torno suyo y su rostro manifestó un
disgusto muy intenso, como si temiese contaminarse allí. Arreglóse el vestido
con ademán maquinal y en un momento determinado incluso cambió de
postura y se apartó más en el diván. Probablemente todo aquello era más
inconsciente que meditado, pero esa misma inconsciencia lo hacía más
ofensivo. Al fin contempló con resolución a Nastasia Filipovna y en el acto
leyó claramente cuanto expresaban los ojos ardientes de su rival. La mujer
comprendía a la mujer. Aglaya se estremeció.
—Sabe usted seguramente… por qué la he invitado… a esta entrevista,
¿verdad? —comenzó en voz baja e insegura. Incluso se interrumpió dos veces
antes de concluir tan breve frase.
—No sé nada —respondió Nastasia Filipovna con voz seca.
Aglaya se ruborizó. Quizás el hecho de encontrarse con «aquella mujer» en
la casa de «aquella otra mujer» le pareciera de improviso tan extraño, tan
inverosímil, que necesitase, por decirlo así, la respuesta de su interlocutora.
Apenas su antagonista abrió la boca, un estremecimiento recorrió el cuerpo de
la visitante. «Aquella mujer» lo notó perfectamente.
—Usted lo comprende todo, aunque finge a propósito no comprenderlo —
dijo Aglaya, bajando la voz todavía más y mirando al suelo con aire sombrío.
—¿Por qué había yo de hacer semejante cosa? —repuso Nastasia
Filipovna, con leve sonrisa.
La contestación de Aglaya fue torpe y por demás grotesca.
—Quiere usted abusar de mi situación, de mi presencia en su casa… —Si se halla en tal situación, la culpa es suya y no mía —respondió con
violencia Nastasia Filipovna. No soy yo quien ha solicitado esta entrevista,
sino usted. Y hasta ahora ignoro con qué objeto.
Aglaya alzó la cabeza y adoptó un talante altivo.
—Refrene la lengua. Usted sabe manejar esa arma mejor que yo y no me
propongo mantener con usted un combate de ese género.
—Pero en todo caso, por lo que dice parece que viene a entablar un
combate. Yo creía que usted era más… espiritual.
Miráronse con enemistad recíproca y ya franca. Una de aquellas mujeres
era la misma que poco atrás había escrito a la otra las cartas que conoce el
lector. Y he aquí que, en su primer encuentro, a las palabras iniciales que
cambiaron, todos sus sentimientos se desvanecían. Sin embargo, ninguno de
los allí reunidos pareció considerarlo extraño. La víspera, Michkin hubiera
juzgado imposible y absurda semejante escena, y ahora, empero, estaba allí,
mirando y escuchando con el aire de un hombre que ve realizarse un antiguo
presentimiento. El sueño más disparatado habíase convertido de repente en la
más tangible realidad. Una de aquellas mujeres despreciaba a la cara de tal
modo, y deseaba decírselo con tanto afán (acaso no hubiese acudido más que
para eso, como opinó Rogochin al día siguiente), que la otra, a pesar de su
carácter extravagante, su espíritu descarriado y su alma enferma, hubo de
prescindir de toda idea que pudiese haber concebido de antemano, al hallarse
con el amargo desprecio, genuinamente, de su rival. Michkin tenía la certeza
de que Nastasia Filipovna no hablaría de las cartas, y hubiera dado la mitad de
su vida porque Aglaya hiciese lo mismo.
La joven pareció recobrar su aplomo.
—No me ha entendido usted. No he venido aquí para que disputemos,
aunque reconozco que no la estimo. He venido para… para que hablemos
como seres humanos. Cuando le pedí la entrevista, había decidido ya de qué le
hablaría y lo que había de decir aun cuando usted no me comprendiese en
absoluto. Ello será peor para usted, no para mí. Deseo contestarle en persona a
lo que me decía en sus cartas, porque me parece más adecuado hacerlo así.
Escuche, pues, mi contestación: yo empecé por compadecer al príncipe León
Nicolaievich desde el mismo día en que le conocí, y más aún cuando supe lo
que había sucedido en casa de usted. Le compadecí porque es un hombre muy
cándido y en su ingenuidad creyó posible ser feliz con… una mujer de
semejante carácter. Lo que yo temía ha sucedido: usted no ha podido amarle,
le ha hecho sufrir y al fin le ha abandonado. Y no puede amarle porque es
usted demasiado orgullosa… Me engaño: no orgullosa, sino vanidosa… Y
también esta expresión resulta inexacta. Es usted egoísta hasta la locura, y las
cartas que me ha escrito lo demuestran. Ni le es posible amar a un hombre tan inocente como éste. Acaso, en el fondo, le desprecie y se burle de él. Usted no
ama más que a su oprobio, la constante idea de que está usted deshonrada y de
que hay una persona que tiene la culpa. Si su deshonra no fuera tan grande o
se sintiera usted de pronto libre de ella, sería más infeliz.
Aglaya se complacía en sus palabras y hablaba con extrema volubilidad.
Cuanto decía habíalo preparado de antemano, incluso, antes de que soñara
siquiera en semejante cita. Sus ojos seguían, ávidos y aviesos, el efecto, que
tales frases producían en la interpelada. Ésta oyéndola, había cambiado de
expresión.
—¿Recuerda usted —continuó Aglaya— que el príncipe me escribió
cuando vivía con usted? Según él dice, usted conoce la carta. Al recibirla, lo
comprendí todo muy bien. Y hace poco él me ha confirmado, palabra por
palabra, lo que acabo de decir. Después de la carta, esperé. Yo adivinaba que
usted volvería, porque no puede prescindir de San Petersburgo. Es usted
demasiado joven y bella para vivir en provincias. Esta expresión no es propia
—dijo Aglaya ruborizándose, sin que tornara ya a recobrar sus colores
naturales durante toda la conversación—. Cuando volví a ver al príncipe
participé de todo corazón en su dolor y ofensa. No se ría, no se ría: es usted
indigna de comprender esto. —Bien ve que no me río— contestó Nastasia
Filipovna con acento severo y entristecido.
—De todos modos, no me importa. Puede reír cuanto quiera. Cuando
interrogué al príncipe me dijo que no la amaba hacía tiempo, que incluso el
recordarla le era penoso, pero que se compadecía de usted y al recordarla
sentía el corazón desgarrado. Debo añadir que este hombre es el más noble,
ingenuo y confiado que he conocido jamás. Desde que le vi adiviné que era
capaz de ser engañado por el primero que le hablara, y además capaz de
perdonar a todo el que le engaña. Por eso le he amado…
Aglaya se interrumpió por un momento, preguntándose con asombro cómo
había emitido semejante palabra. Pero a la vez un infinito orgullo resplandecía
en su mirada. Parecía tenerle sin cuidado que «aquella mujer» se mofase de la
confesión que acababa de escapársele.
—Ya he dicho cuanto deseaba decir. ¿Ha comprendido lo que espero de
usted?
—Acaso —repuso Nastasia Filipovna—. Pero no obstante, dígalo.
Aglaya, con el rostro inflamado por la ira, pronunció con tono firme,
recalcando mucho las palabras:
—Quiero preguntarle con qué derecho interviene usted en mis
sentimientos, con qué derecho se permite escribirme, con qué derecho declara
usted a cada instante al príncipe y a mí, que le ama, después de haberle abandonado de manera tan ofensiva e innoble.
—No le he dicho ni a él ni a usted que le amo —repuso con esfuerzo
Nastasia Filipovna—… y es cierto que le he abandonado —añadió con voz
casi ininteligible.
—¿Cómo que no? ¿Y sus cartas? —replicó Aglaya con violencia—.
¿Quién le ha pedido que se mezcle en nuestros asuntos? ¿Por qué me excita a
casarme con él? ¿Por qué se obstina en imponernos su mediación? Al
principio pensé que usted, entrometiéndose así, deseaba hacer que yo le odiase
y rompiera con él. Pero luego he comprendido la verdad. Usted se figura que
con todas esas extravagancias realiza usted una buena acción. Dígame: ¿puede
acaso amar a un hombre cuando ama tanto su propia vanidad? ¿Por qué no se
ha marchado usted tranquilamente en vez de escribirme esas cartas ridículas?
¿Por qué no se casa usted con el hombre magnánimo que tanto la ama y le ha
hecho el honor de pedir su mano? La respuesta es muy sencilla: una vez
casada con Rogochin, dejaría de ser usted una mujer envilecida e incluso
alcanzaría una posición honrosa en la sociedad. Eugenio Pavlovich dice que
usted ha leído mucha poesía y que es «demasiado instruida para su situación».
Él la considera una víctima de las lecturas y de la ociosidad. Añada a eso su
vanidad, y todo queda claro.
—Y usted, ¿no es una ociosa?
Como se ve, la explicación entre las rivales degeneraba inopinadamente en
violenta disputa. Decimos inopinadamente porque Nastasia Filipovna, al
dirigirse a Pavlovsk, acariciaba todavía ciertos sueños aun cuando, ello aparte,
más bien recelase una entrevista tormentosa que lo contrario. Pero Aglaya se
había dejado arrastrar por la impetuosidad de su carácter y no supo negarse a
la satisfacción de dar expresión a sus sentimientos. La propia Nastasia
Filipovna se extrañó al ver el arrebato de la joven. Mirábala no queriendo
creer en lo que sucedía e incluso se sintió llena de desconcierto. Fuese que
hubiera leído demasiada poesía como juzgaba Radomsky, o que estuviese loca,
según estimaba el príncipe, aquella mujer, a veces tan cínica e insolente en sus
maneras, era en el fondo, mucho más púdica, tierna y confiada de lo que
pudiera suponerse a primera vista. Cierto que existían en ella aspectos
fantásticos, quiméricos y novelescos; pero poseía también energía y
profundidad de carácter. Michkin, comprendiéndolo, no pudo ocultar el
sufrimiento que le embargaba. Aglaya se estremeció de cólera al advertirlo.
—¿Cómo se atreve a hablarme de ese modo? —dijo con infinito desdén
contestando a la observación de Nastasia Filipovna.
—Debe haberme entendido mal —repuso Nastasia Filipovna, sorprendida
—. ¿De qué modo le he hablado? —Si era usted una mujer honrada, ¿por qué no abandonó a su seductor con
sencillez y sin escenas teatrales? —preguntó Aglaya bruscamente.
—¿Y quién es usted ni qué sabe de mí para juzgar de mi situación? —
replicó Nastasia Filipovna, pálida y temblorosa.
—Sé que no abandonó a Totzky para ponerse a trabajar, sino que fue con el
opulento Rogochin para adoptar aires de ángel caído. ¡No me hubiera
extrañado que Totzky hubiese sido hasta capaz de suicidarse para huir de
semejante ángel caído!
—¡Basta! —atajó Nastasia Filipovna con voz dolorida y disgustada—.
Usted me mira como si fuese… la doncella de Daría Alexievna, que ha ido a
reclamar ante el jurado contra su novio… Pero esa misma mujer me
comprendería mejor que usted.
—Que yo sepa, quien usted dice es una muchacha honrada y vive de su
trabajo. ¿Por qué considera a una doncella con ese desprecio?
—Mi desprecio no se refiere al trabajo, sino a usted cuando habla del
trabajo.
—Si usted hubiese querido ser honrada, se habría dedicado a lavandera.
Las dos se levantaron y se miraron cara a cara. Estaban palidísimas.
—¡Cállese, Aglaya! ¡Es usted muy injusta! —exclamó Michkin, fuera de
sí.
Rogochin no sonreía ya. Escucliaba atentamente apretando los labios, con
los brazos cruzados.
—¡Miren, miren qué señorita! —dijo Nastasia Filipovna, estremeciéndose
de ira—. ¡Y yo que la tenía por un ángel! ¿Ha venido usted sin institutriz,
Aglaya Ivanovna? ¿Quiere usted que le diga, en el acto y sin rodeos, por qué
ha venido aquí? Pues ha venido porque tiene miedo…
—¿Miedo de usted? —repuso la joven, profunda e ingenuamente
extrañada al oír a su interlocutora hablarle con tal atrevimiento.
—Sí, de mí. Cuando se ha decidido a visitarme, es porque me teme. A
quien se teme no se le desprecia. ¡Y pensar en lo mucho que la he apreciado
hasta hace un momento! ¿Sabe usted por qué me teme y cuál es ahora su
finalidad principal? Usted ha querido saber en persona cuál de nosotras dos
ama más al príncipe, porque está usted horriblemente celosa…
—Él mismo me ha dicho que la odiaba… —articuló Aglaya con dificultad.
—Es posible… Quizá yo no merezca… Pero creo que miente usted. ¡Él no
ha podido decir semejante cosa! De todos modos, teniendo en cuenta… su situación, estoy dispuesta a perdonarla. Sólo que tenía mejor opinión de usted;
le aseguro que le creía más inteligente… e incluso más hermosa. Ea, llévese su
tesoro. Ahí le tiene, mirándole embobado. Lléveselo, pero con una condición:
que se vaya de aquí inmediatamente. ¡En el acto!
Dejóse caer en una butaca y estalló en llanto. De improviso una nueva
llama se encendió en sus ojos. Levantóse y clavó en Aglaya una mirada
obstinadamente fija.
—¿Quieres que le dé una orden? ¿Oyes? Me bastará mandárselo y se
quede conmigo para siempre. Basta que se lo mande para que nos casemos. ¡Y
tú volverás sola a tu casa! ¿Quieres verlo, quieres? —gritó enloquecida,
trémula y desencajada.
Era posible que ni ella misma se hubiese juzgado capaz de semejante
lenguaje. Aglaya, aterrorizada, corrió hacia la puerta. Pero se detuvo en el
umbral, inmóvil como clavada en tierra, y escuchó.
—¿Quieres ver cómo echo de aquí a Rogochin? Creías que ya me había
casado con él para complacerte, ¿eh? Pues voy a ordenar a Rogochin que se
vaya y luego diré al príncipe: «Acuérdate de lo que me has prometido». ¡Dios
mío! ¿Por qué me ha humillado de este modo ante esta gente? ¿No me has
dicho, príncipe, que te casarías conmigo, que no te importaría nada de nada,
que no me abandonarías jamás, que me amabas, que me lo perdonabas todo y
que me esti… me esti…? ¡Sí, lo has dicho! No hui de tu lado sino para
devolverte tu libertad. ¡Pero ahora no quiero dejarte libre! ¿Quién es esa mujer
para tratarme como a una perdida? ¡Pregunta a Rogochin si soy una perdida!
¿Serás capaz, León Nicolaievich, ahora que esa mujer me ha puesto como un
trapo delante de ti, de salir del brazo de ella? ¡Maldito seas si lo haces! Porque
eres el único hombre en quien he creído… ¡Vete, Rogochin, no te necesito! —
gritó casi inconsciente.
Las palabras surgían con trabajo de su garganta, su rostro estaba
descompuesto, sus labios ardían. Era notorio que no creía ni por asomo en lo
que decía, pero se obstinaba en engañarse y prolongar su ilusión por un
segundo más. Michkin tuvo la impresión de que aquel arrebato tan violento
podía incluso costar la vida a Nastasia Filipovna.
—¡Mírale! —gritó ella a Aglaya, señalando al príncipe con el dedo—. Si
no me prefiere en el acto, si no opta por mí… llévatelo, te lo cedo.
Las dos mujeres esperaban, fijando en Michkin las miradas de sus ojos
extraviados. Es probable, e incluso seguro, que él no comprendiese toda la
emoción de aquella llamada. Sólo reparó en el ser loco y desesperado que tan
dolorosa impresión le produjera siempre, como había dicho una vez Aglaya.
No pudo contenerse más y dirigiéndose a la joven dijo, mostrándole a NastasiaFilipovna:
—¿Es posible? ¡Con una mujer tan desgraciada!
No pudo continuar. Enmudeció bajo la tremenda mirada de Aglaya, cuyos
ojos mostraban una expresión de inmenso sufrimiento y de odio infinito.
Michkin se golpeó las manos, lanzó un grito y se precipitó hacia Aglaya. Pero
ésta había percibido el momento de vacilación del príncipe y semejante
vacilación fue más de lo que se sentía capaz de soportar.
—¡Dios mío! —gritó.
Y huyó de la habitación, cubriéndose el rostro con las manos. Rogochin se
apresuró a seguirla para abrirle la puerta. Michkin quiso salir también en pos
de Aglaya, pero al ir a cruzar el umbral se sintió sujeto por los brazos de
Nastasia Filipovna. El rostro dolorido y convulso de la joven le contempló
fijamente. Sus labios exangües murmuraron:
—¿Te vas con ella? ¿Con ella?
Y la pobre mujer cayó desmayada en los brazos de Michkin. Él la sostuvo,
la llevó a un sillón y permaneció inclinado hacia ella, sin saber a qué decidirse.
Rogochin volvió, tomó un vaso de agua de sobre una mesilla y arrojó su
contenido al rostro de la desmayada. Ella abrió los ojos. Por unos instantes
pareció desconcertada, sin darse cuenta de lo que ocurría. De pronto miró en
torno suyo, se estremeció, emitió un grito y se precipitó hacia Michkin.
—¡Es mío! ¡Mío! —gritó—. ¿Se ha ido esa chiquilla orgullosa?
Y prorrumpió en una risa histérica.
—¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja! ¿Yo se lo había dicho a esa mujer? ¿Por qué razón?
¡Loca de mí! ¡Vete, Rogochin! ¡Ja, ja, ja!
Rogochin los miró atentamente, cogió su sombrero y salió sin pronunciar
una palabra. Diez minutos más tarde, Michkin, sentado junto a Nastasia
Filipovna, la miraba sin cesar, acariciando su cabeza y su rostro como a una
niña. Reía viéndola reír y cuando ella lloraba sentíase a punto de romper en
llanto. Escuchaba en silencio, probablemente sin comprenderlas, pero con una
dulce sonrisa en los labios, las palabras entrecortadas, entusiastas e
incoherentes que pronunciaba la joven. Y tan pronto como imaginaba que ella
le dirigiría algún reproche o que recaía en su dolor, le prodigaba nuevas
caricias y palabras tiernas como a un niño desconsolado.
IX
En el curso de los quince días que siguieron a aquella escena, las
situaciones respectivas de los principales personajes de esta historia se
modificaron de tal modo, que no es fácil proseguir el relato sin entrar en
explicaciones previas. Y sin embargo, nos parece mejor limitarnos, en lo
posible, a la mera exposición de los hechos, ya que medían algunas
circunstancias cuyos detalles no podemos esclarecer. Tal advertencia parecerá
probablemente muy extraña al lector. ¿Cómo, dirá éste, relatar aquello que no
tiene una idea clara? Para no colocarnos en una situación más falsa todavía,
trataremos de explicar nuestro pensamiento con un ejemplo, y así acaso se
comprenda en qué consiste, hablando propiamente, nuestra dificultad, tanto
más cuanto que este ejemplo no ha de introducir una laguna en el relato, sino
que constituirá su continuación directa.
Pasadas dos semanas, es decir, a principios de julio, la última aventura de
nuestro protagonista se había convertido en objeto de las conversaciones de
todos, mencionándose como anécdota extraña, divertida, inverosímil y, a la
vez, casi cierta. En Pavlovsk no había quien no refiriese, con mil variantes, el
caso de un príncipe que, a punto de casarse con una muchacha de familia
honrada y muy conocida, se había prendado de una mujer equívoca,
rompiendo con su novia y proponiéndose a despecho de todos, y a trueque de
arrostrar la pública indignación, casarse en breve con dicha mujer. La historia
incluía tales escándalos, se hacían figurar en ella personajes tan importantes,
se presentaba bajo colores tan fantásticos, se alegaban hechos tan positivos,
que la general curiosidad y las desbordadas habladurías se hallaban, en aquel
caso, justificadas en gran parte. La versión que parecía más probable y que
divulgaban los narradores más serios —es decir, esa clase de comentaristas
que se encuentran en todas las capas sociales, que conocen todo lo
concerniente a quienes tratan, y que parecen hallar su ocupación y hasta su
consuelo en semejante trabajo— era la siguiente: un joven de buena familia
con título de príncipe, casi imbécil, demócrata, trastornado por el nihilismo
contemporáneo que acaba de descubrir Turguenev, y casi ignorante del idioma
ruso, se había prendado de una de las hijas del general Epanchin y sido
aceptado como novio oficial. Pero su intención era jugar a la familia una
pasada semejante a la de aquel seminarista francés que, tras dejarse ordenar y
cumplir todas las fórmulas rituales, había hecho, al día siguiente de ser
ordenado, pública profesión de ateísmo, en carta dirigida al obispo y
reproducida por los periódicos liberales. Decíase que a ejemplo de aquel
hombre, el príncipe había resuelto promover un escándalo en casa de los
padres de su prometida, aprovechando una recepción en que iba a ser
presentado a varios elevados personajes. Había, en efecto, aguardado aquel
momento para proclamar sus opiniones ante todos, injuriar a funcionarios de
alta jerarquía y retirar públicamente la palabra dada a la novia. En vista de ello
se ordenó a los criados que le expulsaran y, luchando con ellos, había roto un magnífico jarrón de China. Como detalle característico de las costumbres
modernas, se añadía que aquel joven amaba locamente a la hija del general y
que si había roto con ella era sólo por fidelidad a los principios nihilistas, ya
que deseaba proporcionarse la satisfacción de casarse con una cualquiera,
probando así que a sus ojos no existía diferencia entre las mujeres virtuosas y
las mujeres sin honra, y que, de existir dicha diferencia, era en favor de las
últimas. Esta explicación parecía la más plausible y los moradores de Pavlovsk
la aceptaban con tanto mayor motivo cuanto que los hechos diarios tendían a
confirmarla. Existían, desde luego, circunstancias oscuras. Contábase, por
ejemplo, que la pobre joven quería tanto a su prometido —algunos decían «a
su seductor»— que al día siguiente del escándalo había ido a buscarle a casa
de su amante. Otros, por el contrario, decían que era él quien la había traído
allí para afirmar sus principios nihilistas cubriéndola de oprobio. Fuese como
fuera, el caso despertaba un interés que aumentaba de un día a otro y la
curiosidad pública estaba muy excitada. La perspectiva de una boda
escandalosa era juzgada indudable para todos. Y si ahora se nos pidieran a
nosotros esclarecimientos, no sobre el aspecto nihilístico del asunto —¡oh, eso
no!—, pero sí sobre si tal casamiento entraba o no en los propósitos del
príncipe, y sobre cuáles eran los deseos reales de éste confesaríamos que nos
veríamos en grave dificultad. Sólo podemos decir que el casamiento, en
efecto, había sido decidido y que Michkin había descargado el trabajo para
cumplir los trámites necesarios en Keller, Lebediev y un amigo presentado al
príncipe por Lebediev. Estos hombres tenían orden de no reparar en gastos
para abreviar las gestiones. Nastasia Filipovna insistía en que el casamiento
tuviese efecto lo antes posible; Keller había suplicado al príncipe que le
aceptase como padrino y Michkin accedió a ello; Burdovsky, designado para
llenar idénticas funciones cerca de Nastasia Filipovna, las aceptó con
entusiasmo, y la boda debía celebrarse a primeros de julio. Pero, aparte esos
hechos, de exactitud indiscutible, poseemos otros detalles que nos
desconciertan, porque desmienten los primeros. Así, o mucho nos engañamos
o, casi inmediatamente de haber dado poderes a Lebediev y a los demás,
Michkin olvidó al maestro de ceremonias, a los padrinos y a todo lo
concerniente a la boda. Y si se dio tanta prisa en descargarse de aquellas
gestiones, tal vez fuese porque deseara olvidarlo todo cuanto antes. ¿Qué cabe
pensar, pues? ¿Qué quería recordar y a qué aspiraba? Es indudable, por ende,
que ninguna clase de coacción fue ejercida sobre él, ni por parte de Nastasia
Filipovna ni por parte de nadie. Cierto que la joven anhelaba un casamiento
rápido y que era ella quien lo había propuesto; pero él consintió de buen grado
aunque con cierta distracción, como si se tratara de cosa que le fuese
indiferente o poco menos. Aun podríamos indicar otros detalles singulares,
pero creemos que, lejos de esclarecer las cosas, las tornarían más obscuras.
Citaremos, sin embargo, un ejemplo más. Nos consta de manera indudable que durante aquellas dos semanas el
príncipe pasaba los días y las veladas en casa de Nastasia Filipovna. Iban
juntos a paseo o a oír el concierto y se los veía a diario en coche. Si se veía
privado por una sola hora de la presencia de Nastasia Filipovna, Michkin
comenzaba a inquietarse por ella, lo que, con otros indicios, nos lleva a
suponer que la amaba sinceramente. Cuando ella le hablaba de un tema
cualquiera, él la escuchaba hora tras hora con sonrisa plácida y dulce, sin
hablar apenas por su parte. Pero sabemos también que, por entonces, fue
varias veces, incluso con frecuencia, a casa de las Epanchinas, sin ocultarlo a
Nastasia Filipovna, a quien tal actitud desesperaba. Hasta su marcha de
Pavlovsk las Epanchinas se negaron en redondo a recibir a Michkin y no le
permitieron ni una sola entrevista con Aglaya. El príncipe, cada vez que era
rechazado, se iba sin protestar, y al día siguiente tornaba como si hubiese
olvidado su fracaso de la víspera, cosechando, como era natural, otro nuevo.
Aún un detalle más ha llegado a nuestro conocimiento y es que, como una
hora después de que Aglaya huyera de casa de Nastasia Filipovna, Michkin
compareció en casa de Epanchin, sin duda convencido de que encontraría a la
joven. Su llegada sumió la casa en consternación, porque Aglaya Ivanovna no
estaba allí y las primeras noticias que su familia tuvo de que había salido y
visitado a Nastasia Filipovna las dio Michkin. Tenemos entendido que la
generala, sus hijas y hasta el príncipe Ch. se mostraron muy duros con
Michkin y le declararon, con enojo, que no querían volver a verle en su vida.
Lo que más contribuyó a irritarlos contra él fue, sin duda, la súbita
intervención de Bárbara Ardalionovna, la cual se presentó diciendo que
Aglaya Ivanovna llevaba una hora en su casa, que se encontraba en un estado
terrible y que no quería volver al hogar paterno. Esta última noticia, que
abrumó a la generala más que todo el resto de la historia, era perfectamente
exacta. Cuando salió de entrevistarse con su rival, Aglaya hubiera preferido la
muerte a volver a casa de sus padres. Por eso se dirigió a la de Nina
Alejandrovna. Varia consideró necesario informar en el acto a Lisaveta
Prokofievna. Ésta y sus hijas partieron hacia la casa de Ptitzin, y el general
Epanchin hizo lo mismo, después de ellas, cuando llegó de San Petersburgo.
Michkin siguió igualmente a las Epanchinas, pese a la ruda despedida de que
le hicieron objeto, pero Varia había tomado las medidas precisas para que no
pudiera avistarse con Aglaya. Ésta aguardaba inmensos reproches y cuando
vio que su madre y hermanas se limitaban a llorar en silencio, se arrojó en sus
brazos y tornó con ellas al hogar. Corrió también el rumor de que Gania había
querido aprovechar aquellos momentos, a cuyo efecto, mientras su hermana
iba a buscar a Lisaveta Prokofievna, él declaró sus sentimientos a Aglaya. Por
desolada que ésta se encontrase, rompió a reír al oírle y le hizo una curiosa
pregunta: «¿Sería capaz de quemarse un dedo, sometiéndolo a la llama de una
bujía, para probarme su amor?». Proposición semejante dejó atónito al joven y su rostro exteriorizó una perplejidad tan grotesca que Aglaya redobló sus risas
y se alejó precipitadamente, dirigiéndose al gabinete de Nina Alejandrovna,
donde la encontraron sus padres. Michkin se informó de la anécdota por
Hipólito. Éste, que ya no podía levantarse del lecho, envió aviso al príncipe de
que lo visitara, sólo para comunicarle aquella novedad. Ignoramos cómo pudo
saberla a su vez. Cuando Michkin oyó contar la prueba propuesta a Gania por
Aglaya rio también, sorprendiendo no poco al enfermo. Luego comenzó a
temblar y se deshizo en llanto. Por aquel entonces su estado general era de
extrema inquietud, de penosa agitación debida a causas indefinibles. Hipólito
afirmaba sin titubear que el príncipe había perdido la cabeza; pero ello no
puede afirmarse con certidumbre.
Al relatar estos hechos sin comentarlos, no tratamos de justificar a nuestro
protagonista ante los lectores. Antes bien, nos sentimos inclinados a
asociarnos a la hostilidad que su conducta provocaba incluso entre sus amigos.
La misma Vera Lebediev estaba indignada, el propio Keller lo estaba también,
pese a haber sido nombrado padrino de boda, y en cuanto a Lebediev, su
indignación era tal, que le impulsó a ciertas intrigas contra Michkin, como
veremos después. Nuestra opinión concuerda en un todo con ciertas palabras
llenas de profunda verdad y psicología que pronunció Eugenio Pavlovich en
una conversación que tuvo con el príncipe seis o siete días después de la
escena acaecida en casa de Nastasia Filipovna. Advirtamos de paso que
cuantos, por una u otra causa, frecuentaban la casa de Epanchin, se habían
creído en el deber de concluir sus relaciones con el príncipe. Ch., por ejemplo,
ni le saludaba, y si se cruzaba con él volvía el semblante. Pero Pavlovich no
vaciló en comprometerse visitando a Michkin, aun cuando las Epanchinas le
acogían a la sazón con más acusada cordialidad que antes. Pero él no fue a
casa de Michkin sino al día siguiente de haber la familia Epanchin abandonado
Pavlovsk. Radomsky sabía bien los rumores que circulaban, y acaso él mismo
hubiese contribuido en parte a divulgarlos. El príncipe, muy satisfecho al
verle, le preguntó por las Epanchinas. Tan franca manera de abordar las cosas
hizo que Radomsky resolviera explicarse sin ambages. Michkin ignoraba
todavía la marcha de los Epanchin. La noticia impresionóle mucho. Palideció,
movió la cabeza con talante pensativo y dijo, al cabo de un momento, que
aquello «era lo lógico». Luego preguntó adónde se había trasladado la familia.
Eugenio Pavlovich le miraba con atención, sorprendido de la sencillez y el
interés con que su interlocutor le interrogaba. La extraña franqueza del
príncipe, su agitación, su inquietud, le impresionaban aún más. Satisfizo,
complaciente, la curiosidad de Michkin, quien desconocía muchas cosas sobre
las Epanchinas. Eugenio Pavlovich era la primera persona que le daba noticias
de ellas. A la sazón relató que Aglaya había estado enferma y que durante tres
noches tuvo una alta fiebre que le impedía dormir ni un solo momento. Ahora
estaba aliviada y fuera de peligro, pero se encontraba muy nerviosa ehistérica…
—Y todavía hay que celebrar que haya paz en la casa. Tanto en presencia
de Aglaya como en ausencia de ésta, todos evitan la menor alusión al pasado.
Los padres han tratado de un posible viaje al extranjero, adonde la familia iría
en otoño, después de la boda de Adelaida. Aglaya ha acogido en silencio las
primeras indicaciones que le han formulado.
Era posible que Radomsky se fuese también al extranjero. El príncipe Ch.
pensaba hacer un viaje de dos meses con Adelaida si sus ocupaciones se lo
permitían. El general pensaba quedarse en Rusia. Ahora los Epanchin se
habían trasladado a su finca de Kolmino, situada a veinte verstas de San
Petersburgo y donde poseían una vasta casa solariega. La princesa
Bielokonsky no había marchado a Moscú todavía. Dijérase que aplazaba su
viaje deliberadamente. Lisaveta Prokofievna había insistido mucho en
abandonar Pavlovsk, asegurando que era imposible continuar allí después de
lo sucedido. El propio Eugenio Pavlovich transmitía diariamente a la generala
los rumores que circulaban por la población. No se había juzgado oportuno
trasladarse a la villa que poseían en Ielaguin.
—Y usted reconocerá, querido príncipe —añadió el narrador—, que era
imposible continuar aquí, especialmente teniendo en cuenta que nadie ignora
la actitud de usted, a pesar de la cual usted va a diario a llamar a la puerta del
general, sin inmutarse por las negativas que recibe…
—Sí, sí, sí, tiene usted razón —repuso el príncipe, moviendo la cabeza—.
Pero yo deseaba ver a Aglaya Ivanovna…
Radomsky se animó repentinamente.
—Y entonces, querido príncipe, ¿cómo ha permitido que sucediesen todas
esas cosas? —preguntó en un arranque—. Ya sé que estaba usted muy lejos de
esperar tales complicaciones. Reconozco que tuvo usted motivo para perder la
cabeza y que el retener a esa loca muchacha era superior a sus fuerzas. Pero
también debió haber comprendido los serios sentimientos que ella albergaba
hacia usted. Ella no quería compartirlo con otra, y usted… usted ha sacrificado
un tesoro tan valioso…
—Sí, sí, sí, tiene usted razón. Confieso mi culpa —dijo Michkin, muy
afligido—. Pero sólo Aglaya consideraba a Nastasia Filipovna del modo que
lo hacía. Nadie más la ha considerado así.
—Lo que hay en todo esto de exasperante es que no encierra nada serio —
replicó con vivacidad Eugenio Pavlovich—. Perdóneme, príncipe, pero… He
pensado mucho en esto, conozco todos los antecedentes del asunto, me consta
cuanto viene sucediendo desde hace seis meses… y le afirmo que en ello no
había el menor elemento de seriedad. Todo ha sido imaginación, espejismo, fantasía, y sólo los vivos celos de una muchacha inexperta han podido tomar
tales cosas en serio.
Y entonces, sin andarse con rodeos, Eugenio Pavlovich dio libre curso a su
indignación, analizando con mucha lucidez y —repitámoslo— con rara
penetración psicológica la conducta del príncipe respecto a Nastasia Filipovna.
Radomsky poseía siempre dotes de palabra, pero esta vez casi se manifestó
elocuente.
—Desde el principio —declaró— empezó usted a vivir entre una serie de
falsedades. Lo que empieza por mentira debe concluir con mentira; tal es la
ley de la naturaleza. No admito que se le califique de idiota, príncipe, y no
sólo no lo admito, sino que ello me indigna; pero convendrá usted conmigo en
que es hombre de una originalidad excepcional. A mi juicio, todo lo
acontecido se debe, en primer lugar, a lo que yo llamaría su inexperiencia
innata (advierta que le digo innata, príncipe) y después, a su extraordinaria
ingenuidad, a su fenomenal falta de ponderación (que usted mismo ha
reconocido más de una vez) y a una enorme cantidad de convicciones
intelectuales y ficticias que usted, a pesar de su sinceridad poco común, ha
tomado y toma por verdaderas, naturales, intuitivas e inmediatas. Confiese,
príncipe, que su modo de proceder con Nastasia Filipovna tuvo desde el
comienzo un cierto matiz que llamaremos, para abreviar, «convencionalmente
democrático», o, para abreviar más aún, calificaremos de influido por las
polémicas de la «cuestión feminista». Conozco al detalle la escena absurda y
escandalosa que se produjo en casa de Nastasia Filipovna cuando Rogochin se
presentó a ofrecerle dinero. Si me lo permite, le diré cuánto pasó por el alma
de usted, príncipe, le haré ver la imagen de sus reacciones como en un espejo.
Desde su adolescencia, en Suiza, usted suspiraba por su patria, una patria
desconocida que era la meta de todas sus aspiraciones. Usted leyó allí muchos
libros sobre Rusia, obras notables quizá, pero que le fueron perniciosas. Desde
que usted comenzó a dar sus primeros pasos en el suelo natal, despertaron en
usted impacientes necesidades de actividad. Y he aquí que en aquel mismo día
le cuentan la triste y emocionante historia de una mujer ultrajada. Usted es un
caballero, un hombre inmaculado… y se trata de una mujer. El mismo día la
conoce y su belleza fantástica y diabólica (porque reconozco que es muy bella)
le subyuga. Añada a eso los nervios, añada la epilepsia, añada el deshielo de
San Petersburgo, que trastorna todo el sistema nervioso, añada una jornada
transcurrida en una ciudad casi fantástica y extraña para usted, y una jornada,
por cierto, tan movida, tan llena de encuentros inesperados y de incidentes
imprevistos (entre ellos el conocimiento con la familia Epanchin, y sobre todo
con Aglaya Ivanovna); añada, en fin, la fatiga, el vértigo, el salón, y… Dígame
francamente: ¿qué podía usted esperar de sí mismo en un momento tal, bajo el
influjo de semejantes circunstancias? El príncipe comenzó a ruborizarse.
—Sí, sí —admitió, moviendo otra vez la cabeza—. Sí; eso fue, poco más o
menos. Además, ¿sabe?, llevaba cuarenta y ocho horas de viaje, y había
pasado dos noches en el tren sin dormir. Estaba exhausto y fuera de mí.
—Claro. ¿A qué conclusión quiero llevarle si no a esta? —continuó
Radomsky, acalorándose—. Es indudable que usted acogió con verdadera
embriaguez, por decirlo así, la ocasión de manifestar públicamente que usted,
hombre puro, usted, de una familia de príncipes, no consideraba deshonrada a
una mujer que se había pervertido sin culpa propia, sino por la de un
repugnante libertino del gran mundo. ¡Es cosa muy comprensible, Dios mío!
Pero aquí no se trata de eso, príncipe, sino de saber si su sentimiento es
auténtico, justo, natural o una mera exaltación de su cerebro. Veamos: usted
sabe que en el templo se perdonó a una mujer semejante. ¡Pero no se le dijo
que hubiera hecho bien, que fuese digna de todos los honores y respetos! Y en
los seis meses transcurridos, ¿no le ha probado su sentido común, príncipe, el
verdadero estado de las cosas? Que ella sea inocente, lo concedo, o al menos
no lo discuto; pero ¿acaso sus peripecias pueden justificar su orgullo
insoportable y diabólico, su egoísmo insaciable e insolente? Perdone, príncipe,
si empleo expresiones un tanto fuertes, pero…
—Sí: todo ello es posible; quizá tenga usted razón —murmuró Michkin
Filipovna está muy irritada y… sin duda tiene usted razón. Sin embargo…
—Merece compasión, ¿verdad? ¿No es eso lo que quiere usted decir? Pero
¿era justo compadecerla y para demostrarlo afrentar a otra mujer, a una joven
bien nacida y pura, humillándola bajo esos ojos altaneros, bajo esos ojos
rencorosos? En tal caso, ¿hasta dónde puede llegar la piedad? ¿No le parece
una increíble exageración? Y, si se ama a una muchacha, ¿cree usted que se la
puede humillar de tal modo ante una rival, abandonarla por la otra en
presencia de la misma, incluso después de haber pedido su mano? Porque
usted pidió su mano en presencia de sus padres y hermanas. Perdóneme, pues,
una pregunta, príncipe: ¿puede usted considerarse un hombre de honor
después de eso? ¿No ha engañado usted a esa divina joven al asegurarle que la
amaba?
—Sí, sí, tiene usted razón; me reconozco culpable —declaró Michkin con
infinito disgusto.
—Pero, basta —acrecentó Radomsky, indignado—; basta de exclamar:
«¡Soy culpable!». Usted se confiesa culpable, pero se obstina en obrar mal.
¿Dónde está su corazón, ese corazón tan «cristiano»? Usted vio el rostro de
Aglaya Ivanovna en aquel momento. ¿Sufría acaso menos que la otra, que la
suya? ¿Cómo no lo vio, y cómo, si lo vio, no hizo nada para impedir lo que
sucedía? ¿Cómo? —Hice todo lo que pude… —articuló Michkin, verdaderamente confuso.
—¿Todo lo que pudo?
—Se lo aseguro. Aún no he comprendido cómo ocurrió aquello. Yo… yo
salí corriendo detrás de Aglaya Ivanovna, pero Nastasia Filipovna se desmayó
y después no me han permitido acercarme a Aglaya Ivanovna.
—No importa. Debió usted seguir a Aglaya Ivanovna aun viendo a la otra
desvanecida.
—Sí, sí, debí hacerlo… pero ello hubiese costado la vida a una mujer. Se
habría matado. ¡Usted no la conoce! Yo, de poder, hubiese explicado las cosas
a Aglaya Ivanovna, y… Observo, Eugenio Pavlovich, que no lo sabe usted
todo. Dígame: ¿por qué no me permiten ver a Aglaya Ivanovna? Yo podría
explicarle… Todo lo que pasó fue que surgió un equívoco entre las dos y por
eso las cosas tomaron aquel rumbo. No acierto a explicárselo a usted, pero sí
lo sabría explicar a Aglaya. ¡Dios mío, Dios mío! Me hablaba usted de su
rostro en el momento que huyó. ¡Si supiera cómo lo recuerdo! ¡Vamos, vamos!
Y Michkin, alzándose de repente, comenzó a tirar de la manga de Eugenio
Pavlovich.
—¿Adónde?
—A casa de Aglaya Ivanovna… ¡En seguida!
—Acabo de decirle que no está en Pavlovsk. Y, además, ¿para qué?
—Me comprenderá, me comprenderá… —balbucía Michkin, juntando las
manos, como para suplicar a su interlocutor—. Comprenderá que no ha sido
eso, sino otra cosa muy diversa…
—¿Muy diversa? ¿No va usted a casarse? Luego persiste usted… ¿Se casa
o no?
—Sí, me caso, me caso…
—Y entonces, ¿cómo dice que no es eso?
—¡No es eso, no lo es! ¿Qué importa que me case? ¿Qué significa que me
case?
—¿No significa nada? Pues a mí no me parece una bagatela. Se casa usted
para hacer la felicidad de una mujer a quien ama, Aglaya Ivanovna lo ve y lo
sabe, ¿y dice usted que eso no significa nada?
—¿Para hacer su felicidad? Me caso, a secas, porque ella lo quiere, pero el
que me case, ¿qué tiene que ver con…? No, ello no significa nada. Si no me
casara con ella, Nastasia Filipovna moriría, estoy seguro. Ahora comprendo
que su boda con Rogochin sería una locura. Comprendo muchas cosas que antes no he sabido comprenderlas. Mire: aquel día, cuando estaban las dos
frente a frente, no pude soportar la visión del semblante de Nastasia Filipovna.
Antes ha dicho usted la verdad acerca de la velada que pasé en el salón de
Nastasia Filipovna, pero ha omitido usted un detalle que ignora: que yo había
mirado su cara. Por la mañana, viendo el rostro de esa mujer, no pude
soportarlo ya. Vera… Vera Lebedievna tiene unos ojos muy diferentes…
¡Tengo miedo de ese rostro! —añadió presa de infinito espanto.
—¿Miedo?
Michkin palideció y repuso en voz baja:
—Sí. ¡Está loca!
—¿Lo sabe usted positivamente? —inquirió Radomsky con extraordinaria
curiosidad.
—Positivamente. Ahora estoy seguro. He adquirido en estos días la certeza
absoluta…
—¿Y quiere usted labrar su propia desgracia? —exclamó Radomsky,
aterrado—. ¿Se casa usted por temor? Es imposible comprenderlo. ¿No la
ama?
—Sí, la amo con todo mi corazón. Es… una niña. Actualmente es una
verdadera niña. ¡Qué sabe usted!
—¿Pues no dice, príncipe, que ama a Aglaya Ivanovna?
—¡Sí, sí!
—Reflexione un poco. Hágase cargo…
—Yo, sin Aglaya… ¡Necesito verla a toda costa! No tardaré en morir
cualquier noche, mientras duermo. Creí incluso morir esta noche última… ¡Si
Aglaya supiese, si lo supiese todo!… Quiero decir absolutamente todo. Porque
en este asunto lo primero es saberlo todo sin excepción. ¿Por qué no podremos
nunca saberlo todo sobre alguien cuando delinque, cuando es culpable? En fin,
no sé lo que digo, he perdido el hilo de mis ideas… Me ha asestado usted un
golpe terrible. ¿Es posible que Aglaya conserve aún el mismo rostro que
cuando huyó? Sí, mía es la culpa. Probablemente toda la falta está en mí. No
sé aún a punto fijo de lo que soy culpable, pero lo soy… Hay algo que no
puedo explicarle, Eugenio Pavlovich… No encuentro las expresiones justas,
pero… Aglaya Ivanovna me comprendería. Siempre he creído que me
comprendería…
—No, príncipe, no le comprendería. Aglaya Ivanovna amaba como una
mujer, como un ser humano y no como… un espíritu puro. ¿Sabe usted una
cosa, pobre amigo mío? Pues es que, a mi juicio y según todas las apariencias, no ha amado usted nunca a ninguna de las dos.
—No sé, no sé… puede ser… Tiene usted razón en muchas cosas, Eugenio
Pavlovich… Es usted extraordinariamente inteligente, Eugenio Pavlovich. Ya
empieza a dolerme la cabeza otra vez… ¡Vamos a su casa! ¡Vamos, por amor
de Dios! ¡Por amor de Dios!
—Ya le he dicho que no está en Pavlovsk, sino en Kolmino.
—Vámonos a Kolmino. ¡En seguida!
—¡Es imposible! —dijo rotundamente Eugenio Pavlovich, levantándose.
—Escuche: voy a escribir una carta. Y usted me la llevará.
—No, príncipe, no. Excúseme de semejantes comisiones. No puedo
encargarme de eso.
Y se separaron. Aquella visita dejó extrañas impresiones en el ánimo de
Radomsky. A su juicio, Michkin tenía el cerebro algo perturbado. «¿Qué
quiere decir con ese rostro al que tanto teme y por el que está tan subyugado?
Y el caso es que a la vez es posible que se muera de tristeza por haber perdido
a Aglaya, sin que ésta llegue tal vez a saber nunca lo mucho que la ama. ¡Ja,
ja! ¿Cómo es posible amar a dos mujeres? ¿Dos amores diferentes? Es
curioso… ¡Pobre idiota! ¿Qué va a ser de él ahora?».
X
Michkin no murió antes de su boda, ni durante el sueño, como predijera a
Radomsky. Cierto que dormía mal y con pesadillas; pero por el día, en su trato
con la gente, parecía hallarse bien, e incluso contento, aunque, cuando
quedaba solo, se tomaba muy pensativo. Se apresuraron los preparativos del
casamiento, que debía efectuarse unos ocho días después de la visita de
Radomsky. Al ver aquella prisa, los mejores amigos de Michkin (suponiendo
que fuesen tales) debían haber comprendido la inutilidad de sus esfuerzos para
«salvar» al pobre loco. Incluso circuló el rumor de que Epanchin y su mujer
habían intervenido en algún modo en la visita de Eugenio Pavlovich a
Michkin. Pero si los esposos Epanchin, en virtud de su mucha bondad, querían
esforzarse en evitar la pérdida del desgraciado insensato, les fue forzoso
atenerse a aquella única y débil tentativa, porque ni su posición, ni acaso,
como era natural, sus sentimientos les permitían ir más lejos en aquel camino.
Ya dijimos que el príncipe encontraba hostilidad hasta en quienes le trataban
más de cerca. Vera Lebediev se contentaba con llorar cuando se hallaba a solas
con él, pero permanecía más en sus propias habitaciones e iba mucho menos que antes a las del príncipe. Entre tanto, Kolia cumplía sus postreros deberes
con su padre, quien falleció tras un segundo ataque sobrevenido a los ocho
días del primero. Michkin participó sinceramente en el dolor de los Ivolguin.
Asistió al entierro del general y en los días sucesivos hizo largas visitas a Nina
Alejandrovna. No faltó quien notara que su aparición en la iglesia con motivo
del funeral había provocado muchos cuchicheos entre los concurrentes. Lo
mismo sucedía en el parque o en los paseos cuando comparecía en ellos, ora
en coche o a pie. Siempre que se le veía se pronunciaba a media voz su
nombre y el de Nastasia Filipovna. Se buscó a ésta entre los asistentes a la
ceremonia fúnebre, pero no estaba. La señora Terentieva no acudió al entierro.
Lebediev supo arreglarse para hacerla quedarse en su casa. El oficio fúnebre
produjo en Michkin un efecto penoso. Lebediev lo advirtió y en la misma
iglesia le preguntó los motivos de su emoción. El príncipe repuso en voz baja
que aquélla era la primera vez que asistía a un entierro según el ceremonial
ortodoxo. A lo sumo recordaba haber presenciado siendo muy niño una
ceremonia análoga en una iglesia de aldea.
—Sí; parece mentira que ese hombre que yace en el ataúd sea el mismo
que hace tan poco tiempo presidió nuestra reunión. ¿Se acuerda? —dijo
Lebediev en voz baja—. Pero ¿qué busca usted?
—Nada; me había parecido…
—¿Miraba a Rogochin?
—¿Es que está aquí?
—Sí; en la misma iglesia.
—Me parecía, en efecto, haber visto sus ojos —murmuró el príncipe con
agitación—, pero ¿cómo está aquí? ¿Le han invitado?
—No se ha pensado en ello siquiera. La familia del difunto no le conocía.
Ha entrado como muchos otros, mezclado con la gente. ¿Por qué le extraña?
Yo suelo encontrarle a menudo. La semana pasada le vi cuatro veces en
Pavlovsk.
—Yo no le he hallado… ni una sola vez desde entonces… —balbució
Michkin.
Y como Nastasia Filipovna no le había hablado tampoco de que hubiese
visto a Rogochin, el príncipe concluyó que Parfen Semenovich, fuese por la
causa que fuera, procuraba ocultarse. Todo el día estuvo Michkin muy
pensativo. En cambio, Nastasia Filipovna exteriorizó viva alegría.
Kolia, que se había reconciliado con Michkin ya antes de la muerte del
general Ivolguin, le propuso, dada la urgencia del caso, nombrar padrinos de
boda a Keller y Burdovsky. Respondía de la buena conducta del primero, e incluso opinaba que podría «ser útil». La elección de Burdovsky, hombre
tranquilo y modesto, no despertó ninguna objeción. Nina Alejandrovna y
Lebediev hicieron notar a Michkin que, ya que estaba resuelto a casarse, al
menos no debía hacerlo en Pavlovsk, entonces lleno de veraneantes. ¿No valía
más que los futuros esposos recibiesen la bendición nupcial en cualquier
capilla privada de San Petersburgo? Michkin comprendió la segunda intención
que ocultaban tales palabras, pero repuso que aquella boda con tanta
publicidad era deseo formal de Nastasia Filipovna. Al día siguiente, Keller,
informado de su designación como padrino, visitó al príncipe. Se detuvo en el
umbral de la habitación y alzando la mano derecha como para prestar
juramento, declaró:
—¡No beberé una sola gota!
Luego se acercó a su amigo, estrechóle ambas manos calurosamente y le
dijo que él había visto al principio con malos ojos aquel proyectado enlace, no
recatándose de proclamarlo así en billares y tabernas. Pero si era hostil a tal
matrimonio debíase sólo a que había soñado para su amigo algo mucho mejor,
esperando verle desposarse con la princesa de Rohan, o al menos de Chabot.
Mas ahora reconocía que el príncipe pensaba con una nobleza doce veces
mayor que «todos nosotros juntos». Porque no anhelaba la pompa, la riqueza
ni aun el honor, sino sólo la verdad. Las inclinaciones de los altos personajes
eran bien conocidas y el príncipe estaba harto altamente situado por su
educación para no ser, en general, un alto personaje.
—Pero toda la canalla, toda la chusma, es de otra opinión. En la población,
en las casas, en las reuniones, en los hoteles, en los conciertos, en los
despachos de bebidas, en las salas de billar, no se habla más que del inminente
acontecimiento y todos se muestran escandalizados. Incluso he oído decir que
se quiere organizar una cencerrada bajo sus ventanas la primera noche. Si
necesita usted, príncipe, la pistola de un hombre honrado, estoy dispuesto a
disparar media docena de tiros como un caballero antes de la mañana siguiente
a su boda.
Temiendo, además, una formidable invasión de bocas sedientas al finalizar
la ceremonia, Keller propuso, de adehala, que se colocase una manga de riego
en el patio para hacer frente a la situación. Lebediev votó en contra de la
propuesta, asegurando que el resultado de ello sería que los ofendidos
destruyesen su casa.
—Lebediev conspira contra usted, príncipe —aseguró Keller, confidencial
—. Se propone hacerle someter a tutela como un demente y privarle del uso de
su libre voluntad y de su dinero, es decir, de las dos cosas que diferencian al
hombre de un cuadrúpedo cualquiera. ¿Qué le parece? Es la pura verdad. Lo
sé de buena tinta. Ya había llegado antes a oídos del príncipe un rumor semejante que,
naturalmente, se resistió a creer. Esta vez rio oyendo las palabras de Keller y
las olvidó en seguida. Era cierto, sin embargo, que Lebediev llevaba cierto
tiempo maquinando algún plan. Los proyectos de aquel hombre, hijos de una
inspiración fecunda, presentaban siempre un superfluo lujo de complicaciones
y por eso rara vez abocaban a un desenlace feliz. Cuando, más tarde, confesó
sus tramas al príncipe (pues era costumbre invariable en él la de hacer
confesión completa de sus intrigas en cada fracaso), le dijo que había nacido
poseyendo las facultades de un Talleyrand y que no comprendía cómo se había
quedado en un simple Lebediev. Michkin escuchó con vivo interés el relato de
los manejos del funcionario. Éste había empezado por buscar para sus
propósitos la protección de elevadas personalidades, y antes que a nadie visitó,
al efecto, al general Epanchin. Este último no supo qué decirle. Por mucho que
desease sinceramente el bien de «aquel joven», por mucha «buena voluntad
que tuviera de salvarle», en este caso concreto, según afirmó, las
conveniencias le impedían intervenir. Lisaveta Prokofievna no quiso ni recibir
al visitante. Eugenio Pavlovich y el príncipe Ch. se limitaron a hacerle ademán
de que se fuera. Sin desanimarse por aquellas dificultades, Lebediev consultó
a un jurisconsulto experto, anciano respetable, de quien era amigo, y que en
cierto modo le protegía. La opinión de este señor fue que el propósito era muy
posible de realizar, siempre que se hallasen testigos acreditatorios de la
demencia del príncipe y se obtuviese, sobre todo, la ayuda de personalidades
eminentes. Esta respuesta devolvió su confianza a Lebediev, y entonces un día
llevó un médico para que reconociese a Michkin. El doctor era también un
anciano respetable, que ostentaba la Orden de Santa Ana. El médico, a la
sazón de veraneo en Pavlovsk, iba a tantear el terreno y sondear el estado
mental del paciente antes de someterle a un examen facultativo propiamente
dicho. Cuando llegó esta visita, Michkin se acordó de que el día antes
Lebediev se obstinaba en considerarle enfermo, pero él había rehusado llamar
médico alguno. No obstante, el funcionario compareció con uno al día
siguiente, como por casualidad.
—Venimos de casa de Hipólito Terentiev, que está muy mal —declaró
hipócritamente Lebediev—, y el doctor me ha acompañado para darle
informes sobre el doliente.
Michkin aprobó la conducta de Lebediev y acogió al médico con extrema
amabilidad. La conversación giró primero en torno a Hipólito. El visitante se
interesó por saber los detalles del intento de suicidio del joven y el relato y
explicaciones que Michkin le dio le atrajeron en alto grado. Luego hablaron
del clima de San Petersburgo, de la enfermedad del príncipe, de Suiza, de
Schneider. Cuanto dijo el presunto demente, en especial acerca del sistema
terapéutico del doctor suizo, cautivó de tal modo la atención del veterano
médico, que éste prolongó su visita durante dos horas. Michkin le hizo fumar excelentes cigarros y Lebediev aprontó un licor exquisito, que pidió a Vera.
Viendo a la joven, el médico, hombre casado y con hijos, le dirigió algunos
cumplidos que excitaron profunda indignación en la muchacha. Todos se
despidieron como buenos amigos. Después de separarse del príncipe, el doctor
dijo a Lebediev: «Si a personas así se las pone bajo tutela, ¿dónde iríamos a
buscar los tutores que necesitan?». Lebediev alegó, desolado, el terrible
matrimonio que su amigo se proponía realizar, y el médico, moviendo la
cabeza maliciosamente, declaró que semejantes bodas distaban mucho de ser
raras, aparte que la futura, según sus noticias, era seductora y de una
extraordinaria belleza, lo que bastaba para explicar el interés de un hombre
que, por ser rico, no necesitaba una novia en buena posición. Además, ella,
merced a las liberalidades de Totzky y de Rogochin, poseía dinero, perlas,
diamantes, ropas valiosas, muebles… Por consecuencia, no era un mal partido,
y a juicio del médico, semejante elección, lejos de denotar estupidez en aquel
amable príncipe, indicaba que poseía una inteligencia muy clara, práctica y
calculadora. Tal opinión anonadó a Lebediev, quien suspendió su gestión
definitivamente. Después se confesó al príncipe y le aseguró que desde aquel
momento estaba dispuesto a verter por él hasta la última gota de su sangre.
En aquellos últimos días Michkin recibió frecuentes recados de Hipólito
para que pasase a verle. Los Terentiev habitaban una casita no lejana a la
residencia de Lebediev. En el campo, los hermanos menores de Hipólito no
tenían que sufrir tanto como en la ciudad los malos humores del enfermo,
porque disponían del recurso de huir al jardín, pero la pobre viuda del capitán
era esclava y víctima de su hijo. Michkin veíase obligado a reconciliarlos
todos los días, ocupación que le granjeaba el desprecio de Hipólito, quien
seguía apodándole su «niñera». Hipólito quejábase mucho de Kolia, el cual
ocupado primero con la enfermedad y muerte de su padre, y después de
permanecer más tiempo junto a Nina Alejandrovna, veíase obligado a
desatender a su amigo. Finalmente, el enfermo inició algunas bromas sobre el
matrimonio de Michkin, y las llevó tan adelante que el príncipe, sintiéndose
herido en lo más vivo, dejó de visitarle. Dos días después, la señora Terentiev
acudió a su casa y con lágrimas en los ojos le pidió que fuese a ver a su hijo,
porque éste, si no, era capaz de matarla. Añadió que el doliente quería revelar
un gran secreto a Michkin. Michkin, pues, accedió a los deseos de la viuda.
Hipólito declaró su deseo de reconciliarse con el príncipe, se deshizo en
lágrimas y, naturalmente, se sintió después muy enojado, si bien no se atrevió
a exteriorizar su ira. El joven se hallaba muy mal y, según las apariencias, le
quedaban escasos días de vida. No reveló secreto alguno, limitándose a
exhortar a Michkin a que «tuviese cuidado con Rogochin», quien era un
hombre incapaz de ceder en nada, una persona que no se parecía al príncipe,
un individuo que cuando se decidía a una cosa «la ejecutaba sin vacilar», etc.
Michkin quiso ser más concretamente informado, multiplicó las preguntas y trató de obtener detalles precisos, pero Hipólito no pudo citar hecho alguno, ya
que todo lo que pensaba se reducía a sensaciones e impresiones personales. En
resumen, se dio la satisfacción de infundir en el príncipe un extremo espanto.
Michkin sonrió al comienzo cuando Hipólito le dijo: «Debía usted irse al
extranjero. En todas partes hay sacerdotes rusos que podrán casarlos»; pero el
enfermo agregó después: «Me preocupa sobre todo Aglaya Ivanovna.
Rogochin sabe cuánto la ama usted. Y ya que usted le ha quitado a Nastasia
Filipovna, es seguro que matará a Aglaya Ivanovna. ¡Amor por amor! Aunque
usted haya renunciado a ella. ¿Verdad que le dolería mucho una cosa así?».
Michkin se retiró trastornado. El enfermo había conseguido su finalidad.
Tal conversación tuvo lugar la víspera de la boda. Aquella noche el
príncipe y Nastasia Filipovna se vieron por última vez antes de la ceremonia
nupcial. La joven, lejos de estar en condiciones de tranquilizar a su
comprometido, no hacía, desde varios días atrás, sino agitarle más aún de lo
que estaba. Hasta entonces solía preocuparse ante todo de entretenerle, de
alegrarle; le contaba historias regocijantes y hasta cantaba para él. Michkin,
generalmente, parecía escucharla con mucho placer y hasta reía de todo
corazón viendo el calor y entusiasmo que ella ponía en sus palabras cuando
estaba en vena, lo que sucedía a menudo. Nastasia Filipovna comprobaba su
capacidad para distraer y alegrar a Michkin y se sentía orgullosa de su éxito.
Pero ahora se mostraba de hora en hora más melancólica y pensativa. Michkin
tenía ciertas ideas preconcebidas sobre aquella mujer, y, de no ser por eso,
todo a la sazón le hubiese parecido en ella enigmático e incomprensible. Creía
posible de buena fe que ella reviviera. No había mentido al decir a Radomsky
que la amaba sinceramente. Aquel amor era como el que inspira un niño
caprichoso y enfermo: se le quiere porque es imposible abandonarle a sí
mismo. Pero a Michkin no le placía comentar con nadie los sentimientos que
le inspiraba su futura esposa, ni aun cuando se veía forzado a hacerlo. Nastasia
Filipovna y él no hablaban de amor jamás, como si hubieran prescindido de
aquella palabra de mutuo acuerdo. Su conversación, aunque alegre y animada,
no tenía nada de íntima. Cualquier extraño podía participar en ella. Daría
Alexievna contó más tarde que en aquella época le era delicioso
contemplarlos.
Merced a su modo de considerar el estado moral y mental de su prometida,
Michkin se sentía hasta cierto punto libre de otras preocupaciones. Ella era
ahora una mujer absolutamente distinta de la que él conociera tres meses
antes. A la sazón, por ejemplo, le sorprendía verla anhelar la boda con tanta
impaciencia cuando antes lloraba de ira y le colmaba de reproches, de
maldiciones, cuando le proponían casarse. «Eso —pensaba el príncipe—
prueba que ahora no cree, como antes, que hará mi desgracia casándose
conmigo». Un cambio tan brusco no le parecía natural. Tal confianza en sí
misma no podía deberse únicamente a su odio por Aglaya. Suponerlo hubiera sido injuriar la profundidad de los sentimientos de su prometida. ¿Habría ésta
adoptado su resolución por temor a la suerte que le esperaba casándose con
Rogochin? Todas aquellas causas y otras aún podían haber influido en su
actitud, pero la conclusión que aceptó Michkin como más probable era la que
desde hacía tiempo presumía: que aquella pobre alma enferma estaba
alcanzando ya el límite de lo que podía soportar. Semejante explicación no era,
en verdad, como de molde para serenar a Michkin. A veces él hacía los
mayores esfuerzos para no pensar en nada. Dijérase que consideraba su
matrimonio como una formalidad sin importancia y la felicidad de su vida
como una cosa de la que no tuviese tiempo en ocuparse. Eludía en lo posible
conversaciones como la que mantuviera con Radomsky, sintiéndose incapaz
de rebatir ciertas objeciones. Advertía, por otra parte, que Nastasia Filipovna
se daba muy buena cuenta de lo que Aglaya Ivanovna representaba para él. La
joven callaba siempre al respecto, pero cada vez que le sorprendía en el
momento en que él se preparaba a ir a casa de Epanchin, sus ojos revelaban
claramente sus sentimientos íntimos. El día en que se informó de la marcha de
aquella familia, Nastasia Filipovna se manifestó radiante.
Por poco observador y clarividente que fuese el príncipe, no pudo dejar de
pensar con disgusto que Nastasia Filipovna había buscado el modo de dar un
escándalo a fin de que Aglaya se marchase de Pavlovsk. Ella, en efecto, se
complacía en hacer hablar de su boda, con la deliberada idea de que se
comentase en la localidad, vejando así a Aglaya Ivanovna. Era difícil
encontrarse con las Epanchinas, pero un día que Nastasia Filipovna paseaba
con Michkin se arregló de modo que el coche cruzara ante las ventanas de la
casa del general. Michkin experimentó una terrible sorpresa, pero, como
siempre le sucedía, sólo reparó en ello muy tarde, cuando ya el carruaje había
rebasado la casa. No dijo nada, pero el lance le costó dos días de enfermedad.
Nastasia Filipovna no repitió la experiencia. En los días inmediatamente
anteriores al matrimonio, parecía muy preocupada. Acababa librándose
siempre de su tristeza, pero incluso su alegría era menos expansiva que en el
pasado. Michkin redoblaba sus atenciones con ella. Le asombraba que su
futura no hablase nunca de Rogochin. Un día, cinco antes de la boda, Daría
Alexievna acudió a pedirle que visitara a Nastasia Filipovna, pues ésta se
encontraba bastante mal. Michkin la encontró en un estado que no difería en
nada de la locura. Gritaba, estremecíase, repetía sin cesar que Rogochin estaba
oculto en el jardín y que ella acababa de verle; que llegaría por la noche y la
asesinaría… No se calmó en toda la jornada. Aquella noche, el príncipe pasó a
ver a Hipólito por unos momentos y la madre del enfermo le contó que,
habiendo estado en San Petersburgo por asuntos privados, Rogochin la había
visitado en su casa y pedídole noticias de Pavlovsky. El príncipe le rogó que
precisase la hora y resultó que Rogochin estaba en casa de la viuda del capitán
en el mismo momento en que Nastasia Filipovna creía verle en su jardín. Todo había sido alucinación. Para cerciorarse mejor, Nastasia Filipovna visitó a la
Terentiev y la narración de ésta la tranquilizó por completo.
La víspera de la boda, al despedirse Michkin de la joven, la dejó bastante
animada. La modista le había enviado desde San Petersburgo el atavío nupcial,
el traje de boda, el velo… Michkin no esperaba verla tan ocupada en aquellos
preparativos. Alabó la belleza de todo y los elogios que hizo de cada detalle
alegraron a Nastasia Filipovna todavía más. Pero no supo ocultar por qué se
ocupaba tanto en la esplendidez de su atuendo: había oído decir que la gente
criticaba mucho que algunos malintencionados preparaban una cencerrada con
acompañamiento de música, que se habían compuesto coplas de circunstancias
y que todos animaban en mayor o menor escala aquellos propósitos. Pues bien,
ya que se pretendía humillarla quería levantar la cabeza con más altivez que
nunca, asombrar a todos con la riqueza y elegancia de su atavío. «¡Qué silben
y griten si se atreven!». Y los ojos de Nastasia Filipovna fulgían, airados.
Además, tenía otro motivo que guardaba secreto: presumía que Aglaya
Ivanovna, o al menos alguna persona enviada por ella, asistiría a la ceremonia
de incógnito, o mezclada con la gente, y quería prevenir tal eventualidad. Tales
pensamientos la absorbían por completo cuando Michkin se separó de ella a
las once de la noche. Pero aún no habían dado las doce cuando Daría
Alexievna se presentó en casa de Michkin para comunicarle que Nastasia
Filipovna era víctima de una violenta crisis de nervios. Cuando él llegó, la
joven, encerrada en su dormitorio y presa de un ataque, lloraba
desesperadamente. Le hablaron a través de la puerta. Durante largo rato se
negó a atenderlos. Al fin abrió, pero sólo consintió en recibir a Michkin. En
cuanto éste entró, ella, tras cerrar la puerta, se arrodilló ante él. Así al menos
lo contó, más tarde Daría Alexievna, cuyos ojos curiosos lograron atisbar parte
de la escena.
—¿Qué voy a hacer de ti, qué voy a hacer de ti? —exclamó la joven
abrazándole las piernas.
Michkin pasó una hora entera a su lado. Ignoramos de lo que hablaron en
tal entrevista. Según Daría Alexievna se separaron muy amistosos y felices.
Aún envió Michkin aquella noche a pedir noticias de su prometida. Sólo
pudieron contestarle que dormía ya. Por la mañana, antes de que ella
despertase, llegaron otros dos enviados de Michkin para pedir noticias. El
tercer enviado volvió con la respuesta siguiente:
—Nastasia Filipovna está rodeada de un enjambre de modistas y
peinadoras llegadas de San Petersburgo: no se ocupa más que en sus ropas de
boda, y se le ha pasado todo lo de ayer. En este momento se celebra consejo
extraordinario para decidir qué diamantes va a llevar y en qué forma va a
ponérselos. Semejantes informes tranquilizaron al príncipe. En cuanto al suceso que se
produjo el día de la boda, he aquí cómo lo cuentan las personas bien
informadas y dignas de crédito.
La ceremonia nupcial se había señalado para las ocho de la noche. Nastasia
Filipovna estaba preparada desde las siete. A partir de las seis los curiosos
empezaron a apiñarse en torno a la casa de Lebediev y, más aún, en torno a la
de Daría Alexievna. Hacia las siete, la iglesia estaba llena ya. Vera Lebedievna
y Kolia se sentían muy inquietos por el príncipe y ambos tenían no poco
quehacer en la casa de éste, ya que había que disponer lo preciso para recibir a
los visitantes que después de la boda fuesen a felicitar a los esposos. No se
contaba, por otra parte, con una reunión muy numerosa. Aparte los padrinos y
testigos obligados, Lebediev había invitado a los Ptitzin, a Gania, al médico
condecorado con la Orden de Santa Ana y a Daría Alexievna.
—¿Cómo se le ha ocurrido invitar a ese doctor si apenas le conozco? —
había preguntado el príncipe a Lebediev.
—Es un hombre condecorado con la Orden de Santa Ana y estimadísimo,
y eso siempre es conveniente —había respondido el funcionario.
Viendo lo encantado que Lebediev se hallaba de su idea, el príncipe
rompió a reír. Keller y Burdovsky, con guantes y frac, tenían una apariencia
muy aceptable, aunque el primero inquietaba algo a Michkin por sus
tendencias francamente combativas y por las belicosas miradas que dirigía a
los curiosos estacionados ante la puerta.
A las siete y media Michkin se dirigió a la iglesia en coche. Advirtamos de
paso que él tampoco quería separarse de las costumbres: todo se hacía pública
y abiertamente, a la vista de todos, «como debía ser» … Conducido por Keller,
que dirigía miradas amenazadoras a derecha e izquierda, Michkin atravesó la
iglesia en medio de cuchicheos y exclamaciones de la concurrencia y
desapareció por unos momentos en el interior del iconostasio. Entonces Keller
salió en busca de Nastasia Filipovna. Ante la casa de Daría Alexievna había
doble número de mirones que frente a la del príncipe y la actitud de aquel
gentío era notoriamente hostil. Cuando Keller subía las escaleras oyó tan
desatoradas exclamaciones que se volvió, resuelto a dirigir a la muchedumbre
una arenga que no hubiese pecado de suave; pero afortunadamente le
interrumpieron Daría Alexievna y Burdovsky, los cuales, saliendo en aquel
momento y asiéndole del brazo, le forzaron a entrar en la casa. Keller estaba
furioso. Según relató después, Nastasia Filipovna se levantó, miróse al espejo
una vez más, hizo observar que estaba «pálida como un cadáver», sonrió
«forzadamente» y luego tras inclinarse ante el icono cruzó el umbral. Un gran
clamor saludó su aparición. En el primer instante oyéronse risas, aplausos
irónicos y hasta algún silbido, pero inmediatamente se produjeronmanifestaciones muy diversas.
—¡Qué hermosa está! —gritaban algunos—. No es la primera ni será la
última que…
—El matrimonio lo lava todo, estúpidos…
—¡Hurra! —gritaban los cercanos—. ¡A ver quién encuentra una beldad
como ésta!
—¡Es una reina! Por una reina como ella yo vendería mi alma —dijo un
empleado—. «Mi vida por una noche…» —declamó.
Nastasia Filipovna estaba pálida como el mármol, pero sus grandes ojos
negros, fijos en el público, brillaban cual carbones encendidos. La multitud no
pudo resistir al influjo de tal mirada y a la indignación sucedieron verdaderos
arrebatos de entusiasmo. Ya se abría la portezuela del coche, ya Keller ofrecía
el brazo a la novia cuando, de repente, ésta, lanzando un grito, se precipitó en
medio de la gente. Los que la acompañaban quedaron inmóviles y mudos de
estupor. La multitud se apartó abriendo paso a la joven y entonces, a cinco o
seis pasos de la casa, apareció Rogochin. Nastasia Filipovna le distinguió entre
la multitud, corrió hacia él como una loca y le cogió ambas manos.
—¡Sálvame! ¡Llévame a donde quieras! ¡En seguida!
En un instante Rogochin la tomó en sus brazos y la transportó a un coche
que esperaba allí cerca. En seguida sacó de la cartera un billete de cien rublos
y lo tendió al cochero, diciéndole:
—¡A la estación! Si llegamos a tiempo de tomar el tren, te daré cien rublos
más.
Saltó al coche donde acababa de hacer entrar a Nastasia Filipovna y cerró
la portezuela. El cochero fustigó a los caballos. Todo pasó en unos momentos.
Más tarde Keller se disculpó de no haber reaccionado, alegando la
estupefacción en que le sumiera acontecimiento tan imprevisto. «Un segundo
más y, al recobrar mi presencia de ánimo, no habría permitido semejante
cosa», decía contando la aventura. El primer impulso de ambos padrinos fue
alquilar un coche que estaba parado junto a la casa y dar caza a los fugitivos,
pero en el camino cambiaron de idea.
—Es demasiado tarde —opinó Keller—. No podemos conducirla a la
fuerza.
—Además, el príncipe no consentiría una cosa así —añadió Burdovsky.
Rogochin y Nastasia Filipovna llegaron a la estación con el tiempo justo.
Apenas apeados del coche, un minuto antes de tomar el tren, Rogochin se
acercó a una joven que pasaba por allí, e iba ataviada con un pañuelo de seda a la cabeza y una manteleta obscura, vieja, pero bastante decorosa, y le dijo:
—Le doy cincuenta rublos por estas prendas.
Y le tendió el dinero. La extraordinaria proposición asombró a la joven.
Antes de dejarle tiempo a recobrarse, Rogochin le deslizó en la mano los
cincuenta rublos y se apoderó de los objetos que codiciaba. Echó la manteleta
sobre los hombros de Nastasia Filipovna y le anudó el pañuelo a la cabeza. En
el tren, las espléndidas ropas de Nastasia Filipovna habrían atraído la atención
de los viajeros, pero la muchacha no comprendió hasta más adelante la causa
en cuya virtud le habían adquirido a tal precio unas ropas viejas y sin valor.
La noticia del rapto llegó muy pronto a oídos de la gente congregada en la
iglesia. Cuando Keller atravesó la nave para informar al príncipe, una multitud
de gentes a quienes no conocía se precipitaron hacia él, preguntándole. Había
conversaciones en voz alta, significativos movimientos de cabeza, incluso
risas. Nadie abandonó la iglesia: había mucho interés en asistir a la reacción de
Michkin. Este, una vez informado, palideció, pero sin testimoniar irritación
alguna. Sólo dijo con voz casi ininteligible:
—Lo temía; pero no pensé que llegase a ocurrir. —Y tras unos instantes de
silencio, añadió—: Al fin y al cabo, dada su situación, es lo natural.
Keller comentó más adelante que tal juicio era de una «filosofía sin
parangón». Cuando Michkin salió de la iglesia muchos observaron que su
aspecto era el de siempre y que no parecía nada abatido. Tenía prisa de volver
a su casa para hallarse solo, pero no pudo proporcionarse este consuelo. Varios
de sus invitados, entre ellos Ptitzin, Gania y el doctor, le acompañaron hasta su
morada y penetraron en ella en pos de él. Una multitud de desocupados
asediaban literalmente el edificio. Estando aún en la terraza, Michkin oyó un
violento tumulto: Keller y Lebediev disputaban airadamente con un grupo de
desconocidos, en apariencia gente bastante distinguida, que quería entrar en la
casa a viva fuerza. Michkin salió a informarse, apartó suavemente a sus dos
amigos y se dirigió con mucha cortesía a un individuo robusto, de cabellos
canosos, que se hallaba en pie en los escalones, al frente de la banda,
invitándole a que le honrase con una visita. El desconocido caballero quedó
desconcertado, pero, aun así, siguió al príncipe. Siete u ocho de sus
compañeros hicieron lo mismo y entraron en la casa afectando los modales
más desenvueltos que supieron fingir. Pero los restantes quedaron fuera y a
poco eran unánimes las censuras para quienes habían osado penetrar. Michkin
ofreció asientos a sus visitantes, mandó servir té y entabló conversación con
ellos. Todo transcurrió muy correctamente, lo que sorprendió no poco a los
intrusos. No faltaron tentativas para encarrilar la conversación hacia el suceso
del día, y se pudieron oír preguntas indiscretas y observaciones malignas. Pero
Michkin respondía a todo con tanta sencillez y tan afable dignidad, se mostró tan confiado en la discreción y comprensión de todos, que los curiosos
acabaron callando espontáneamente. Poco a poco, la conversación se hizo más
seria. Cierto caballero, tomando de repente la palabra, declaró con extrema
vehemencia lo siguiente:
—Pase lo que pase no venderé mis fincas; aguardaré. ¡Qué me cuelguen si
no lo hago así! Los negocios valen más que el dinero. Ése es mi sistema
económico, señor, si le interesa saberlo.
Como se dirigía al príncipe, éste aprobó tal criterio. Lebediev advirtió al
oído de su inquilino que el señor que tan alto proclamaba su decisión de no
vender sus bienes no había poseído nunca bien alguno, ni siquiera casa. Así
transcurrió cosa de una hora. Después de tomar el té, los visitantes juzgaron
que la delicadeza no les permitía continuar más tiempo en la casa. Al marchar,
el doctor y el caballero canoso prodigaron al príncipe palabras de amistad y
todos se despidieron muy afectuosamente. Además, no faltaron consuelos de
este género: «No hay que disgustarse; seguramente ha sido mejor así», etc.
Añadamos que algunos jóvenes alocados querían pedir champaña, pero los de
más edad los llamaron al orden. Cuando todos se hubieron ido, Keller,
inclinándose hacia Lebediev, comentó:
—Tú y yo habríamos dado un escándalo, hubiésemos vociferado, peleado,
hecho acudir a la policía. En cambio él se ha ganado nuevos amigos… ¡y qué
amigos! Los conozco y…
Lebediev, que se hallaba un tanto «animado», suspiró y dijo:
—¡Oh Señor, tú que has ocultado estas cosas a los prudentes e inteligentes,
las has revelado a los niños! Ya antes he empleado este calificativo para el
príncipe, pero ahora añado que Dios ha conservado el niño que es en el fondo
de su alma. ¡Sí, Dios y todos sus santos le han salvado del abismo!
A las diez y media todos dejaron al príncipe, que tenía dolor de cabeza y
necesitaba descansar. Kolia se retiró en último lugar, después de ayudar a su
amigo a cambiarse de ropa. Ambos se separaron con mucha cordialidad. Kolia
no habló de lo sucedido y prometió volver temprano al día siguiente. Según
más tarde explicó, el príncipe, al separarse, no le insinuó nada sobre sus
propósitos ulteriores. A poco, la casa quedó casi desierta. Burdovsky había ido
a visitar a Hipólito. Keller y Lebediev habíanse encaminado no sabemos
adónde. Sólo Vera pasó un rato en los departamentos del príncipe para poner
las cosas en orden. Antes de irse, entró por un momento en la estancia donde
se hallaba el príncipe, a la sazón junto a una mesa, con la cabeza entre las
manos. Ella le tocó un hombro y él la miró con expresión absorta, pareciendo
buscar en sus pensamientos. Y cuando la memoria volvió a su mente, empezó
a evidenciar una extraordinaria agitación. Al fin rogó a Vera que le llamase a
las siete de la mañana, ya que quería ir a San Petersburgo en el primer tren. La joven prometió hacerlo así. Él le suplicó que no lo dijera a nadie y ella lo
prometió también. Cuando Vera abría la puerta para marchar, él la retuvo, le
cogió las manos la besó en la frente y le dijo: «Hasta mañana», con singular
expresión. Así, al menos, se explicó Vera posteriormente. La joven se retiró
sintiendo una dolorosa inquietud. El día inmediato, de acuerdo con lo
prometido, llamó a la puerta de Michkin y le advirtió que el primer tren salía
de allí a un cuarto de hora. La buena cara y la sonrisa que Michkin mostraba
cuando abrió la puerta tranquilizaron un tanto a la muchacha. El príncipe había
dormido casi sin desvestirse, mas, no obstante, logró conciliar el sueño. Vera
fue, pues, la única persona a quien él creyó conveniente y necesario hablar de
su viaje a San Petersburgo.
XI
Llegó a la ciudad una hora más tarde, y poco después de las nueve llamaba
a la puerta de Rogochin. Había subido por la escalera principal y, acaso en
virtud de ello, tardaron bastante en contestar a su campanillazo. Al fin se abrió
la puerta del departamento ocupado por la anciana señora Rogochina y en el
umbral apareció una sirvienta entrada en años y bastante bien arreglada.
—Parfen Semenovich no está en casa —dijo—. ¿Por quién pregunta?
—Por Parfen Semenovich.
—Está ausente —repuso la criada, mirando al visitante con notable
curiosidad.
—¿Quiere decirme si ha pasado la noche aquí? ¿Ha vuelto sólo ayer?
La sirvienta siguió examinando a Michkin con atención, pero no contestó a
su pregunta.
—¿No vino ayer, por la noche… Nastasia Filipovna?
—¿Me permite usted preguntarle quién es?
—El príncipe León Nicolaievich Michkin. Soy muy amigo de Parfen
Semenovich.
—El señor está ausente —repuso ella, bajando la vista.
—¿Y Nastasia Filipovna?
—No la conozco.
—¡Espere, espere! ¿Cuándo vuelve Parfen Semenovich? —No lo sé.
Y la puerta se cerró. El príncipe resolvió tornar de allí a una hora. Bajó y al
entrar en el patio encontró al portero.
—¿Está en casa Parfen Semenovich?
—Sí.
—¿Cómo me han dicho lo contrario hace un momento?
—¿Ha llamado a sus habitaciones?
—He llamado a su puerta y nadie me ha abierto. Quien me abrió fue una
criada de su madre.
—Tal vez haya salido —dijo el portero—. A veces se va sin avisar. Incluso
suele llevarse la llave y hay ocasiones en que su departamento está cerrado
tres días seguidos.
—¿Está seguro de que ha entrado en casa ayer?
—Sí. A veces pasa por la puerta principal y no le vemos.
—¿No vino ayer con él Nastasia Filipovna?
—No lo sé. No suele venir a menudo. De haber estado aquí creo que lo
hubiésemos notado.
Michkin salió y paseó, indeciso, por la acera. Todas las ventanas de las
habitaciones de Rogochin estaban cerradas, y, en cambio, las del departamento
de su madre se hallaban abiertas en su mayoría. El día era despejado y
caluroso. El príncipe, atravesando la calle, se detuvo en la acera de enfrente
para mirar las ventanas otra vez. Además de encontrarse cerradas tenían los
visillos corridos. De pronto parecióle ver apartarse uno de ellos y aparecer por
un segundo tras el cristal la faz de Rogochin. Michkin estuvo a punto de
volver a llamar a la puerta de su amigo, pero, tras breve reflexión, cambió de
criterio y decidió tornar de allí a una hora. «¿Quién sabe? —pensaba—. Puede
haber sido una alucinación».
Dirigióse entonces a toda prisa a la casa en que solía habitar Nastasia
Filipovna. Cuando, tres semanas antes, la joven dejaba Pavlovsk a instancias
de Michkin, había ido a residir a Ismailovsky Polk, en la morada de una señora
conocida, viuda de un profesor y respetable madre de familia. Aquella señora
disponía de un hermoso departamento amueblado, cuyo arriendo constituía
casi su único recurso. Era de creer que, al volver a Pavlovsk, Nastasia
Filipovna hubiera conservado sus habitaciones en San Petersburgo. En todo
caso era probable que pasase la noche en aquella casa donde lógicamente
debía Rogochin haberla llevado la víspera. El príncipe tomó un coche. Por el
camino se dijo que era allí adonde debían haberse dirigido primero, puesto que no parecía verosímil que la joven hubiese ido de noche a casa de Rogochin.
Volvieron a su memoria las palabras del portero relativas a las escasas visitas
de Nastasia Filipovna. Si antes sólo veía a Rogochin de tarde en tarde, ¿cómo
iba ahora a instalarse a su casa durante las noches? Pero estas y otras
consideraciones semejantes no conseguían tranquilizar a Michkin. Se sentía,
pues, muy angustiado cuando llegó a Ismailovsky Polk. Allí, con inmensa
estupefacción, pudo comprobar, no sólo que la viuda carecía de noticias de
Nastasia Filipovna desde dos días atrás, sino que, cuando él se presentó, su
visita pareció producir el efecto de un acontecimiento portentoso; las nueve
hijitas de la viuda —la mayor de las cuales contaba quince años y la menor
siete— se precipitaron en la antesala detrás de su madre, rodearon a Michkin y
le contemplaron con la boca abierta. Después llegó la tía de los niños, mujer
amarillenta y flaca, tocada con un pañuelo negro, y al fin la abuela, una
anciana con lentes. La dueña de la casa invitó al príncipe a pasar y tomar
alguna cosa, y el joven aceptó. Michkin comprendió en seguida que todas
aquellas personas sabían muy bien quién era, no ignoraban que debía haberse
casado la víspera y se morían de deseos de preguntarle acerca de su
matrimonio y saber por qué prodigioso azar acudía a pedir noticias de la mujer
que a aquellas horas debía estar con él en Pavlovsk. Si no le interrogaban era,
evidentemente, por delicadeza. Para satisfacer su curiosidad, el príncipe contó
a grandes rasgos lo que había ocurrido, pero hubo tantas exclamaciones de
sorpresa, tantos «¡Oh!» y «¡Ah!», que se vio obligado a entrar en nuevos
detalles, que dio del modo más sucinto posible. Al fin, aquellas prudentes
señoras decidieron que Michkin no tenía otro remedio sino volver a casa de
Rogochin y llamar hasta que le abriesen. Si Rogochin estaba ausente, de lo
cual había que informarse con certidumbre, o si se negaban a contestarle, el
príncipe debía visitar a una señora alemana amiga de Nastasia Filipovna y que
vivía con su madre en Emenovsky Polk. Acaso en su agitación y en su deseo
de ocultarse la fugitiva se hubiera refugiado allí. El visitante se fue con la
muerte en el alma. Aquellas señoras contaron posteriormente que le temblaban
las piernas y tenía una palidez espantosa. Durante largo tiempo le fue
imposible entender lo que ellas le hablaban, pero al fin advirtió que las damas
le ofrecían su concurso en las sucesivas gestiones y le pedían su dirección.
Contestó que no tenía casa en San Petersburgo y ellas le aconsejaron tomar un
cuarto en un hotel. Tras un instante de reflexión, Michkin les dio las señas de
la fonda donde se alojara cinco semanas antes, cuando había padecido su
penúltimo acceso epiléptico. Luego fue a casa de Rogochin. Esta vez, no sólo
no se abrió la puerta de Parfen Semenovich, sino tampoco la de su madre.
Michkin bajó para iniciar la busca del portero, a quien halló con bastante
dificultad. El hombre estaba ocupado, apenas miró al visitante y le contestó de
muy mala gana. Esta vez declaró positivamente que Parfen Semenovich había
salido muy temprano para ir a Pavlovsk y que no volvería hasta muy tarde. —Esperaré. ¿Cree que volverá a la noche?
—¡Cualquiera sabe! A lo mejor, hasta las ocho…
—Pero ¿ha dormido aquí anoche?
—Eso sí.
Todo aquello era bastante desagradable. En el intervalo entre las dos visitas
de Michkin el portero podía haber recibido instrucciones. Antes evidenciaba
ganas de hablar y ahora había que arrancarle las palabras a la fuerza. Michkin
resolvió volver de allí a dos horas y media, y, en caso necesario, hacer
centinela ante la puerta. Entre tanto se dirigió a Semenovsky Polk, con la
esperanza de que la alemana le informase.
Pero allí apenas si comprendieron lo que quería decir. La dueña de la casa
casi no sabía expresarse en ruso; pero, con todo, algunas de sus expresiones
indicaban que la bella alemana había roto con Nastasia Filipovna quince días
antes y que desde entonces no tenía noticias de su antigua amiga. «Ya podía
casarse con todos los príncipes del mundo», que ello a la alemana «le tenía sin
cuidado». Michkin se retiró. En esto se le ocurrió la idea de que Nastasia
Filipovna podía haber huido a Moscú, como antes, y en caso tal Rogochin,
naturalmente, la habría seguido, o acaso marchado con ella «¡Si al menos
pudiese descubrir una pista cualquiera!», se dijo Michkin. Recordó también
que necesitaba habitación y se encaminó a la Litinaya, donde tomó un cuarto
en el hotel de la otra vez. El mozo le preguntó si quería comer y Michkin dijo
que sí sin darse cuenta. Un segundo después lo deploró, pensando que la
comida iba a hacerle perder media hora. Pero una nueva reflexión le hizo
comprender que el atraso no era grave, puesto que nada le cabía hacer en el
intermedio. En el pasillo del hotel, oscuro y sin ventilación, invadióle una
sensación extraña que se esforzaba en asumir la forma de un pensamiento
concreto. Aquello era un suplicio, y un suplicio redoblado por el hecho de que
no lograba concretar en qué consistía la nueva idea cuya vaga insinuación le
mortificaba de tal modo. Salió, al fin, de la fonda en un estado anormal. La
cabeza le daba vueltas… ¿Adónde ir? Se encaminó precipitadamente hacia la
calle de Rogochin.
Éste no había vuelto y vano fue que el príncipe agitase la campanilla.
Nadie le abrió. En la puerta de la madre tuvo más éxito. Le abrieron, pero fue
para declararle que Parfen Semenovich estaba ausente y no tornaría de seguro
hasta dentro de tres días. Como antes, la criada consideró a Michkin con una
curiosidad extraña, que turbó no poco al joven. Menos afortunado que por la
mañana, no pudo encontrar al portero. Como antes, al salir de la casa miró las
ventanas. Media hora más o menos paseó por la acera, bajo un calor
intolerable. Esta vez nada se movió, las ventanas no se abrieron, los visillos
blancos continuaron corridos. Se afirmó definitivamente en la idea de que por la mañana había sido víctima de una ilusión. Además, dada la suciedad de los
cristales, que denotaban no haber sido limpiadas hacía mucho, resultaba muy
difícil distinguir desde la calle el rostro de una persona, aun cuando en efecto
se hubiese asomado.
Tranquilizado por este pensamiento, el príncipe volvió a Ismailovsky Polk,
donde ya le esperaban. La viuda había ido a tres o cuatro sitios, especialmente
a casa de Rogochin; pero todas sus gestiones resultaron infructuosas. Nada
había averiguado en parte alguna. Michkin la escuchó en silencio, entró en la
sala, sentóse en un diván y miró a todos como si no comprendiese de qué le
hablaban. Antes se había mostrado atento a todo y ahora parecía enormemente
distraído. Los miembros de aquella familia contaron después que la actitud del
joven les había parecido muy rara. «Quizás empezara entonces a manifestarse
su enfermedad», comentaron. Al fin levantóse y pidió que le enseñaran las
habitaciones de Nastasia Filipovna. El departamento se componía de dos
piezas vastas, claras, altas de techo y decorosamente amuebladas, aun cuando
el alquiler no fuese caro. Según dijeron también ulteriormente aquellas
señoras, el visitante examinó uno a uno todos los objetos que había en las dos
habitaciones. En una mesita aparecía una novela francesa, Madame Bovary. Al
verla, el príncipe dobló la página por donde estaba abierta, pidió permiso para
llevarse el tomo y se lo echó al bolsillo, aunque le advirtieron que pertenecía a
un gabinete de lectura. Al acercarse a una ventana vio una mesita de juego
cubierta de cifras anotadas con tiza, y preguntó quiénes solían jugar allí. Le
contestaron que desde el regreso de Nastasia Filipovna a San Petersburgo, ella
y Rogochin jugaban todos los días a tomto, a la preferencia, al whist y a toda
clase de juegos. Explicáronle también que la idea de aquel entretenimiento se
le había ocurrido a Rogochin. Nastasia Filipovna decía con mucha frecuencia
que se aburría, ya que él no sabía hablar de nada y se pasaba horas enteras sin
abrir la boca. Un día, Rogochin, al llegar, sacó una baraja del bolsillo. Nastasia
Filipovna sonrió y ambos iniciaron una partida. El príncipe quiso saber dónde
estaban los naipes. Pero no había ninguno en el departamento. Rogochin
llevaba cada día una baraja nueva y se la volvía a llevar.
Las damas creían oportuno volviera de nuevo a casa de Rogochin y llamar
con más fuerza que antes, pero no en aquel momento, sino a la noche. «Tal vez
se obtendría algún resultado». La viuda anunció, además, que iba a dirigirse a
Pavlovsk, ya que pudiera darse el caso de que Daría Alexievna tuviese alguna
noticia, y rogó al príncipe que volviera a las diez, para ponerse de acuerdo
sobre las gestiones que convenía realizar al día siguiente. Pese a todas las
palabras de consuelo que le prodigaron, Michkin estaba sumido en la
desesperación. Presa de indefinible disgusto regresó andando a su hotel. San
Petersburgo, tan caluroso, tan polvoriento en el estío, le oprimía como una
tenaza. Por el camino se cruzaba con gentes humildes de rostros taciturnos y
ebrios. Debió de dar muchos rodeos sin notarlo, porque declinaba la tarde ya cuando entró en su habitación. Resolvió descansar un rato y volver luego a
casa de Rogochin, como le aconsejaran las señoras de Ismailisky Polk.
Sentóse en el diván, apoyó los codos en la mesa y se abismó en sus
reflexiones.
Cuáles fueron éstas, y cuánto duraron, es cosa que sólo Dios puede saber.
Michkin temía muchas cosas a la vez y al percibirlo le producía infinita
congoja. Repentinamente pensó en Lebediev y en su hija Vera. El funcionario
podía saber algo a propósito de aquel asunto y aun, de no saber nada, tenía
mejores medios de informarse. Luego el príncipe se acordó de Hipólito y de
que el joven había recibido la visita de Rogochin. Después la idea del propio
Rogochin ocupó su mente. Parfen Semenovich había estado en las exequias
del general Ivolguin; el mismo príncipe le pudo avistar en el parque, más
tarde. Y en este mismo hotel, oculto en un pasillo oscuro, había Rogochin
tiempo atrás esperado, cuchillo en mano, a Michkin. Éste recordó el brillo que
tenían los ojos de aquel hombre en las tinieblas del corredor. Se estremeció: la
idea embrionaria que tanto venía turbándole acababa de precisarse en
definitiva. Y poco más o menos asumía esta forma: «Si Rogochin está en San
Petersburgo, podrá ocultarse por el momento, pero más pronto o más tarde
vendrá en mi busca. Vendrá, sea para bien o para mal. Y cuando necesite
verme me buscará en este hotel y en este corredor. Ignora mi dirección y por
consecuencia se inclinará a presumir que me he instalado en el mismo hotel.
Al menos, procurará encontrarme aquí… Si tiene mucha necesidad de
verme… ¿Y por qué no la ha de tener? ¿Por qué no he de serle necesario?
De tal modo pensaba Michkin y su idea se le antojaba muy verosímil. De
haber profundizado en los motivos de que ello le pareciese así, no hubiera
sabido explicárselos. ¿Cómo, por ejemplo, se creía necesario a Rogochin hasta
el punto de que no pudiera dejar de haber un encuentro entre ambos? Le habría
sido imposible decirlo. Pero aquel pensamiento le dolía. «Si es feliz, no vendrá
—meditaba—; pero vendrá si es desgraciado, y lo es con toda certeza…»
Tal convicción debiera haberle hecho quedarse en su habitación y aguardar
a Rogochin; pero, por el contrario, como si fuese incapaz de soportar el peso
de aquella nueva idea, tomó su sombrero y salió de la habitación. El pasillo
estaba ya sumido en una oscuridad casi completa. «¡Si ahora él saliese de ese
rincón y me parara en la escalera!», pensó al acercarse al lugar donde
Rogochin había querido agredirle. Pero no sobrevino nadie. Franqueó el
umbral del portón, y, ya en la acera, se extrañó al ver la mucha gente que, una
vez puesto el sol, había salido a la calle, como siempre sucede durante los
calores del verano de San Petersburgo. Dirigióse hacia la casa de Rogochin y
antes de la primera bocacalle, a cosa de cincuenta pasos del hotel, alguien
mezclado entre el gentío le tocó un codo e inclinándose a su oído le dijo a
media voz: —León Nicolaievich, hermano mío, sígueme. Es necesario.
Era Rogochin. Y el príncipe experimentó, por raro que ello fuese, una
alegría que le quitó el uso de la palabra. Con voz ininteligible declaró a
Rogochin que poco antes casi había esperado verle en el corredor de la fonda.
—Ya he estado allí. Vamos.
La insólita respuesta sorprendió al príncipe, pero su sorpresa sólo se
produjo después de haber reflexionado, esto es, a los diez minutos. Entonces
se sintió inquieto y examinó a Rogochin con atención. El joven le precedía a
medio paso de distancia, mirando ante sí, sin fijar la mirada en los transeúntes
y eludiendo, maquinalmente, el tropezarse con ellos.
—¿Por qué has ido al hotel? ¿Y cómo no has preguntado por mí? —
inquirió Michkin.
Rogochin se paró, miró a su interlocutor, meditó un instante, y dijo como si
no hubiese entendido la pregunta:
—León Nicolaievich, sigue todo derecho hasta la casa. Yo voy a ir por la
otra escalera. Pero no me pierdas de vista, porque tenemos que llegar juntos.
Cruzó, la calle y desde la acera opuesta miró para comprobar si el príncipe
le seguía. Michkin, sorprendido se había parado. Rogochin le hizo una seña
con la mano y reanudó el camino de su casa. A cada instante se volvía a fin de
repetir sus signos. Su rostro exteriorizaba viva satisfacción cuando pudo
observar que Michkin le seguía de acuerdo con sus deseos. Ocurriósele al
príncipe que Rogochin había cambiado de acera para vigilar mejor a alguien.
«¿Por qué no me lo habrá dicho?», se preguntó. Anduvieron cosa de
quinientos pasos. De súbito el príncipe comenzó a temblar. Rogochin ahora
volvía la cabeza con menos frecuencia, aun cuando no dejase de mirar a sus
espaldas alguna vez. Michkin no pudo contenerse más y le hizo un ademán de
llamada. Rogochin cruzó la calle y se le acercó.
—¿Está en tu casa Nastasia Filipovna?
—Sí.
—¿Y me miraste antes desde la ventana?
—Sí.
—¿Cómo no…?
Michkin se interrumpió, no sabiendo qué preguntar. Además, su corazón
latía con tal fuerza que casi le impedía el uso de la palabra. Rogochin guardó
silencio y le miró como antes pensativo.
—Me voy… —dijo, disponiéndose a cruzar otra vez la calle—. Tú sigue por este lado. Conviene que vayamos separados. Es mejor para nosotros… ya
lo verás.
Cuando, cada uno por una acera diferente, llegaron a la calle donde se
levantaba la casa de Rogochin, el príncipe sintió de nuevo flaquearle las
piernas de tal modo que sólo a duras penas podía continuar caminando. Eran
sobre las diez de la noche. Como antes las ventanas de las habitaciones de la
madre de Rogochin estaban abiertas y cerradas las del joven; las cortinillas de
las últimas parecían más blancas en la oscuridad. Michkin atravesó la calle y
avanzó hacia la casa. Rogochin subió la escalera e hizo un ademán a su amigo
para que le imitase. El príncipe se reunió a él.
—El portero ignora que he regresado. Antes, al salir, le dije que me iba a
Pavlovsk, y lo mismo aseguré a mi madre —declaró Parfen Semenovich en
voz baja, sonriendo con astucia y casi con satisfacción—. Entremos sin que
nos oigan.
Tenía la llave en la mano. Cuando subían la escalera se volvió a su
compañero para recomendarle sigilo. Abrió sin ruido la puerta de sus
habitaciones, hizo pasar al príncipe, se deslizó silenciosamente detrás de él,
cerró la puerta y se guardó la llave en el bolsillo.
—Ven —murmuró en voz baja.
Había empezado a hablar en aquel mismo tono desde que abordara al
príncipe en la Litinaya. Pese a su calma aparente, se le notaba muy agitado en
el fondo. Cuando entraron en la antecámara que precedía a su despacho, se
acercó a una ventana e hizo acercarse al príncipe, con gran misterio.
—Cuando antes llamaste tantas veces, yo estaba aquí y adiviné que eras tú,
¿sabes? Me acerqué a la puerta andando en puntillas y te oí hablar con
Pavnutievna. Pero desde primera hora yo le había dado instrucciones de que
dijese a todos, aun cuando fueras tú o alguien que viniera de tu parte, que yo
estaba ausente. La orden se refería a ti más que a ninguno. Cuando bajaste,
pensé: «Ahora se pondrá a esperar en la calle». Me asomé a la ventana, aparté
el visillo y te vi en la acera… Esto es…
—¿Dónde está… Nastasia Filipovna? —preguntó Michkin con voz
sofocada.
—Está… aquí… —repuso Rogochin tras un instante de vacilación.
—¿Dónde?
Parfen Semenovich miró a su interlocutor y le examinó con fijeza.
—Ven conmigo.
Su voz continuaba sonando lenta y baja y su rostro continuaba extrañamente pensativo. A pesar de la franqueza con que relatara el episodio
del visillo, dijérase que al hacer aquel relato tendía a insinuar alguna otra cosa.
Entraron en el despacho, que había experimentado una completa
transformación desde la anterior visita de Michkin. Una espesa cortina de seda
verde tendida de un lado a otro de la habitación ocultaba una alcoba donde se
hallaba el lecho de Rogochin. Las dos divisiones de la pesada cortina estaban
corridas. Había considerable oscuridad en el aposento. Las noches blancas del
estío de San Petersburgo comenzaban a ser ya menos claras y, de no ser por la
luna llena, no se habría podido distinguir cosa alguna sino difícilmente, ya que
la habitación tenía los visillos corridos. No obstante, los rostros de los dos
hombres podían casi adivinarse en la penumbra, ya que no percibirse
netamente. Parfen Semenovich estaba pálido como siempre, y en sus ojos,
fijos en el príncipe, brillaba una luz estática.
—Debías encender una bujía —propuso Michkin, lleno de inquietud.
—No hace falta —contestó Rogochin—. Siéntate. Descansemos un
momento.
Tomó el brazo de su amigo y le hizo sentarse. Se acomodó luego ante él,
tan cerca que sus rodillas casi se tocaban. Junto a ellos, algo ladeada, se veía
una mesa redonda.
Tras una breve pausa Rogochin comenzó a hablar otra vez, pero en lugar
de ir derecho a lo importante comenzó a entretenerse en detalles superfluos.
—Sabía bien que te instalarías en la fonda. Cuando entré en el pasillo me
dije: «¿Me esperará él ahora, como yo lo espero?». ¿Fuiste a casa de la viuda
del profesor?
—Sí —repuso el príncipe trabajosamente, sintiendo que el corazón le latía
con redoblada violencia.
—Lo suponía. Pensé que hablarías y… Luego se me ocurrió esta idea: «Le
traeré a mi casa y pasaremos la noche los dos en ella».
—¿Dónde está Nastasia Filipovna, Rogochin? —inquirió de pronto
Michkin, levantándose con un temblor que recorría todos sus miembros.
—Allí —repuso Rogochin en un cuchicheo, incorporándose también y
mostrando la cortina con un movimiento de cabeza.
—¿Duerme? —preguntó Michkin en voz baja.
Rogochin le miró fijamente, como antes.
—Vamos… Pero quizá tú… ¡vamos, vamos!
Alzó la cortina, mas antes de entrar se volvió al príncipe. —Entra —dijo, invitándole con el ademán que pasara a la alcoba. Michkin
obedeció.
—Está muy oscuro —dijo.
—Se ve lo suficiente —respondió Rogochin.
—No veo más que… una cama.
—Acércate —contestó en voz baja Parfen Semenovich.
Michkin dio dos pasos hacia adelante y se detuvo. Durante un par de
minutos miró en torno sin ver nada. Estaba tan agitado que podía oír los
latidos de su corazón en aquella estancia sumida en un silencio mortal. Al fin
sus ojos se acostumbraron a las tinieblas y pudo distinguir el lecho
completamente. Sobre él yacía una persona absolutamente inmóvil. No se
percibía el menor ruido, ni el más tenue hálito de respiración. Una sábana
blanca cubría de pies a cabeza el cuerpo de aquella persona, cuyos miembros
se dibujaban sólo de una manera vaga. No se podía percibir otra cosa sino que
allí yacía un ser humano extendido tan largo como era. La alcoba estaba en
desorden. En el lecho, en las butacas, en el suelo, en todas partes, se veían
prendas de vestir en confusión: un magnífico traje de seda blanca, cintas,
flores. Los diamantes que la mujer dormida se había quitado antes de acostarse
relucían en una mesita de noche, junto a la cabecera. Un pie desnudo emergía
entre una confusión de encajes blancos, nítidos en la densa penumbra. Aquel
pie, aterradoramente inmóvil parecía el de una estatua de mármol. Cuanto más
miraba el príncipe, más siniestra impresión le producía el silencio de la alcoba.
De pronto una mosca zumbó en el aire y fue a posarse en la almohada.
Michkin sintió un escalofrío.
—Salgamos —dijo a Rogochin, tocándole el brazo.
Abandonaron la alcoba y volvieron a sentarse donde antes, frente a frente.
El temblor de Michkin iba en aumento. Su mirada interrogadora se fijaba en
Parfen Semenovich. Éste habló:
—Observo, León Nicolaievich, que tiemblas como cuando te encuentras a
punto de sufrir un ataque. Estás ahora como en Moscú un minuto antes de
aquel acceso. ¿Te acuerdas? No sé qué voy a hacer contigo ahora.
Michkin escuchaba con extrema atención, esforzándose en comprender, sin
apartar la mirada del semblante de su amigo.
—¿Has sido tú? —preguntó, indicando hacia la cortina con un movimiento
de cabeza.
—He sido… yo —continuó Rogochin, bajando los ojos.
Hubo un silencio de cinco minutos. Rogochin, sin transición, volvió altema que iniciase antes.
—Lo digo porque si sufres un ataque y gritas te oirán desde el patio o
desde la calle, y entonces se comprenderá que hay personas aquí, llamarán a la
puerta, entrarán… Porque todos imaginan que yo no estoy en casa. No he
encendido ni siquiera una bujía para que no se vea la luz desde el patio o la
calle. Cuando me voy, me llevo siempre la llave y aunque esté fuera tres o
cuatro días, nadie en mi ausencia entra en mis habitaciones ni aun para
arreglarlas. Tal es la regla que he establecido. Así, pues, para que nadie sepa
que hemos pasado la noche aquí…
—Espera —interrumpió Michkin—: antes he preguntado a la vieja y al
portero si había venido Nastasia Filipovna. De modo que saben.
—Ya. Pero he dicho a Pavnutievna que Nastasia Filipovna había venido
ayer, que me había hecho una visita de diez minutos y que se había marchado
luego a Pavlovsk. No saben que ha dormido aquí; no lo sabe nadie. Los dos
entramos ayer tan a escondidas como tú y yo hoy. Antes de llegar, yo temía
que ella no quisiese entrar a escondidas… ¡pero, sí, sí! Habló en voz baja,
anduvo de puntillas, se recogió la falda para que no se sintiese el roce en la
escalera, me hizo señal de que subiésemos despacio… Estaba muy asustada
acordándose de ti. En el tren iba como una verdadera loca… de temor… Yo
pensaba llevarla a casa de la viuda, pero ella misma insistió en venir aquí.
«Allí me descubrirá —dijo—. Mañana temprano irá a buscarme en esa casa.
Llévame a la tuya y mañana a primera hora nos vamos a Moscú». Luego habló
de Orel y se acostó hablando de que fuésemos a Orel…
—Espera… ¿Qué vas a hacer ahora, Parfen Semenovich?
—¿Por qué tiemblas de ese modo? No temas… Pasaremos la noche aquí,
juntos. No hay más cama que ésta, pero he pensado que podemos quitar las
colchonetas de los divanes y colocarlos junto a la cortina, para dormir en ellos
tú y yo. Cuando vengan a hacer pesquisas la encontrarán inmediatamente y me
detendrán. Seré interrogado, diré que he sido yo y me conducirán preso. Por lo
tanto, que ella descanse ahora junto a nosotros, junto a ti y junto a mí…
—¡Sí, sí! —aprobó Michkin fervientemente.
—Así no tendremos que confesar ahora mismo, que entregarla en manos
de nadie…
—¡No, no, por nada del mundo! ¡No, no!
—Ésa era mi intención, amigo mío: no cedérsela a nadie —repuso
Rogochin—. La velaremos en silencio. He pasado todo el día junto a ella,
excepto una hora por la mañana. Luego, al oscurecer, he ido a buscarte. Una
cosa que temo es el olor, porque con esta temperatura tan sofocante… ¿Nonotas nada?
—Acaso lo note, pero no lo sé. Mañana por la mañana es seguro que se
notará.
—La he cubierto con hule, con un buen hule americano, y he tendido una
sábana por encima. Al lado he puesto cuatro frascos destapados de líquido
«Chdanov». Ahí están aún.
—¿Cómo aquellos hombres… de Moscú?
—Es por el olor, hermano. ¿Has visto cómo descansa? Mañana por la
mañana, cuando haya bastante claridad, la mirarás… ¿Qué tienes? ¡Si no
puedes ni levantarte! —exclamó Rogochin, con temerosa sorpresa, viendo que
el príncipe temblaba a punto de no poder sostenerse sobre sus piernas.
—Se me doblan las rodillas —murmuró Michkin—. Es el terror… ¿sabes?
Pero se me pasará y yo…
—Espera. Voy a preparar nuestras camas… Te acostarás en seguida… y yo
también… Luego escucharemos, hermano, porque no sé todavía… No, no lo
sé del todo, hermano; te lo prevengo de antemano para que no…
Y murmurando estas obscuras palabras, Rogochin comenzó a improvisar
un lecho. Era notorio que pensaba en ello desde por la mañana. Había pasado
en un diván la noche anterior, pero dos no cabían en el mueble y él deseaba
por encima de todo descansar aquella noche al lado de su amigo. Así, pues,
levantando las dos pesadas colchonetas que cubrían los divanes, las llevó, no
sin trabajo, hasta junto a la cortina y las extendió en el suelo. Esto terminado,
acercóse al príncipe, le cogió en sus brazos con exaltada ternura y le condujo
al lecho formado por las colchonetas. En realidad Michkin podía andar ya por
sí solo, de modo que su terror había desaparecido, aunque su cuerpo siguiese
temblando como antes.
Parfen Semenovich hizo acostarse a su amigo en el colchón de la
izquierda, que era el mayor y el más apartado de la cortina, y él se tendió en el
otro, sin desvestirse, colocando ambas manos bajo la cabeza.
—Ahora hace calor, hermano —comenzó de súbito—, y el olor… No me
atrevo a abrir las ventanas… En las habitaciones de mi madre hay jarrones de
flores, una enormidad de flores… Y huelen muy bien. Me hubiese gustado
traerlas, pero Pavnutievna es tan curiosa…
—Mucho —reconoció Michkin.
—Podríamos comprar unos ramilletes. Pero creo, amigo mío, que nos
entristecería verla rodeada de flores.
Michkin experimentaba una intensa confusión mental. Dijérase que buscaba la pregunta que se proponía formular y que la olvidaba en cuanto
conseguía concretarla.
—Escucha —dijo—. ¿Con qué la has…? ¿Con un cuchillo? ¿Con aquel
mismo?
—Con aquel mismo.
—Un momento, Parfen Semenovich; aún deseo preguntarte otra cosa.
Quisiera preguntarte muchas, pero vale más que me lo cuentes tú todo, para
que yo sepa… ¿Querías matarla antes de la boda, antes de que nos bendijeran,
en la misma iglesia? ¿Sí o no?
—No sé si quería hacerlo o no quería —repuso Rogochin, algo secamente,
sorprendido de la pregunta y como si no la comprendiese siquiera.
—¿Llevaste el cuchillo a Pavlovsk?
—No lo he llevado jamás. —Y añadió, tras una pausa—: Ahora te diré lo
referente a esa arma, León Nicolaievich. La cogí esta madrugada (porque la
cosa pasó esta madrugada, entre las tres y las cuatro) de mi cajón donde la
había guardado entre las páginas de un libro. Y… y… lo que más me
sorprende es que el cuchillo entró lo menos verchock y medio, y hasta puede
que dos verchocks, debajo del seno izquierdo, y apenas si brotó sangre… A lo
más, como media cucharada sopera…
—Eso… eso… —dijo Michkin sobresaltado y presa de intensa agitación
—, yo sé en qué consiste. He leído algo sobre ello. Se llama hemorragia
interna: a veces no brota una sola gota de sangre. Suele suceder cuando…
cuando el golpe va directo al corazón.
—¡Chist! ¿Oyes? —interrumpió Rogochin bruscamente, sentándose,
espantado, en el lecho—. ¿Oyes? El príncipe sintió una inmensa inquietud.
—No —respondió fijando los ojos en su amigo.
—¿No oyes andar? En la sala…
Los dos aplicaron el oído.
—Oigo —dijo Michkin en voz baja, pero con acento seguro.
—¿Pasos?
—Pasos.
—¿Cerramos la puerta o no?
—Cerrémosla.
Corrieron el cerrojo y volvieron a acostarse. Siguió un prolongado silencio.
De pronto Michkin tomó la palabra. Acababa de aferrar, por decirlo así, una de las ideas fugaces que relampagueaban en su mente y temía dejarla escapar.
—¡Ya, ya! —murmuró con agitación, incorporándose en un brusco
movimiento—. ¡Ya! Yo quería… las cartas… Porque me han dicho que
jugabas a las cartas con ella…
Rogochin no contestó de momento. Al cabo dijo:
—Sí.
—¿Dónde están… las cartas?
—Aquí las tengo —repuso, Rogochin, tras un nuevo silencio todavía más
prolongado—. Míralas.
Sacó del bolsillo una baraja envuelta en un papel y la ofreció a Michkin,
quien la cogió tras un breve titubeo. Un sentimiento nuevo y penoso le
oprimió el corazón. Acababa de comprender que entonces, desde hacía ya
mucho tiempo, cuanto decía y hacía no era lo que hubiese deseado hacer o
decir. Aquellos naipes que tenía en la mano, y con cuya posesión parecía feliz,
no podían servir de nada, de nada… Levantóse y se golpeó las manos, sin que
Rogochin, siempre tendido e inmóvil reparase ostensiblemente en lo que
Michkin hacía. Sus ojos fijos y abiertos, brillaban intensamente en la
oscuridad. Michkin se sentó en una silla y contempló a aquel hombre con
temor. Así transcurrió media hora. De repente, Rogochin, olvidándose de
hablar bajo, rompió en una risa estridente y exclamó con fuerte voz:
—¡El oficial, el oficial! ¿Recuerdas cómo golpeó la cara de aquel oficial en
el concierto? ¡Ja, ja, ja! ¡Y aquel cadete, aquel cadete, aquel cadete que dio un
salto!
El príncipe se levantó de pronto, poseído de un nuevo terror. Cuando
Rogochin cesó bruscamente de hablar, Michkin se inclinó hacia él, sentóse a
su lado y contempló a su amigo. Su corazón latía con fuerza; apenas podía
respirar. Rogochin, con la cara vuelta hacia el otro lado, parecía haber
olvidado la presencia de Michkin. Éste, fijos los ojos en su amigo, esperaba.
Pasó el tiempo; comenzó a despuntar la aurora. A veces Rogochin rompía el
silencio profiriendo en alta voz palabras incoherentes riendo y llorando.
Entonces el príncipe tendía hacia él su mano temblorosa, le tocaba suavemente
la cabeza, le acariciaba el cabello y las mejillas… ¡No podía hacer otra cosa
por él! El temblor de antes le dominaba de nuevo; ya no podía siquiera mover
las piernas. Una sensación inédita, la sensación de un sufrimiento infinito,
desgarraba su corazón. Al fin se hizo día claro. Vencido por la fatiga y la
desesperación, Michkin se tendió unos momentos en la colchoneta y apoyó la
cabeza en el rostro pálido e inmóvil de Parfen Semenovich. Las lágrimas que
brotaban de los ojos del príncipe humedecían las mejillas de su amigo, pero
éste acaso no sintiera correr ni aun sus propias lágrimas ni tuviera tampococonciencia de ellas.
Cuando, algunas horas después, fue abierta la puerta, los que entraron en la
habitación hallaron al asesino totalmente falto de conocimiento y presa de una
ardorosa fiebre. Al lado de él se sentaba Michkin, pálido y silencioso. Cada
vez que el enfermo comenzaba a gritar en su delirio, el príncipe le pasaba por
los cabellos y las mejillas sus manos temblorosas, queriéndole calmar con
aquella caricia. Michkin no comprendió nada de cuanto le preguntaban, ni
reconoció a las personas que había en torno suyo. Y si Schneider hubiese
contemplado en aquel momento a su antiguo paciente, habría recordado la
situación en que el príncipe estaba durante su primer año de tratamiento en
Suiza, y de seguro hubiera vuelto a pronunciar, con un gesto de desaliento, la
misma palabra que entonces:
—¡Idiota!
CONCLUSIÓN
La viuda del profesor dirigióse precipitadamente a Pavlovsk y corrió a casa
de Daría Alexievna. Ésta, ya muy trastornada desde la víspera, experimentó
inmenso terror al oír el relato de la visitante. Ambas mujeres resolvieron
entrevistarse con Lebediev, quien en su doble calidad de casero y de amigo
particular del príncipe, se inquietó no menos que ellas. Vera Lukianovna contó
cuanto sabía. Por consejo de Lebediev, los tres se encaminaron a San
Petersburgo para «procurar impedir lo que bien podía suceder». La
consecuencia fue que, al día siguiente, la policía se personó en casa de
Rogochin, acompañada por las dos señoras, Lebediev y Semen Semenovich, el
hermano de Rogochin, que habitaba un pabellón contiguo a la casa. El portero
proporcionó un dato precioso al indicar que la víspera por la noche había visto
a Rogochin subir la escalera con otra persona, ambos evidenciando el deseo de
querer pasar inadvertidos. En vista de este testimonio, se forzó la puerta
cuando se comprobó que, pese a los muy repetidos campanillazos, permanecía
cerrada.
Rogochin estuvo enfermo de fiebre cerebral durante dos meses. Pasado
aquel tiempo, y curado ya, se le instruyó proceso. Hizo una confesión franca y
completa. El príncipe fue dejado al margen de todo desde que comenzó a
iniciarse la causa. El delincuente, al ser presentado al tribunal, habló muy
poco. Su abogado, hombre hábil y elocuente, quiso probar con mucha claridad
y lógica que el crimen había sido cometido bajo el influjo de una dolencia
mental que el acusado sufría hacía largo tiempo y cuya base radicaba en
ciertos crueles sufrimientos morales. Sin contradecir a su defensor, Rogochin no dijo nada en apoyo de tal tesis y, como ante el juez de instrucción, se limitó
a contar detalladamente el asesinato. Considerado culpable, si bien con
algunas circunstancias atenuantes, se le condenó a quince años de trabajos
forzados en Siberia, sentencia que oyó pronunciar sin salir de su sombrío
silencio. Su inmensa fortuna, de la cual sólo había disipada pequeña parte en
la época de las locuras, pasó a su hermano Semen Semenovich, que la recibió
con no escaso contento. La anciana señora Rogonchina vive aún y a veces
parece recordar a su querido hijo Parfen, aun cuando sólo conservé de él una
memoria muy vaga. Dios ha evitado a la mente y al corazón de la anciana el
conocimiento de la catástrofe que ensombreciera su hogar.
Lebediev, Keller, Gania, Ptitzin y varios otros personajes de nuestro relato
prosiguieron haciendo su vida habitual. Nada ha cambiado en sus vidas y poco
podríamos decir sobre ellos. Hipólito murió algo antes de lo que se pensaba, es
decir, quince días después de Nastasia Filipovna. Su agonía fue terrible. Kolia
quedó muy impresionado por todos aquellos acontecimientos, y ahora vive en
relación mucho más estrecha con su madre, la cual considera que su hijo es
demasiado melancólico para su edad y se inquieta bastante por él. Es muy
probable que Kolia llegue a ser un hombre práctico y útil. Gracias, al menos
en parte, a sus gestiones se tomaron las medidas que requería el estado del
príncipe Michkin. Kolia había advertido que entre las personas que tratara
últimamente la más capaz de todas era Eugenio Pavlovich Radomsky y, en
consecuencia, no vaciló en visitarle. Le contó lo ocurrido y le manifestó la
situación en que se encontraba Michkin. No se había engañado. Radomsky
tomó el más fervoroso interés en la futura suerte del desgraciado «idiota», y
merced a su activa intervención el príncipe fue llevado de nuevo a Suiza, al
sanatorio del doctor Schneider. A la sazón Eugenio Pavlovich se ha ido
también al extranjero y piensa pasar bastante tiempo allí, porque se ha
convencido y lo confiesa sin rebozo, de que es hombre completamente
superfluo en Rusia. Bastante a menudo, es decir, una vez cada dos meses, va a
ver a su pobre amigo a casa de Schneider, y a cada visita encuentra al doctor
más descorazonado. Schneider mueve la cabeza, arruga el entrecejo, da a
entender que las facultades mentales del paciente se encuentran arruinadas casi
en definitiva y, si no diagnostica una dolencia incurable, al menos dice lo
suficiente para autorizar las más desoladoras conjeturas. Eugenio Pavlovich ha
tomado esto muy a pecho y lo siente de todo corazón, porque tiene corazón,
como lo acredita la circunstancia de que consiente en recibir cartas de Kolia y
hasta incluso contesta algunas veces. Aún se conoce otro curioso detalle
acerca de Radomsky, y como habla mucho en su favor nos apresuramos a
declararlo. Después de cada una de sus visitas al sanatorio de Schneider,
Eugenio Pavlovich no sólo escribe a Kolia, sino también a otra persona de San
Petersburgo, a la que da muy detallados informes referentes a la salud del
príncipe. Aparte repetidas protestas de la más sincera devoción, esas cartas expresan ciertas opiniones, ciertas ideas, ciertos sentimientos que, vagos al
principio, se van precisando cada vez más a medida que se prolongan tales
relaciones epistolares, y, en resumen, parecen revelar una amistad íntima y
tiernamente fervorosa. La persona a quien esas cartas (poco frecuentes, cierto
es) van dirigidas y a quien se atestigua una estima tan cordial, es Vera
Lukianovna Lebedievna. No podemos saber con exactitud cuándo se iniciaron
semejantes relaciones, pero cabe creer que comenzaron a raíz de lo sucedido al
príncipe, hecho que afectó tanto a Vera que casi le costó una enfermedad. Si
mencionamos esa correspondencia, se debe a que en ella había referencias a la
familia Epanchin y sobre todo a Aglaya Ivanovna. En una carta un tanto
incoherente, escrita desde París, Eugenio Pavlovich relataba que Aglaya, tras
un breve y fogoso amor con un conde polaco refugiado en Francia, se había
casado con él contra la voluntad de sus padres, quienes tuvieron que consentir
en el matrimonio para evitar un escándalo. Después de un lapso de seis meses,
en el transcurso del cual Vera no tuvo noticias de Eugenio Pavlovich, recibió
al fin una carta muy larga y con detalles muy minuciosos, informando a la
joven de que, con motivo de la última visita al sanatorio de Schneider,
Radomsky había encontrado al príncipe Ch. y a toda la familia Epanchin
(excepto, por supuesto, al general, a quien sus ocupaciones retenían en San
Petersburgo. La entrevista fue curiosa: todos acogieron a Radomsky con
verdadero embeleso. Alejandra y Adelaida le estaban muy agradecidas por su
«angelical bondad con el desgraciado príncipe Michkin». Al saber el estado de
enfermedad y decaimiento en que se hallaba el pobre León Nicolaievich,
Lisaveta Prokofievna no pudo contener las lágrimas. Sin duda le había
perdonado todo. El príncipe Ch. formuló algunos comentarios llenos de
oportunidad y buen sentido. Eugenio Pavlovich creía notar que aún no existían
comprensión y armonía perfectas entre Adelaida y el príncipe Ch., pero tenía
la certeza de que en el porvenir la experiencia y el buen sentido del príncipe
acabarían imponiéndose a la impetuosidad de la joven, quien aceptaría aquella
dirección de buen grado. Por lo demás, las recientes lecciones sufridas por los
suyos habían hecho reflexionar mucho a Adelaida. La triste suerte de su
hermana menor no había sido, por supuesto, lo que menos la impresionara. En
los seis meses transcurridos, los hechos confirmaron los temores que la familia
Epanchin sentían respecto al conde emigrado. Aquel individuo no era en
realidad ni conde ni emigrado en el sentido político de la palabra, sino que
había debido abandonar su país a consecuencia de un asunto bastante turbio.
La noble añoranza de la patria, de que alardeaba tanto el aventurero, era lo que
había hecho que Aglaya le encontrase interesante. La joven se enamoró de él
de tal manera que, antes de casarse, había incluso entrado a formar parte de
una comisión organizada en el extranjero para luchar por la restauración de la
nacionalidad polaca, y comenzado a frecuentar, además, el confesionario de un
célebre sacerdote católico, quien ejercía gran influjo sobre el ánimo de la joven. Las vastas posesiones de que el supuesto conde polaco presentara
pruebas casi irrefutables a Lisaveta Prokofievna y al príncipe Ch., resultaron
ser un mito. Pero todo ello no tenía importancia comparado con el hecho de
que el «conde» había logrado enemistar completamente a Aglaya con su
familia, hasta el extremo de que hacía varios meses que la recién casada no
veía siquiera a los suyos. Todavía hubiesen podido contarse muchas otras
cosas al respecto, pero aquellas desgracias habían afectado tanto a Lisaveta
Prokofievna, a sus hijas y hasta al príncipe Ch., que no se atrevieron a
mencionar ciertos hechos en su charla con Radomsky, aunque le suponían
completamente informado de la gran equivocación de Aglaya. La pobre
Lisaveta Prokofievna anhelaba vivamente volver a Rusia y, siempre según la
carta de Eugenio Pavlovich, criticaba con amargura todas las cosas del
extranjero. «En ningún sitio se sabe cocer bien el pan —decía a su interlocutor
—; en invierno se hielan como ratones en un agujero… Yo, al menos, he
llorado como una buena rusa por este pobre hombre —añadió señalando a
Michkin, que no acababa de reconocerlas—. Ya estamos hartos de
extravagancias. Todo esto, todo extranjero, y este Occidente, y esta Europa de
que tanto hablan ustedes, no es más que una fantasía también… ¡Ustedes
mismos se convencerán! ¡Acuérdese de lo que le digo!», había concluido, casi
enojada, al despedirse de Eugenio Pavlovich.
FIN
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